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Las «mamás belgas». La retaguardia de la lucha contra el fascismo

Entrevista con Sven Tuytens

Irene G. Rubio
Fotografía Miguel Balbuena

La fotografía de unas brigadistas procedentes de Bélgica, que habían acudido a ayudar a la Segunda República en 1937, despertó la curiosidad de Sven Tuytens, corresponsal en España de la radio televisión pública belga (VRT). ¿Quiénes eran aquellas mujeres y qué las había llevado a luchar en una guerra que no era suya? Tras investigar en archivos y conversar con supervivientes, descubrió la historia de un grupo de mujeres que arriesgaron sus vidas para combatir el fascismo. Sven Tuytens las ha rescatado del olvido en el documental y el libro Las mamás belgas.

La historia detrás de una fotografía

Soy corresponsal en España de VRT y, desde hace años, me interesa mucho la historia de la República y la Guerra Civil. En uno de mis viajes a Bélgica fui a visitar un centro de estudios sobre la década de 1930, donde habían entrevistado a muchos brigadistas belgas que lucharon en la guerra civil española. El director del centro me regaló un par de fotos. Una de ellas es la que aparece en la cubierta del libro. Es una foto fantástica, en la que se ve a unas mujeres en la plaza de Cataluña de Barcelona. Me enteré de que formaban parte de un grupo de voluntarias que querían ayudar a la República. El día que inmortaliza la foto, el primero de mayo de 1937, habían llegado a España. Se dirigían a un hospital militar en Ontinyent, una pequeña localidad de Valencia. ¿Cuál era la historia detrás de esa foto? ¿Cómo habían llegado hasta allí?

Al investigar me llevé varias sorpresas. La primera es que no eran belgas: la mayoría provenía de países de Europa del Este y eran judías. Muchas eran novias o viudas de hombres que habían fallecido en el frente español. Eran comunistas, y veían que en España se estaban poniendo en práctica las ideas en las que creían. Se querían incorporar a las milicias, pero cuando llegaron ya casi no quedaban y en el Ejército Popular no las dejaron ir al frente. Vuelta a lo clásico: los hombres al Ejército y las mujeres a la retaguardia. Aceptaron trabajar como enfermeras y, aunque ninguna lo era, aprendieron el oficio. Provocaron muchos problemas en el hospital porque no se limitaban a la enfermería. Estaban muy politizadas, hablaban varios idiomas y querían cambiar la sociedad. Hay que ponerse en situación: año 1937, una ciudad pequeña, atrasada, donde mandan los curas y los notables, a la que llegan estas mujeres liberadas que querían cambiar el mundo.

1 de mayo de 1937, once de las veintidós voluntarias de Amberes y Bruselas en la Plaza de Cataluña de Barcelona. De pie, de izquierda a derecha: Rosa Leibovic, Paja «Frieda» Buchhalter, Rachel Oulianetzky, Anna Korn, Feigla «Vera» Luftig, Rachel Wacsman, Rachela Luftig, Leja «Lya» Berger en Henia Hass. Sentadas, de izquierda a derecha: Golda Luftig y Genia Gross (fuente: Rudi Van Doorslaer, Gante)

Su historia me impactó. ¿Quién está dispuesto a ir tan lejos hoy en día? Eran refugiadas, lo tenían muy difícil en Bélgica y se fueron a luchar a una guerra en un país extranjero, una guerra que entendían que era suya, y eso que ni siquiera hablaban castellano. Hay que tener un sentimiento de solidaridad muy grande.

A partir de esta foto empecé a investigar y después me enteré de que el edificio del hospital de Ontinyent aún existía y de que seguía viva una de las enfermeras españolas, Rosario Llin Belda, a la que llaman Rosariet. Era mi última oportunidad para entrevistar a alguien que había vivido aquellos sucesos, porque entonces tenía noventa y cuatro años. Me encontré con un personaje increíble, y ahí surge la historia.

Antes de convertirse en las «mamás belgas»

Las «mamás belgas» son hijas de familias judías ortodoxas de los países de Europa del Este. Estas familias habían vivido en una paz relativa durante el imperio austrohúngaro, pero con la Primera Guerra Mundial se exacerba el nacionalismo y se producen pogromos contra los judíos. A partir de los años veinte, se produce un movimiento migratorio hacia Occidente de miles de refugiados que lo han perdido todo. Ellas llegan a Amberes en la década de 1930; muchas son todavía adolescentes. Allí entran en contacto con ideas nuevas, con el comunismo, y se hacen muy radicales, lo que provoca un enfrentamiento con sus familias, muy tradicionales y religiosas. Ellas quieren cambiar el rumbo, son comunistas y están dispuestas a romper con todo.

