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NUEVAS ÉLITES, VIEJO ELITISMO

Recambio de élites

Esteban Hernández
Número de Puck de 13 de noviembre de 1901. Ilustración de Frank A. Nankivell. Library of Congress

El periodista y ensayista Esteban Hernández, jefe de opinión de El Confidencial y autor de El tiempo pervertido. Derecha e izquierda en el siglo XXI (Akal, 2018), reelabora la conferencia que pronunció en octubre del pasado año en el CBA dentro de las jornadas «Élites nuevas, elitismo viejo», en la que ha incorporado algunas novedades relacionadas con la gestión de la crisis del Covid-19. Coordinadas por el profesor de la UC3M y experto en filosofía del derecho y filosofía política Andrea Greppi, durante estas jornadas se plantearon cuestiones acerca de cuáles y cómo son las élites del siglo XXI y desde dónde nos gobiernan.

En la presentación de las jornadas «Élites nuevas, elitismo viejo», Andrea Greppi comentó que, en cierto modo, los participantes formábamos parte de esas élites a las que íbamos a referirnos, por lo que el debate debía incluir un elemento de autorreflexión.

Desde un punto de vista foucaultiano, y desde el mismo sentido común socialmente instalado, parecía evidente que así era: nos situábamos alrededor de una mesa que presidía la sala, en una tarima un palmo por encima del público; nosotros hablábamos y los demás escuchaban; había profesores universitarios, personas de prestigio en su ámbito profesional e incluso un periodista. Podíamos, en ese y en otros momentos, emitir mensajes que les estaban vedados a los asistentes, nuestro oficio nos situaba en una posición social que nos otorgaba cierto privilegio. Resultaba obvio que pertenecíamos a las élites.

Sin embargo, esta visión no se ajusta bien a la realidad; es más una parte de un escenario que ya se fue, así como el fruto de una comprensión equivocada de la estructura social, que una descripción adecuada del presente. La posición profesional no es hoy el criterio que define la capacidad de acción ni la potencia de la misma, del mismo modo que ser asalariado, autónomo o empresario tampoco determina el lugar que se ocupa en la sociedad: hay pequeños empresarios pobres y autónomos de clase media alta.

El ámbito comunicativo es un buen ejemplo de cómo se han reestructurado las posiciones, así como de los nuevos lugares de decisión, y puede servirnos para comprender cómo el capitalismo de la producción pasó a ser el de la distribución y, de ahí, al capitalismo financiero. Hay una enorme cantidad de mensajes en la esfera pública circulando cotidianamente; televisiones, radios y prensa ofrecen noticias y opiniones y la digitalización ha permitido la incorporación a esa esfera de una cantidad ingente de individuos. La oferta de mensajes ha crecido enormemente y, al mismo tiempo, estos han encontrado nuevas vías de difusión con redes como Facebook o Twitter, servicios como Google Discovery y agregadores y redes de mensajería como WhatsApp o Telegram. Cada uno de nosotros recibe y emite mensajes cotidianamente –y más en esta época–, como lo hacen también unos medios de comunicación particularmente activos en esos canales. La pregunta esencial es cuáles de ellos se reciben y, de estos, cuáles tienen un efecto acumulativo, cuáles son los que se escuchan y cuáles quedan perdidos en el magma de una producción ingente de información.

En ese escenario, como en tantos otros sectores empresariales, se ha producido un doble efecto: una mayor competencia en la producción, que suele invisibilizar gran parte de lo emitido (cuantos más mensajes, más difícil resulta escucharlos), y una concentración notable en los canales de distribución y, por tanto, de llegada al receptor final. Empresas como Google y Facebook (esta última es propietaria de WhatsApp) resultan indispensables a la hora de distribuir información, porque son las redes que garantizan la llegada a públicos masivos y, por consiguiente, las que permiten visibilizar y rentabilizar la información, especialmente en un escenario en el que las vías tradicionales de monetización de la actividad están en retirada. Google y Facebook, gracias a esa posición de dominio, reciben la mayor parte de los ingresos publicitarios, pero también deciden, mediante mecanismos de selección de la información configurados a través de algoritmos, qué noticias serán más visibles. Son empresas que no producen contenidos, simplemente ejercer una mediación entre emisor y receptor y, al canalizar buena parte de la actividad, se convierten en dominantes.

