Pau Riba, el hierbajo
Para Pau Riba todo comenzó en el colegio, cuando su afán bohemio le llevaba a ponerse una hoja de hiedra en el ojal de la camisa antes de entrar en clase. El periodista Nando Cruz nos ofrece un perfil de este cantautor de culto, músico folk-rock mediterráneo destinado a llevar una vida de niño bien en la Barcelona tardofranquista. Apoyándose en abundantes declaraciones del propio Riba, nos habla de lo que supuso el lanzamiento de su primer disco Dioptria I, de viajes iniciáticos lisérgicos, comunas y exilios en paraísos perdidos como Formentera, refugio de la cultura underground y meca en los sesenta y principios de los setenta para los hippies del mundo.
«¿Crees que ayudas a la cultura catalana?», pregunta un periodista. Pau Riba responde: «Sí, destruyéndola».
La escena está fechada en julio de 1975, poco antes de celebrarse el primer Canet Rock, iniciático macroescaparate de la cultura hippie y kilómetro cero de la futura industria de festivales musicales. A estas alturas, el cantautor ya lo ha dicho todo o casi todo musicalmente hablando. Ha publicado los dos volúmenes de su miope debut —Dioptria I (1969) y Dioptria II (1970)— y también Jo, la donya i el gripau (1971), que él siempre ha considerado como el tercer capítulo de su visionaria saga de folk-rock mediterráneo. Son años de cambio. La dictadura franquista agoniza, mientras la prensa asegura que en Estados Unidos los jóvenes han iniciado una revolución. Pau Riba ya ha elegido bando.
Pau Riba contra el ADN
Pero ¿quién es ese melenudo dispuesto a destruir la cultura catalana? Y, más importante aún: ¿qué tiene contra ella? Pau Riba era, precisamente, un hijo de aquella cultura catalana que tanto ansiaba destruir. Y no un hijo cualquiera. Era nieto del poeta Carles Riba, se crio en la zona alta de Barcelona, a escasos metros de la residencia de los Pujol. Eso sí, fue a una guardería en la calle Emancipación. Y eso marca. Tampoco era una guardería cualquiera: fundada días antes de que las tropas nacionales entrasen en Barcelona, se convertiría en el refugio de los hijos de la burguesía catalana progresista. Tan progresista que, durante años, y a pesar de las órdenes franquistas, mantuvo la enseñanza en clases mixtas.
En clase, Riba coincide con Nuria Gimpera (hermana de la futura actriz y modelo de la gauche divine Teresa Gimpera), con Eduard Carbonell (que en los noventa dirigirá el Museu Nacional d’Art de Catalunya), con Martí Llauradó (hijo del escultor de igual nombre y futuro miembro del colectivo Els Setze Jutges) y con Teresa Congost (hija del dueño de la fábrica de juguetes Congost). Riba se crio entre los elegidos, sí, pero pronto opositará a hierbajo y se convertirá en oveja descarriada de aquella jet set catalana en ciernes. Pau suele echar mano de la teoría de las cuatrocientas familias que gobiernan el destino de Catalunya. Es obra de Félix Millet, presidente del Palau de la Música procesado ahora por corrupción. Aquel chaval con media dioptría en el ojo izquierdo y dos y medio en el derecho quiere soltar amarras de esa burguesía provinciana que lo ha criado.
Con quince años, Pau sale cada mañana de casa, arranca una hoja de hiedra y se la pone en el bolsillo de la camisa antes de entrar en clase. Va de bohemio. Ya ha escrito la mayoría de los poemas que conformarán Dioptría y se presenta a concursos de poesía. La culpa de su precocidad, dice, es la herencia genética; lo que él llama «las cadenas informatizadas del ácido desoxi-riba-nucleico», en uno de esos juegos de palabras que tanto le gusta repetir y que con los años le servirán para bautizar discos como Disc dur (en pleno auge de la informática) o Virus laics (juego de palabras antirreligioso con «Virolai», un poema dedicado a la Virgen de Montserrat y los virus laicos). Pero si algo ha aprendido de sus abuelos poetas es que «la poesía no da ni para pipas». Él quiere ser… rockero.
