Van Gogh alive, ¿aliada o villana?
© Imágenes: Grande Exhibitions
La entusiasta respuesta ante la exposición multimedia Van Gogh Alive - The Experience –más de 600.000 visitantes en España y millones en el resto del mundo– y el ninguneo o desprecio de la crítica dejaron en evidencia, una vez más, la distancia entre el público y los expertos que existe en algunos terrenos culturales. Más allá de condenas o aplausos, desde las páginas de Minerva hemos querido abordar el debate en torno a estas muestras espectaculares, sin obra original y con abundante aparataje audiovisual. Hablamos con Santiago Eraso, Eduardo Maura, Peio H. Riaño, María Ruido, Alberto Santamaría y Ana Useros.
¿Forma sin contenido?
«Puro display, que no aporta conocimiento alguno; son solo forma sin contenido». Son palabras de uno de los críticos más implacables con este tipo de muestras, Peio H. Riaño, historiador del arte, periodista cultural en las páginas de El País y autor, entre otros libros, de Las invisibles. ¿Por qué el museo del Prado ignora a las mujeres? (Capitán Swing, 2020). No obstante, su crítica no se limita a estos formatos más espectaculares, sino que se hace extensiva a muchas de las exposiciones de museos como el Thyssen, el Reina Sofía o el Prado: «Hay exposiciones que, disfrazadas de alta cultura y con el sello de la academia, solo buscan hacer taquilla y caen en los mismos vicios. Es decir, mi crítica no tiene que ver con el formato audiovisual ni con la ausencia de obra original». De hecho, Riaño recuerda la exposición sobre Walter Benjamin que produjo el CBA hace unos años como un «ejemplo de uso ideal de las tecnologías audiovisuales, que se utilizaban para generar y divulgar conocimiento».
Y es que, para Peio H. Riaño, al arte «hay que entrar a través del conocimiento; una exposición o una selección de obra en una colección permanente tienen que contar algo, y estas exposiciones no lo hacen. La gente no aprende nada con este tipo de exposiciones, solo consigue el refuerzo de su prejuicio: ven lo que ya conocen. El fin –que el arte llegue a quien normalmente no llega– es impecable, pero ¿cuál es el precio que estamos dispuestos a pagar?». Y apunta aquí uno de los grandes problemas de estos eventos: «He visto algunas exposiciones de este tipo que proponen interpretaciones tan literales de las obras en torno a las que giran que acaban destruyendo cualquier metáfora, laminando toda profundidad de la obra de arte y hasta la idea que pudiera haber tenido el artista».
Pero ¿no estaremos exagerando quizá el papel heurístico del arte? ¿Tiene que haber investigación o queda espacio para la divulgación? Para Riaño no se trata de oponer investigación y divulgación, sino, precisamente, de tomarnos en serio la divulgación: «Casi me atrevería a decir que la divulgación es la cima del conocimiento», afirma. «Creo en la investigación, pero no en la investigación que solo atiende a la investigación. Es decir, creo en la historia del arte como una ciencia social, a los pies y al servicio de la sociedad. Si la historia del arte solo piensa en la historia del arte, seguiremos excluyendo a la población e incumpliendo su función social. De ahí la divulgación. No me interesan ni las exposiciones populistas ni las exposiciones excluyentes. Me interesan las que aceptan su compromiso social y entienden el objetivo de la divulgación». Y añade: «Una cosa es divulgar y otra es esa forma de populismo que, con la excusa de romper la barrera del arte o de crear nuevas formas de acceso, genera una suerte de parque temático en el que se proporciona al espectador una experiencia cómoda, en la que no se le "molesta", pretendiendo que aprenda o conozca algo; así se convierte al espectador en un inútil incapaz de entender nada más allá de lo que está viendo. Es una pena que no se sepa o no se quiera utilizar los nuevos medios y los avances tecnológicos para divulgar el arte. Parece que lo único que se busca es construir parques temáticos en los que compras la experiencia, pero te vas sabiendo lo mismo que ya sabías: "qué bonito, es justamente lo que ya sabía (o me imaginaba) sobre el impresionismo"».
