“Lo contrario del aburrimiento no es el entretenimiento, es el significado”
Entrevista con Josefa Ros Velasco
Foto de Mariana Frutos Photo
Pocas veces los estudios teóricos resultan más estimulantes que cuando se aplican a algo tan común que parece que nadie se había parado a pensarlo. Aburrirse está, lastimosamente, al alcance de cualquiera, pero pocas veces reflexionamos a fondo sobre lo que significa y tendemos a repetir unas cuantas ideas manidas que Josefa Ros Velasco, Premio Nacional de Investigación 2022 y autora de La enfermedad del aburrimiento (Alianza, 2022), se encarga de desmontar de manera brillante.
Tengo curiosidad por saber cómo empezaste a interesarte por el aburrimiento: ¿sabías de la existencia de los boredom studies antes de dedicarte a ello o lo descubriste después de que surgiera tu interés?
Me empecé a interesar por el aburrimiento a través de la filosofía. Estaba empezando mi tesis sobre Hans Blumenberg, un filósofo alemán que murió en 1996, cuando se tradujo al castellano Descripción del ser humano (FCE, 2011), un mamotreto enorme, como suelen ser los libros de Blumenberg, donde me topé con once paginitas de nada dedicadas al tema del aburrimiento, abordado de una manera que me llamó muchísimo la atención. Y en ese momento decidí cambiar el tema de mi tesis: estuve un año en Alemania investigando los escritos inéditos de Blumenberg, rastreando todo lo que había dicho sobre el aburrimiento, que era mucho, traduciéndolo y sistematizándolo. Y esa idea inicial de Blumenberg, que en su momento me pareció tan revolucionaria, era que el aburrimiento era una emoción adaptativa esencial en nuestra evolución como especie, ya que nos confería una gran ventaja evolutiva frente a otros animales: la experiencia tan dolorosa de aburrirnos nos obliga a introducir cambios, a buscar formas novedosas de escapar de situaciones obsoletas, que no nos resultan estimulantes ni nos suponen ningún reto. Es el aburrimiento el que nos lleva a explorar lo inexplorado, a provocar el paso de lo que está en potencia a lo que está en acto.
Tal vez fue ese aburrimiento el que impulsó a nuestros ancestros Homo sapiens a desarrollar la comunicación verbal, el que impulsó la creación de narraciones y mitos, el uso de instrumentos musicales… El aburrimiento nos espolea y nos obliga a introducir algo nuevo en el mundo. Así fue como me metí en los estudios de aburrimiento y vi que casi todas las aportaciones venían del campo de las ciencias de la salud mental, lo que, desde luego, no cuadraba mucho con la idea de Blumenberg del aburrimiento como una emoción tan positiva, tan funcional y adaptativa. El círculo virtuoso que plantea Blumenberg de sentirse mal, diseñar una estrategia para salir de ese malestar, materializarla y recuperar el bienestar, no siempre se da. A veces no tienes la capacidad para impulsar ese cambio.
Pero, en muchas ocasiones, aun teniendo la capacidad para introducir cambios, la estrategia a la que recurres no es nada nueva: es tan repetida y sencilla como encender la televisión o echar un vistazo a Instagram…
En nuestra sociedad, en la que ya disponemos de un inmenso catálogo de opciones y herramientas predefinidas para «matar el tiempo», para escapar de la experiencia del aburrimiento, es mucho más difícil que nos encontremos ante esa posibilidad de introducir algo nuevo. Además, la estrategia de huida frente al aburrimiento no siempre se produce de manera consciente: solemos romantizar la situación y pensar que, ante la experiencia dolorosa del tedio, uno mantiene un diálogo interno, evalúa y escoge la opción más significativa y exitosa, pero el cerebro no funciona así. Tendemos a ahorrar energía y, si hay a mano una estrategia que nos ha servido en el pasado, recurrimos a ella una y otra vez. Pocas veces damos ese paso al frente y salimos a explorar lo desconocido.
