Tamaño de fuente grande
Tamaño de fuente normal
Tamaño de fuente pequeña
Anterior
Pequeña
Normal
Grande
Siguiente
NUEVAS ÉLITES, VIEJO ELITISMO

De élites y vísceras

Alana Portero
Fotografía Benito Román

Cuando hablamos de élites lo primero que se nos viene a la cabeza son grandes industriales, banqueros, terratenientes y los colegios pijos a los que mandan a sus hijos. Sin embargo, en este texto, la escritora, dramaturga y activista feminista y LGTB Alana Portero nos recuerda otras formas de elitismo que solemos tener menos presentes, pero que son también responsables de una cuota de dolor de los de abajo debido a sus formas específicas de exclusión. Las imágenes que acompañan este artículo fueron tomadas por Benito Román en la primera manifestación «oficial» del Orgullo en Madrid, el 27 de junio de 1978.

Introducción

El concepto de élite que manejamos en la cultura popular sigue siendo un destilado decimonónico pop de aquellos primeros grandes industriales retirándose al salón de fumadores dejando a su paso una nube de humo de habano. El de una minoría que acumula poder e influencia siempre asociada a poderes adquisitivos altos, puestos de relevancia en el mundo de la empresa o grandes hombres de la política. Esta imagen, como toda simplificación, conviene a posiciones reaccionarias y nos absuelve de toda responsabilidad que tengamos en sostener la sociedad de las élites desde posiciones autodenominadas populares, a merced de los caprichos de las alturas sociales, económicas y políticas que entendemos por élite.

En realidad, la aparición del término tiene un origen revolucionario y conviene recordarlo antes de lavarnos las manos o vindicar nuestro papel como víctimas de un sistema vertical e injusto. Las primeras élites que se llamaron a sí mismas tal cosa fueron aquellas que alcanzaron puestos de relevancia política durante la Revolución francesa. Los primus inter pares que, a través de sus méritos, alcanzaban la cúspide rectora de la revolución independientemente de su origen en el sistema de clases. Obreros –aún no definidos como tales– que participaron en una revolución burguesa y rompieron techos de clase –solo en trayectoria de ascenso– en nombre de la libertad.

A través de un par de ejemplos históricos, que veremos a continuación, intentaremos transitar por las aristas de lo que entendemos por élite y de cómo la cultura de esta se nos ha hecho víscera y adaptamos sus usos a casi todo lo que nos importa, pactando si es necesario con el diablo para mantener el estatus. Como activista feminista utilizaré casos que competen a los feminismos, como mujer trans y blanca trataré de situarme en ellos y ver qué ejes de opresión me afectan y cuáles sostengo. Sirvan también para renegar de la pureza de nuestras intenciones y acciones en la lucha por la igualdad, único principio posible en el camino de la restitución. Este último quizá sea el significante clave que debe incrustarse en toda acción política que busque la justicia social y, por tanto, la demolición de la cultura de las élites.

Techos de cristal

El 21 de junio de 1851, en la Convención de Mujeres de Akron, Ohio, la activista negra Sojourner Truth pronunció su célebre discurso «¿Acaso no soy una mujer?». En él enumeraba una serie de características que ella poseía que la apartaban de la idea de mujer que se manejaba desde posiciones patriarcales, algunas de ellas fueron: fuerza física para realizar trabajos duros, capacidad para soportar el dolor y el no haber recibido nunca los gestos habituales de caballerosidad debidos a las damas. Terminaba contraponiendo a los rasgos anteriores su maternidad y el dolor de haber perdido a sus trece hijos e hijas, que fueron vendidos como esclavos. Después de cada característica enumerada intercalaba la pregunta: «¿Acaso no soy una mujer?». Funcionó como una letanía, como una oración, como un estribillo perfecto. Con esa pregunta ponía al descubierto los ejes de opresión que nos atraviesan y las posiciones de privilegio que pueden ocuparse aún dentro de un grupo de cuerpos históricamente maltratados. Los de las mujeres.