De vuelta al hogar, Pau se sienta alrededor de la inmensa mesa ovalada donde comparte la cena con sus ocho hermanos y dos tías abuelas que se han instalado en su casa porque durante la Guerra Civil una bomba les había destruido la mercería y las había dejado sin nada. Con su madre y su padre, son trece a cenar. El padre utiliza una vara para llegar a todos los rincones de la mesa y regañar a los hijos que no cojan los cubiertos como es debido. El padre de Pau Riba es ingeniero textil. En la fábrica Pirelli están desarrollando un innovador calzado deportivo con suelas de neumático. En casa de los Riba, todos llevan bambas. Un primerísimo plano de sus suelas de caucho presidirá la portada de Taxista, el primer single de Pau. Otro detalle llama la atención en esa cubierta: una chapa con una misteriosa frase en inglés: Why Boys Leave Home.
¿Por qué los chicos se van de casa?
La prensa llega cada día a casa de los Riba-Romeva, en el adinerado barrio de Sant Gervasi. Así empieza a saber que los jóvenes de su edad la están liando en Estados Unidos. «Los periódicos hablaban de ello cada día. Y las revistas. Los historiadores se saltan esta etapa: explican que la revolución hippie fracasó y pasan a otro capítulo, pero los hippies estuvieron en primera página durante diez años. Lo de mayo del 68 en París fue un último pedo, pero en el año 62 ya había gente tomando ácidos. Hasta entonces, todo era: "¡niño, no hagas esto", "niño, vete allí"… Y luego al servicio militar, a currar y a casarse sin haber tenido relaciones previas. La juventud no existía. Nosotros decíamos:"¡Esto no puede ser! ¡Me niego!"», recuerda hoy Riba, para así contextualizar su vida y su obra.
Aquel joven de familia burguesa se enganchó a esos vientos de cambio. «Con la revolución hippie me envalentoné», reconoce. «El rock’n’roll fue mucho más fuerte de lo que se pudiera pensar porque movía una industria brutal. Solo bastaba que los jóvenes dijeran "queremos esto" para que la industria corriera a ofrecérselo. Eso empoderó mucho a la juventud. Fue una revuelta sociológica». Y con el rock llegó el ácido. «La juventud pasó del "sí, papá" a la revolución gracias al rock’n’roll y al LSD», resume Riba. A todo aquello hacía referencia la chapa de la portada del single Taxista: «¿Por qué los chicos se van de casa?». «En Estados Unidos, los de nuestra generación se hacían hippies y se iban de casa a montar comunas para desarrollar su cultura, la contracultura. Querían crear su propio mundo. Y los gobiernos pensaban: "¡Nos estamos quedando sin relevo generacional! ¿Quién hará el pan? ¿Quién será médico?". Era un conflicto muy potente». Pau saborea aquella sensación de vértigo que reconecta con su vida. Todo era lo mismo. «Se había creado una verdadera zanja entre nuestra generación y la previa. Era una lucha real que llegó a niveles extremos».
La sociedad franquista contra Pau Riba
El disco duro de Pau Riba alberga detalles muy precisos sobre momentos clave de su juventud. Uno de ellos fue la rocambolesca odisea en que se convirtió su boda con Mercè Pastor, una compañera de clase. Todo un sainete que sirve como retrato de aquella época. «El padre de ella no quería que nos casáramos. Yo era un peludo desgraciado y, encima, cantante. Su padre era cazador y a veces cuando la acompañaba a casa salía con la escopeta gritando: "¡Largo de aquí!". Tenía una parada de marisco en el mercado central, hacía contrabando de diamantes… Un nuevo rico. Llegó un momento que mis padres fueron a conocer a los de Mercè para pedirles la mano, por decirlo de algún modo. Al salir, su padre le dijo al mío: "¿Quiere que lo acompañe?". Mi padre respondió: "No, gracias, tengo el coche fuera". Y le soltó él: " Ya, pero yo tengo un Dodge"».
El padre de la novia no iba a ceder. La boda era inviable, pero existía la posibilidad de celebrarla sin consentimiento paterno. «Era una especie de juicio que se hacía en el obispado. Fuimos nosotros dos y luego citaron al padre para que hiciese sus alegaciones. Primero dijo que yo no me ganaba la vida y tuve que presentar un papel que demostraba que tenía trabajo. Luego alegó que su hija estaba loca y el obispo nos pidió un certificado que demostrara que no lo estaba. Nos lo firmó un pariente de Luis Buñuel que era psiquiatra. Al final el padre alegó que su hija no los quería, que solo quería irse de casa, y la iglesia decidió que se pasara en una residencia de monjas seis meses para determinar si aún nos queríamos».
