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Wokismo, emotivismo hipertrofiado y nuevos abolicionismos

Coloquio Elizabeth Duval • Miguel Ángel Quintana Paz • Ayme Román

Grant Wood, American Gothic, 1930

Bajo el título «Utopías, distopías y otras nostalgias», la cuarta edición del Congreso de Pensamiento Interdisciplinar, organizado por alumnos del grado de Filosofía, Política y Economía de la Alianza 4 Universidades, abordó el controvertido fenómeno woke, una supuesta mezcla de izquierda identitaria y progresismo políticamente correcto al que se acusa de promover la censura y la llamada «cultura de la cancelación». Sobre esta cuestión conversaron la escritora y filósofa Elizabeth Duval, la investigadora Ayme Román y el director académico y profesor del Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP), Miguel Ángel Quintana Paz, en un debate moderado por dos de los alumnos organizadores del congreso, Guzmán Díez e Isabel Rodríguez.

WOKISMO Y CONSTRUCCIÓN DEL ESPACIO PÚBLICO

MIGUEL ÁNGEL QUINTANA PAZ

El wokismo, tal y como lo entiendo yo, es un movimiento que pretende implantar una civilización alternativa a la nuestra. No debe confundirse con algunas de sus prácticas concretas: el lenguaje políticamente correcto, la censura propia de la «cultura de la cancelación», los llamados ofendiditos y lo que algunos describimos como «capitalismo moralista» (el empeño de megaempresas por imponernos una moral). Todas esas prácticas, por vistosas que sean, en realidad forman parte de un proyecto más amplio, el proyecto woke: conformar un nuevo modelo de civilización, producto de una torsión de nuestra cultura grecorromana-judeocristiana.

La definición de la herejía de G. K. Chesterton explica muy bien en qué consiste dicha torsión. Para el autor de El hombre que fue jueves la herejía consistía en una verdad, sí –lo que le otorga posibilidades de triunfar–, pero que deja de serlo cuando se descontextualiza de otras verdades. Eso es lo que hace el wokismo, descontextualizar verdades muy profundas y características de nuestra cultura; en particular, la verdad sobre las víctimas que, descontextualizada, socava lo que conocemos como civilización occidental. ¿A qué me refiero con esa verdad sobre las víctimas típica de nuestra civilización? Veamos, dos de las fuentes de nuestra civilización, las tradiciones griega y latina, despreciaban o culpaban a la víctima, consideraban que algo habría hecho para haber llegado a colocarse en tal estado. En ello son poco originales, de hecho coinciden con prácticamente todas las demás culturas de la tierra: si eres víctima, si eres perdedor u oprimido, es que algo habrás hecho (o algo te habrá faltado hacer para evitarlo).

Grant Wood, Appraisal, 1932

Ahora bien, más tarde, con la llegada y progresiva expansión de la otra fuente de nuestra civilización –el mensaje típico de los cristianos– durante los siglos I, II y III, la víctima se convierte en todo lo contrario: en la persona que nos revela una verdad profunda sobre nuestra sociedad. Como diría René Girard, la víctima es solo el chivo expiatorio que permite vehicular las tensiones, los agravios, las rivalidades y enemistades que se generan al vivir juntos. La víctima no es, por tanto, culpable; no «merece» el haber sido victimizada, y la prueba de ello la ofrece, en el Antiguo Testamento, Job (víctima inocente de la pobreza, la enfermedad, el desprecio…); y, en el Nuevo Testamento, Jesús de Nazaret: la víctima más inocente posible (el hombre sin pecado) que, sin embargo, es victimizada como ninguna (al haber sido torturada, vilipendiada y ejecutada en la cruz). A partir del momento en que nuestra civilización recibe ese mensaje, primero judío y luego eminentemente cristiano, la víctima merece, lejos de nuestro desprecio, nuestro máximo cuidado y nuestra privilegiada atención. Y ello se debe a que Dios también fue víctima, y lo fue pese a haber sido inocente. Sobre esa verdad, procedente de Jerusalén, se asienta nuestra civilización, que la combina con la apuesta por la racionalidad heredada de Atenas y la institucionalidad que nos llega de Roma.

En el wokismo la víctima conserva su importancia judeocristiana, pero ya no en el sentido de Girard, pues ya no hay un Cristo que, al ser víctima, revele la importancia de las víctimas. Ya no hay un Dios que, al hacerse víctima, las reivindique; de ahí que las víctimas, que siguen reclamando una atención y cuidado privilegiados, se convierten en nuevos ídolos que sustituyen al Dios de siempre. Esas nuevas víctimas, esos grupos oprimidos, deificados, reclaman para sí toda la autoridad moral y epistémica: cuanto pidan, digan o exijan debe aceptarse sin rechistar, solo porque lo dicen los oprimidos. De la antigua atención a la víctima pasamos al victimismo actual. Y sobre ello asienta lo woke su nueva moralidad.

