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"El original manda"

Entrevista con Isabel García Adánez

Alicia González
Fotografía Lisbeth Salas

Isabel García Adánez es la traductora de la premio Nobel Herta Müller, entre otros autores contemporáneos alemanes, y de clásicos como Thomas Mann –suya es la traducción moderna de La montaña mágica, primer premio Esther Benítez a la mejor traducción de 2006– o Heinrich Heine, entre otros muchos. Su prolífica y rigurosa trayectoria, en la que se incluyen películas, libretos de ópera o teatro, le valió el Premio Nacional de Traducción en 2020. En esta entrevista habla de Müller, del premio y de los trucos y las dificultades del oficio, también a la hora de enseñarlo a sus alumnos de filología alemana en la Universidad Complutense.

En el oficio de traducir se produce una suerte de esquizofrenia: los traductores aman una lengua que, sin embargo, traducen a otra distinta, y a los lectores nos sucede con ellos como con los dobladores, que una no se imagina a Bruce Willis doblado por otro que no sea Ramón Langa. Y eso mismo ocurre con Isabel García Adánez. Después de leer que en Thomas Mann pueden encontrarse metáforas como «ojos que son dos puñaladas en un tomate», una no quiere regresar a la idea de autor austero y espeso de antaño y busca esa traducción del alemán sin anabolizantes, que es la que practica Isabel García Adánez. Una forma respetuosa de interpretar los originales, al modo de quien arma y desarma un puzle con la esperanza de encontrar la pieza adecuada o persistir en la búsqueda divirtiéndose por el camino.

Comenzamos provocando una sonrisa en la entrevistada al mostrarle En tierras bajas (1982), de la Premio Nobel de Literatura 2009, la rumano-alemana Herta Müller, como si fuéramos a pedirle que nos lo firme, a sabiendas de que la traducción no es suya, sino de Juan José del Solar.

Ese libro es el que más me gusta de Herta Müller. Antes de que le dieran el Nobel, solo estaba traducida su obra narrativa, y después del Nobel hubo que traducir toda la ensayística. Juan José del Solar estaba ya mayor y mal de salud y ahí entré yo. En muchas de sus obras, Herta Müller se cita a sí misma, o sea, en los ensayos cita su obra de creación, y había que recurrir a lo que ya estaba traducido. Una curiosidad es que En tierras bajas se tradujo por primera vez en 1982 con cortes, fue censurada también en Alemania y hasta 2010 no se publicó entera, y en las citas de los ensayos faltaban fragmentos que la traducción de Juanjo no incluye, porque trabajó sobre otro original, así que de algún modo nos juntamos los dos.

Cuando le dieron el Nobel, salvo excepciones como la catedrática Eugenia Popeanga, en España apenas se la conocía. 

También en Alemania era poco conocida, aunque había escrito mucho en prensa. En Siruela estaban contentísimos, porque, menos una de las novelas, de su obra de creación habían publicado ellos todo. Faltaban los libros de ensayos. 

Comentabas que querías tener tiempo para explorar autores que no están traducidos. ¿Te has convertido en una traductora voraz?

Soy muy compulsiva, pero también hay que comer. Trabajo a tiempo completo en la universidad, soy profesora funcionaria, porque de la traducción literaria no se vive, por las tarifas y porque es un trabajo muy absorbente. La traducción lleva muchas horas, incluso aunque tuviera un encargo detrás de otro, no podría estar diez horas al día, todos los días del año, porque acabaría con tendinitis… No puedo traducir todo lo que quisiera porque tengo otro trabajo, pero es que, si no tuviera otro trabajo, no podría vivir en Madrid solo de la traducción. A lo mejor en un pueblo sí, pero en Madrid es complicado. A veces me da respeto proponer a una editorial traducir algo interesante que no se les ha ocurrido, pero que no voy a poder hacer por falta de tiempo, porque al tener un premio nacional de traducción parece que te hacen más caso.

En una entrevista afirmabas que debías ser menos austera, que te considerabas muy alemana para según qué cosas. Cuando traduces, ¿te pones en la piel del alemán?

