Alguien debe decir la verdad
Foto de Diego Font
Señor presidente, honorables miembros de la presidencia, señoras y señores:
No formaba parte de mis sueños que algún día estaría aquí, delante de todos ustedes. No estaba preparado para este regalo generoso, cálido y casi abrumador de su parte. Por lo tanto, realmente no sé cómo agradecérselo. Pero, aunque no lo sepa, quiero asegurarles mi profunda gratitud. Vivirá en mí mientras mis flacas piernas griegas puedan moverse y más allá de eso, vivirá en mí mientras palpite mi corazón. ¡Muchas, muchas gracias!
Pero tengo mucho más que agradecer. A mi editor Joan Tarrida y el equipo que lo rodea, a las traductoras cuya profesionalidad y competencia me impresionan cada vez, a los grandes escritores que escribieron sobre mi primer libro en español, a los libreros que recibieron siempre mis libros con inusitado entusiasmo y calidez y finalmente a todos los lectores. No es una exageración decir que estoy a la vez agradecido y sorprendido.
Cabe preguntarse qué buscan los lectores españoles en mis libros y qué encuentran. Espero que aprendan algo, pero una cosa es cierta: España me ha enseñado mucho y tiene mucho más que enseñarme.
EL QUIJOTE
El primer libro en español que leí fue El Quijote, de Cervantes, que formaba parte de una serie llamada Clásicos ilustrados. Por supuesto, no entendí las intenciones o sutilezas del libro, lo leí como entretenimiento. Un anciano que golpea molinos, que monta un caballo viejo con el nombre más hermoso que he visto en mi vida, y que es seguido por un sirviente pintoresco, que ocasionalmente actúa de manera más sensata que su amo. Me divertía que tuviera una amada, que no solo luchara contra la realidad del mundo, sino también por su propia salvación, es decir, por encontrar el amor, conquistarlo y vivir con él. Las ilustraciones del libro eran más cómicas que realistas. Todo ese asunto indicaba que no debía tomarse en serio. Y no lo hice. Me fascinaban más Dulcinea, el viejo caballo Rocinante, el robusto Pancho. Simplemente lo leí como un libro para niños. Más adelante lo volví a leer a instancias de un amigo más avanzado literariamente que yo, el cual afirmaba que Cervantes era el único escritor que había logrado lo que la mayoría de los escritores sueñan: escribir un libro para todos. Para niños y para adultos, para mujeres y hombres, para creyentes y no creyentes. Así que lo releí e incluso, más tarde, lo releí de nuevo. Cada lectura era un nuevo viaje. No hay muchos libros de este tipo en la literatura universal. Según mi amigo, solo El Quijote. Hoy en día concuerdo con él en eso. Cervantes cumple uno de los criterios más importantes para un buen escritor. Quería ver, no ser visto. Esto último –hablando entre paréntesis– ha destruido muchos escritos cuando el autor ha querido ser superior a sus libros. Pero esa es otra historia y se puede guardar para más adelante.
Al escribir, necesitas un poco de suerte. Un caluroso domingo de hace tres años, cogí el tren de Madrid a Toledo. Quería ver la casa de El Greco y lo hice.
Fue una experiencia ver su luz única, aprender cuán complicada era la técnica que usaba, cuán pacientemente trabajaba. Los maestros no solo tienen más talento que el resto de nosotros, también trabajan más duro. En su retrato del Inquisidor General Cardenal Niño de Guevara, volví a ver la mirada que llamé «mirada de aniquilamiento». La había visto antes en mi pueblo griego, la había visto en Estocolmo cuando era un joven inmigrante. Es la mirada del fanatismo. Ve sin ver. Desgraciadamente, tanto Grecia como España han tenido que vivirlo. Esa es la mirada que enfrentó El Greco cuando fue acusado de pintar a los ángeles sin alas.
Los recuerdos de la guerra civil griega se precipitaron sobre mí y salí a la ciudad para que se disiparan. Iba paseando despacio por la judería y de repente vi un cartel: «Ruta de Don Quijote». Un poco más abajo vi un nuevo cartel a la entrada de una taberna muy antigua, que ya no lo era. Cervantes solía ir allí cuando estaba en Toledo. Él y El Greco fueron contemporáneos. ¿El Greco iba a la misma taberna? ¿Se conocían? ¿Se conocieron? ¿El extraño de otro país y el extraño en realidad? No lo sé, pero me gusta pensar que lo hicieron.