Por otra parte, aunque nos decidamos a abandonar nuestra zona de confort, eso no significa que ese cambio que vamos a introducir sea original, creativo o innovador: no es verdad que el aburrimiento nos haga más creativos. Cuando estábamos confinados, mucha gente me decía que el aburrimiento los estaba volviendo creativos, porque estaban haciendo muchos bizcochos y cosas por el estilo, y, la verdad, no sé yo si eso puede considerarse creatividad... En general, eso de que está bien aburrirse porque nos hace más creativos yo no lo veo. Y aunque dediqué mi tesis al aburrimiento como emoción funcional –algo que mis colegas solo han empezado a descubrir hace unos cinco años, porque no han leído a Blumenberg, ¡ni mi tesis!–, después he preferido volcarme en lo que tiene que ver con el aburrimiento patológico: teóricamente, el aburrimiento funcional es interesante, pero en la práctica es mucho más útil explorar las causas del aburrimiento disfuncional, analizar todo aquello que no permite completar ese círculo con éxito: si no puedes diseñar una estrategia de huida, o si puedes diseñarla pero el contexto no te permite llevarla a la práctica, te quedas atrapado en un malestar que acarrea numerosas consecuencias negativas, con las que luego lidia la psicología o la psiquiatría.
Así me fui acercando a las ciencias de la salud y ahora estoy trabajando en gerontopsicología. Una vez tenía el marco teórico, he preferido aplicarlo a nuestra sociedad y centrarme, sobre todo, en ciertos contextos que generan aburrimiento o que impiden salir de él. Es decir, no me dedico tanto al aburrimiento que surge del interior cuando alguien es incapaz no solo de desplegar su propio catálogo de estrategias de huida, sino también de hacer uso de ese otro catálogo predefinido que nuestra sociedad nos ofrece: ese aburrimiento endógeno constituye en sí mismo una patología –o un síntoma– de la que se encarga generalmente la psiquiatría o la psicología. A mí me interesa el otro caso, el del marco patológico, que genera una situación en la que te estás aburriendo, sabes lo que te gustaría introducir como cambio para dejar de aburrirte, pero las condiciones del contexto en las que ha nacido el tedio no te lo permiten. Yo estudio cuáles son los escenarios, contextos o estructuras que creamos como sociedad que se convierten en fuente de aburrimiento para las personas y no les permiten salir de ahí. Y así fue como llegué a las residencias de mayores.
Muchos tenemos una idea mítica del aburrimiento condensada en la imagen del niño al que obligas a apagar la tele y al cabo de un ratito de aburrirse crea una nave espacial maravillosa con una caja de cartón y dos palos. Y sí, es verdad que a veces pasa algo así, pero otras veces lo que ocurre es que, para dejar de aburrirse, va a pegarle a su hermano.
Claro, es que el malestar te pone en acción, pero la estrategia que diseñas no siempre va a ser positiva: cuando la novedad que introduce tu hijo para salir del aburrimiento sea fumarse un porro, seguramente ya no te parecerá tan gracioso y productivo el aburrimiento. Eso depende mucho de la personalidad de quien se aburre. Hay gente que tiene tendencia a responder al aburrimiento de manera más creativa y otros más destructiva. Cuando uno alcanza ya cierta madurez, en su catálogo de estrategias contra el aburrimiento se han ido fijando algunas que son adaptativas, que no son perjudiciales (o no demasiado); estamos abiertos a introducir cambios, pero ya sabemos más o menos lo que nos gusta. Un niño tiene ese catálogo en blanco y necesita llenarlo con cosas: por eso se quejan más del aburrimiento, porque para ellos también es doloroso, y lo que necesitan seguramente no es que los entretengas o hagas el payaso, sino que les ayudes a descubrir nuevas opciones, a abrir horizontes para ir llenando su catálogo. El papel de los adultos es el de orientar hacia herramientas positivas o funcionales para salir del aburrimiento.