ELIZABETH DUVAL

Las ideas que se utilizan para definir la cultura de la cancelación me resultan porosas. Cuando se habla de «cancelar», ¿qué es exactamente lo que se cancela: a una persona, unas ideas, una ideología? Y ¿cómo opera esa expulsión del debate público? ¿Se trata únicamente de hacer un juicio moral en redes sociales para provocar que ciertos consumidores no quieran participar de lo que vende esa persona o ese grupo?

El debate en redes sociales sobre el wokismo se centra en noticias de Estados Unidos. De ahí que lo primero que deberíamos cuestionar es si, dentro del contexto español, tiene sentido emplear este término que, en un plano político, los estadounidenses utilizan para demonizar o señalar valores o postulados éticos que se encuadran dentro de una cierta izquierda, que ni siquiera es la izquierda española. Aquí lo woke se utiliza para acusar a la izquierda de querer imponer su criterio de normatividad que acabará con los cimientos de nuestra civilización occidental grecolatina y judeocristiana, algo que es imposible. Para empezar, porque esa civilización es una ficción política que, más que en la realidad, existe en las cabezas de quienes la defienden. En mi opinión, la idea de que lo woke supone un peligro contra ella es muy cuestionable.

Grant Wood, Woman with plants, 1929
AYME ROMÁN

Deberíamos preguntarnos si la cultura de la cancelación es efectiva a la hora de crear un espacio público más sano y fructífero. Quien quiera pensar de forma rigurosa y constructiva sobre cuestiones con calado político y filosófico como el #MeToo, la lucha por los derechos LGTBI o el feminismo, tarde o temprano se verá asaltado por contradicciones internas y dudas; se encontrará con tensiones, con consignas que no terminen de convencerle, o querrá cuestionar algún marco teórico. Algunas personas han llegado a radicalizarse porque la única herramienta que se ha empleado desde la izquierda para lidiar con la reproducción de discursos reaccionarios, sobre todo en redes sociales, ha sido el linchamiento y el ostracismo. Pienso que a la izquierda le ha embargado un sentimiento de pesimismo e impotencia, una suerte de reconocimiento de su incapacidad para organizarse que hace particularmente necesaria la autocrítica. A mi entender, esto es un reflejo de la atomización, la parálisis y el individualismo que lo impregnan todo y que ha hecho que la izquierda no se sintiera lo suficientemente segura como para articular una praxis política en condiciones. De ahí que, en lugar de transformar las cosas, haya optado por crear espacios seguros, santuarios impolutos donde las personas encuentren amparo y no se vean expuestas a los discursos de odio con los que probablemente lidian en su día a día.

El impulso que ha llevado a crear estos espacios herméticos, reacios a toda confrontación, es comprensible y legítimo, pero el resultado es un arma de doble filo, ya que legitima ciertos prejuicios: al ser canceladas, expulsadas de esos lugares seguros, muchas personas pueden pensar que sus prejuicios tienen peso y sentido y que esa es la razón por la que quieren acallarlas. Además, la tendencia a rasgarse las vestiduras cada vez que alguien comete la más mínima transgresión, sufre una confusión conceptual o emplea una terminología obsoleta u ofensiva, puede llevar a la radicalización o a la autocensura a quienes se han desviado del guion, pero en ningún caso hará que esas personas cambien de parecer, lo que sí podría suceder, en cambio, si la respuesta fuera pedagógica. A corto plazo encontramos confort y seguridad en la uniformidad y en la homogeneidad, pero a la larga solo estamos postergando el conflicto.

MIGUEL ÁNGEL QUINTANA PAZ

Esta idea de Ayme me ha recordado un artículo reciente de Yair Rosenberg, periodista del Atlantic, donde confiesa haber cancelado (accidentalmente) a Alice Worker, autora de El color púrpura y activista en pro de los derechos de la raza negra. Rosenberg había criticado en 2018 varios asertos antisemitas de Worker. Su crítica se hizo viral en redes sociales y, desde entonces, se sucedieron las cancelaciones de tal autora en todo tipo de eventos. Ahora bien, Rosenberg nunca se ha sentido del todo a gusto con tal resultado de su crítica, y de ahí su artículo, titulado «No canceles a Alice Worker. Exígele que rinda cuentas». En él explica que hay un término medio entre el extremo de dejar que alguien emita asertos antisemitas sin cuestionarlo (como ocurría inicialmente con Worker, hasta 2018) y el extremo opuesto: excluirlo del debate público (como empezó a ocurrir tras 2018). Este deseable término medio consiste en dejar hablar a Worker, sí, pero para que explique sus comentarios antisemitas, para que rinda cuentas de ellos. Tanto la audiencia como la propia Worker se verían beneficiados de una conversación así.