Ilustración del banquero J. P. Morgan, «el moderno rey del trust», en Puck, 21 de mayo de 1902. Library of Congress

Ese telón de fondo reorganiza la posición que ocupa cada actor, ya que tiende a reorientar la actividad, a intensificar las diferencias de visibilidad e influencia, a recomponer y fragmentar las redes de distribución, a expulsar a lugares marginales a la gran mayoría de participantes y a otorgar mayor recorrido a una minoría. En ese escenario, posiciones tradicionales, como ser catedrático de universidad, pueden ser una rémora para acceder al circuito masivo, y ser periodista deja de ser una garantía comunicativa, ya que el profesional puede quedar relegado a la misma irrelevancia que la gran mayoría de participantes invisibles en la conversación.

El ejemplo de la esfera comunicativa no es una excepción, sino la norma en el capitalismo contemporáneo. La nueva estructura queda definida por una mediación que fija un cuello de botella difícilmente eludible y que acaba convirtiéndose en el centro de la red. En cada sector se sitúa en un lugar concreto, pero siempre configura una organización diferente, con nuevos objetivos, nuevas posiciones de decisión y de poder y nuevas formas de control.

En el ámbito productivo es muy evidente, en la medida en que las viejas élites están siendo relegadas a un papel mucho más secundario del que suele percibirse socialmente. Un primer ejemplo lo encontraríamos en los CEO de las grandes cotizadas, las firmas que por excelencia representaban la cúspide empresarial. Aquellos tiempos en los que Berle y Means advirtieron, en The Modern Corporation and Private Property [La corporación moderna y la propiedad privada] (1932), del enorme poder de los gestores, y que Burnham predijo que establecerían un control totalitario, quedan lejos del nuestro: era la época en la que las grandes empresas productivas, ligadas al poder nacional, eran las estrellas del mundo analógico, y sus directivos, las figuras de referencia. Hoy su función ha pasado a un segundo plano a causa del cambio de orientación de las empresas hacia los accionistas, que establecen límites claros a su capacidad de dirección convirtiéndoles en gestores eventuales de órdenes ajenas.

Por simplificar una casuística amplia, sus formas de gestión están tasadas: las medidas que tomen estarán vigiladas tanto por los mercados, que pueden aumentar el precio del dinero con el que se financian o castigarlos en bolsa si no las consideran apropiadas, como por los accionistas, que demandan rentabilidad a su inversión y pueden cesarlos o abandonar la firma si no están conformes. Esta situación suele suponer una fractura entre las necesidades objetivas de la firma para seguir operando con éxito, en especial en terrenos como la contratación de personal, inversión en I+D o satisfacción de los clientes, y las exigencias a las que los someten los inversores de capital. La mala situación de muchas de las compañías estratégicas en el tiempo del coronavirus se explica por una gestión deficiente que primó una orientación hacia la urgencia de los mercados y no hacia la salud de la firma; los CEO raramente podían hacer otra cosa. Incluso en aquellas empresas, como ocurre en algunas españolas, en las que la dirección tiene una parte importante de las acciones, operar de una manera ortodoxa puede terminar en ataques bajistas, entrada en el accionariado (o aumento de su participación) de fondos de inversión o caídas en la cotización. Las estrellas del poder empresarial del pasado han dejado de ser de líderes para convertirse en técnicos subordinados.