El que manda es el original. Si es farragoso, espeso, con frases muy largas, hay que respetarlo. También hay autores alemanes que escriben con frases muy cortas y que son muy irónicos y otros que son rimbombantes. Una ha de traducir lo que pone el texto.

Habrá muchas cosas que no tengan su paralelismo en nuestra lengua…

En el alemán se usa mucho el verbo sustantivado, pero en español apenas se utiliza. Ellos piensan más en acciones que en conceptos, pero el problema a la hora de traducir es formal. Tú no puedes decir «gracias por tu rápido venir»: se traduciría por «gracias por venir tan deprisa». Yo tengo que deshacer esa estructura, que en alemán es natural, y sustituirla por una que lo sea en español. Pero los traductores trabajamos pegados al texto, que es el que da todas las claves.

Mario Verdaguer, el primer traductor al castellano de La montaña mágica, se libró de ser fusilado al caer en manos de un admirador de sus traducciones. ¿Te sientes parte de una gran profesión?

Me encanta traducir y también escribir, pero no como creación. La traducción me parece una profesión maravillosa e importante. Y además de traducir, también la enseño.  

¿Cómo ha cambiado la traducción? ¿Antes se traducía de una forma diferente, más académica?

Se traducía distinto: para empezar, ahora investigamos mejor y, gracias a Internet, si te aparece una canción, una referencia cultural o una cita, encontramos la fuente. En ese sentido, ahora somos mucho más rigurosos. Incluso en el caso de La montaña mágica, a veces percibes en el texto cosas muy irónicas, casi caricaturescas, y si consultas encuentras varias tesis que explican eso que te ha llamado la atención. A partir de ahí y de tu intuición, ratificas y traduces con conocimiento de causa. Antes no teníamos acceso a tanta información tan fácilmente y en tan poco tiempo.

Además, ahora se procura no quitar nada del texto y no simplificar, a diferencia de lo que se hacía antes, que se acortaban las frases para hacerlas más acordes con la estructura española. En la época de la primera traducción de La montaña mágica, se eliminaban cosas del lenguaje no verbal del estilo de «dijo, levantando una ceja», que se traducía simplemente como «dijo», porque no consideraban que fuera importante. En inglés lo siguen haciendo: simplifican, naturalizan, pero en español ahora es impensable.

Los traductores sois los conservadores de la lengua… 

Ahora, si retraducimos, vamos a ser restauradores, muy puntillosos, muy finos. Antes solo iban al concepto, pero tenían muchos menos recursos de investigación. Yo tengo acceso a diccionarios de todas las épocas, a diccionarios etimológicos, a miles de recursos que puedo consultar en muy poco tiempo. Es inevitable que hoy se lea y se investigue de una manera diferente y se traduzca distinto.

¿Lo habitual en la profesión es documentarse e investigar o tú eres una excepción?

Debería ser lo habitual, pero también hay que tener en cuenta el plazo que te dan. A veces te encuentras con algo que está mal traducido, pero quizá se deba a que la persona tuvo que hacerlo muy deprisa para entregar a tiempo.

Un lector joven que se acerque a tu traducción de La montaña mágica puede encontrarse un libro hasta divertido y cercano.

Sí, tampoco es el libro más divertido, pero ahora lo es más que antes. En la traducción de Mario Verdaguer faltaban cosas. Por ejemplo, la escena de la guerra en el original es muy larga; posiblemente fue el editor quien pulió y quitó texto. A veces se encontraban errores o erratas, surgidos de la propia transcripción. Seguramente estaba escrito a mano y alguien al picarlo a máquina se comió un trocito, pero en Thomas Mann todo está calculado. 