Por otra parte, discrepo con Elizabeth en la idea de que la interpretación de nuestra civilización como heredera de Atenas, Roma y Jerusalén sea una mera ficción política. Es cierto que puede estar en liza con otras, pero ¿por qué verlo solo como una ficción? Al fin y al cabo, el wokismo también hace una interpretación de nuestra civilización, pero la considera totalmente equivocada con respecto a las víctimas, a quienes reivindica. Dicho de otra manera, lo woke hace una interpretación de nuestra civilización occidental como heteropatriarcal, sexista, especista, colonialista… En suma, traza una interpretación peyorativa de nuestra civilización solo porque no ha visto a las víctimas como el wokismo desea que se vean, como fuente de toda autoridad epistémica y moral. Yo creo que esa interpretación woke está errada aunque hereda (distorsionada) una verdad característica (y loable) de nuestra civilización: la negativa a culpar a las víctimas de su victimización, el anhelo de atenderlas y cuidarlas.

AYME ROMÁN

Como apuntaba Elizabeth, hay que esclarecer a qué nos referimos con «cancelar». Si le atribuimos su significado original –el término nació en círculos afroamericanos de Twitter y aludía a quitarle el apoyo a una figura pública o dejar de consumir lo que nos ofrecen ciertos creadores de contenido–, no habría nada que decir, pues, evidentemente, nadie tiene derecho a contar con cierto número de seguidores. Sin embargo, cuando por «cancelar» entendemos «monitorizar», es decir, exigir a través de un linchamiento activo que se expulse a determinadas personas de ciertos espacios, la cancelación debería ser el último recurso. En casos de atentados contra la integridad, la autonomía o la libertad sexual, en los que no existe reparación posible y las distintas vías de protesta han demostrado no ser efectivas o estar al servicio de las clases dominantes, como ocurrió con las denunciantes de Harvey Weinstein o de Bill Cosby, la denuncia pública tiene una utilidad evidente y cumple la función de poner sobre aviso a potenciales víctimas. Otra cuestión es si las campañas de linchamiento son eficaces a la hora de disuadir a los potenciales agresores. Yo tengo mis dudas. El legado positivo del #MeToo ha sido el poder contrarrestar la cultura del silencio y de la vergüenza alrededor del trauma sexual, así como el que muchas víctimas se reconozcan a sí mismas en los relatos de otras y puedan articular mejor sus propias experiencias. Sin embargo, a pesar de este aporte tan positivo, este movimiento ha tenido sus limitaciones, ya que, al no haberse desarticulado la cultura ni el caldo de cultivo que han facilitado las violencias que denuncia, la mayoría de los potenciales agresores, lejos de identificarse con la víctima y entender el dolor que se le ha infligido, se consideran mártires de las campañas de linchamiento y acaban por demonizar a las víctimas.

Grant Wood, Portrait of Nan, 1933

Uno de los problemas de la cultura de la cancelación es que no contempla la escala de grises. Tampoco cuenta con un criterio intersubjetivo que evalúe la gravedad de la agresión cometida. Nos encontramos con varas de medir muy distintas, pues el criterio de evaluación es siempre un determinado individuo. A esto se añade el hecho de que, en un mismo día, coincidan una campaña de linchamiento contra un creador de contenido que ha solicitado pornografía infantil con otra contra un activista que ha empleado terminología obsoleta u ofensiva o contra alguien que ha retuiteado a otra persona por ciertas declaraciones del pasado. Como ya he apuntado, parte del problema radica en que la izquierda de hoy, al sentirse incapaz y derrotada, busca crear una pulcritud moral imposible. Por otro lado, constatar que no somos capaces de derrocar las relaciones y las estructuras materiales que nos violentan nos lleva a individualizar en personas concretas problemáticas estructurales.

Es cierto que no siempre se puede hacer pedagogía, pero también lo es que muchas veces damos por perdidas a personas con las que seguramente podríamos tener un debate fructífero, sobre todo si es en privado y fuera de Twitter, donde se alienta a la autoafirmación a costa de señalar a los demás. Esto se debe, entre otras razones, a que en el linchamiento público también encontramos la purga de nuestros propios pecados. Un ejemplo es la figura del aliado: su labor debería consistir en quitar carga de trabajo a quienes forman parte de los colectivos marginalizados a los que apoya y, sin embargo, lo que ocurre es lo contrario: por lo general, los aliados incentivan el chivatazo y expían sus pecados mediante el señalamiento del otro.

¿QUIÉNES SON LOS OFENDIDITOS?

MIGUEL ÁNGEL QUINTANA PAZ

El filósofo estadounidense Charles Stevenson fue el primero en plantear de manera explícita el emotivismo como criterio moral: la idea de que el bien o el mal de una acción consisten solo en las emociones (positivas o negativas) que nos suscite. Lo hizo poco después de que acabara la Segunda Guerra Mundial, recién descubiertos los horrores del Holocausto, por lo que su defensa de que el fundamento de los asertos morales residía únicamente en nuestras emociones no fue bien recibida. No ha pasado tanto tiempo desde aquello y, sin embargo, cuando hoy hablamos del bien y el mal, ese emotivismo que a Stevenson le costó su cargo de profesor en Yale se ha generalizado en la sociedad. Parece que el bien o el mal de las cosas se reduce a qué sentimientos nos susciten. Algo que, por otra parte, resulta muy jugoso para la propaganda política, especialista en manipular esos sentimientos.