Era hora de volver a Madrid. El tren estaba repleto de gente. Aun así, había cierto orden, cierta calma. Una niña tenía tres niños pequeños con ella que se le aferraban como racimos de uvas. Escuchaban lo que les leía y a veces se reían. Bueno, ¿qué les leía? El Quijote, por supuesto. Una vez más quedó claro que Cervantes había escrito un libro para todas las edades. Un hombre que no entendía su mundo. Mucho de lo que se ha escrito desde entonces sigue sus pasos.
FEDERICO GARCÍA LORCA
Mi segundo contacto con España fue Federico García Lorca. En el otoño de 1955 acudí a una representación de Bodas de sangre. El nombre era completamente nuevo para mí. Cuando tienes diecisiete años, ignoras muchas cosas. Entonces no tenía ni idea de que Lorca viviría en mí hasta ahora, sesenta y siete años después.
Fue por casualidad que terminara en el sótano oscuro del teatro esa vez. Habíamos quedado en encontrarnos con mi novia en la misma galería donde estaba el teatro, pero ella nunca vino. La taquilla del teatro estaba abierta y el cajero era un caballero atento de unos cincuenta años. Me había estado observando todo el tiempo sin que yo me diera cuenta. Durante casi dos horas interpreté el papel principal en la obra con la que fantaseaba. No había prisa por acudir a la caja. Cuando finalmente decidí irme, me llamó.
—No te rindas. La próxima vez ella vendrá. —Y sonrió con complicidad.
Me sonrojé de arriba a abajo. ¿Tan obvia resultaba mi expectativa? ¿Era mi decepción tan fácil de percibir?
Él me consoló.
—He estado esperando a una mujer toda mi vida.
—¿Vino ella alguna vez? —pregunté, extrañamente vigorizado por haberme topado con un hermano en la desgracia.
—Esa es otra historia. Ahora no tenemos tiempo para hablarlo, pero usted tiene tiempo para ver la función, que comienza en cinco minutos.
—No tengo dinero.
—No importa. Es una gentileza del teatro. O mía. O tal vez invita Dios. Quién sabe…
En retrospectiva, creo que fue Dios quien invitó. Primero, porque la actuación me impresionó con su poder furioso; segundo, porque me di cuenta de que había un amor más fuerte que aquellos que lo experimentaban. «Clavos de luna nos funden / mi cintura y tus caderas». ¿Qué se puede hacer ante esto?
Busqué al generoso taquillero para darle las gracias una vez más, pero ya no estaba. Daba igual, había encontrado a Lorca y al mismo tiempo había perdido a mi novia. Resultó que aquel «clavos de luna nos funden» no se aplicaba a nosotros. Pero las palabras permanecieron dentro de mí y todavía son la definición perfecta de la omnipotencia de Eros en el verso de Sófocles «El amor invicto en la batalla».
Redescubrí a Lorca en Suecia, donde emigré y con el tiempo comencé a asistir a todos los eventos que eran gratuitos. Las lecturas de poesía no solo eran gratuitas, sino que casi te daban un abrazo por ir allí, y así fue como volví a leer a Lorca traducido por Lasse Söderberg. «He llegado a la línea donde cesa / La nostalgia, / Y la gota de llanto se transforma, / Alabastro de espíritu».
Sentí como si estas líneas estuvieran escritas para mí, que vagaba por las calles de Estocolmo en busca de palabras que convirtiesen mis lágrimas en rocío. Qué alivio fue leer estos versos, darme cuenta de que las lágrimas pueden convertirse en alabastro. Un consuelo tan grande como cuando mi madre me palmeaba la cabeza.
Federico García Lorca era de Granada, seguro que había visto en la Alhambra lo que se puede hacer con el alabastro.
«Es en lo concreto donde reside la poesía», decía mi padre.
No sería hasta mayo de 2022 cuando las casualidades me pusieron tras la pista de Lorca. Mi libro Timandra había sido publicado en España y mi editorial había organizado un viaje por el país. Las ciudades se sucedían y yo estaba exhausto y emocionado. Bilbao y Denia, Madrid, Granada, Málaga y Mallorca, Salamanca, Barcelona, Coruña, Burgos, Barbastro. En todas partes belleza, tradición, historia.
