"El dios que según Nietzsche ha muerto es el dios de los reaccionarios"
Entrevista con Gianni Vattimo
Traducción David Paradela | Fotografía © Universitat Pompeu Fabra, Cc By-Sa
En esta entrevista del periodista Claudio Gallo, jefe de cultura del diario italiano La Stampa, publicada originalmente en Public Seminar en julio de 2016, Gianni Vattimo reflexiona sobre su vida y su obra, con ocasión de la donación de su archivo personal a la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. El archivo, que abrió al público el año pasado, consta de documentos de su actividad académica, investigadora, política y personal.
Antes de adentrarnos en su filosofía, háblenos del archivo que se presentó en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona en junio de 2016. ¿Por qué Barcelona? ¿Qué puede encontrarse en el archivo?
¿Por qué Barcelona? En primer lugar, porque fueron los primeros en ofrecerse para acoger el archivo. Ya les he dicho a mis amigos de Turín que no se lo tomen a mal. Al fin y al cabo, Barcelona y Turín están muy cerca. Más que Irvine, California, donde está el archivo de Derrida. Varios de mis antiguos estudiantes en Turín asistieron a la presentación, entre ellos Elena Ficara y Santiago Zabala. Este último es profesor en la Pompeu Fabra y dirige el centro que se ha creado para custodiar el archivo. ¿Y qué contiene? A lo largo de los últimos meses, mientras reuníamos los documentos, aparecieron varios cursos sobre Hegel, Schleiermacher y Nietzsche de los años sesenta y setenta, junto con mis notas. Estas notas son interesantes (al menos para mí), ya que a partir de ellas redacté mis primeros libros sobre estética, hermenéutica y postmodernidad. Hay muchas cartas de Apel, Gadamer y otros filósofos con los que he estado en contacto a lo largo de todos estos años. Les tengo especial cariño a las notas que preparé con Derrida para nuestros dos volúmenes sobre religión y derecho para Seuil y Laterza. Creo que el archivo resultará útil a quienes estén interesados no solo en mi pensamiento —mi «pensamiento débil»—, sino también en las aportaciones de la filosofía italiana en general.
Profesor Vattimo, ¿para qué sirve la filosofía?
Alguien dijo que era importante, que no se puede vivir sin ella, precisamente porque es inútil. Como dijo Heidegger en un pasaje famoso: «La ciencia no piensa». No piensa porque es útil, persigue unos objetivos que no ha elegido. En términos kantianos, la ciencia se ocupa de los fenómenos, de los datos factuales que obtiene a partir del marco de la razón, los organiza en el tiempo y en el espacio, los expresa matemáticamente, los relaciona y los mide desde distintos puntos de vista. Sin embargo, Kant dice que detrás del fenómeno se encuentra el noúmeno, lo que podemos pensar, pero que, desde una óptica fenomenológica, permanece ignoto. Forma parte de lo que Kant denomina el «reino de los fines». En ese reino encontramos la libertad, que es algo que no podemos conocer fenomenológicamente. Lo mismo vale para la existencia de Dios. La filosofía se ocupa de las grandes preguntas, que, por regla general, no tienen respuesta porque no dependen de datos fenoménicos como la ciencia. Este es el origen de esa peculiar sensación de inutilidad y vacuidad inherente a la filosofía. Y, sin embargo, si no queremos convertirnos en máquinas o robots, no podemos vivir sin ella.
¿Quiénes fueron sus maestros?
Yo me crie como católico militante. De niño leía a autores como Jacques Maritain y Emmanuel Mounier y a novelistas como Bernanos. Pero esa inspiración católica me llevó, asimismo, a autores heréticos según la tradición moderna. No me gustaba el historicismo racionalista que arranca con la Ilustración y llega a su punto álgido con Hegel y Marx. Tras terminar mi tesis sobre estética —sobre «el concepto de producción (poiein) en Aristóteles»— y enamorarme de la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer, me encontré con el más radical de los críticos de la modernidad; es decir, con Nietzsche. En 1960 se publicaron los dos volúmenes de Heidegger sobre Nietzsche, y ahí encontré a mi segundo autor crucial. Leí a Nietzsche y a Heidegger bajo la tutela de mi maestro en Turín, Luigi Pareyson, que los interpretaba a la luz de pensadores como Gadamer, el arquitecto de la hermenéutica.
¿Qué peso tuvo el nazismo en la filosofía de Heidegger?
Debo confesar que mi acercamiento a Heidegger se produjo precisamente a partir de su conexión con Nietzsche y, por tanto, de sus obras más «sospechosas», las de madurez, en las que se plasma su controversia con la modernidad, con las implicaciones políticas que ello supone. Durante mucho tiempo leí a Heidegger sin prestar demasiada atención a su compromiso con el nazismo. Por otra parte, todos mis maestros eran antifascistas: Pareyson fue partisano, y Pietro Chiodi, el primer traductor italiano de Ser y tiempo, estuvo en la Resistencia; de hecho, aprendió alemán en un campo de concentración, donde sufrió una serie de problemas de salud que provocaron su muerte prematura. Puede que mi falta de atención al nazismo de Heidegger se debiera a una especie de desinterés por la biografía de los autores, un desinterés bastante chocante, sobre todo en el caso de Nietzsche, que enloqueció en sus últimos años. Por entonces, además, muchos de los lectores y entusiastas de Heidegger eran de izquierdas.
Usted lee a Heidegger a partir de Nietzsche, pero su Nietzsche es diferente del de Heidegger, ¿no le parece?