No obstante, lo cierto es que, como sociedad, seguimos otorgando un valor tan elevado a las obras de arte que consideramos que el puro acceso a ellas nos enriquece, al margen del contexto en el que se muestren, con independencia de la narrativa en la que el programador de turno las haya insertado, con independencia incluso –en teoría, al menos– de que sea un original o una reproducción. Hojear libros de arte y visitar museos es fundamental en la formación cultural de un niño; proteger y difundir el encuentro con la obra de arte inspiraba proyectos como el museo sin muros de Malraux. El niño, como el espectador no formado, es sin saberlo «víctima» de la selección y desconoce todo lo que se le está hurtando, lo que se guarda en los almacenes o directamente se excluye de los museos. Aun así, no conozco a ningún experto que no considere valiosa una visita al Prado. ¿Cuál sería la diferencia entre visitar una gran pinacoteca careciendo de formación y contemplar cuadros de Van Gogh en pantallas gigantes?
Para la crítica de cine Ana Useros ese encuentro casi «inocente» con el arte es algo que deberíamos cuidar. Si el público ignorante es víctima de ciertas lecturas que desconoce, el público formado o especialista es también víctima, precisamente, de su propio conocimiento acumulado: «Como cinéfila empedernida, me ha costado y me cuesta mucho aprender a ver de verdad una película, a verla sin todos los filtros de la teoría, dejando al margen todo lo que he leído sobre tal o cual director, tal o cual época o escuela; la experiencia de visitar un museo y toparte con un cuadro del que no sabes nada pero que te deja sin aliento es importante». La pregunta, entonces, sería: ¿pueden estas exposiciones propiciar ese encuentro con la obra de arte, llegando a un público al que no llegan los museos?
(In)comunicación con el público
Aunque Marta Sanz es conocida, sobre todo, por su vertiente de novelista, lo cierto es que ha aportado reflexiones de enjundia sobre el papel social de la cultura y el arte como crítica literaria y ensayista, especialmente en No tan incendiario (Periférica, 2014). «Tengo una mirada muy ambivalente y contradictoria respecto a este asunto: pienso que el arte ha de ser desacralizado, democratizado, descontextualizado de sus formas tradicionales de exhibición, mezclado y compartido, alterado, para generar vínculos nuevos con un espacio de recepción mutante. Pero veo que muchos de estos intentos de democratización resultan demagógicos, porque lo convierten todo en un espectáculo, en una suerte de fetiche, donde lo único que importa es el dinero que se genera a través del deslumbramiento de un público ingenuo. No me importa ni me interesa la idea de que la pieza se «desvirtúe» con estas muestras, lo que me preocupa es que el receptor se transforma en un consumidor que piensa que está teniendo un tipo de experiencia que, en realidad, es otra. Es como si nos engañaran para que nos creyésemos que somos los privilegiados y las privilegiadas que no somos».
Marta Sanz también recalca la parte positiva que puede tener la reproducción audiovisual: «Me gusta perversamente la idea de que lo que se ve en este tipo de exposiciones es y no es Van Gogh», al tiempo que expresa su temor a que «quienes empiezan a construir su sensibilidad estética con muestras así nunca podrán bajarse de la montaña rusa, y si alguna vez tienen la suerte de ver un cuadro de Van Gogh sin luminotecnia, no lo van a disfrutar o les va a saber a poco».
Para Peio H. Riaño estas exposiciones son, muchas veces, respuestas equivocadas a un problema real: «El principal problema de los museos hoy es la incomunicación con el público, pero este problema puede generar monstruos. Yo siempre digo que el problema de los museos de bellas artes es que son instituciones del siglo XIX gestionadas por personas del XX para públicos del XXI; de ahí la desconexión. Pero se podría conectar de otras maneras…».
Eduardo Maura es profesor de Estética en la Facultad de Filosofía de la UCM, exportavoz de Podemos en la Comisión de Cultura del Congreso y ha publicado recientemente Los 90. Euforia y miedo en la modernidad democrática española (Akal, 2018). Maura no ve tan clara esa desconexión y me recuerda que la gente joven hace otro uso de los museos. «Su aproximación es, a menudo, irreverente: se fotografían delante de las obras que les gustan, pican de aquí y de allá». Para Maura, de hecho, los museos no son el problema: «Las exposiciones son un dispositivo, un artificio cambiante por definición, y los museos, con más o menos éxito, han intentado adaptarse a los nuevos públicos o incluso crearlos. En general, la clave que para mí puede hacer valiosas este tipo de exposiciones más o menos espectaculares, sin obra original, o dedicadas a algún aspecto de la moda, la música, etc., es si están mostrando algo que no cabe en un museo; es decir, si están diseñadas de forma que escapan a la lógica del museo, o si, simplemente, se hacen fuera porque alquilar las salas de un museo sale más caro. En suma, lo interesante para mí es saber si estas exposiciones están tensando o desafiando de algún modo la lógica de exhibición del museo o si simplemente están reproduciendo en otro lado la misma experiencia pasiva de recogimiento o pura admiración».