Por otro lado, el hecho de que nuestras emociones sobre el bien o el mal se hayan convertido en un factor clave en términos de autoridad epistémica nos lleva a hablar de un espécimen específico de la cultura woke: el ofendidito. El término se ha generalizado desde que, en 2017, lo utilicé para titular un artículo publicado por The ObjectiveSe puede consultar en https://theobjective.com/elsubjetivo/opinion/2017-05-11/los-ofendiditos/.. En ese texto identificaba tres factores que determinan la aparición y auge del ofendidito:

El primero, de carácter filosófico-religioso, tiene que ver con la cuestión niezstcheana de la muerte de Dios, tras la cual, como ya he explicado, la víctima lo sustituye y se convierte en un diosecillo: con su mero presentarse como ofendidita adquiere un estatus beneficioso para ella, exige privilegios y pleitesía.

El segundo factor, de carácter político, tiene que ver con la búsqueda emprendida por la Escuela de Frankfurt, fundamentalmente por Marcuse, de nuevos sujetos revolucionarios que reemplacen al proletariado –que, como sujeto asalariado, tiene bastante más que perder que «sus cadenas» en el capitalismo de mediados del siglo XX–. En esa búsqueda, que luego recogerá la llamada «Nueva Izquierda», Marcuse encuentra posibles nuevos sujetos revolucionarios en las minorías, en los «colectivos oprimidos», en aquellas identidades que pueden aspirar a una sociedad alternativa ahora que el asalariado se había aburguesado. A esos grupos ahora se les intenta dar significación política, y se estimula en ellos, para conseguirlo, que se sientan a menudo ofendiditos con lo que ocurre a su alrededor. Y que lo politicen.

El tercer factor, mucho más reciente, es el psicológico. De él habla la feminista alemana Meredith Haaf en Dejad de lloriquear. Sobre una generación y sus problemas superfluos (Alpha Decay, 2012), libro que escribió para los nacidos, como ella, en la década de 1980. Haaf argumentaba que su generación estaba acostumbrada a recibir «Me gusta» de sus amigos en redes –cuando el original del libro se publicó, en 2011, Facebook aún no contaba con los «No me gusta»–. También era una generación habituada a que sus padres, a menudo separados, les mimen y consientan, les rodeen de halagos y estímulos positivos (ninguno de los dos progenitores desea ser el «malo»). Estos fenómenos generacionales justifican, para Haaf, cierta incapacidad de lidiar con la frustración en su generación y esa necesidad de presentarte como víctima, como ofendidito, para recibir likes.

ELIZABETH DUVAL

En Tras la virtud (Crítica, 2001), Alasdair MacIntyre identifica en la Ilustración, y en el replanteamiento de todos los postulados por parte de la razón ilustrada, el germen de este debate moral perpetuo del emotivismo, en el que no somos capaces de determinar qué postura moral es la correcta. Esta ausencia de criterios que permitan dictaminar la veracidad de unos postulados frente a otros en el debate moral determina el surgimiento del emotivismo. Y si a esta falta de resolución del debate se suma que este se produce entre millones de personas que se gritan y se lanzan piedras dentro de las redes sociales, nos encontramos ante una versión de la conversación pública mucho más radicalizada.

En cuanto al factor psicológico, si nos preguntamos si estamos ante una generación emotivamente más resentida u ofendida, yo estoy de acuerdo con el planteamiento que hace Lucía Lijtmaer en Ofendiditos. Un análisis de la criminalización de la protesta (Anagrama, 2019), donde explica que los ofendiditos son aquellas personas que se escandalizan porque exista un debate moral público en una red social y no quienes, previamente dañados por alguna posición, están discutiendo dichas cuestiones morales.

No obstante, también es verdad que hay cierta primacía del sentimiento, un rechazo bastante acusado a cualquier cosa que pueda herir los sentimientos de los demás. Es algo que yo he notado en redes sociales, donde me han criticado por dos cuestiones, a mi juicio, absurdas: en primer lugar, por teorizar. En Después de lo trans. Sexo y género entre la izquierda y lo identitario (La Caja Books, 2021), establecía una categorización sobre cómo conceptualizar, pensar y analizar las identidades no binarias. Cuando colgaron unos fragmentos del libro en las redes, me acusaron de «nobinariófoba» y me dijeron que esos párrafos podían ser muy dañinos para las personas no binarias. Esta idea de que al teorizar sobre un cierto asunto puedas estar invalidando la identidad de alguien, a la persona o sus relaciones afectivas y, por tanto, que ciertos temas puedan quedar vedados de la teorización me resulta francamente peligrosa.