Cuando lees algunas traducciones antiguas, ¿te chirrían?
No me gusta ir a buscarles los peros a las traducciones, porque cada uno traducía como podía. Cualquiera sabe, además, de quién son los errores, si se produjeron al pasar el texto a máquina o al componerlo. Cuando traducimos obras que ya estaban traducidas, en esa traducción anterior nos encontramos con cosas que hoy no hacemos: cortar frases, como decía antes, cambiar la textura o la densidad de un texto, etc. Hoy consideramos que ese es el estilo del autor. Tampoco se deben eliminar los elementos culturales distintivos. Una amiga que traduce del noruego me comentaba que en la traducción anterior de una novela en la que ella estaba trabajando ponía que los personajes comían uvas. Y se reía: «¿Cómo van a comer uvas en Noruega, serán bayas». Se ve que en España, en aquellos años, apenas habíamos visto las bayas, así que el traductor tomaba la decisión de sustituirlas por fresas o por uvas. Así es como, de una forma un poco chapucera, menos rigurosa, acercaban el texto a lo que había aquí… 

Supongo que con la intención de simplificar.

Efectivamente. Cada época tiene sus formas de traducir y cada traductor usa sus giros y sus maneras, pero lo importante es que aporte algo a la traducción anterior. Hay algunos textos de Mann traducidos por Francisco Ayala maravillosamente, y ni te planteas volver a traducirlos, ni te lo encargan tampoco, porque para qué.

Sin embargo, hay traductores que piensan que Ayala era muy rigorista, frío y poco cercano. 

Yo creo que traducía del alemán muy bien. No he leído todo, porque la mayoría de las cosas las he leído en alemán, y tampoco he ido cotejando. Pero cuando traduce a Mann me gusta mucho. Mann es muy irónico y eso Ayala lo pilla muy bien.

Ayala también tenía ese humor fino. ¿Qué ocurre con autoras oscuras como Unica Zürn?

Es que no se piensa que en la literatura alemana haya ironía y humor. La Müller también tiene mucho humor, aunque es distinto al de Mann. Hay un humor alemán, o de lengua alemana, que es un poco destroyer: ironía fina con un punto grotesco. Cuando lo puedes comprobar, es más fácil lanzarse a reproducirlo con mucha exactitud. En el caso de Mann, hay muchas fuentes a las que recurrir y está también su propia obra. En el caso de autoras como Zürn, sobre la que se ha investigado menos, te quedas con la duda de si cierta expresión tendría realmente en aquella época la intención que tú percibes.

Tanto en el caso de Zürn como en el de Herta Müller no es difícil establecer distintos niveles de lectura.

De Müller he traducido todos los ensayos, que son cinco libros, de modo que en el último no tenía ya dudas de qué quería decir o si algo era o no irónico. En el primero dudé más, pero ya sé cómo escribe, qué humor tiene, qué juegos hace. Eso ayuda. Por eso se intenta que un traductor traduzca a su autor, porque además ganas tiempo y pierdes dudas; vas más segura.

¿Consideras a Müller tu autora?

A mí me encanta y me encantaría traducir el resto de su obra. Tampoco es que los autores sean de nadie, pero sí puedes tener una seguridad en el tercer libro con la que no cuentas en el primero. Con Mann, de quien he traducido más cosas, también voy ya con cierta seguridad.

¿Es más fácil traducir autores muertos que vivos o al revés?  

Depende de su estilo y de cómo escriban. Hay algún autor vivo complicadísimo. Yo no suelo consultar a los autores, salvo cosas muy concretas, como citas que no sé de dónde han sacado. En principio, el texto te tiene que dar las claves y tampoco se le puede estar dando la lata al autor.

Cuando entrevisté al traductor Ramón Sánchez Lizarralde me comentó que tenía una comunicación muy cercana con Ismail Kadaré, que era casi su otro yo. 

Günter Grass, cuando tenía una nueva novela, reunía siempre a sus traductores de todas las lenguas y les explicaba, pero yo no he traducido a ningún autor de esos que quieren controlar el trabajo de los traductores. De hecho, a Herta Müller le pregunté en una ocasión y me contestó: «Yo me fio de ustedes, que son profesionales», y me confesó que ni siquiera leía o revisaba sus traducciones del rumano: «Bastante tengo con escribir libros como para estarlos revisando», añadió.