Sea como sea, el éxito de estas exposiciones le parece una prueba de que «la exposición es un formato vigente. Lo que hay que preguntarse ante una muestra es valorar qué relación construye con su público y pensar si tiene o no efectos, durante y después de la visita, si produce alguna clase de apertura. No necesariamente son más democratizadoras las exposiciones de masas. Un museo tradicional puede cumplir una función democratizadora fundamental. El Prado, por ejemplo, ha sido y sigue siendo el museo del pueblo madrileño, por el que la gente puso literalmente el cuerpo en su defensa. No debemos olvidarnos de que el arte puede tener un elevado poder de identificación y de generación de imaginario e identidad».
Para salvaguardar esta función democratizadora, Maura aboga por propiciar «un intercambio no pasivo con el visitante que genere un acercamiento más jovial, más alegre. Y es interesante darse cuenta de que esto a veces lo están consiguiendo museos históricamente considerados "normativos", como el Prado y el Reina Sofía. En definitiva, para mí lo importante es si el dispositivo de exhibición logra generar desafíos que aportan algo distinto a la experiencia de visita tradicional».
Precisamente esa ruptura con la experiencia de una visita tradicional a un museo es lo que los organizadores de Van Gogh Alive anuncian en su página web: «Aventúrate a meterte de lleno en un mundo excitante; olvídate de las ideas preconcebidas sobre las visitas tradicionales a museos; deja a un lado el concepto de silenciosas galerías de arte donde ver las obras desde la lejanía; cambia cómo disfrutar del arte». Pero ¿lo consiguen?
Dejar hueco
Santiago Eraso, investigador y gestor cultural, exdirector de Arteleku y de Madrid Destino, es partidario de desviar la mirada hacia el contexto. En efecto, el debate se enriquece cuando nos alejamos de la naturaleza del arte y la experiencia estética. «No sé si se puede hablar de "estas exposiciones" así, en general. Las hay, como la de Auschwitz en la Fundación Canal, que son pura pornografía, pero hay otras que pueden estar bien. Y conste que Van Gogh Alive no la he visto. Creo que es fundamental no solo mirar con detalle y distinguir unas de otras, sino fijarnos en los espacios: dónde se hacen estas exposiciones, de qué bolsillo sale el dinero que las financia y qué rendimiento tienen. Hay exposiciones comerciales "empaquetadas" que pueden estar bien para según qué lugares, mientras que hay otros espacios que no deben alojar este tipo de muestras. Personalmente, lo que me asusta es la homogeneización. Cuando estuve al frente de Madrid Destino, intentamos que Centro Centro se dedicara a cierto tipo de exposiciones más, digamos, "sociológicas", que el Matadero se especializara en producción más que en exhibición y que la sala del Fernán Gómez quedara para otros proyectos variados. Lo mismo en el ámbito del teatro, con la separación del Español para un teatro más tradicional y las Naves del Matadero para obras más de vanguardia. Si unificas y homogeneizas, te cargas la vanguardia y el apoyo a la creación. Hay quien critica la banalización o la espectacularización de este tipo de grandes muestras, y seguramente haya motivos para criticarlas, pero para mí lo importante es que este tipo de exposiciones no copen todo el espacio, sobre todo cuando se trata de espacio público. En el caso de Van Gogh Alive, me parece importante recalcar que el CBA es una entidad privada que perfectamente puede dedicar su espacio a un evento como este, máxime si luego los beneficios que obtiene se reinvierten en otro tipo de eventos culturales, no más valiosos ni menos, sino distintos, con lo que eso conlleva de protección de una diversidad que me parece fundamental. Se trata de dejar hueco para todo».
También Alberto Santamaría, poeta, profesor en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Salamanca y autor, entre otros ensayos, de En los límites de lo posible. Política, cultura y capitalismo afectivo (Akal, 2018), es partidario de volver la vista hacia lo que rodea este tipo de exposiciones, para mirar aún más lejos. Estas muestras, explica, «deben situarse en conexión con otros fenómenos propios del desarrollo de la institución artística, así como del marco general de las políticas turísticas y culturales». Santamaría recuerda que ya en 1999, «el presidente del Banco Mundial afirmó que era necesario potenciar políticas culturales destinadas a ser concebidas como recurso para el crecimiento económico: desde entonces hemos asistido a un giro claro en las políticas culturales. La cultura y, en concreto, las exposiciones adquieren un lugar inédito. El documento del presidente del Banco Mundial, titulado "La cultura cuenta", hace referencia precisamente a la cultura en el marco del crecimiento económico».