La odisea no acabó aquí. El dictamen final tenía que darlo un párroco que estaba a punto de ascender a obispo: mossèn Guix. «Se le presentó el padre de Mercè y le dijo: "Yo soy franquista y puedo impedir que usted sea obispo". El otro se acojonó, nos llamó y nos dijo que no podía aprobar la boda. A Mercè le dio tal ataque que empezó a gritar y a dar golpes en todas las puertas. Yo le dije: "Como yo escribo en un periódico, explicaré todo esto que nos ha hecho". Al final, nos hizo llegar una nota diciendo: "Si os casa un cura progre sin que me entere yo, hacedlo". Y eso hicimos. Nos casó el mossèn Dalmau», concreta orgulloso.
La burguesía catalana contra Pau Riba
Pau Riba nunca lo ha escondido: «Yo formaba parte de la pequeña aristocracia intelectual catalana». Él era un Riba, así que fue el prestigioso oftalmólogo Otto Zutz quien le diagnosticó la miopía en su consulta de la calle Muntaner. Él era un Riba, de modo que el empresario Ermengol Passola (padre de la productora de cine y actual presidenta de la Academia del Cinema Català Isona Passola) no dudó ni un instante en ficharlo para su nueva discográfica, Concèntric. Él era un Riba y a Francesc Parellada, el patriarca de la más afamada familia de restauradores catalanes de la época, le pareció fabuloso organizar la primera presentación en vivo de Dioptria en Ca La Sila, el restaurante que regentaba en Granollers.
Riba se beneficiaba de los contactos familiares que le proporcionaba su estatus social, pero cuando publicó el primer volumen de Dioptria incluyó un manifiesto que proclamaba su ruptura con la burguesía catalana. Era un texto impreso en el interior de la portada donde repudiaba aquel «mundo pequeño y mezquino» y calificaba aquella Cataluña temerosa de cualquier tipo de cambio como «una cultura que se alza fantasmal y ridícula sobre una bandeja de latón plateado en manos de doce patums que la administran, preservan y restauran de las cagaditas de palomas que no inmigran ni emigran nunca». Un desafío. Poético, pero desafío, pues mordía la mano que le daba de comer. Mientras la nova cançó cargaba contra el franquismo, Riba señalaba al enemigo interior.
Si Dioptria es un disco excepcional y único, lo es también porque no debe haber muchos más que incluyan una respuesta por parte de la discográfica a las opiniones de su autor. Nadie lo censuró, pero al leer esos comentarios que despachaba contra la cultura catalana, Ermengol Passola redactó un texto que lo retrataba como un niñato consentido e inmaduro. Lo insólito del caso es que el cantautor también fue quien diseñó la portada del disco. Probablemente él mismo maquetó esa réplica en la carpeta interior del elepé. Medio siglo después, Pau Riba no recuerda qué pasó, pero insiste en que no le hizo gracia. «Fue como si un galerista, ante un cuadro de Picasso, dijera: "Este hombre pintó esas caras torcidas porque ese día no estaba bien, pero ya lo arreglaremos"».
El pulso entre aquel rebelde melenudo y la poderosa burguesía catalana estaba servido. Era evidente quién tenía las de ganar. Cuando Pau Riba quiso presentar Dioptria en el Palau de la Música volvió a tirar de sus contactos, pero esta vez se encontró con una rotunda negativa. Ni siquiera Joan Anton Maragall, un influyente galerista nieto del poeta Joan Maragall, pudo mediar para que le dejasen actuar en tan ilustre y burgués escenario. Pau Riba ya era un problema para la cultura catalana. Ahora sí: lo habían repudiado.
El ácido será la respuesta
A sus veinte años, Pau Riba quería cumplir el sueño de todo hippie: viajar hasta Formentera para probar el ácido. «Sabíamos que era estación de paso para todos los hippies americanos que querían ir a la India. Los periódicos hablaban mucho de esos temas y, además, de forma muy alarmista. La sociedad estaba muy escandalizada con el ácido y el rock. Cuando el batería de Soft Machine (Robert Wyatt) se tiró por una ventana, los diarios lo magnificaron. Y entonces, claro, ¡todos nos tirábamos por la ventana! Teníamos una gran necesidad de comprobar fehacientemente de qué iba toda esa historia».
El buque Cabo San Roque los llevó de Barcelona a Ibiza. Luego tomaron La Joven Dolores, la barcaza que los dejaría en Formentera. Estaban siguiendo la ruta oficial del hippismo. La misma que un año después llevaría a Pau Riba a otra isla, la de Wight, donde asistiría a la última edición del festival inglés. Pero en Formentera la aventura no había hecho más que empezar. Preguntando a la gente y dejándose llevar por las vibraciones del ambiente, llegaron a la playa del Mitjorn. Una colonia de cuatrocientos hippies se había instalado a vivir allí. Era el paraíso. «Vivíamos en una cueva. El suelo era la misma arena de la playa. Te levantabas y te duchabas en el mar», recuerda hoy, con ojos de incredulidad retrospectiva.