Sí, desde un punto de vista literal, mi lectura de Nietzsche es distinta de la que hace Heidegger, pero permítame decir que es heideggeriana malgré lui. En un ensayo titulado «Nietzsche, intérprete de Heidegger» (valga el anacronismo), explico que no se puede leer a Heidegger sin pasar antes por el nihilismo nietzscheano. Este ensayo se incluyó más tarde en el volumen Diálogo con Nietzsche. La historia del pensamiento metafísico según Heidegger es la historia del nihilismo que Nietzsche nos enseñó a identificar.
La interpretación continua de la realidad que usted propone en De la realidad se basa en la «debilidad» de la realidad. Pero si el marco de la realidad se desvanece, ¿qué es lo que se interpreta?
Ahí hablo de la historia de un debilitamiento progresivo de lo que la metafísica denomina «el ser», que, como bien dijo Heidegger, no debe confundirse con los seres. El ser no se identifica con los seres, ni siquiera con un ser supremo, de lo contrario no podría ocupar un lugar preeminente. ¿Por qué esa obsesión de Heidegger con la «diferencia ontológica»? En mi opinión, porque Heidegger desarrolla su filosofía en la línea de las vanguardias intelectuales y artísticas europeas de la primera parte del siglo XX, centradas en la crítica del objetivismo científico que inspiraba la creación de la sociedad de masas industrial. El pensamiento débil no piensa la diferencia ontológica desde la óptica de una teología negativa –el ser no es los seres, existe en alguna parte, pero no podemos aprehenderlo–, sino que considera que el ser se distingue de los seres precisamente porque tiende a desvanecerse, a debilitarse. Se trata de una lectura histórica del ser que toma en consideración tanto razones éticas como ecológicas. El progreso humano no consiste en crecer en pos de una condición predefinida de la perfección, sino en ayudar a que las cosas alcancen la verdad del ser, en limitar las afirmaciones brutas acerca de lo que se halla presente y enmarcado. Esto no quiere decir que las cosas desemboquen en la nada, ya que la nada no puede «ser». Pienso más bien en una reducción de lo dado, de la existencia, del marco dado del objeto. La física actual es también una manera de ver las cosas a través de un sistema simbólico, matemático o no, como una existencia material indisputable. Podemos concebir esta idea como una espiritualización progresiva de todo lo que nos es dado. Esta era, en esencia, la concepción de Hegel: el desarrollo humano como transformación progresiva del mundo en formas determinadas por el hombre y encuadradas en un sistema simbólico dentro del cual el hombre se siente cómodo.
En su libro Comunismo hermenéutico, coescrito con Santiago Zabala, vuelve a un comunismo del que no fue muy devoto en su juventud. ¿A qué se debe ese cambio? ¿Qué significa «comunismo hermenéutico»?
En primer lugar, no significa comunismo metafísico o científico, que es como lo definiría el materialismo. La referencia a lo «hermenéutico» quiere mostrar que este comunismo no se piensa a sí mismo como la «verdad objetiva» de la historia; además, a diferencia de todas las supuestas verdades sobre el mundo, no tiene motivos para imponerse con violencia. La etiqueta «comunismo» obedece a que se relaciona con la aspiración originaria de construir una sociedad sin clases, sin dominadores, basada en la participación activa de los ciudadanos y en el «diálogo» democrático o, si se prefiere, en la «conversación» democrática. El hecho de llamarlo «comunismo» es una manera de reconocer y reafirmar que el único ideal posible para una sociedad humana es el que responde históricamente a este nombre, independientemente de las desfiguraciones a las que lo sometieron los acontecimientos del siglo XX.
Sin embargo, usted sigue vinculado al cristianismo.
Yo soy ateo, gracias a Dios. Suena a paradoja, pero en mi caso es cierto. Gracias a que creo en el Dios cristiano, me hallo libre de toda idolatría, de la idolatría científica y de la económica, la que hoy trata de imponérsenos bajo la forma de soluciones «técnicas» a problemas políticos. Este es el sentido de no contar a Dios como un ser más entre los otros, aunque sea el ser supremo. El gran teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer, asesinado por los nazis, dijo que «un Dios que nos permitiera demostrar su existencia sería un ídolo». Si Dios fuera un ser, no debería ser Dios. Esto no quiere decir que la experiencia religiosa carezca de sentido, más bien al contrario. Elimina la superstición y el autoritarismo dogmático. El Dios que según Nietzsche ha muerto es el Dios de la filosofía, el que garantiza el orden existente del mundo tal como lo conocemos; en última instancia, es el Dios de los reaccionarios.
Ha sido elegido eurodiputado en dos ocasiones. ¿Cómo valora esa experiencia?
Era un proyecto en el que creía con gran convicción, pero ya no. No en esta Europa. Se ha convertido en una especie de agencia que transmite los mandatos de la banca a los Estados nacionales, como el «pacto fiscal» que Italia contempla incluso en su Constitución. ¿Salir de Europa? Habría que destruir el orden existente y replantearlo en nuevos términos. Puede que la inmigración nos obligue a realizar ese cambio.
Como usted mismo recuerda en No ser Dios, su autobiografía, salió del armario en una época en la que ser homosexual era algo muy arriesgado. ¿Influyó esa elección en su manera de pensar?
No era fácil sentirse y reconocerse «diferente» en un mundo donde aquello todavía representaba una lacra. De todos modos, no creo que eso influyera en mi decisión de dedicarme a la filosofía, aunque probablemente —si licet, como en el caso de Pasolini— siempre hizo que me sintiera cerca de todo tipo de personas marginadas. A lo mejor, si no hubiera sido gay, tampoco habría sido ni cristiano ni comunista. ¿Y qué?