Al igual que señalaba amargamente Riaño, haciendo extensiva su crítica a buena parte de la programación de los grandes museos, para Santamaría «esto es así en todos los niveles. Turismo y cultura entran en una nueva fase de relación. Lo cual, de por sí, no tiene por qué ser malo. La cuestión está, hablando de las exposiciones que comentamos, en el modo en el que estas encajan en nuestro panorama: contempladas sobre el horizonte económico-político, no se diferencian de ninguna otra institución o acción museística. La idea es la misma: la cultura como recurso, algo que estudia bien George Yúdice».
Genios, emprendedores y otros mitos
Otro problema de este tipo de exposiciones que muchos críticos coinciden en señalar es la idea de autoría y genialidad que suelen transmitir. Para Eduardo Maura, se trata de «una idea de genialidad en bruto, despojada de la parte plúmbea del conocimiento del contexto, las influencias, la posible tradición en la que se enmarca». Alberto Santamaría apunta que «estas exposiciones tendrían un sentido mucho más positivo si, en lugar de fetichizar a través del espectáculo la obra de arte y la figura del artista, sirvieran para lo opuesto; es decir, para hacernos ver que el objeto arte, entendido como pieza única a venerar, no es tan importante. Y quizá el lugar debería estar en espacios fuera de lo habitual, fuera de la institución de turno. Es decir, me es indiferente que la exposición no tenga el original delante de mí, puedo penetrar en el sentido de las obras sin necesidad de fetichizarla. Esta es la ventaja potencial de este tipo de exposiciones. Pero me temo que, en general, la vía elegida es más bien la contraria».
Maura añade: «A partir de esta noción de genio se produce una matriz de lectura por la que una exposición como Van Gogh Alive se convierte en algo parecido a la presentación del iPhone 11; es decir, quizá haya un distanciamiento de la experiencia tradicional del museo, pero no creo que se favorezca un acercamiento jovial, abierto, activo. Además, el tipo de genialidad que se venera es la más accesible para el mercado, una figura similar a la del emprendedor: Van Gogh pintó esos cuadros porque vivió en el siglo XIX; si hubiera vivido hoy, habría diseñado un iPhone».
Para Santiago Eraso, «estas exposiciones –como otras supuestamente más prestigiosas– lo que hacen es reforzar el mito, el imaginario popular que la gente ya ha adquirido: Van Gogh como genio atormentado que murió en la pobreza…». Eraso incide en otro aspecto que ya ha señalado Peio H. Riaño, que es la ausencia de un contexto que permita ampliar el propio saber: «Cuando la gente va a esas exposiciones, va a verse a sí misma, a ver lo que ya sabía y nada más. En cambio, cuando planteas una exposición de tesis, de conocimiento, que permite ver más allá de lo visible, no va nadie. Supongo que habría que preguntarse cómo se construye la subjetividad cultural de las personas».
Elitismo
Para Alberto Santamaría, en algunas de las críticas que reciben estas muestras «se nota un cierto tufillo elitista: son exposiciones para ignorantes que no saben valorar el aura de la obra de arte, que no saben nada de historia del arte. Insisto en que, desde mi punto de vista, estas exposiciones responden a una dinámica económica concreta, vinculada al eje turismo-cultura, al igual que toda la programación de cualquier museo nacional; ahora bien, también creo que, aunque ahora no lo sean, podrían funcionar como una herramienta para desfetichizar el arte».
Esta es, seguramente, la acusación que más se repite en las palabras de nuestros entrevistados: no tanto la crítica frontal como el lamento por lo que pudo haber sido, por cómo estas exposiciones pierden una ocasión inmejorable de hacer algo realmente distinto.
También María Ruido aprecia cierto elitismo en las críticas que reciben este tipo de exposiciones: «Hay un sesgo claro de alta/baja cultura que muestra cómo se sigue intentando mantener una élite». La artista y realizadora gallega da en el clavo al señalar la ambigüedad de la situación actual y al resaltar la importancia de la formación: «Por un lado, hay una reticencia a democratizar, a hacer visible, a dar acceso y voz. Por otro, hay un auge tremendo de ese discurso que ensalza la experiencia, ese "lo importante es lo que sientes". La verdad, yo estoy harta del "estilo Luis Cobos" que te dice que Beethoven es demasiado para el público común, que, como no es muy listo, necesita una versión accesible. Lo que falta en medio de estos dos extremos es el esfuerzo educativo. Pienso que todo el mundo puede disfrutar de Beethoven o de Velázquez, aunque, desde luego, una cierta educación contribuye a hacer más fácil esa posibilidad de disfrute».