La segunda razón por la que recibí muchas críticas en redes fue porque quedé a tomar un café con Juan Manuel de Prada, una persona extremadamente respetuosa en el trato personal. Yo defiendo las virtudes del debate teórico con gente de pensamiento radicalmente opuesto al mío; serían debates inmensamente más provechosos que el tipo de discusión pública en redes, desde donde se lanzan mensajes retorcidos y llenos de bilis, ya no solo por teorizar o debatir con quien una quiera, sino porque hay gente que considera que tu mera existencia las convierte en víctimas, que es algo que sorprendentemente me pasa a menudo.

¿Por qué esta primacía del emotivismo en la actualidad? Hay varios sedimentos, y se deberían analizar uno por uno. Es cierto que en Europa, tras el desarrollo económico que siguió a la Segunda Guerra Mundial, el sujeto tradicional de los partidos de izquierdas no podría seguir siendo el mismo, tampoco sus políticas. Sin embargo, creo que hay algo tramposo en asumir que las identidades que, en cierto modo, vinieron a sustituir a ese viejo sujeto político son necesariamente identidades basadas en el resentimiento o que implican forzosamente una emotividad. Para empezar, porque no se puede hacer política sin identidades: también la clase trabajadora, en décadas pasadas, estaba elaborando una identidad a la hora de definirse y de hacer política. El análisis que apunta a que las identidades son las mujeres, los miembros del colectivo LGTBI o las personas negras, no me sirve, porque está obviando el hecho de que ser hombre o ser heterosexual es también una identidad. Es algo muy evidente en el discurso de partidos como Vox, que critican la política identitaria de la izquierda obviando que ellos ejercen un fuerte identitarismo en su apelación tanto a la nación española como a los valores de la masculinidad. Estas apelaciones no son neutrales, están socialmente construidas, pueden instrumentalizarse políticamente y convertirse en armas de resentimiento profundamente identitarias. Estamos condenados a hacer política con la identidad, pues todo lo que nos conforma son identidades, que pueden articularse, eso sí, de maneras muy diversas: una identidad puede ser fruto del resentimiento o de ese «emotivismo hipertrofiado», al que hace referencia el título de este debate, y otra no.

En cuanto al debate sobre si la izquierda ha abandonado a esa supuesta clase obrera mítica de antaño para centrarse en lo identitario, no solo obvia que hacer política es jugar con las identidades, sino que también parece ignorar el proceso real de desindustrialización y de cambo de rol económico de España en el plano internacional que, entre otras cosas, ha modificado a fondo a esa clase obrera.

Grant Wood, The Birthplace of Herbert Hoover, West Branch, Iowa, 1931
MIGUEL ÁNGEL QUINTANA PAZ

Coincido con Elizabeth en que las identidades han venido para quedarse y no se puede hacer política sin ellas, pero considero que hoy casi todas son identidades del resentimiento. En ese sentido, soy bien nietzscheano y creo que basar tu identidad en tal resentimiento, en ser un ofendidito, resulta bajo e innecesariamente empobrecedor. Casi nadie defendería hoy la idea de olvidar las identidades, pero ¿por qué no escoger identidades fructíferas, que nos llenen de vida, que propicien la comunicación y el intercambio? Identidades mestizas, orgullosas de sí, en lugar de las resentidas, encerradas en sí mismas, de las que necesitan señalar con el dedo a los demás. Por ejemplo, tengamos una identidad nacional sana, orgullosa de su legado, que nos estimule a incrementar la herencia que haremos a las generaciones futuras de españoles. Es cierto que ninguna identidad está protegida de la citada degeneración resentida de las identidades y que, por tanto, también la nacional puede basarse solo en la queja y la conspiranoia. Pero merece la pena apostar por otro tipo de identidad más estimulante, más fértil, más vigorosa.

LA AUTORIDAD DE LAS VÍCTIMAS

AYME ROMÁN

Yo suscribo la standpoint theory. Suele traducirse como «teoría del punto de vista», una traducción que encuentro desacertada, ya que presupone un relativismo epistemológico que, a mi entender, no la define. A diferencia de lo que vemos en redes y de lo que podría pensarse, la standpoint theory no afirma que colectivos históricamente silenciados y marginalizados tengan un privilegio epistémico absoluto y sean una suerte de árbitros de la verdad. Según esta teoría, dichos colectivos pueden, y suelen, tener una ventaja a la hora de abordar y aproximarse a fenómenos que guardan relación con su propia situación de marginalidad y su propia experiencia. Pero esto no significa que sean infalibles. Básicamente, lo que se afirma es que las causas de esta ventaja epistémica no son esencialistas, sino pragmáticas. De lo que se trata es de sofisticar la lente con la que observamos la realidad, no de dar por supuesto que no podemos llegar a adquirir un conocimiento objetivo, intersubjetivo o fiable del mundo.