Cuando las primeras sufragistas estaban imaginando su legítimo derecho a participar de la vida pública y política de su sociedad, las abolicionistas clamaban por el derecho a ser reconocidas como seres humanos y no como propiedades. Las primeras ni se planteaban la posibilidad de involucrarse en las luchas de las segundas, a menudo trataron de desvincularse directamente de las mujeres racializadas, como si esa espera o ese volver a reclamar derechos básicos para todas fuese un paso atrás en las aspiraciones de la liberación femenina. Unas estaban a punto de atravesar uno de los primeros techos de cristal mientras otras apenas habían encontrado la salida del sótano de la historia.

Entre 1995 y el año 2000, el Ministerio de Salud peruano esterilizó a 272.000 mujeres indígenas, no castellanoparlantes, de ámbitos rurales y pobres. El Programa Nacional de Salud Reproductiva y Planificación Familiar, que el Gobierno Fujimori vendió al mundo como una iniciativa feminista, realizó estas intervenciones eugenésicas sobre los cuerpos de las mujeres indígenas de forma sistemática, planificada y en condiciones de engaño, maltrato y desatención sanitaria. Casi veinte años tuvieron que esperar aquellas mujeres para llevar ante un tribunal a algunos de sus agresores y para que la opinión pública, especialmente el feminismo institucional, académico y blanco, se dignase a prestar la atención debida a los problemas específicos que estas mujeres llevan siglos sufriendo, denunciando y combatiendo. A día de hoy solo hay un responsable de aquella carnicería encarcelado. El feminismo finisecular del siglo XX y principios del XXI, asentado en instituciones políticas y académicas, vuela hacia la gestión libre de los derechos reproductivos –incuestionables– mientras aún hoy es difícil acceder a discursos feministas transfronterizos, sobre todo racializados, por tratar cuestiones que hace mucho tiempo se dan por superadas desde la óptica y la realidad material blanca.

Alianzas elitistas

En 1979, la exhermana de la caridad, máster en estudios religiosos, doctoranda en ética médica y futura estrella de la segunda ola feminista, Janice Raymond, publica The transexual empire: the making of the shemale [El imperio transexual: la creación de la mujer-varón], un panfleto de odio hacia la comunidad de mujeres trans que nace amparado por feministas como Mary Daly (mentora de Raymond), Sheila Jeffreys, Germaine Greer o la poeta Adrienne Rich.

Durante la década de 1970, cuando se produce el gran enfrentamiento entre feminismos inclusivos y feminismos excluyentes, la derecha reaccionaria permanece a una distancia prudencial de este conflicto, esperando la oportunidad de utilizar argumentarios en su beneficio y dinamitar un movimiento – el feminista– que estaba causando problemas serios al sistema. El libro de Raymond se lo pone fácil. Es la oportunidad que el reaccionariado anglosajón estaba esperando para fragmentar y vencer. El libro se promociona, se vende, recibe elogios de eminentes psicólogos y sociólogos conservadores, entra en las universidades, habita una aparente nada ideológica que hace que cualquiera pueda acercarse a él sin ser sospechoso de traición política a los suyos.

El texto se mueve constantemente entre una asepsia fingida que trata de mantener la imparcialidad, su carácter técnico y un odio cercano al delirio que supura por las costuras. En él se habla de eliminación del problema transexual, de desatención médica, de terapias de conversión y, en términos generales, se reduce la cuestión trans a un problema moral que debe ser tratado como tal.

Esta última puntualización, la más importante, es la puerta abierta a las maquinaciones de la derecha. Al negar que la cuestión trans sea una cuestión material –clínica, laboral, social– se puede eliminar la atención material que se le presta.

La propuesta de Raymond es clara: la transexualidad es casi siempre una fantasía. Destinar recursos clínicos a su tratamiento es un desperdicio y refuerza dicha fantasía hasta los límites de la mutilación. Las pacientes trans deben perder el estatus de pacientes. La disforia no es más que una fantasmagoría que tiene solución mediante terapias psicológicas de conversión, mucho más baratas que los protocolos de atención integral.

Llegan los ochenta, un Carter crepuscular está a punto de ser arrollado por la maquinaria electoral y el encanto maquiavélico de Ronald Reagan, que se presenta como el sueño americano hecho carne, de actor a presidente, una sonrisa en la que se puede confiar, un defensor de la familia nuclear americana y sus valores tradicionales, un encantador de serpientes sacado de un anuncio de cigarrillos, un triunfador.