Pasa lo mismo con la imaginación, ¿verdad? O sea, no se trata de eliminar estímulos externos para poner la mente en blanco e imaginar, sino de tener lleno un catálogo de imágenes e ideas en las que inspirarse. La imaginación es un órgano muy pobre si no se le enriquece con experiencias previas.
Claro, es que los niños con estrategias creativas seguramente han aprendido previamente ese tipo de estrategias: no es algo que surja del niño automáticamente. Además, en los niños, en su crecimiento, las estrategias que funcionan en un momento de la vida dejan de funcionar al siguiente y hay que ayudarles otra vez a encontrar nuevas herramientas, servirles de guía en los distintos momentos para que no se pierdan.
En el entorno de las residencias sucede lo mismo, sobre todo cuando son personas con pocos recursos: gente de más de ochenta años que lo que ha hecho toda su vida ha sido trabajar, cuidar de la casa y la prole y, si tenían un ratito libre, lo dedicaban a la televisión, que era una bendición. Y en las residencias se pretende que de esas personas salga la iniciativa de organizar o buscar alguna actividad cuando es evidente que no va a funcionar así.
Hay una cuestión que siempre me desconcierta y seguro que tú me puedes hacer entender, y es esa extraña mezcla de aburrimiento y entretenimiento que generan algunas actividades como ver un programa de televisión o pasar el timeline de Twitter o Tik Tok: eliminan el malestar del aburrimiento, pero el resultado final tras tres horas deslizando la pantalla es que ha sido un verdadero coñazo, ¿no?
Entiendo perfectamente lo que planteas: se debe a que lo contrario del aburrimiento no es el entretenimiento, sino el significado. Puedes estar entretenida haciendo cosas, matando el tiempo, pero si realmente esa actividad a la que has decidido dedicarte no es significativa para ti, no da sentido ni continuidad a tu proyecto vital, te acaba devolviendo de nuevo al aburrimiento. La gran accesibilidad de las herramientas actuales de entretenimiento genera una situación similar a la de quien tiene una úlcera y, en vez de curarla, toma sistemáticamente omeprazol para calmar los síntomas: el malestar de fondo se mantiene y el dolor reaparece. Sientes el malestar del aburrimiento, te metes en las redes sociales y durante un rato está bien, pero cuando echas la vista atrás te das cuenta de que esa actividad no aporta nada de significado a tu vida. Son entretenimientos fácilmente disponibles que se te ofrecen sin haber pasado por el proceso dolorosísimo de pensar si algo realmente te aporta, si te hace crecer o en qué se va a traducir en tu vida. Si haces ese ejercicio previo de pensar cómo quieres llenar tu «tiempo de poder» (por oposición al «tiempo del deber», el de las obligaciones), tu catálogo de estrategias estará cargado de herramientas que para ti sí tienen significado. Yo me puedo pasar horas investigando o trabajando, no me estoy divirtiendo, pero tampoco me aburro porque lo que estoy haciendo tiene significado para mí. En cambio, me puedo pasar una tarde jugando a juegos de mesa y me verás reírme pero, cuando pasa la tarde, la sensación que me queda es que no me ha aportado nada, que no ha significado nada para mí.
Supongo que esto tiene que ver con la autodisciplina, ¿no? Con saber aplazar la satisfacción y no buscar en todo momento una gratificación inmediata.
En realidad, yo creo que lo hacemos bastante bien: aguantamos el aburrimiento si sabemos que hay un objetivo o un final, si entendemos que es un trámite necesario para una satisfacción ulterior. Dicen que los adolescentes cada vez lo llevan lo peor, aunque es un campo que yo no conozco bien. Y sí, puede ser que la inmediatez y la accesibilidad de entretenimientos fáciles nos pase factura.