En el caso del feminismo, las mujeres solemos tener esa ventaja epistémica a la hora de hablar de muchas de las violencias que sufrimos, porque son algo vivido. Pero el que podamos discernir con más claridad ciertos fenómenos no significa que los politicemos bien. Es importante nutrirse de testimonios y análisis de colectivos históricamente invisibilizados, en parte por una cuestión de justicia epistémica, porque han sido expulsados de la producción de conocimiento y de significados compartidos, pero también porque pueden contribuir con aportaciones importantes. Ahora bien, siempre habrá personas, en cualquier colectivo, que defiendan estrategias y marcos teóricos distintos, por lo cual apelaremos a algún tipo de criterio objetivo, o con pretensión de serlo, para juzgar y evaluar esas ideas por sus propios méritos. No se trata de abrazar un relativismo epistémico absoluto.

MIGUEL ÁNGEL QUINTANA PAZ

En mi opinión, el resentimiento no es fuente de conocimiento, y mucho menos privilegiado, como tampoco lo es odiar a los odiadores. En psicología, podemos atribuir al prolífico Roy Baumeister el haber identificado en su libro Evil. Inside Human Violence and Cruelty [El mal. Dentro de la violencia humana y la crueldad] que la inmensa mayoría del mal lo hacen quienes, curiosamente, buscan el bien. Hay buenas intenciones que desembocan en males tremendos. Ya en el Evangelio de San Juan (16:2) se anuncia que «llega la hora en que, cuando os maten, pensarán que así están sirviendo a Dios», es decir, al bien. Un caso muy inesperado es el que aborda la joven filósofa feminista Kate Manne. En su libro Down Girl. The Logic of Misoginy [Abajo, chica. La lógica de la misoginia] advierte de que el verdadero peligro no consiste en animalizar u objetualizar al odiado, sino en atribuirle el rol de persona, sí, pero justo por ello libre y más culpable del mal que imagina el odiador, y por el cual merecerá un castigo superior. El análisis de Manne se centra en el caso de las mujeres y analiza cómo muchos de los discursos que hay tras las violaciones giran en torno al «castigo» a la mujer, imaginada culpable de una u otra ofensa, a través de la violación. En suma, un intento tremendamente torcido de restaurar un cierto bien, que recoge la intuición de Baumeister: muchos realizan males tremendos imaginando que, en realidad, provocan o «restauran» el bien. 

ELIZABETH DUVAL

Ayme ha criticado la idea, demasiado extendida, de que la experiencia vivida de una opresión otorga necesariamente una mayor autoridad epistémica y moral. Yo a esto lo llamo «la posición identitaria en el discurso». La reformulación de la frase «de lo que no se puede hablar es mejor callar» con «de aquello que no me afecta directamente es imperativo callarse» tiene una consecuencia perversa para quienes tenemos la gracia o la desgracia de vivir alguna de esas opresiones, y es que nos vemos obligados a hablar de ello; se convierte en otro imperativo, esta vez en espejo, por el cual si, por ejemplo, eres trans, debes hablar de lo trans. Si solo la gente trans puede hablar de ello, y queremos que se hable de ello, los trans deben hablar de lo trans. Esa es su posición en el debate público.

En «Gennariello», el breve tratado pedagógico incluido en Cartas luteranas, Pasolini hace una crítica muy interesante de la idea de tolerancia, de la que dice que no existe de forma real, sino únicamente de manera nominal. Toma el ejemplo del negro y afirma que quien se declara tolerante con él no puede ver más allá de aquello que lo hace diferente, es incapaz de concebirlo sin encerrarlo en el gueto mental de su diferencia. Algo de esto sucede aquí. También coincido con Ayme en la cuestión de los aliados: en relación con las personas trans, aliados mucho más beligerantes que yo acerca de esta cuestión me han acusado de transfobia. Cuando el aliado dice «estoy aquí para escuchar», muchas veces lo que realmente quiere decir es: «estoy aquí para ejercer de brazo ejecutor del señalamiento en redes sociales».

Grant Wood, Spring in town, 1941

Respecto a las palabras de Quintana Paz, me recordaban a algo que dice Wendy Brown en Estados del agravio (Lengua de Trapo, 2019), cuando habla de que en grupos oprimidos, precisamente por la violencia sufrida, se puede acabar construyendo una suerte de imagen espejo de la opresión, como, por ejemplo, un mundo sin hombres o sin blancos. ¿Cuál es el problema político de esa imagen espejo? Que lo único que constituye al sujeto es esa violencia primera, por lo que, políticamente, acaban siendo mecanismos estériles. También estoy de acuerdo con Quintana sobre el hecho de que la mayoría de las identidades, incluidas la españolista, la masculina y una parte del feminismo, tienen un componente de resentimiento. Muchas feministas hemos señalado el peligro de una deriva punitiva del movimiento feminista, sobre todo a partir de 2018. Ese año se produjo un auge y una difusión de las ideas feministas nunca vista en nuestra sociedad que impulsó grandes avances, pero, a la vez, quedó muy claro el peligro de centrarse en casos como el de la Manada y convertir la movilización en un feminismo del Código Penal en lugar de construir un movimiento de transformación social integral. En suma, estoy de acuerdo en que existe ese componente de resentimiento en muchas identidades, pero no creo que sea parte de su esencia. Si una identidad, al menos parcialmente, surge de una violencia primera sufrida, o de una opresión, fácilmente puede acabar derivando en esa imagen espejo. Quizá estamos en un clima general de resentiditos.