En 1980, Janice Raymond, que en dos años se ha convertido en la feminista de referencia del sistema, escribe, a petición del nuevo gabinete presidencial, un documento para la Division of Medical and Scientific Evaluation titulado: «Technology on the Social and Ethical Aspects of Transsexual Surgery» [Tecnología en los aspectos éticos y sociales de la cirugía transexual]. En él se propone detalladamente un plan de intervención en pacientes trans pobres, encarceladas o en situación de exclusión, que consiste en atención psicológica conversiva y negación del acceso a hormonación, cirugías y otros dispositivos clínicos que la población trans pudiera necesitar.

En el mismo documento se recomienda a las aseguradoras que no cubran los tratamientos asociados a la transición por ser caros y alargarse en el tiempo según las necesidades de las pacientes.

Reagan jura el cargo en 20 de enero de 1981 e, inmediatamente, aplica las recomendaciones de Raymond. Lo que vendrá después será una masacre. Para entender las nefastas consecuencias de este pacto entre el feminismo radical transexcluyente y la derecha americana tenemos que hacer un pequeño ejercicio de contextualización. Si en la actualidad, en nuestro país, que disfruta de políticas sociales muy superiores a las norteamericanas, las mujeres trans sufrimos una exclusión laboral cercana al 85%, y el único ámbito de trabajo en el que compartimos cifras similares a las de las mujeres cisgénero es la prostitución, imaginemos los Estados Unidos de finales de los setenta y principios de los ochenta, donde la condición transfemenina y la marginación eran prácticamente sinónimos. Si además, sumamos a la ecuación la racialización, obtenemos unas cifras terribles de pobreza, desempleo y falta de acceso a condiciones materiales mínimas para un número incalculable de mujeres trans. La prostitución es la salida para la mayoría. Ni hablar de seguros médicos, por supuesto.

La historia se cuenta sola. Las personas trans, especialmente las mujeres, dejan de ser «pacientes». Este hecho no se plasma solo en la atención específica de las necesidades derivadas de la condición trans, sino que dejan de ser pacientes del todo, se les priva de los pocos derechos de atención sanitaria pública que dispensa el Gobierno federal. La condición para recuperar una atención médica miserable pasa por renunciar a «la fantasía trans» y ponerse en manos de la conversión.

En 1981 se le pone nombre al síndrome de inmunidad adquirida, que acabará, por poner un ejemplo, con más de un millón de neoyorquinos en una década: 100.000 muertes al año.

Las chicas de la calle son barridas del mapa por el SIDA. Mueren en los callejones, en habitaciones de hotel o en pisos compartidos, sin más atención médica que la que alguna organización no gubernamental dispensa. Ya en los noventa, con medicaciones avanzadas y grandes posibilidades de controlar los anticuerpos, prosigue este apartheid médico y siguen muriendo pacientes que podrían haberse salvado.

Entre la población trans con ciertos recursos –quienes pueden permitirse un seguro– cunde el pánico. Acuden al médico armarizadas o dejan de ir por temor a que les retiren las coberturas, como de hecho sucede en miles de casos. También el SIDA llega hasta ellas y caen como moscas sin que nadie se haga responsable.

Hay que recordar que el Gobierno republicano vendió el SIDA como un castigo divino a la disidencia sexual, un correctivo para gais, lesbianas, bisexuales y trans. La administración Reagan, garante de los derechos de la familia nuclear, blanca, heterosexual y creyente, nunca estuvo dispuesta a atender las necesidades de las personas enfermas de SIDA. El documento de Raymond permitió articular esa intención y le dio legitimidad pública y legal. Toda persona LGTB era sospechosa de comportamiento improcedente y susceptible de perder sus derechos sanitarios, públicos o privados. Remitiendo al informe Raymond, aunque fuese de soslayo, se abandonó a la población enferma de SIDA con menos recursos. Fue una simbiosis de ideologías criminales perfecta.

