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Aura y distinción, mal que nos pese

Carolina del Olmo

Hace unos meses, cuando se inauguró Van Gogh Alive en el Círculo y recibió las primeras críticas, se nos ocurrió organizar un debate para el que necesitábamos, al menos, a un experto independiente capaz de rebatir esas críticas y de enarbolar algunos argumentos a favor de la muestra. Yo propuse algunos nombres y me ocupé personalmente de llamar al primero de la lista. Fue la primera y única llamada que hice: no es que mi interlocutor dijera que no, es que se sintió ofendido por la propuesta. Fue la conversación posterior, en la que yo me disculpaba, a la vez que intentaba entender qué podía tener de ofensiva mi invitación, la que me convenció de que convenía abordar más a fondo la cuestión. Yo ya había ido a ver la exposición con mi madre. Las dos la habíamos disfrutado bastante y me dio la impresión de que no éramos las únicas: la gente parecía salir encantada. Ante el enfrentamiento público-crítica que revelaba la situación, mi primer impulso fue, cómo no, ponerme de parte del público. Y mi único reproche tras la visita fue, quizá, cierta pacatería a la hora de usar algunos de los recursos más llamativos de la exposición: los cuervos que levantaban el vuelo desde un campo de trigo al oírse el disparo de un cazador me encantaron, pero la animación de las obras de Van Gogh se prodigaba poco.

Tras haber mantenido varias conversaciones con personas que han reflexionado mucho y bien sobre las cuestiones que suscitan este tipo de grandes exposiciones espectaculares, mi posicionamiento inicial de parte del público se ha tambaleado un tanto y tengo muchas más dudas y preguntas que antes de empezar.

Seguro que Eduardo Maura tiene razón cuando dice que no basta con romper con la experiencia de recogimiento, admiración y silencio para lograr un acercamiento distinto al arte, una aproximación «activa y jovial». Entrar a Van Gogh Alive como quien entra a un centro comercial, charlando y riendo alegremente, con el móvil en la mano, preparado para capturar un montón de selfies no es, seguramente, lo que Brecht imaginaba cuando aspiraba a un arte capaz de convertir al público en «reunión de expertos». Pero ¿podría al menos ser un primer paso? En su libro Fiebre en las gradas, el escritor británico Nick Hornby aseguraba que haber formado parte de una hinchada de fútbol le había dado una perspectiva diferente a la hora de juzgar diversos productos culturales:

Siempre me han acusado de tomarme demasiado en serio las cosas que más amo –el fútbol, pero también los libros y los discos– y es cierto que me invade una especie de ira cuando oigo un mal disco o cuando alguien se muestra tibio ante un libro que significa mucho para mí. Tal vez fueron aquellos hombres desesperados y amargados que se habían reunido una tarde cualquiera en la Banda Oeste, en el campo del Arsenal, los que me enseñaron a encolerizarme de esa manera; tal vez por eso mismo me gano la vida, al menos en parte, haciendo las veces de crítico; tal vez sean sus voces la que oigo cuando estoy escribiendo «eres un soplapollas, Mengano». «¿El Premio Booker? ¿EL PREMIO BOOKER? ¡A mí tendrían que dármelo por haber tenido el valor de leerte!».

Supongo que esta actitud irreverente puede desembocar en el puro filisteísmo que desprecia cuanto ignora y se refocila en su desprecio por distintas manifestaciones culturales. Pero ¿no puede el acercamiento desenfadado que propician este tipo de exposiciones abrir un hueco aprovechable para ese sector del público que suele guardarse con recelo su opinión porque se ha dejado convencer de que no entiende? Peio H. Riaño y Santiago Eraso coincidían al señalar que con una exposición como Van Gogh Alive no se aprende nada, que los espectadores salen reafirmados en sus convicciones previas y, en el fondo, lo que están haciendo es ir a verse a sí mismos. Pero ¿estamos seguros de que no se aprende? ¿No será que no damos valor a lo que se aprende porque «nosotros» ya nos lo sabemos? ¿Y acaso los espectadores que visitamos exposiciones «de tesis» no vamos también, en cierto modo, a vernos a nosotros mismos? Tal vez, la diferencia estriba en lo que refleja el espejo en cada ocasión: personas con gafas de pasta y una licenciatura en un caso, «familionas y obreralla» en el otro. No estoy diciendo que se trate (solo) de una cuestión de clase: en España la correlación entre el capital cultural y el capital propiamente dicho no está muy clara (seguramente un libro como La distinción no habría existido si Bourdieu hubiera sido español).

Me pregunto si uno de los problemas que experimenta la crítica ante la exposición de Van Gogh Alive es que sea, precisamente, de Van Gogh. El impresionismo y sus alrededores son, desde el punto de vista del connaisseur de hoy, un poquito horteras, demasiado facilones. El capital cultural, como el otro, se devalúa si no se cuida y renueva, y si para ello tienes que asegurar que te gusta más Schönberg que Vivaldi, pues se dice y listos. Sospecho que si la exposición hubiera sido de Brueghel, de Turner o de Piero della Francesca, las críticas no habrían sido tan severas.

