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Viajes, utopías y nuevos mundos en el Renacimiento

Juan Manuel Forte
Imágenes © Hergé-Tintinimaginatio 2022

Juan Manuel Forte, profesor de filosofía de la UCM, viaja al Renacimiento, época de «exploraciones, descubrimientos, conquistas, utopías, sueños reales o literarios a caballo entre la imaginación y la realidad». Los viajes que se idearon entonces, a partir de historias reales o imaginarias, inspiraron a los navegantes Cristóbal Colón y Américo Vespucio, la Utopía de Tomás Moro o el viaje onírico de Juan de Maldonado.

El viaje, y sobre todo el viaje marítimo, ha sido analogía y alegoría de casi todo: del curso de la vida, de la evolución de pueblos o imperios, del paso del tiempo, de las vicisitudes de la grey cristiana, de los derroteros del pensamiento. El viaje iniciático es todo un género por sí mismo, como lo son también las andanzas de la novela picaresca o la ciencia ficción. También los sueños literarios son instrumento propicio para la imaginación errabunda y se relacionan ora con los viajes, ora con la utopía.

El Renacimiento europeo vivió un excedente cultural sin precedentes que se materializó en exploraciones, descubrimientos, conquistas, utopías, sueños reales o literarios a caballo entre la imaginación y la realidad. Pero el excedente cultural europeo fue también exceso de fervores y expectativas: la démesure européenne, para recordar el subtítulo que Serge Gruzinski dio a El águila y el dragón. La ruta costera africana hacia Asia y el descubrimiento del Nuevo Mundo sirvieron de acicate para impulsos muy dispares: la curiosidad, la sed de aventuras, el deseo de ascenso social, la fiebre del oro o la misión religiosa coincidieron muchas veces en el mismo barco. Nada de extraño tiene que la travesía acabara a menudo encontrando lo inesperado y también el naufragio; y que el sueño utópico o prosaico, se transformara a veces en pesadilla.

Los viajes se idearon sobre relatos de viajes, reales o imaginarios, se planificaron sobre experiencias y conocimientos técnicos y a veces se impulsaron con el aliento profético. Cristóbal Colón es un caso paradigmático. En las páginas iniciales de su primer diario, el marino genovés recuerda al Gran Can, príncipe de príncipes y mandatario de los derroteros de Marco Polo, cuyas aventuras tenía anotadas en su biblioteca y a quien Colón espera seguir el rastro navegando hacia el oeste. En su carta a los Reyes Católicos (1501), el almirante repasa todo aquello que le inducía a pensar que era posible llegar a las Indias y a Cipango navegando hacia occidente: su larga experiencia como navegante; sus interlocuciones con gentes de diversa nación, religión y condición; sus conocimientos de astronomía, geometría y aritmética o sus lecturas de cosmografía, filosofía e historia. Al cabo, recuerda en su misiva, todo ello no sirvió para persuadir a nadie: «todos aquellos que supieron de mi inpresa con rixa la negaron burlando». Tras siete años de disputas y dudas en la Corte, para Colón, solo el Espíritu Santo podía explicar la confianza de los Reyes Católicos en una empresa ya dada por perdida. Así lo indicaban ciertas profecías del Apocalipsis de Juan y sobre todo de Isaías, profecías que convencieron a Colón de la plausibilidad de su proyecto y que, según él, inclinaron in extremis la voluntad de los reyes a financiar el viaje: ni «rasón ni matemática ni mapamundos, llenamente se cumplió lo que diso Isaías».

