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La última diversión de la vida

Gonzalo García Pino
Fotografía Mireia Sentís
12 de febrero de 1993: treinta años sin Ramón. Foto de Emilio Pereda

Querido amigo Carlos, ojalá esta carta sepa encontrarte donde quiera que estés. La noticia de tu drástica partida me llegó veloz, minutos después de que alzaras el vuelo para siempre. Aquel 7 de septiembre de 2018, pasado el mediodía, sonó el teléfono. Al otro lado, como emergiendo de una caverna umbría, sonó la voz apagada de Alix: «Malas noticias, amigo…», me dijo casi a bocajarro. Su tono era calmado, pero traía un eco reconocible, anticipo de un dolor viejo y salvaje.

Colgué el teléfono aturdido, con el pensamiento clavado en las siete letras de tu nombre guerrero: Ceesepe, todas ellas irremediablemente imantadas a la palabra muerte. Hoy, casi dos años después de esa tarde de luto, déjame que recuerde contigo, amigo, alguno de los momentos que hemos compartido en esta vida.

Cuarenta años atrás —1977, ¿recuerdas…?—, el azar quiso que el día que te conocí también coincidiéramos nosotros tres. Yo había ido a ver a Alberto a su casa del Rastro, en la calle de la Encomienda, cuando él aún no era del todo Alix y tú, querido Carlos, artista pionero de diecinueve años, ya eras Ceesepe. Alberto nos presentó en aquel piso escueto y ordenado, residencia del proyecto iluminado que ambos compartíais: la Cascorro Factory. Aquel primer encuentro me dejó en la memoria el dibujo indeleble de dos rasgos tuyos que nunca variarían y nunca olvidaría: el asombro de tu mirada proyectándose desde la gorda esfera de tus ojos y el travieso misterio, nunca resuelto, de tu sonrisa oblicua. Tu mirada y tu sonrisa, protagonistas de un semblante afilado que emparentaba tu rostro al de Keaton o al de Lou Reed. El tiempo en nada afectó a esas dos tercas y precisas pinceladas que acapararon la expresión de tu cara durante los siguientes cuarenta y un años que duraron tu vida y nuestra amistad.

Sin embargo, sobre la extrema flaqueza que tenías cuando te conocí sí intervino con aplicada constancia el paso del tiempo. Fue una evolución paulatina que metamorfoseó tu cuerpo hasta colocarlo en sintonía con el porte orondo y mofletudo de tu admirado Ramón (ningún cómplice cabal de Ramón le llamaría nunca, ni aun incurriendo en la sorna, Gómez de la Serna). Eso sí, de esta mutación tuya hacia la rotundidad quedaron a salvo las esbeltas figuras con que poblaste tus obras. Ahí, en el ancho territorio de las abigarradas composiciones de tus cuadros, reinarán para siempre el óvalo estilizado, la vertiginosa línea y la arista punzante y, a veces, dañina.

