“Parece que somos una gota en el océano, pero amnistía internacional ha sido una fuerza de cambio importante en el mundo”
Entrevista con Beth Gelb
Fotografía Miguel Balbuena
La periodista y reportera especializada en derechos humanos con enfoque feminista Patricia Simón, que ha cubierto conflictos en más de veinticinco países, entrevista para Minerva a Beth Gelb, presidenta de Amnistía Internacional España, organización que el próximo año cumplirá su cincuenta aniversario.
Beth Gelb (Bergen, Estados Unidos, 1963), presidenta de Amnistía Internacional España, recuerda perfectamente la primera vez que, siendo aún una adolescente, leyó sobre las torturas practicadas en las dictaduras del Cono Sur en la revista de Amnistía Internacional. Su familia estaba suscrita y la recibían regularmente en casa. «Me sentí profundamente conmovida. Desde entonces tuve claro que no podía vivir en un mundo donde hay gente que conoce la existencia de hechos como estos y que mira para otro lado. Sentía que era algo que, sencillamente, no se podía consentir», explica. Tras acabar la carrera de periodismo y hacer un posgrado en interpretación y traducción, comenzó a colaborar con la organización de defensa de los derechos humanos más influyente del mundo. En ella ha continuado el espíritu de sus fundadores, un grupo de amigos ingleses que se unieron en los años sesenta para defender los derechos de los presos políticos, desarrollar el derecho de asilo y de las personas refugiadas y proteger la libertad de expresión. Desde entonces, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y sus distintos tratados internacionales se han convertido en la hoja de ruta de una entidad presente en más de 150 países. «Amnistía Internacional ha dado sentido a mi vida. Me ha permitido poner mi situación privilegiada al servicio de algo absolutamente necesario», explica Gelb, que ha compaginado este activismo con una carrera de más de treinta años como intérprete de conferencias. En ambos terrenos, sabe bien que resulta fundamental dominar el arte de la precisión en la elección de las palabras.
La guerra de Ucrania ha concentrado buena parte de la atención mediática europea, pese a que hay más de una treintena de conflictos activos en todo el mundo. ¿Cuáles son las prioridades de Amnistía Internacional en este terreno?
En los 14 meses de guerra en Ucrania [esta entrevista se hizo en abril de 2023] han muerto unos 20.000 civiles en un país que no llega a los 40 millones de habitantes. En Etiopía, en la región de Tigray, con una población de unos seis millones de personas, han muerto más de medio millón de civiles en pocos meses. Una de las misiones de Amnistía es arrojar luz sobre lo oscuro y olvidado, como son la mayoría de los conflictos para muchos medios de comunicación.
Uno de esos grandes conflictos olvidados es el que sufre desde hace una década Yemen, un país cuya situación Amnistía Internacional ha definido como «el infierno en la tierra» y «la peor crisis humanitaria desde hace años». Allí, una coalición internacional liderada por Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos bombardea a la población civil con munición producida en Estados Unidos. ¿Cómo es el trabajo de vuestros investigadores e investigadoras cuando tienen que documentar crímenes de lesa humanidad en países de tan difícil acceso?
Es muy difícil, pero lo conseguimos. Siempre hemos documentado estos delitos a través del testimonio directo de las víctimas, corroborándolos al menos con una segunda fuente. Desde hace unos años, empleamos también otras herramientas como las imágenes de satélites, los medios forenses y otras tecnologías punteras.
En Yemen, encontramos una bomba sin explotar que nos proporcionó mucha información sobre dónde, cuándo y qué empresa la había producido. Así, pudimos desbrozar el camino de las responsabilidades. El fabricante era Textron, que sostenía que esa arma no podía considerarse una bomba de racimo, prohibidas por tratados internacionales y por la normativa europea, porque matan indiscriminadamente a la población civil. Demostramos que era equiparable y que se había empleado para bombardear pueblos enteros. Textron dejó de fabricarlas y en uno de sus folletos informaba de que la decisión respondía a un clima político adverso a este tipo de armas. En Ucrania, cuando nuestros investigadores entrevistan a testigos que, por ejemplo, les cuentan que las tropas rusas han estado en un sitio concreto, estos se trasladan hasta allí para buscar elementos que lo puedan confirmar, como pasaportes, raciones de comida militar, componentes de armas o munición que sabemos que son utilizadas por su ejército.