¿Sabes alguna otra lengua aparte del alemán?

Sí, y de hecho he traducido cosas más técnicas y académicas del francés y del inglés, pero no conozco tan bien la cultura y la literatura inglesas o francesas como para traducir un clásico. Sí puedo traducir alguna «novelilla de piscina», como las llama una compañera, pero no conozco los registros de la lengua como en alemán, que es mi lengua. La aprendí de pequeña, o sea, sé qué palabra usaría una señora mayor en los años cincuenta, algo que en francés o en inglés se me escapa. 

Siempre dices que los autores farragosos te resultan más fáciles de traducir. ¿Quizá sea esa la razón de que te hayas dejado tentar por los Mann?

Entre ellos no tienen mucho que ver: Klaus Mann, el hijo, tiene una escritura totalmente diferente a la del padre, aunque también escribe maravillosamente. Y de Heinrich Mann no he traducido nada, pero tiene una escritura muy, muy difícil. De Klaus traduciría todas sus novelas si pudiera, porque me encanta. Heinrich me parece muy difícil, porque tiene muchas referencias históricas y políticas y necesitaría documentarme bastante.

¿Te planteas la traducción como un juego?

Juego hay siempre. Todas las traducciones son como un puzle y, al final, tienes que ingeniártelas para desmontarlo y volverlo a montar. Luego, depende mucho del estilo de cada autor, y los farragosos a veces son más «fáciles». El problema del alemán es que traducido al español engorda, debido a las estructuras de la lengua alemana. Cuando traduces a un autor muy desnudo, muy pelado, muy frío, tienes que tener cuidado de no hacerlo más espeso y no añadirle mucha palabra, porque entonces su estilo se convierte en otra cosa. Es como la cocina: cuando un plato lleva muy pocos ingredientes, es muy importante su disposición y la calidad del producto, porque todo se nota más. En un ensayo, si es un poco farragoso, no se nota si añades un poco de texto, una oración subordinada. Sin embargo, en un texto muy desnudo no puedes añadir casi nada. En español, por ejemplo, usamos muchas frases de relativo que en alemán se solventarían con un adjetivo y un prefijo o un compuesto, con muchas menos palabras y mucha más precisión. Esa es una dificultad distinta a, por ejemplo, traducir un juego de palabras. En Thomas Mann lo que resulta más costoso es que suene natural en español sin añadir demasiadas palabras porque en alemán es hiperpreciso.

Terminas soñando con las traducciones, imagino…

Sí, totalmente. Y en un texto que tiene que funcionar también leído en alto tienes que tener cuidado con la colocación de las palabras y ese tipo de cosas, pero no es algo que pase con todos los autores. 

¿Usas el sistema de Mann de lectura en voz alta?

Tengo dos gatos que aguantan lo que haga falta y les leo [risas].

En un artículo publicado en Tribuna Complutense hablabas de un cuento de Carmen Martín Gaite1, en el que se dice que la literatura es como las cerezas, no te conformas con una sola. ¿Hay algún autor o alguna autora que quisieras degustar?

Me gustaría traducir más cosas de Klaus Mann, y de Erika Mann, la hija de Thomas Mann, que también escribió bastante. Hay más autoras de esa década de 1930 que están por descubrir y otras contemporáneas que también me gustan. La lista es enorme.

¿Prefieres traducir a hombres o a mujeres?

Realmente me da igual. Es verdad que ahora es un buen momento para redescubrir mujeres, y no es que vayamos a hacer de la necesidad virtud: hay que traducirlas porque son buenas, no porque sean mujeres. 

Decías en una entrevista sobre Herta Müller que no habías encontrado en su obra ningún rasgo de feminismo, ¿y en otras autoras?

Hay muchas autoras, como Erika Mann, que eran feministas sin planteárselo tanto porque en la década de 1930 eran mucho más modernos de lo que somos ahora. No tenían conciencia de hacer militancia, pero sí abordaban temas que no trataban los hombres, porque ellos no los conocían. Por ejemplo, cómo es una consulta ginecológica o una sala de partos para mujeres pobres. Pero no creo que quisieran hacer una especial militancia –o no todas, claro, porque hay un montón de autoras muy diferentes entre sí–. 