Déjame, querido Carlos, que en este paseo por el pasado siga el hilo de Ramón para no perderme en el laberinto de tantas historias compartidas. Supongo que no te acordarás ahora de esta fecha tan precisa: «Buenos Aires, 8 de noviembre de 1991. Estimado señor…». No, no voy a presumir de memoria, juego con ventaja, tengo la carta delante. Hacia la primavera de ese año 91 me hiciste una confidencia: estabas fascinado con una novela poco conocida de Ramón, La mujer de ámbar —escrita durante su prolongada estancia en Nápoles—, y pretendías dirigir una película basada en la historia desgarrada que contaba el libro. Luego, mirándome fijamente, añadiste: «Me gustaría que tú hicieras el guion». Dicho ahora, la idea suena un tanto exótica, pero en aquella época no. Tú ya habías tenido diferentes veleidades cinematográficas y yo entonces me ganaba la vida como guionista. Hice un tratamiento de guion bastante completo y, con la ayuda de la que entonces era mi compañera, Alessandra Picone, napolitana como la mujer de ámbar, conseguimos dar con la persona que tenía los derechos de la obra de Ramón, un tal Eduardo A. Ghioldi, hijo de Luisa Sofovich que, en segundas nupcias, acabaría siendo esposa de Ramón. El 25 de octubre de ese 1991 escribí al señor Ghioldi una carta en la que te presentaba a ti y le comunicaba nuestra intención de abordar una versión cinematográfica de La mujer de ámbar, solicitándole la cesión de derechos de la novela. Envié la carta en un paquete en el que incluí un catálogo tuyo. A los quince días recibí la respuesta que no pudo ser más contundente ni desalentadora para una empresa tan cándida como la nuestra: había que abonar ya 20.000 dólares americanos por la cesión de los derechos y otros 40.000 si la película se materializaba. Fue el principio del fin de aquel sueño. Ni tú querías dejar el asunto en manos de terceros ni ninguno de los dos teníamos ganas ni conocimientos para adentrarnos en los vericuetos de esa producción. Pero si traigo ahora hasta aquí esa aventura no es para lamentar su frustración, sino para celebrar el instante de «epifanía» (disculpa la hipérbole) que propició tu lectura del primer párrafo de aquella carta. Conocía, claro, tu devoción por Ramón. Por eso, cuando te di la carta, me dispuse a observarte atentamente mientras la leías: «Quiero decirle que estoy muy impresionado por la letra manuscrita de Ceesepe, idéntica a la de Ramón, tanto que he confrontado con algunas cuartillas originales y es exactamente igual. Le agradezco a usted y al señor Ceesepe el envío de este libro tan bonito». Hasta entonces no había visto reflejarse en tu rostro una emoción parecida, totalmente desbaratado el habitual hieratismo de tu semblante. ¡Lo raro que es vivir, amigo Carlos! Un sencillo comentario acerca de tu caligrafía bastó para desarmar tu habitual contención y para quebrar drásticamente, en un instante de intensa emoción, tu keatoniana cara de palo.

Dos años después, el 7 de junio de 1993, sacamos el número 7 de nuestra revista El Canto de la Tripulación, íntegramente dedicado a Ramón. En esa banda de tripulantes que capitaneaba Alix, tú eras uno de los nuestros. Tu aportación para ese número fue sonada, aparte de que una pintura tuya ocupó la contraportada, nos trajiste el contacto con Roland Topor, quien nos envió (¡por fax!) una serie de catorce dibujos en blanco y negro, totalmente inéditos, elaborados cada uno de ellos como si de una greguería se tratara. Topor tituló la serie Chaussures Ramonistes [Zapatos Ramonianos].

Unos meses antes, la noche del 12 de enero de 1993, fecha del treinta aniversario de la muerte de Ramón, iniciamos la preparación de ese monográfico del Canto con una acción en plena calle. Localizamos el lugar exacto donde había estado el café Pombo, en la calle Carretas, y sobre la tapia que ocultaba la que sería entrada al café, desplegamos una gran plantilla de papel y, armados de espráis, dejamos escrita con su cara, su firma y nuestro logo pirata, una greguería de Ramón: «Nos aliviaríamos si comprendiésemos que morir es la última diversión de la vida». En plena tarea vino la policía, la esperábamos. Sería largo (y hasta cómico) recordar cómo conseguimos terminar la faena, pero lo que ninguno de nosotros podía imaginar es que la pintada (a la que apenas augurábamos algunas horas de vida) permanecería «inmaculada» bajo el inesperado protectorado del entonces presidente de la Comunidad de Madrid, el señor Leguina, y que durante un par de meses aquella greguería estampada en un muro casi esquina a la Puerta del Sol llegara a ser motivo de cierto interés periodístico y ciudadano.