De hecho, en países con dictaduras militares tan férreas como la de Myanmar, sus investigadores emplearon imágenes de satélite así como vídeos y fotografías que lograron reunir para confirmar que se estaba cometiendo un genocidio contra el pueblo rohinyá. ¿De qué otras maneras están empleando la tecnología para recopilar pruebas de estas vulneraciones de derechos humanos?
En 2018, lanzamos una iniciativa para que miles de activistas se convirtieran en rastreadores de los efectos de los bombardeos realizados por una coalición internacional liderada por Estados Unidos en Raqqa, Siria. Habían destruido el 80% de la ciudad. Comparando muchísimas imágenes de satélite conseguimos demostrar que habían realizado ataques masivos indiscriminados contra la población y edificios civiles. Responsables de la coalición tuvieron que reconocer que habían acabado con más vidas de civiles de las que habían admitido hasta entonces. Otro ejemplo sería el trabajo que hemos hecho con la organización Forensic Architecture para recrear una prisión secreta a partir de los recuerdos de los supervivientes de las torturas que aplica allí el Estado de Siria. En Camerún, hemos podido aclarar el asesinato de una madre y su hijo por parte de militares gracias a un vídeo que había publicado online el propio Ejército. En él se podían identificar las armas y los uniformes que habían descrito los testigos y que los culpables decían que no usaban. La investigación de materiales en abierto también nos está ofreciendo muchas posibilidades. Al mismo tiempo, somos muy conscientes de que cada vez es mayor la capacidad de falsear imágenes; es algo a lo que estamos muy atentos para salvaguardar la veracidad de nuestras investigaciones.
En definitiva, todas estas herramientas nos permiten cumplir con nuestra triple función: investigación, denuncia e incidencia política y sensibilización. El mundo no es estático, hay cambios en la opinión pública y eso es lo que nos permite avanzar.
En 2022, además de denunciar los crímenes de guerra cometidos por Rusia en Ucrania, también publicaron un informe en el que explicaban que las fuerzas ucranianas habían puesto a la población civil en situaciones de riesgo al «establecer bases y operar sistemas de armas en zonas habitadas por civiles, incluso en escuelas y un hospital, con el objetivo de repeler la invasión rusa». Hubo quienes acusaron a Amnistía Internacional de estar legitimando al Kremlin, de hacerle propaganda o, incluso, de ser una organización criminal. ¿Resulta más difícil mantener la independencia y la imparcialidad ahora, con un clima social tan polarizado?
La imparcialidad y la independencia siempre han llevado a Amnistía Internacional a mantener posturas muy incómodas. Estamos acostumbrados a que nos tachen de comunistas, de capitalistas, de simpatizar con unos, con otros y con todo lo contrario. Quienes nos acusan de que denunciamos lo que ocurre en Arabia Saudí y no en Venezuela o Cuba quedan desacreditados en cuanto se visita nuestra web. La información está ahí, es la que nos avala y nos blinda.
En España, en relación a lo vivido en el País Vasco, siempre hemos pedido el fin de la detención en régimen de incomunicación, porque abre la puerta a que haya casos de tortura. Una demanda impopular que seguimos sin conseguir. En el conflicto de Ucrania sabemos que Rusia es el agresor. Pero eso no obsta para que denunciemos ciertas prácticas realizadas por Ucrania, como hicimos tras lo ocurrido en Lugansk y Donetsk en 2014 y durante los años siguientes.
En todas las guerras, los actores armados emplean violencias específicas contra las mujeres y las niñas. ¿Qué mecanismos utiliza Amnistía Internacional para intentar protegerlas y exigir justicia en los crímenes que sufren por razón de género?