El FUTURO DE LA IZQUIERDA  POSMATERIALISTA

ELIZABETH DUVAL

Cuando nos planteamos hacia dónde se dirige la izquierda posmaterialista, hay que empezar distinguiendo si nos referimos a sus perspectivas políticas o electorales o si hablamos del clima cultural. Mientras que en 2011, con el 15-M y la crisis económica de aquel momento, existía un clima moral y cultural progresista, ahora nos inclinamos hacia el lado conservador; en ocasiones, incluso reaccionario. Si entonces predominaba una visión moral, política, cultural e ideológica de izquierdas, que se hacía patente en muchos estratos de la sociedad, ahora ha surgido una fuerza a la derecha del PP que lo acusa de haber traicionado los principios morales conservadores en lugar de reivindicarlos con orgullo. Una parte de la supuesta rebeldía de la izquierda se identifica hoy con una cosmovisión de derechas.

MIGUEL ÁNGEL QUINTANA PAZ

Me gustaría seguir tirando del hilo de mi idea de que la cultura woke supone una nueva noción de civilización. En caso de que triunfase, la woke sería una civilización carente de perdón: si hace veinte años alguien hizo algo improcedente que sale ahora a la luz, que pida perdón no será más que un mero ritual humillatorio, pues no va a significar su reintegración en la comunidad (como sí lo significaba el perdón cristiano).

He comenzado definiendo el wokismo como una gran herejía de nuestra civilización en términos chestertorianos, es decir, como la descontextualización de una verdad, y lo cierto es que, si acudo a diversas herejías históricas, encuentro numerosas semejanzas. En el dialecto negro, lo woke hace referencia a estar despierto, a ver y saber, y tiene un vínculo con el gnosticismo, que, a su vez, proviene de la raíz gnosis (conocimiento). Por tanto, todas las corrientes gnósticas crean esta dualidad, tan típica de lo woke, entre los creyentes que saben y aquellos que meramente creen. De ahí que surjan nuevas clerecías que dictaminan, bien porque son víctimas, bien porque son buenos aliados, que se posee ese conocimiento y se tiene algo que decir a los demás. El wokismo tiene también algo de simonía, la herejía del siglo I que consiste en intentar comprar y vender lo sagrado. En este caso, se trataría del capitalismo moralista, en el que, en lugar de lo sagrado, al comprar ciertos productos «aceptables» o subvencionar ciertas prácticas woke se compra la virtud.

En lo referente al perdón, las herejías que mejor reflejan la exclusión del perdón que propicia la cultura woke serían la de los montanistas del siglo II, los donatistas del siglo IV y la de los puritanos de los siglos XVI y XVII. Los montanistas y donatistas eran aquellos que negaban el perdón a quienes querían volver al cristianismo tras haber abjurado de él, al igual que el wokismo niega la vuelta a su seno de quien haya infringido alguno de sus preceptos. Por su parte, los puritanos, en su versión más calvinista, oscilan entre la duda continua sobre si se es un elegido o un réprobo, pues existe una predestinación para el bien o para el mal. Para ellos, el que una persona haya hecho algo malo puede convertirse en prueba fehaciente de su predestinación para el mal, y ante eso nada se puede hacer: de nuevo, estaríamos frente a una irremisibilidad semejante a la condena que te puede caer de las clerecías woke.

Ahora bien, volviendo a René Girard, una sociedad tiene dos opciones: o bien verter en el chivo expiatorio toda la violencia acumulada (convertirlo en víctima que así se «justifica»), o bien optar por el perdón, única alternativa a los chivos expiatorios. Por tanto, si seguimos esta tesis girardiana, la sociedad sin perdón de la cultura woke será, a la postre, una sociedad más violenta que justificará los linchamientos de un nuevo tipo de víctimas: no ya los grupos oprimidos de antaño, bien es verdad, pero sí aquellos a los que se considere enemigos suyos. Esto constituye una gran contradicción, ya que, en principio, tanto lo woke como nuestra sociedad en general blasonan de abjurar de la violencia. El resultado, pues, en caso de implantarse la mentalidad woke será una sociedad muy conflictiva, debido a esta contradicción entre su mentalidad (antiviolenta) y su realidad (muy violenta).