Una gran sorpresa esperaba en Empúries, la primera colonia griega; de ahí, el nombre Emporia, que significa literalmente comercio. No eran señores ricos y poderosos los que llegaron allí, con toda probabilidad eran emigrantes pobres, entonces como ahora. Hubo momentos en que Grecia no tenía sitio para todos. Entonces, se alejaron navegando. No podemos saber cuántos murieron durante estos viajes, pero los que sobrevivieron construyeron nuevas comunidades. Di una breve charla al aire libre junto con Monika Zgustova y constantemente luchaba por contener las lágrimas al pensar que mi país, Grecia, en realidad tiene dos historias. Lo que pasó en el país y lo que sus emigrantes crearon por el mundo.
En España encontraba un país de Europa que se parecía a mi Europa, que no aspiraba a convertirse en colonia americana. Al menos, no todavía.
Cada día que pasaba mis ojos se hacían más y más grandes. Me sentía como un borracho que se despierta de una borrachera para caer en la siguiente. Tanta belleza por doquier, tanto alabastro que en mi cabeza se había convertido en sinónimo de lágrimas.
Fue una experiencia inolvidable. Ver las obras de los grandes españoles en el lugar adecuado, ver en Figueres el retrato de Freud que hizo Dalí en la uña del pulgar. El Guernica en Madrid, cuyo poder atravesaba todo el cuerpo, el Museo de Goya en Zaragoza, la catedral blanca de Burgos, visitar en Mallorca el taller de Miquel Barceló donde el mundo renacía. Era casi más de lo que podía absorber.
Por la noche, en los distintos hoteles, estaba exhausto y pensaba en lo que había dicho Hemingway sobre Antón Chéjov. En los primeros tres asaltos contra él no tienes ninguna posibilidad. Debe durar al menos doce asaltos.
Ya había hecho unos cuantos asaltos con España. El título de mi libro Lo pasado no es un sueño fue una respuesta a Calderón. Había visto películas de los grandes maestros Buñuel y Almodóvar, descubrí grandes actores y actrices, disfruté del fútbol tiki taka y escuché a los grandes cantantes. Sin embargo, estas fuertes impresiones me impidieron obtener una especie de visión general. Estaba como un niño en una tienda de caramelos.
GRANADA
Y en esas llegamos a Granada.
El mismo nombre hizo estallar el tiempo y me trajo de vuelta a mi Atenas, a mi barrio, donde el cine se llamaba por alguna razón desconocida Granada y donde había aprendido la esgrima de Errol Flynn, a sonreír como James Cagney, a balbucear a lo Jean Gabin, a levantar las cejas como Humphrey Bogart. Toda mi pandilla se enamoró a su vez de Ava Gardner, Rita Hayworth, Michèle Morgan, Pascale Petit, Silvana Mangano. Éramos fieles no a alguna sino a todas. Luego hubo un tenor griego que cantó Granada con una potencia que nos hizo temblar las rodillas.
Llegué a Granada sin saber lo que me esperaba. Pero Federico García Lorca estaba al acecho. Él sabía que era allí donde lo habían capturado. Sabía que era peligroso ir allí, pero no pudo evitar hacerlo. Quería visitar a su familia y a algunos amigos.
A veces el amor es más grande que el miedo. Pensé en mi padre durante la guerra civil griega de 1946-1949. Una noche evitó que lo capturaran saliendo de nuestra casa un minuto antes de que los fascistas llamaran a la puerta. Probablemente un amigo le había alertado. Pero regresó unos minutos después, los fascistas estaban en casa e interrogaban a mi madre, pero ella dijo que su esposo iba camino a la escuela. No le creyeron y uno de ellos le dio una bofetada tan fuerte en los oídos que se los taponó. Salieron de nuestra casa y yo consolaba a mamá y quería saber quién la había golpeado:
«Ay, mi niño. Es un primo lejano y me salvó con esa bofetada. De lo contrario, ¡quién sabe qué se les habría ocurrido hacer!».
Así fue. Es muy difícil distinguir a un amigo de un enemigo. Lorca también lo sufrió. Se dirigió a Granada donde fue capturado y ejecutado pocos días después. Así es vivir en una guerra civil.