En la Formentera de 1969 los ácidos eran gratuitos. Y los de la playa del Mitjorn los repartía un dealer estadounidense que había aprendido a fabricarlos en su país. «Nos dio el tripi y nos dijo: "Si es el primero, partíroslo entre los dos". Y se lo dio a Mercè, pero como ella no entendía inglés se lo tomó de golpe. Al verla, me dio otro tripi a mí: "Pues tómatelo entero tú también". El primer síntoma que recuerdo era paranoia pura. Estábamos en la playa y yo oía que todo el mundo se reía detrás de mí. Me giraba y todos estaban serios. Otra cosa que recuerdo es que las olas eran cangrejos que subían y se alejaban. Ah, y que cogía la guitarra y el mástil parecía una autopista. ¡Y cómo sonaba!».
Mientras lo cuenta, Riba aún parece saborear la aventura. «Aquel primer tripi fue muy bonito, muy Walt Disney. Luego tuvimos otros más heavies», dice, pero ya no en Formentera. «A los dos días hicieron una batida y nos echaron a todos de la isla. La policía, con ayuda de gente de la zona, formó una línea y fue avanzando hacia nosotros. A los extranjeros les quitaban los pasaportes y les decían que se lo devolverían cuando mostrasen un billete de avión de regreso a su país. Y a los españoles también nos expulsaron de un modo u otro».
Últimos días en Barcelona
«La aventura del ácido fue pim, pam», resume. Pero nada sería igual a partir de ahí. De vuelta a Barcelona, Pau abandonó el piso de recién casados que había alquilado en el centro de la ciudad y se instaló en una casona a los pies de la montaña del Tibidabo, justo donde ahora se alza el Museu de la Ciència de La Caixa. Su objetivo era montar una comuna. Por ella pasó la flor y nata de la contracultura local. Unos amigos que habían ido de viaje por Asia le traían una guitarra afgana; otros le regalaban unos tambores marroquíes. En el garaje dio forma a la segunda parte de Dioptria, totalmente distinta a la primera. Normal, en aquella comuna se respiraba otro aire. Pero la aventura duró poco. Cuando la policía se plantó con tres furgonetas para precintar el edificio, Pau Riba ya no tenía escapatoria. Había que volver a Formentera. Y esta vez para quedarse.
Esta vez, sí. El cantautor cumpliría la amenaza que había redactado en los créditos de Dioptria: «Me voy y dejo el pequeño mundo familiar decentito y medio digno que chapotea inmóvil en una media aristocracia inventada por cuatro pulcras celebridades caseras». Aquella huida no era solo poética. Era ya una cuestión de pura supervivencia. La isla sería su refugio frente a un mundo cada vez más inhóspito. Las dos primeras semanas de 1970 las había pasado en la cárcel Modelo. Y su mujer, embarazada de siete meses, en la de Wad-Ras. Los hippies no tenían cabida en la España de Franco, así que, en pleno enero, reeditaron el viaje iniciático que habían realizado el verano anterior: en el Cabo San Roque hasta Ibiza y a bordo de La Joven Dolores hasta Formentera.
En Cal Pep Carlos, una casa perdida en el campo junto al molino donde cuenta la leyenda que Dylan compuso parte de John Wesley Harding, Mercè daría luz a su primer hijo, Pauet Riba. Y allí, en las más rústicas condiciones imaginables, se grabaría también el tercer disco de Pau Riba, Jo, la donya i el gripau. Divorciado de la sociedad, con una bicicleta y un burro como vehículos, se rodeó de otros ilustres descastados de la época como el productor Mario Pacheco (creador del sello Nuevos Medios), el cineasta Joaquim Jordà (al que Pau siempre ha considerado como su segundo padre) y Pau Malvido (hermano de Pasqual Maragall). El desorbitado cantautor los ha sobrevivido a los tres.
Pau Riba tiene ahora setenta años. Aquel joven que se colocaba en el ojal una hoja de hiedra para entrar en clase con aire bohemio exhibe hoy un aspecto de arbusto sin podar. Seco y arqueado, de esos que ya no le temen al viento ni al invierno.
Nunca se operó las dioptrías para poder ver mejor.
© Nando Cruz, 2019. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.