A veces pienso que es ahora cuando estamos sufriendo de verdad los efectos de la muerte de Dios, de ese gran significado que aportaba algo a todos los aspectos de la vida. Somos cada vez más conscientes de que tenemos un tiempo de vida limitado y queremos exprimirlo muy bien. Y por eso buscamos satisfacción hedonista. No queremos hacer momentos de pausa que te obligan a reevaluar: no nos gustan, porque es verdad que suelen ser dolorosos.
Sin duda, hay que aprender que el cortoplacismo te coarta el acceso a otras herramientas que pueden ser más gratificantes a largo plazo, pero lo que seguro que no sirve de nada es decirle a la gente que es mejor evitar los entretenimientos fáciles y que pruebe a aburrirse en el sofá de casa a ver lo que se le ocurre.
Cuando intento recordar los momentos más aburridos de mi vida, lo que se me viene a la cabeza es alguna clase en el colegio cuando era pequeña: un aburrimiento infinito que pocas veces he vuelto a experimentar con tanta intensidad. Y por eso me ha gustado tanto escuchar cómo desmontas la vinculación del aburrimiento con el tiempo libre.
Es que la mayor parte del aburrimiento se experimenta en el tiempo del deber: cuando tienes que asumir obligaciones que tú no has elegido y que no te resultan en absoluto estimulantes o enriquecedoras. Ahora bien, toda la narrativa en torno al aburrimiento se ha construido a partir del relato y las reflexiones de quienes tenían un montón de tiempo libre a su disposición: ¡quienes se aburrían en el tiempo del deber no tenían tiempo para contarlo!
¿Y cuál es la explicación que das a esos momentos en los que te aburres sin obligación impuesta y sin un marco que te esté coartando y que son, quizá, aún más dolorosos? ¿Comparten rasgos con la depresión?
Ese aburrimiento se produce cuando estás en un entorno poco estimulante, pero eres incapaz de diseñar una estrategia de huida, ni consciente ni inconscientemente. En personas sanas y contextos sanos, normalmente estos no suelen durar demasiado: acabas encontrando la salida. Es un momento doloroso –lo que Tolstói llama «el deseo de tener deseos»–, pero breve. El problema es cuando te quedas atrapado, ya sea por el entorno o por causas endógenas, en cuyo caso estamos ante un problema de salud mental. Y sí, puede que ese aburrimiento patológico conduzca a la depresión, pero también puede que la depresión sea la causa de esa falta de estrategia de huida, de la incapacidad de encontrar el estímulo que se necesita.
Cuéntame algo más sobre el proyecto que desarrollas en las residencias.
Cuando ya tenía bien asentado el marco teórico del aburrimiento, empecé a pensar cómo devolver de alguna forma todo esto a la sociedad. Comencé a darle vueltas a los muchos contextos en los que se produce aburrimiento de manera colectiva y en los que, aunque las personas que lo sufren saben lo que les gustaría hacer para huir de esa experiencia, no pueden hacerlo porque el entorno se lo impide. Uno de los más evidentes es el de las prisiones, y otro que a mí siempre me había llamado la atención es el del envejecimiento, la última etapa de la vida: es un momento complejo, el catálogo de herramientas que uno ha construido a lo largo de su vida puede verse muy limitado por el deterioro de algunas capacidades (visión, movimiento, audición…). Además, se está mucho menos dispuesto a introducir novedades y dejarse llevar. Y si encima la falta de autonomía te lleva a vivir en una institución, el shock es enorme: vivir con un montón de personas que no conoces, muchas con deterioro cognitivo severo, que gritan o lloran y con las que no se puede entablar una conversación; un entorno estandarizado, rutinizado y despersonalizado para garantizar la seguridad de los residentes. Y si a esto le sumas que lo que hay en el horizonte es la muerte, te encuentras con la etapa más complicada de la vida, en la que el aburrimiento causa estragos terribles. El aburrimiento aumenta la dependencia, el desinterés por lo que sucede dentro o fuera de la residencia, incrementa el deterioro físico y cognitivo y la gente se pasa el día en un sillón esperando a que termine todo.