AYME ROMÁN

Quisiera hacer un último apunte sobre la cuestión de las identidades: la prueba inequívoca de que ninguna pertenencia a una categoría identitaria nos otorga un acceso inmediato e infalible a la verdad es que, si fuera así, las feministas nos pondríamos de acuerdo.

Sobre el futuro de la izquierda posmaterialista, teóricas como Judith Butler han demostrado el interés que tiene el debate sobre si la izquierda prioriza la lucha por la representación y el reconocimiento o la lucha por la redistribución. En España, dentro de algunos sectores nostálgicos de la izquierda, especialmente en redes sociales, más que un debate lo que existe es un seudodebate. Nos encontramos con un sector, al que podríamos denominar obrerista-sensacionalista, que basa su discurso en reprocharle a la izquierda el haber perdido el rumbo al centrar todas sus políticas en la reivindicación de las categorías identitarias invisibilizadas. Sin embargo, estos nostálgicos siempre se sitúan en el terreno de la batalla cultural y simbólica por la representación. En realidad, lo que buscan es recuperar al sujeto político tradicional del movimiento obrero: padre de familia, sindicalista, empleado en una fábrica. Por otro lado, me parece discutible el dualismo ontológico que plantean entre lo material y lo simbólico, la forma en que presuponen que solo lo estrictamente económico pertenece al orden de lo material, como si las relaciones y las formas sociales no tuvieran un impacto muy profundo en la organización de la vida material. Estoy de acuerdo con Elizabeth en que, cuando se debate sobre la trampa de la identidad, resulta bastante irónico ver cómo se achaca a la popularización de ciertos discursos la disgregación de la clase obrera, en vez de ahondar en las condiciones materiales que han hecho posible tanto esa disgregación como el que estos discursos, a veces identitarios, resulten tan atractivos. Y no sucede solo con la clase obrera. Algunos discursos feministas, que podemos catalogar de punitivistas y esencialistas, se han popularizado en redes sociales, pero esto no ha sucedido porque sí. Hay una causa subyacente, una experiencia de victimización que ha hecho posible que estos discursos hayan calado. Yo puedo criticarlos, pero lo que pretendo es cambiar esa causa subyacente. A menudo los sectores nostálgicos de la izquierda no son conscientes de que no es casual que la pobreza esté racializada y feminizada, de que no podemos hablar realmente de clase sin atender a determinaciones históricas del género y la raza. Si queremos ser honestos, no podemos decir que las luchas de resistencia del feminismo o del antirracismo hayan dividido a la clase trabajadora, pues responden a una división previa. Es posible que se hayan instrumentalizado para agravar estas divisiones, pero es idealista quedarse en ese estadio del discurso y no atender a por qué algunos discursos calan más que otros. 

ELIZABETH DUVAL

Entre las razones que explican que el clima cultural haya basculado de una hegemonía progresista hacia otra conservadora se cuenta el que parte de la derecha haya entendido la necesidad de que en las comunidades políticas exista un sentimiento de pertenencia y un vínculo con el Estado basado en los afectos. Esta derecha ha sabido identificar que estamos en un momento posliberal, o iliberal, de la política y que ahora se trata de plantear otra reconstrucción de la comunidad. En cambio, cuando la izquierda habla de vínculos entre los sujetos de un Estado, se refiere a vínculos asépticos o abstractos. Emotivamente, a la hora de construir una comunidad política o de crear un sentimiento de pertenencia a un proyecto político, no funciona que el vínculo con el Estado se limite al orgullo por las instituciones públicas, a la sanidad o la educación. Si la izquierda no construye una comunidad con motivos que generen sentimientos de pertenencia lo harán otros. La comunidad política construida por la derecha es inherentemente excluyente y, en muchas ocasiones, lo es de manera violenta. Es cierto que toda comunidad política, al menos parcialmente, es excluyente, pero ese grado de exclusión puede minimizarse para que resulte lo menos violento posible. Si la izquierda no da la batalla por la reconstrucción de los vínculos sociales, si no intenta reconstruir esa comunidad política, lo hará la derecha. Y si lo hace la derecha será muy difícil deshacerlo.

CONGRESO UTOPÍAS, DISTOPÍAS Y OTRAS NOSTALGIAS
28.04.22 > 30.04.22

DEBATE WOKISMO, EMOTIVISMO HIPERTROFIADO Y NUEVOS ABOLICIONISMOS
29.04.22

PARTICIPAN ELIZABETH DUVAL • MIGUEL ÁNGEL QUINTANA PAZ • AYME ROMÁN
ORGANIZA ESTUDIANTES DEL GRADO FILOSOFÍA, POLÍTICA Y ECONOMÍA DE LA ALIANZA 4 UNIVERSIDADES (UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE MADRID • UNIVERSIDAD CARLOS III DE MADRID • UNIVERSIDAD POMPEU FABRA • UNIVERSITAT AUTÒNOMA DE BARCELONA)
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