Contamos con dos instrumentos fundamentales del sistema internacional de derechos humanos: la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW) y la Convención sobre los derechos del niño. Están firmados por la mayoría de los países del mundo y son vinculantes. Pero también tenemos otro hito, el Estatuto de Roma, que se firmó en 1998 y dio lugar a la creación de la Corte Penal Internacional. En él se recogen once crímenes de lesa humanidad, es decir, once tipos de ataques generalizados contra la población civil. Dos de estos crímenes afectan directamente a las mujeres y a las niñas: uno es la esclavitud, incluido el tráfico de personas, y el otro es la violencia sexual, que puede ser una violación o también la prostitución, el embarazo o la esterilización cuando se hacen de manera forzada. Gracias a estos mecanismos legales, pudo juzgarse a Germain Katanga, exlíder de las Fuerzas de Resistencia Patriótica de Ituri, grupo armado de oposición de la República Democrática del Congo. Katanga fue condenado a doce años de prisión en 2014 por diversos crímenes de lesa humanidad, aunque quedó absuelto de los de violencia sexual. Hay otros casos en curso y, aunque queda mucho por hacer, estos mecanismos son un gran avance.
Uno de los grandes desafíos a los que nos enfrentamos en el ámbito de las guerras es la introducción de los drones autónomos guiados por la inteligencia artificial, los llamados «robots asesinos», que, según un informe de Naciones Unidas, ya fueron empleados en Libia en 2021. Estas armas ejecutan a las personas sin mediación humana, simplemente guiadas por algoritmos. Amnistía Internacional forma parte de una coalición de decenas de organizaciones que exigen desde hace años su prohibición, pero Estados Unidos y Rusia bloquean esta demanda en las Naciones Unidas. ¿Qué vías quedan para conseguirlo?
Tenemos que seguir gota a gota, como el agua sobre la piedra. Así es como hemos conseguido resultados a lo largo de las décadas. En febrero, más de treinta países de América Latina y el Caribe firmaron en Costa Rica una declaración para pedir un tratado internacional que prohíba –y, en algunos casos concretos, que se regule– el desarrollo y el uso de estas armas autónomas. Amnistía Internacional está muy preocupada por el uso de estas armas, ya que, en el marco de un conflicto armado, no pueden distinguir entre un objetivo legítimo o ilegítimo, entre un civil y un combatiente, cuando alguien se está negando a cumplir una orden o cuando quiere rendirse, no entienden la proporcionalidad que debe guiar cualquier ataque… En definitiva, no nos queda otro remedio que seguir buscando apoyos para conseguir su prohibición como hemos hecho con otras cuestiones como la pena de muerte, que cada vez son menos los países que la aplican.
El derecho a veto de los cinco miembros permanentes en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (China, Francia, Rusia, Reino Unido y Estados Unidos) impide en la práctica cualquier avance sustancial en los mecanismos para la prevención y la resolución de los conflictos. Eso ha provocado que la sociedad civil haya dejado de pensar que la ONU pueda hacer algo para acabar con guerras como las de Siria, Yemen, Palestina o Ucrania. Para el trabajo de Amnistía Internacional, ¿cuáles siguen siendo las potencialidades de las Naciones Unidas?
Hace un año, su Asamblea General adoptó una resolución histórica que exige que esta tendrá que reunirse cada vez que el Consejo de Seguridad aplique el derecho a veto. Es un primer paso hacia la rendición de cuentas, porque el Consejo de Seguridad actúa en nombre de todos los miembros de la ONU. Desde Amnistía Internacional trabajamos para acabar con este derecho a veto cuando se trate de investigar o condenar un genocidio o cualquier otro crimen de lesa humanidad o de guerra. Parece que somos una gota en el océano, pero Amnistía Internacional ha sido una fuerza importante hacia el cambio en el mundo. Me emociona recordar, por ejemplo, la campaña que emprendimos a finales de los años setenta para que se aprobase una convención sobre la tortura: conseguimos que se firmara en 1984. Por supuesto, sigue habiendo tortura, pero ahora la ONU despliega personal por todo el mundo para evitarlo.