Marta Sanz, por su parte, abre la puerta a la posibilidad de que el verdadero esnobismo esté del lado de los que nos esforzamos por apreciar estos eventos de masas: «Me cuesta encontrar la dimensión formativa de estas iniciaciones que solo me parecen válidas, como vivencia estética, divertida y deslumbrante, para personas que estén ya formadas en los placeres de una experiencia estética directa, que no sea sencilla ni necesariamente solitaria, con las obras. En definitiva, creo que se puede ir del caño al coro, pero no del coro al caño, que hemos de aprender a hacer magdalenas para luego epatar con los cupcakes».
Es el mercado, amigo
Terminamos hablando, cómo no, del mercado, la instancia que marca a fuego las cartas con las que jugamos a intentar comprender todo esto. Para Sanz, «el hecho de que todo sea pop no significa que todo sea popular, entre otras razones, porque el mercado es el verdadero rodillo que convierte interesadamente en elitistas experiencias estéticas –y éticas– que no deberían serlo en absoluto. Creo que en la representación de la realidad siempre hay un componente ideológico, que se transforma en un componente ideológico estética y éticamente luctuoso cuando pasamos a la representación de la representación de la representación como alejamiento progresivo de la realidad».
Para María Ruido también es importante «distinguir lo popular de lo mercantil. Estamos en un momento en el que pueden hacerse cosas muy chulas dentro del mercado. Piensa en el cine o en las series, se han hecho productos de calidad que han tenido gran éxito de crítica y de público. Hay otros productos culturales, en cambio, que parecen estar hechos para anular nuestra capacidad de reflexión y esos me parecen rechazables, tanto si pertenecen a la alta cultura como a la cultura de masas. Es fundamental distinguir, dentro de estos grandes eventos, entre los que democratizan sin rebajar el discurso y los que, rebajando el discurso, muestran una falta de rigor que raya en la mentira. La falta de rigor es siempre inexcusable. Lo malo de la exposición sobre Leonardo comisariada por Christian Gálvez no es que haya intrusismo –una crítica profundamente clasista que apunta en exclusiva a una defensa jerárquica del estatus de los críticos y que es, en buena medida, culpable de mantener a la gente en la ignorancia–, sino la falta de rigor. Y es que el control del arte y de las imágenes –y de los imaginarios– siempre ha sido crucial para las élites, por lo que la democratización se sigue planteando como una batalla. Se siguen escondiendo cartas y negando a la gente ocasiones o posibilidades con la excusa de que no quieren verlo».
Eduardo Maura aboga también por una comprensión matizada de lo mercantil: «No creo que tenga sentido desestimar algunas exposiciones por mercantiles, reproduciendo esa supuesta dicotomía entre capitalismo y autonomía del arte, porque entre medias hay un sinfín de opciones. De hecho, la relación del arte o de una exposición con el entorno mercantil no es en absoluto despreciable, al contrario, suele ser muy interesante. Nos guste o no, una exposición tiene que ser sostenible, viable de algún modo. Y si lo pensamos, algunos de los aprendizajes más importantes que pueden derivarse de las vanguardias provienen de su relación con el mercado. Estoy pensando en los artistas conceptuales californianos que, en los años sesenta, hacen arte en formato libro para escapar del sistema corrupto de las galerías. El fotolibro o el libro de artista era sostenible, o sea, era vendible, pero sobre todo era barato y autogestionado: estaba en el mercado, pero de otra manera, sorteando el eslabón más reaccionario».
En torno a este nudo conflictivo de lo popular, la reflexión crítica y el mercado, Marta Sanz añade: «También tengo la impresión de que cada vez que hago una crítica al capitalismo desde el arte –¡o desde el turismo!– me convierto en una pija y eso me pone los pelos como escarpias», y apunta también una cuestión fundamental: «De algún modo, cada vez que pienso sobre el arte o la literatura, me doy cuenta de que aún utilizo códigos ilustrados y románticos en los que me refocilo y con los que me encuentro bastante a gusto». Y es que escapar de esta situación ambigua es cualquier cosa menos fácil.
© Carolina del Olmo, 2020. CC BY-NC-SA 4.0
26.12.18 > 26.02.19 • 26.12.19 > 18.02.20
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