Un segundo ejemplo de la decadencia de las viejas élites lo tenemos en los gobiernos de países como el nuestro. La capacidad de los políticos para tomar decisiones es escasa en España, ya que deben rendir cuentas tanto a los mercados –a los que deben contentar para evitar que se incremente el precio al que les prestan dinero– como a la Unión Europea y al BCE, en mucha mayor media que a sus electores. El marco de acción está limitado, ya que cualquier medida que pueda suponer un mayor gasto público, especialmente si se relaciona con medidas sociales, o que se interprete como un entorpecimiento a la rentabilidad de los inversores, pagará un peaje financiero que España tendría dificultades para afrontar. Ese marco supone una gran constricción a la hora de desarrollar toda clase de políticas, ya que limita desde la capacidad de imponer impuestos a determinados sectores hasta la posibilidad de redistribución, pasando por la planificación productiva o la reordenación de las condiciones del mercado de trabajo, entre muchas otras. Además, las políticas públicas dependen de la dotación con que se las acompaña, y cuando esta es escasa, la decisión se convierte en papel mojado. Aunque sería absurdo concluir que esta situación vuelve irrelevante el hecho de que gobierne una fuerza política u otra, lo cierto es que los límites con que se encuentran unas y otras son los mismos. La vida española después del coronavirus estará aún más marcada por estos controles, ya que las crisis no han hecho más que acentuarlos, salvo que la UE monetice las cantidades que España va a necesitar para recuperarse. De modo que nuestras élites políticas, aquellas que representaron el grado máximo de poder durante mucho tiempo, no pasan de ser gestores de lo dado en un marco que los constriñe.

Un tercer ejemplo tiene que ver con la vida profesional, otro de los ámbitos en los que las capas superiores de la sociedad asentaban su posición social. La relación entre los altos cargos estatales y las élites nacionales era una constante. El desempeño de puestos directivos y técnicos que requiriesen de cualificación, tanto en la empresa privada como en el sector público, fue otra marca de clase. Su poder, sin embargo, ha disminuido tanto en lo que se refiere a capacidad de acción como a repercusión social. Antes del Covid-19, en España, el 57% de los ejecutivos entre 55 y 64 años estaban sin empleo y el 70% de ellos llevaban más de un año en el paro: los espacios de prestigio han dejado de ser lugares seguros. En cuanto a su autonomía en el desempeño de sus tareas, se ven presionados por las mismas exigencias de rentabilidad que sus superiores, los CEO, aunque las brechas que se abren son diferentes.

En el caso de lo público, las constricciones se notan especialmente, dado el objetivo último que alienta sus instituciones: la meta de un gestor de un hospital es ofrece el mejor servicio sanitario posible a las personas que lo necesiten; la del rector de la universidad es ofrecer la mejor formación a sus estudiantes. Sin embargo, ambos terminan coincidiendo en objetivos muy alejados de la función de lo público. Las dificultades sanitarias durante la pandemia tuvieron que ver también con la acumulación de años en los que los hospitales priorizaron las cuentas sobre la salud y redujeron sus costes todo lo que les fue posible. Las dificultades de las universidades tienen que ver con esa mezcla de marca y ahorro en la que se han volcado, con esa orientación marketiniana en la que los rankings determinan la actividad esencial de la universidad y los recortes empujan la docencia hacia situaciones de fragilidad. Los criterios profesionales, incluso en lo público, se han reorientado hacia nuevas prioridades.

«Dólares norteamericanos y nobleza extranjera: el mercado en el que nuestras chicas compran y son vendidas», ilustración de Bernard Gillam, Puck, 27 de febrero de 1884. Library of Congress

En los tres casos se percibe cómo las antiguas élites han visto reducida su autonomía, su poder y el prestigio de su posición, en ocasiones con efectos también sobre los recursos que perciben como consecuencia de ese desplazamiento del núcleo del poder: las empresas se han organizado para ofrecer rentabilidad a los accionistas y los bonistas, los expertos deben generar valor antes que realizar correctamente una tarea y los políticos deben organizar los recursos públicos de forma que se pueda seguir pagando las deudas.