Necesitamos más instrumentos para proteger los derechos humanos, y esa es la potencialidad de las Naciones Unidas: un foro en el que todos los países pueden debatir, aportar y acordar unas reglas para toda la comunidad internacional. El trabajo más duro es conseguir que se cumplan, pero sin esas reglas todo sería más difícil todavía.
Destacados juristas especializados en derechos humanos consideran que el Norte Global está en guerra con las personas refugiadas y migrantes, contra las que despliega agresivas políticas de seguridad y de defensa. ¿Cuál es el trabajo de su organización en este nuevo tipo de conflicto?
Nuestra preocupación es que, con sus palabras y acciones, a menudo los gobiernos consideran a las personas migrantes como si fueran menos humanos que otros. Y no podemos olvidar que todos nacemos iguales en derechos y que la Declaración Universal de Derechos Humanos es aplicable a todas las personas sin distinción alguna y sin discriminacion. Hemos visto a personas muertas en nuestras playas como si fuesen cetáceos, cuando el gran éxodo de Siria en 2015, o decenas de muertos en la frontera de Melilla en 2022. Con la guerra de Ucrania hemos visto cómo Europa ha hecho algo muy importante: demostrar que se puede recibir a personas migrantes y que buscan asilo y refugio. Sin embargo, lo que sucede en la práctica es lo que vemos por ejemplo en Lituania, que ha acogido a más de 70.000 ucranianos en el último año, mientras que en ese mismo periodo ha devuelto de manera sumaria –las llamadas devoluciones en caliente– a más de 11.000 personas que huyen de guerras como la de Afganistán, Irak o Siria. Y esto apunta en el sentido del racismo. No puede haber discriminación entre personas que tienen las mismas necesidades y el mismo derecho de buscar seguridad y asilo. Por eso es tan importante la educación en derechos humanos.
Amnistía Internacional se caracteriza también por trabajar en red con otras entidades para conseguir sus objetivos. ¿Hacia dónde tiene que ir el trabajo de las organizaciones de derechos humanos para conseguir atajar conflictos tan complejos como los actuales, en los que confluyen causas y actores muy diversos entre sí?
Una sociedad civil movilizada es el primer freno contra el abuso de poder. Y a pesar de que cada vez es mayor la represión de la protesta, también estamos asistiendo a grandes movilizaciones. Por ejemplo, en Afganistán, donde hombres y mujeres han salido juntos a defender el derecho a la educación de las niñas y las mujeres adultas. O en Irán, donde mujeres muy valientes han salido a protestar por sus derechos y libertades. Todo ello sabiendo que se arriesgaban a ser encarceladas o algo peor. Por eso, este año estamos trabajando con muchas organizaciones para defender el derecho a la protesta y a la libertad de acceso a la información en todo el mundo. También en España, donde intentamos que se derogue la llamada «Ley mordaza».
La crisis climática está agravando conflictos existentes y generando otros nuevos. ¿Qué papel tiene este fenómeno en el trabajo de Amnistía Internacional?
La crisis climática amenaza muy seriamente el derecho a la vida de muchas personas. Ya hemos visto anegada la tercera parte de Pakistán. Es evidente que estas situaciones están acabando con el derecho a la vivienda, a la alimentación, a la tierra que les da el sustento a millones de personas. Estamos investigando y documentando los destrozos que está provocando la crisis climática en los medios de vida y cómo incide en la población.
También seguimos apoyando a activistas por el medio ambiente y en contra del cambio climático. Es importantísimo. Conocemos el caso emblemático de Berta Cáceres, pero son muchas las mujeres asesinadas por su lucha climática en todo el mundo. Por supuesto, seguiremos exigiendo un tratado de no proliferación de combustibles fósiles. Y eso entronca con nuestro trabajo con las empresas, a las que les pedimos que no financien ni inviertan en nuevos proyectos de combustibles fósiles.
En definitiva, como he dicho, todas las luchas están orientadas a cumplir con nuestra triple función: investigación, denuncia e incidencia política y sensibilización.