El 11 de octubre de 2019 fue un día del que no creo que te puedas acordar. Deja que te lo cuente. Después de varias conversaciones con Mage Allegue, la encantadora, noble y enérgica mujer que fue tu esposa, los dos nos pusimos en marcha para organizar una fiesta para ti en el Círculo de Bellas Artes. Enseguida coincidimos en la característica esencial que debería de tener la cita: más que tu pintura, queríamos que el epicentro de la celebración fuera la música, «tu música». No quisimos invitar ni a la tristeza ni al luto, por eso huimos de la tentación de que la convocatoria fuera el doloroso 7 de septiembre. También costó, no creas, despojar a la fiesta de cualquier veleidad «recaudatoria» o «benéfica». Económicamente cumplimos con el objetivo de alcanzar un equilibrio presupuestario; es decir, que con algunos apoyos la propia fiesta se autocosteara. Y eso que la producción fue inevitablemente cara y la organización compleja. La complejidad la puedes intuir viendo la heterogénea condición de los músicos que acudieron a la llamada de Mage y mía: El Gran Wyoming, Santiago Auserón, Malevaje, Red House, Pascal Comelade, Mastretta, Martirio con Raúl Rodríguez, Jaime Urrutia, Los huérfanos de Krahe y Kiko Veneno. Todos, aparte de ser amigos tuyos, respondían a un criterio común de selección: que les hubieras ilustrado la portada de alguno de sus discos o que hubieras cedido la reproducción de una obra tuya para una de sus carátulas. A medida que los músicos iban pasando por el escenario, cantándote y viviéndote, el lugar que nos unía a todos en torno a ti se fue impregnando de una potente y conmovedora emoción.

Se nos habría hecho de día, querido Ceesepe, si hubieras tenido que abrazarnos, uno a uno, a todos nosotros. Y aunque predominó la risa, la risa de verdad —esa que a ti más te gustaba y que tan feliz te hacía—, no te oculto que también hubo, tienes que entenderlo, lágrimas. Compendio de todas, te señalo tan solo las de Alessandra porque quizás quieras saber que ella, durante toda la noche, no encontró reposo para su desconsuelo.

Un par de años antes de ese día de fiesta, en algún viernes mágico de 2017, sentados a una mesa en la terraza a pie de calle de La Pecera del Círculo, sin pensarlo ni planearlo, instauramos la costumbre de comer juntos dos o tres viernes cada mes. La costumbre quedó tan arraigada en nosotros que llegó un momento en que ya apenas necesitábamos llamarnos para confirmar la cita, venías hasta mi mesa de todos los días, te sentabas y comenzaba una suerte de celebración privada.

A la comida inaugural de aquella feliz rutina llegaste con la enfermedad anidando ya en tus arterias. Pero entre los dos (porque fue un combate compartido, ¿no?) conseguimos que ninguna de aquellas conversaciones se contaminara con el más mínimo desliz testamentario. No orillábamos hablar de tu mal, claro, hasta que un día, mientras te sentabas, elevaste tus dedos índice y corazón y ante mi perplejidad dijiste: «Dos, esos son los minutos que te doy para hablar de la enfermedad, dos minutos, Gonzalo, nada más…». Y a partir de ese día cumplimos aquel mandato a rajatabla.

Sentado a mi mesa te veía acercarte, bajando por Alcalá hasta el 42 del Círculo, con tu habitual camisola abierta cimbreándose como una bandera dandy al compás de tu caminar pausado y elegante. Pálido, cada vez más blanco el rostro, y oscuro el cerco de tus ojos. Te sentabas, elevabas los dos dedos a modo de saludo y te escondías tras tu habitual media sonrisa. No recuerdo ninguna de aquellas comidas sin el estallido acompasado de una o varias carcajadas. Aunque los dos afinábamos nuestros recursos para invocar a la risa, muchas veces esta surgía espontánea.

Un día, un acceso de tos, que no era sino la severa y asquerosa censura que el mal le hacía a nuestra diversión, interrumpió de mala manera una de aquellas carcajadas. Cuando recuperaste los mandos después de la brutal y escueta borrasca, la derrota de tu mirada me confirmó que te habías dado cuenta de que yo me había asustado mucho y que mi miedo tenía fundamento.

A la última comida ya no viniste dando un paseo, aquel agradable paseo desde tu casa en Mayor, atravesando Sol, y bajando un pequeño tramo de Alcalá hasta llegar al Círculo. Apenas quince minutos mal contados. Pagaste al taxista y al acercarte uniste tu dedo índice con el pulgar formando un círculo: cero minutos. «Ya no tengo fuerzas para venir andando, Gonzalo».

Traías la misma mirada de asombro, la misma sonrisa oblicua de hacía cuarenta y un años.
Te mando un abrazo grande, Ceesepe. Seguiremos en contacto,
Gonzalo