La mayoría de estas familias de refugiados proviene de la pequeña burguesía, pero cuando llegan a Bélgica empiezan a trabajar en lo que pueden: fábricas, peluquerías, sastrerías... Muchos no encuentran trabajo, así que se ayudan entre ellos. Varias familias acaban compartiendo piso y viven de los sueldos de los que tienen trabajo. También ayudan a los refugiados políticos que huyen de Alemania ante el auge del nazismo. Forman parte de sindicatos, también del Socorro Rojo Internacional, tienen una vida asociativa muy importante y dedican mucho tiempo a una asociación cultural judía, la Kultur Farein, grupo del que surgirán los líderes que van a cambiar el panorama político belga.

Mayo de 1937, hospital militar de Onteniente. De izquierda a derecha: Anna Korn, Paja «Frieda» Buchhalter, Henia Hass, Feigla «Vera» Luftig y Stunea Osnos (fuente: Amsab-ISG, Gante)

De Amberes a Ontinyent

Los refugiados conocen bien lo que está pasando en Alemania, saben que hay campos de concentración, porque los primeros que acaban ahí son los comunistas. Cuando empieza la Guerra Civil en España son muy conscientes de la amenaza: el fascismo avanza por el sur y, a menos que se haga algo, va a conquistar toda Europa. Los hombres son los primeros que se marchan para ayudar a la República española alistándose en las Brigadas Internacionales.

Algunos de ellos son novios o maridos de las «mamás belgas», y ellas buscan una manera de ayudar también a la República, pero el partido comunista no quiere mandar mujeres al frente. En ese momento el partido socialista belga y la Internacional Socialista están montando un hospital. Sus sindicatos mandan víveres y dinero a España, y con esos fondos deciden montar su propio hospital en Ontinyent con fines propagandísticos. La iniciativa parte de un médico belga socialista, que había vivido la Primera Guerra Mundial. Cuando el hospital está listo, no encuentran enfermeras entre las filas del partido socialista, pero el médico tiene contacto con el partido comunista, que le dice que hay un grupo de mujeres interesadas. En abril de 1937, las veintiuna «mamás belgas» viajan por fin a España para ayudar en el hospital.

En el libro cito a Luis Buñuel, que había nacido en un pueblo de Aragón y decía que allí la Edad Media se había prolongado hasta la Segunda Guerra Mundial, con toda la estructura social intacta: el médico, los caciques, el cura… Eso mismo pasaba en Ontinyent. Aunque era zona republicana, seguía habiendo una presión social muy fuerte. Muchas de las enfermeras españolas que trabajaban en el hospital tenían catorce o quince años. Vivían bajo el control del padre y el hospital les daba la oportunidad de acceder a otro mundo. Allí conocen heridos, médicos, gente extranjera de izquierdas; es una formación política para ellas. Las «mamás belgas» protegen a estas jóvenes españolas contra el machismo y el acoso de los médicos, porque ahí no hay control de la iglesia y la familia no entra. Lo cuenta Rosariet: «Yo era una niña y no sabía nada de la vida».

Vera y Rachela Luftig en Amberes en 1939 (fuente: Rudi Van Doorslaer, Gante)

Ni mamás ni belgas

El apelativo de «las mamás belgas» es extraño, porque no son belgas ni son madres. Entonces, ¿por qué las llamaban así? «Mamá» era el nombre con el que se referían en época de guerra a las enfermeras, porque eran una figura cuidadora femenina. Para muchos soldados jóvenes eran como sus madres. Y «belga» porque para la población local todos los del hospital eran belgas. Pensaban que hablaban en «belga», o en un idioma raro, cuando en realidad ellas eran refugiadas, ni siquiera hablaban francés o neerlandés. Hablaban yidis, el idioma compartido por los judíos del Este.

Cuando terminan las distintas guerras, ya tienen más de treinta años y las que tienen hijos lo hacen ya mayores para la época. Una de ellas, Golda Luftig, tenía a su novio luchando cerca de Ontinyent, en Albacete, y se veían cuando él estaba de permiso. De esa relación nació un niño al que pusieron de nombre Madrid. De vuelta en Bélgica, en las redadas de Amberes, una noche la policía la atrapó con su hijo y acabaron los dos deportados a Auschwitz, donde fallecieron.

De una guerra a otra

Cuando la República cae, las «mamás belgas» vuelven a Amberes. En mayo de 1940, los nazis invaden Bélgica y Holanda y lo primero que hacen es buscar a «los españoles», personas que habían ido a la Guerra Civil española, que habían sido combatientes y sabían manejar armas. No en vano la Resistencia está compuesta en gran medida por antiguos brigadistas internacionales. Poco a poco las leyes contra los judíos se van endureciendo y comienzan a obligar a las familias judías a presentarse ante la policía. Hay redadas y parten hacia los campos de concentración los primeros trenes.

Las «mamás belgas» tienen redes en el partido comunista y saben lo que las espera. Queman sus papeles, utilizan documentación falsa y entran en la clandestinidad para formar parte de la Resistencia. Durante sus acciones, algunas caen presas, sufren torturas y las llevan a los campos de concentración. Los contactos con el partido comunista solían ofrecer más posibilidades de sobrevivir y algunas lo logran.