Muchas personas mayores, cuando llegan a la residencia, tienen su catálogo casi intacto: disponen aún de muchas opciones para llenar su tiempo de forma significativa, pero el entorno, la institución, les impide poner esas herramientas a funcionar. Y no es que sean cosas imposibles; muchas veces, con un poquito de asistencia y de voluntad, sería perfectamente viable materializar esas opciones.
El problema es que vivimos en una sociedad que ha avanzado mucho en el cuidado del cuerpo, pero ha desatendido las dolencias del alma, y muy especialmente las que tienen que ver con las personas mayores. Hemos sido muy injustos con ellos. De qué sirve alargar la vida diez años si es para ocupar esa década con actividades que no tienen para ti ningún sentido: «Venga, vamos a hacer un dibujo de Bob Esponja»; «ahora, acariciamos un perro», sin importar que no te gusten los perros y nunca hayas tenido interés por el dibujo. O al revés, si justo lo que daba sentido a tu día era levantarte y encontrarte con tu gato mirándote y acariciarlo, ahora resulta que no te dejan, porque los gatos están prohibidos. Son barreras puestas desde las instituciones que serían fácilmente salvables con un poco de voluntad. Así que lo que yo hago es entrevistar a las personas mayores que viven en las residencias, recojo sus demandas y trato de poner de manifiesto una necesidad que hay actualmente en nuestra sociedad. La idea no es solo aportar conocimientos a la gerontopsicología y los estudios de aburrimiento, sino, sobre todo, incidir en las políticas públicas de las que depende que ese bienestar se alcance. Vamos a presionar para que haya más personal mejor formado y pagado, para que haya más intimidad, para tener espacios más pequeños y menos despersonalizados. Presionar para que se legisle en materia de bienestar teniendo en cuenta que el aburrimiento puede ser un factor de riesgo muy grave para las personas que viven institucionalizadas.
Qué estupendo me parece que desde la filosofía se pueda pasar a una cuestión tan práctica.
Cuando pones la filosofía al servicio de problemas reales de nuestra sociedad que nos afectan a todos, se demuestra la utilidad que tiene y que tantas veces se pone en tela de juicio. Cuando te dedicas a la filosofía y quieres hacer proyectos con fondos públicos, con dinero que sale del bolsillo de la gente, tienes que esforzarte para devolver algo a la sociedad. Como filósofo, puedes tener la gran ilusión de dedicarte en tiempo y alma al Fedro de Platón. Y está muy bien, el amor al conocimiento es importante. Pero si eres capaz de darle una vuelta y hacer que esa filosofía sea aplicable a nuestros problemas más acuciantes, será más fácil ganarte a la gente y que vean con mejores ojos la financiación… Y yo he tenido la suerte de que todas las piezas me han ido encajando.
No quiero terminar sin mencionarte un contexto de aburrimiento muy común del que creo que no se suele hablar: el de las madres recientes con sus bebés. Doris Lessing escribía: «No hay peor aburrimiento que el de una mujer inteligente que se pasa el día con un bebé». Y es que los bebés te impiden hacer casi todo lo que había en tu catálogo, pero solo a ratos ofrecen un estímulo suficiente. Un bebé es, en cierto modo, un dispositivo de generar aburrimiento.
Pues ¿sabes que nunca he leído nada sobre el aburrimiento de las madres? ¡Ahí hay un tema! Menos mal que este es un caso claro de que hay un objetivo y un sentido superiores que ayudan a soportar la experiencia.
19.04.23
PARTICIPAN FERNANDO R. LAFUENTE • VALERIO ROCCO • JOSEFA ROS • LUCÍA SALA
ORGANIZA CBA • FUNDACIÓN ORTEGA MARAÑÓN