¿Hay alguna otra autora «rara» que te guste?

Mascha Kaleko. Era una autora tremendamente irónica y tenía un sentido del humor muy divertido. Pensar que alguien, y más una mujer, podía escribir poesía con esa ironía, era algo insólito, porque las mujeres estaban ahí solo para cosas sentimentales.

¿Sueles incorporar en tus traducciones notas a pie de página o notas finales?

Depende muchas veces de la opinión de la editorial o de si es una edición crítica. Y depende del texto también: hay textos de la década de 1920 que incluyen referencias culturales que, si no las explico, no se van a entender, pero en principio no las suelo usar. Por ejemplo, Klaus Mann tiene una obra sobre el exilio en la que, si fuese una edición crítica de Cátedra, por ejemplo, incluirá muchísimas más cosas, también biográficas, porque entiendo que quien se compre ese libro quiere sacarle enjundia al texto. Pero si es una colección de novela, el editor es el primero que te dice que no. 

¿Hay algún trabajo entre tus primeras traducciones del que no te sientas especialmente satisfecha?

Empecé a hacer traducción literaria con autores que conocía muy bien: Klaus Mann, al que he vuelto a traducir ahora; Heine, con el que empecé, es el autor sobre el que había hecho la tesis. Por supuesto, ahora voy con más seguridad, pero no he leído disparates en mis traducciones, así que estoy satisfecha. He traducido otros textos, como una Historia de la música contemporánea alemana desde 1945 hasta la actualidad que, si me lo encargaran hoy, sufriría mucho menos y no aparecería algún errorcillo. Son temas que ahora controlo muchísimo más porque llevo veinte años dando clase sobre ellos y puedo consultar, ver y escuchar miles de obras a las que no tenía acceso con lo que era Internet antes de 2000. 

¿El traductor puede distanciarse de su obra y dejar de revisarla permanentemente?

Afortunadamente hay una fecha de entrega. Si no tienes la ocasión de revisar porque se va a reimprimir un libro, es casi es mejor no volver a mirar, porque seguro que encuentras alguna errata o algún error. Cada día te concentras mucho en el texto, en las páginas que te tocan y las cien anteriores ya las has olvidado. Cuando pasa el tiempo, te distancias sin más del texto y luego, si vuelves a él, te sorprendes tanto para bien como para mal. Los traductores no estamos constantemente mirando lo que hacemos, porque no tenemos tiempo.

No es un toc entonces…

No. ¡Menos mal que no da tiempo!

Te gusta la escritura como recreación de la de los otros. ¿Y como creación propia? 

Yo no tengo nada interesante que contar. Sí que tengo alguna cosa de ensayo y he publicado alguna cosilla en prensa. Me gusta mucho escribir, pero ¿qué voy a decir si no es sobre algún autor? También me gusta jugar con las palabras y hasta disfruto escribiendo informes de la facultad, me gusta que suenen claros y bonitos.

Para las nuevas generaciones Alfa, Z, millenials, reflexionar y concentrarse en un texto ¿es más difícil con esa narratividad distinta en la que han crecido?

Yo he estudiado leyendo mucho, analizando los textos… Como tengo costumbre, veo repeticiones, rima interna, ironías, cosa que a veces los alumnos no ven, pero se trata de enseñarles el camino. Por ejemplo, preguntan: «¿Cómo sé yo que es una cita?», y es algo que se nota porque el estilo, la textura, son diferentes; suena raro, es un cuerpo extraño en el texto. Y te miran como diciendo: «Pues a mí me parece todo igual». Seguramente es verdad que ahora cuesta un poco más, porque se estudia muy distinto: se lee mucho menos y se ve menos cine, y no detectas una cita de otra obra si no has leído el libro ni visto la película. A muchos alumnos les cuesta leer, entender y ver cómo está hecho un texto, pero para eso estamos los profesores.