Pero más allá del posible elitismo del que tanto nos cuesta desprendernos, hay otro asunto interesante al que apuntaba certera Marta Sanz cuando reconocía que, aun sin pretenderlo, seguía utilizando (y disfrutando) los códigos ilustrados y románticos a la hora de pensar en el arte y la cultura. Y es que ¿acaso podemos verdaderamente prescindir de estos códigos sin perder por el camino buena parte de lo que entendemos por arte? La artista Corinne Vionnet se dio cuenta de que cuando visitamos hitos del turismo global no fotografiamos sin más lo que vemos, sino que reproducimos una y otra vez la misma toma. Tal como lo explica Joan Fontcuberta, en un artículo que publicamos en el número anterior de Minerva («Imágenes que sobran, imágenes que faltan. Albert Kahn y la posfotografía»): «Cuando visitamos el mundo, no queremos descubrirlo, sino confirmar la idea que ya llevábamos y que hemos sacado de los folletos turísticos, las tarjetas postales y las guías de viaje».

Seguramente sucede lo mismo con el arte con mayúsculas, y es probable que esa sea precisamente una de las claves –muy humanas– de su disfrute. Y el goce estético es uno de los objetivos del arte, ¿no? Prodesse et delectare, como decía Horacio. Ese disfrute depende, obviamente, de nuestra formación, pero quizá esto suceda en un sentido que no siempre tenemos presente. Parece ser que, en general, a la gente le gusta más la Coca-Cola que la Pepsi. El experto en psicología social y economía conductual Dan Ariely, a partir de un experimento en el que algunos individuos consumían ambas bebidas con los ojos tapados, no solo confirmó que preferían Coca-Cola frente a otras marcas, también que la gente disfrutaba más tomando Coca-Cola cuando sabía que era Coca-Cola. La marca –sea Coca-Cola o Van Gogh– es importante: el fetiche, el aura, la idea del genio. Todo eso que nos esforzamos por desechar, cumple su papel a la hora del disfrute.

La situación es ambigua y en absoluto sencilla. Buena parte de la «crítica crítica» se esfuerza por acabar de una vez por todas con el elitismo decimonónico del canon ante el que solo queda callar y asentir, reivindicando a cambio las posibilidades desestabilizadoras del arte, su capacidad para romper la familiaridad y hacer que nos planteemos preguntas. Pero ¿y si resulta que con estas exigencias estamos pavimentando el camino hacia un elitismo de nuevo cuño, uno aún más difícil de detectar y superar? Al fin y al cabo, para imitar a las élites culturales de antes bastaba con aplicarse un poco y conocer el canon. Bien están los esfuerzos destinados a romper la autonomía del arte, pero lo cierto es que buena parte de las prácticas artísticas más comprometidas de hoy acaban funcionando, a su pesar, como elementos de distinción. Y no es raro que los centros culturales con afán crítico e intención transformadora acaben generando entre sus visitantes casuales una apabullante sensación de estar fuera de lugar, de que lo que allí sucede es solo para iniciados, una impresión que se esfuerzan por paliar a base de mediadores de todo tipo…

El pasado verano llevé a mis hijos a ver unas huellas fosilizadas de dinosaurio. Hace ciento cincuenta millones de años, los dinosaurios se pasearon por la playa de la Griega, en Asturias, por el mismo lugar que pisaban nuestros pies aquel agosto de 2019. Yo no sé si lo que experimenté era temor reverencial, si era la experiencia de lo sublime o si fue un amago de síndrome de Stendhal: lo que sé es que sentí una profunda emoción que casi me cortó la respiración. Mis hijos, en cambio, se llevaron un enorme chasco. «¿De verdad hemos venido hasta aquí solo para ver estos agujeros en la roca?».

Como madre de tres niños que acuden a una escuela pública madrileña, en la que las dos sesiones semanales de educación artística durante los seis años que dura la primaria consisten, básicamente, en clases de inglés en las que se refuerzan con (escasos) medios plásticos lo que han aprendido en Sciences, me gustaría terminar con esta reflexión de María Ruido: «En mi opinión, el foco de la crítica está mal puesto: habría que ponerlo en la educación. La pregunta debe ser cómo nos estamos educando en relación con las imágenes y cómo contribuyen –o todo lo contrario– estos eventos a esa educación. Algo estamos haciendo profundamente mal. Hay que hacer una reflexión seria y pausada desde la educación y desde quienes contribuimos a la construcción de imaginario y discurso. La gente no se siente capaz de leer, abordar o criticar las obras de su tiempo. Ni siquiera los universitarios. Esto es un fracaso, un problema grave de falta de herramientas para leer imágenes. Y creo que la pena de la mayoría de estas grandes exposiciones es que se pierde otra buena ocasión para dar esas herramientas. La clave está, seguramente, en una educación pública de calidad».