Aún hoy, cuarenta años después de aquello, ha sido imposible calcular el impacto directo de la asociación Raymond-Reagan. Si son miles o cientos de miles las muertes derivadas de la desatención sanitaria resultante de aquella suma de fuerzas jamás lo sabremos.

Élite eres tú

El activismo no escapa a las lógicas capitalistas. La libertad de unos siempre descansa sobre las osamentas de otros. Convendría no olvidar que los éxitos conseguidos por los feminismos blancos y occidentales pasan, necesariamente, por dejar atrás a otras mujeres. También por haber adquirido un estatus político capaz de negociar con los poderes dominantes, algo que en otras partes del mundo no pueden ni soñar desde los tiempos de los grandes imperios. Nuestros triunfos pasan por haber alcanzado privilegios de élite.

No se trata de contemplar este paisaje desde la culpa, pero sí desde la conciencia del mismo y la voluntad de cesión de espacios, restitución y escucha. Es decir, desde la pérdida de estatus.

El olvido sufragista de las mujeres racializadas, en el fondo una concesión al poder patriarcal, liberó de lastre al movimiento y ayudó a elevarlo hasta poder mirar, si no a los ojos, al menos de frente a los interlocutores que se oponían a él. Las élites solamente negocian con otras élites. La disputa del poder solo se da en condiciones de horizontalidad, entre poderes. Y es esta lógica capitalista y cultural la que debe ser demolida hasta los cimientos por cada activismo que se tenga por tal.

Las maniobras transmisóginas y abolicionistas de la prostitución impulsaron a la segunda ola feminista hasta la cima de la historia, quizá más que sus importantísimas aportaciones teóricas. El pacto de Raymond con Reagan supuso acceso, promoción y puesta en valor de una ristra de teóricas feministas que hasta entonces no habían roto el techo de cristal de la academia o el activismo: todo era consumo interno hasta aquel estallido de popularidad. De nuevo, el ascenso a partir del abandono. El aburguesamiento que se dice a sí mismo que el fin justifica los medios, el mantra de cualquier grupo de poder para poder mirarse al espejo.

En el presente sufrimos un proceso de derechización de postulados izquierdistas a cuenta de las políticas de la diversidad. La pérdida de agarre del discurso de la izquierda tradicional entre las generaciones más jóvenes se achaca, desde la aristocracia obrera, al debilitamiento producido por las reclamaciones de colectivos en apariencia ajenos a la lucha obrera: feminismos, activismos LGTB, políticas de racialización o cuerpos con funcionalidad limitada. A toda esta fabulación arbitraria de culpas se la engloba dentro de los males de la posmodernidad, sin más explicación y sin definir los contornos de dicha amenaza posmoderna; a la depauperación de realidades materiales que se viven en los márgenes se la condena a la sección de asuntos no prioritarios, a la burla o, directamente, a la inexistencia. Los procesos de elitización se han democratizado, se han hecho víscera, han llegado a todas partes porque las fantasías de poder no hacen distinciones entre amigos o enemigos políticos, son consustanciales a cómo hemos aprendido el mundo y solo desde una revisión total de las condiciones materiales propias y ajenas puede esquivarse. La cultura de las élites necesita recurrir al mito para subsistir, necesita seguir extendiendo su narrativa de excelencia y prioridades y, sobre todo, necesita hacerse adaptable a toda estructura que se tenga por política.

La historia de la desigualdad no funciona así, no es una cuestión de fe, culpa o mitos. Las narrativas tóxicas de acumulación se combaten desde la honestidad material y desde la escucha. No es sencillo aguantarse la condescendencia y desandar pasos que damos por garantizados porque otros y otras pidan que se revisen esos caminos en los que no caben.

Del mismo modo que hemos llegado a ser parte de cierta élite, podemos dejar de serlo y permitir que todas nuestras seguridades se vayan al traste. Ni la política ni la justicia social pueden depender de esos juegos de poder tensos y arbitrarios que necesitan soltar lastre humano para ganar: desde esa premisa solo podemos llegar a la conclusión de que toda élite acaba por constituirse en un agente de opresión, omisión o extracción tarde o temprano y, por tanto, es el enemigo.