Vera Luftig posa como modelo probablemente después 1945 (fuente: Rudi Van Doorslaer, Gante)

El fin de la utopía socialista

De las veintiuna «mamás belgas», seis mueren en los campos de concentración. Dos o tres sobreviven a los campos, vuelven a Bélgica e intentan retomar sus vidas. Pero la vuelta es muy dura. Después de haber luchado tanto, sufren el antisemitismo y en los años cincuenta descubren los horrores de la época estalinista y rompen con el partido comunista. Es una decepción brutal, ellas que pensaban que todo iba a cambiar, que tanto habían creído en el comunismo…

Otras, cuando termina la Segunda Guerra Mundial, deciden volver a sus países de origen, ahora bajo dominio soviético. Dejan todo y se van, pensando que las considerarán heroínas, que van a encontrar un lugar en esa nueva sociedad. Pero al poco tiempo se enfrentan al antisemitismo. Tienen que esperar hasta la muerte de Stalin para poder regresar, pero con una condición: los regímenes comunistas solo las dejan salir con pasaporte israelí. Ellas son antisionistas pero, aun así, aceptan el pasaporte. Cuando llegan a Bruselas el partido comunista belga les echa en cara que han salido del paraíso para volver al capitalismo. Cortan con el partido y vuelven a retomar sus contactos con España. Las mujeres que se han quedado en Bélgica acogen a las que han vuelto de Europa del Este. Viven en círculos muy reducidos, muy politizados, pero al margen de la posición del partido comunista.

Algunas de las «mamás belgas» volvieron a España en 1986 para participar en los actos de homenaje a las Brigadas Internacionales. El Gobierno de Felipe González les otorgó medallas y algunos brigadistas incluso recibieron la nacionalidad española. Para ellos fue muy importante este reconocimiento. Pero luego volvieron a caer en el olvido.

Y en ese olvido han permanecido hasta ahora. En cada presentación del libro o del documental surgen nuevas historias, porque alguien viene y te dice: «Mi tía trabajaba en el hospital…». El País publicó un artículo en el que se nombraba a algunas de las «mamás belgas». Al día siguiente un señor que vive en Madrid lo leyó y le dijo a su mujer: «¿Esta de aquí no es tu abuela?». Y efectivamente, lo era. Lo que empezó como una historia de archivo, algo un poco frío, se ha convertido en una red de personas.

Vera Luftig, de brigadista a espía en la Orquesta roja

De todas las «mamás belgas», hay una que destaca especialmente: Vera Luftig. En la foto de Barcelona está en el centro, parece que todo gira a su alrededor, tiene una gran presencia. Era la líder del grupo que viajó a España, en el que también iban dos de sus hermanas: Golda, la que murió en Auschwitz con su hijo Madrid, y Rachel, que entró en la Resistencia y terminó en el campo de Ravensbrück. Fue una de las que consiguió sobrevivir a los campos.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Vera Luftig formó parte de la Orquesta roja, una red de espionaje de la Unión Soviética. Era una red muy original: en lugar de trabajar en la sombra, en barrios humildes donde se pudiesen mezclar con los obreros, montaban empresas. Su líder, Leopold Trepper, era un dandi, un personaje público que se codeaba con los nazis. Trepper y Luftig se conocieron antes de la Segunda Guerra Mundial. Él se dio cuenta de que Vera era una líder y le propuso trabajar en su red de espionaje, donde ella jugó un papel importante. Probablemente entre ellos hubo algo más que una relación de trabajo, pero no hay pruebas que lo confirmen. El nombre de «Orquesta roja» se lo pusieron los alemanes. El director de la orquesta era Trepper y Luftig era una de las pianistas que manejaban los códigos de radio y pasaban los mensajes a Moscú. Su nombre en código en la red era «la Negra», y como era un personaje muy cercano al jefe todo el mundo le tenía un poco de miedo.

Cuando la red empezó a caer, Luftig se escapó y los nazis no consiguieron atraparla. Trepper la envió al sur de Francia para que se refugiase en una casa de su propiedad. Al final de la guerra, cuando se liberó Francia, volvió a Bélgica. Ahí los servicios secretos belgas se interesaron por ella, porque creían que podía ser una espía y se dedicaron a seguirla. En sus archivos consta que la controlaron durante diez años, pero no existen pruebas de que siguiese trabajando para Rusia. Hay muchos misterios y muy poca información sobre ella. Lo único que sé es que murió en 1959, a los cincuenta años.

PRESENTACIÓN DEL LIBRO DE SVEN TUYTENS LAS MAMÁS BELGAS
05.03.19

PARTICIPANTES ALFREDO MÉNDEZ • SVEN TUYTENS
ORGANIZA EL MONO LIBRE
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