Ese nuevo núcleo de poder ha traído visiones renovadas sobre la gestión de las sociedades, sobre la autonomía de sus integrantes, élites incluidas, y ha subvertido los lugares de pensamiento establecidos. La digitalización ha sido un paso adelante en ese proceso y la reestructuración tras la pandemia será el siguiente. En ese núcleo aparecen las élites, constituidas ahora por esa parte de la clase dominante que se ha liberado de los poderosos de antaño y ha irradiado las ideas, los valores, la organización y la estructura social y económica que requiere para asegurar su posición.

Por supuesto, esto no ocurre sin fricciones, y la reestructuración del orden internacional lanzada por Trump, y en la que se está profundizando durante la crisis del coronavirus, es producto de ella. En algunos países, por ejemplo, en el nuestro, esas tensiones resultan muy evidentes. Los temores de las grandes empresas con bandera española a perder peso frente a competidores globales, a que nuevas firmas les resten mercado, como ocurre con las tecnológicas, o a que su menor músculo financiero las lleva a perder poder es muy razonable, porque es el camino más probable. Casi el 50% del Ibex está en manos de accionistas foráneos, los grandes fondos están aprovechando la pandemia para ampliar sus participaciones en las empresas cotizadas, buena parte del sector inmobiliario está en manos extranjeras y el capital riesgo está entrando también en firmas medianas con potencial de crecimiento. Cada vez más las élites nacionales dependen para conservar su posición de los circuitos de inversión globales, lo cual supone un problema obvio, ya que les hace conservar recursos pero perder poder, que es justo aquello que necesitan para reproducir su posición. Al igual que ocurrió con otras clases sociales desde el inicio de la globalización, su influencia disminuye y nada hace pensar que la puedan recuperar en los próximos años. Hasta ahora, estas élites nacionales eran fervientes globalistas; a partir de ahora, y en la medida en que comiencen a sentir la impotencia de su posición, es probable que resurjan las tentaciones nacionalistas y que crezca el apoyo a las opciones más negativamente liberales, aquellas ligadas al populismo a lo Trump, especialmente en un contexto dado a la nostalgia. No podemos obviar cómo antiguas clases adineradas afectadas por esta desposesión están apoyando a Vox, por ejemplo, o a los sectores más derechistas del PP.

Vivimos en el momento de las élites, y por eso expresiones como el 99% hicieron fortuna. En el plano teórico, esta época resulta molesta para los modelos explicativos dominantes en las últimas décadas, ya que no se corresponde ni con la lectura estricta de la lucha de clases que describía el marxismo ni con las teorías mecánicas y funcionalistas con las que la sociología se ha acercado a la parte superior de la clase dominantes en las últimas décadas; se acerca más a las tesis de Pareto, Michels o Mosca, en suma, a los maquiavelistas de Burnham. Más allá de establecer grandes teorías, de saber cuáles han sido los modelos dominantes a lo largo de la historia, si todo se resuelve en la lucha de los grandes contra los pequeños, como subrayaban Aristóteles o Maquiavelo, o si la lucha de clases es el motor inevitable a lo largo de los siglos, conviene resaltar que este momento concreto se parece más a ese escenario que describía Engels en 1848, cuando, al carecer las clases obreras y las masas de fuerza real, las transformaciones se producían como resultado de tensiones entre las élites, de forma que ciertas minorías dominantes empuñaban el timón en lugar de las antiguas y amoldaban las instituciones a sus intereses. Cabría añadir que los efectos que esos cambios generan en la estructura tienen muchas semejanzas con la situación descrita por Marx en El 18 de brumario de Luis Bonaparte. Es, en suma, un momento que conviene ser leído a la luz de Maquiavelo, de Julien Freund, de James Burnham, de Wright Mills o de Arthur Rosenberg.