Me imagino que una de las razones por las que los lectores españoles se conmovieron con mis libros es precisamente esa. También sé lo que es vivir una guerra civil o vivir después de ella. «El tiempo cura todas las heridas», escribió Ovidio con cierta justicia. Pero eso no es del todo cierto. El tiempo cubre nuestras heridas, pero vuelven a estallar. Una guerra civil es una herida así.
Mi editor Joan me tenía reservada una sorpresa. El parque en memoria de Federico García Lorca se encuentra un poco a las afueras de Granada en Alfacar, donde también vivió la familia Lorca. Es un parque hermoso, muchas avenidas, árboles viejos y grandes, arbustos y macizos de flores.
La casa donde creció Lorca todavía existe. El arbolito que menciona en sus poemas ahora es grande y poderoso. Lorca siguió viviendo en lo que había descrito. Había enriquecido la vida. El museo en sí, la casa de verano de la familia, estaba cerrado, pero eso no importaba.
El parque se planeó con la creencia de que el poeta había sido ejecutado cerca, pero nunca se encontraron restos humanos allí. Hoy en día se cree que Lorca fue ejecutado en Víznar, no muy lejos, y enterrado muy profundo en un barranco en un lugar muy difícil de descubrir.
Es muy probable que quienes ejecutaron a Lorca no tuvieran idea de quién era, pero la persona o personas que ordenaron la ejecución lo sabían muy bien. Sabían que mataron a uno de los más grandes poetas de España, pero a la tiranía tanto le da.
Lorca nunca tuvo una tumba. Aún no ha recibido sepultura. El poeta más grande de España es un vagabundo.
«Creo que es el único gran poeta sin tumba», dije. Joan negó con la cabeza: «Diderot tampoco tiene tumba». No había nada más que decir.
La tarde granadina llegó, dulce y despiadada. Estaba muy cansado, pero no podía dormir. ¿Qué me había enseñado este gran país?
Es importante permitir la coexistencia de diferentes culturas. No ha sido indoloro en ninguna parte, ni siquiera en España, pero aun así las tres culturas permanecieron en calles y plazas, en fortalezas, catedrales, mezquitas, sinagogas. En canciones y bailes.
Es importante combinar lo que aparentemente no se puede combinar. Pasión con disciplina, imaginación con una extraordinaria artesanía. En realidad, es más raro de lo que se piensa. ¿Cómo sería un Gaudí sin los hábiles artesanos?
Y por último, lo que más me impresionó fue ver una idea detrás de todo. Si ves un arbusto afuera de un café, no es porque nadie lo haya cortado. Es porque alguien lo plantó. Hay un pensamiento detrás.
Realmente es un gran consuelo en estos tiempos de tantos desafíos. Guerra, pobreza, creciente desigualdad. En Europa ahora mismo no hay un solo país que se atreva o tenga la fuerza para tomar la iniciativa del cambio, en las políticas de inmigración que ahora no son humanas, en las medidas necesarias para hacer frente al cambio climático.
El gran poeta griego Konstantin Kavafis, al que se homenajea en Mallorca con un monumento, ha escrito un poema sobre la ciudad que espera la llegada de los bárbaros. Pero los bárbaros nunca llegaron y el poeta concluye: «Quizá esa gente era una solución».
Bueno, señor presidente, señoras y señores, esta vez los bárbaros no necesitan venir, ya están aquí. Líderes políticos que mienten, que odian la ciencia, que odian a los pobres, que declaran la guerra a los pobres, no a la pobreza. Bárbaros que ejercen la violencia contra las mujeres cada vez más, que matan a sus enemigos políticos, que invaden otros países. Los bárbaros están aquí y no son la solución. Y si nuestras sociedades descuidan la justicia y la igualdad están condenadas a hundirse.
Así que es hora de que digamos lo que pensamos. Sin embargo, los nuestros son discursos silenciosos y simbólicos frente a los muchos que hablan solo de rearme y de guerra, nunca de paz. La industria de la guerra va mejor que nunca y la guerra nunca ha resuelto los problemas, sino que solo crea otros nuevos.
Alguien debe decir la verdad.
España, este país grande y hermoso, puede asumir ese papel. Seguro que hay muchos a los que les cuesta, pero al menos ustedes están aquí donde se escribió El Quijote.
¡Gracias, muchas gracias!
* Este es el discurso que pronunció Theodor Kallifatides durante la ceremonia de entrega de la Medalla de Oro del CBA, escrito en castellano por el propio Kallifatides.