El almirante recuerda cómo todas sus lecturas (San Agustín, San Gerónimo, Joaquín de Fiore, Pierre d’Ailly) empujan su interpretación en la misma dirección escatológica. Por otra parte, la rápida y masiva evangelización fue después otra señal de que se acercaba el final de los tiempos, tal y como anunciaban las Escrituras: «Se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el mundo entero, para dar testimonio a todas las naciones. Y entonces vendrá el fin» (Mt 24: 14). Según los cálculos de Colón, restaban ciento cincuenta años para la llegada del Juicio Final y la consumación del mundo, coincidiendo con el cumplimiento del séptimo milenio desde la creación divina. Su esperanza entonces no era el descubrimiento de un Nuevo Mundo, sino la apropiación del oro de «otros mundos» asiáticos; un tesoro que permitiría la conquista de Jerusalén (que había de ser acometida por los propios Reyes Católicos) y a continuación la restitución de la Casa Santa, esto es, la restauración del segundo templo de Sion, donde el Mesías establecerá su trono: «de la cual inpresa, si fee ay, tengan por muy cierto la vitoria». Después de conquistar Jerusalén y reconstruir la Casa Santa, daría comienzo el milenio y una nueva edad de oro espiritual en el mundo.

El oro encontrado en Indias, que Colón cree que se puede relacionar con las minas del rey Salomón en Tarsis o en Ofir (identificada durante mucho tiempo con La Española), ese oro omnipresente en los diarios y relaciones de viajes, servirá justamente para reconquistar la Ciudad Santa y alzar el segundo templo. En apenas doce años, promete Colón, el oro podrá armar diez mil caballeros y cien mil infantes para la conquista de Jerusalén, pues ese fue desde el inicio el verdadero propósito de toda la empresa (Carta a los Reyes del 4 de marzo de 1493). ¿Qué concluir? La ambición, la audacia, el conocimiento, la fiebre del oro y la fiebre profética, de raigambre quizá más judaica que cristiana, impulsaron la nave colombina hacia un horizonte utópico que acabó siendo más bien un nuevo mundoHay una alusión explícita al destino de este oro en diversas cartas y otros escritos, por ejemplo, en el Diario del primer viaje (26 de diciembre de 1492), en la Carta a doña Juana de la Torre o en la Relación del cuarto viaje (1503). Por lo demás, la importancia del fin del mundo y del mito de Sion ha sido extensamente desarrollado por Juan Gil en su primer volumen de Mitos y utopías del descubrimiento, Madrid, Alianza, 1989, y por Juan Fernández Valverde en su edición del Libro de las profecías, Madrid, Alianza, 1992..

En realidad, Colón habla de «otro mundo» puesto al servicio de la corona hispánica (en la Relación del tercer viaje, por ejemplo), pero para el almirante ese «nuevo cielo y tierra», como también los llama, no eran nada nuevo en sentido estricto: simplemente llevaban a cumplimiento la vieja profecía mesiánica. Como es bien sabido, la identificación de los descubrimientos con un continente nuevo distinto del asiático acabó atribuyéndose a Américo Vespucio, para enfado entre otros de Bartolomé de las Casas, defensor constante de los méritos del almirante. Ciertamente lo nuevo y lo viejo, la tradición cosmográfica y los fenómenos descubiertos que la ponían en cuestión, libraron una lucha que duró varios lustros. Durante mucho tiempo, el término de Mundus Novus y, luego, AméricaLa carta a Lorenzo de Piero de Médici, titulada Mundus novus en las primeras ediciones en latín, generó una gran expectación, mientras que la confusa relación de viajes en la carta a Soderini (1504), conocida como la Lettera, fue editada por Rigman e ilustrada por el cartógrafo Martín Waidseemüller (1507), proponiendo el nombre de América para el nuevo continente., siguió compitiendo en los escritos de los contemporáneos, sobre todo hispanos, con la vieja nomenclatura de Indias Occidentales. Finalmente, la inclinación hacia la novedad, santo y seña de los tiempos modernos, impuso su tendencia irrefrenable.

La identificación del mundo nuevo aparece, como decíamos, en la carta de Américo Vespucio a Lorenzo de Pierfrancesco de Médici (c. 1503), que enseguida tuvo una exitosa difusión con varias ediciones y traducciones. La narrativa de Vespucio es muy diferente de la de Colón. El florentino se detiene sobre todo en el detalle antropológico y naturalista, donde tampoco faltan añadidos insólitos o fantásticos. Extraño es en primer término que Vespucio incluya entre las «novísimas cosas» que desea dar a conocer, contra la opinión de los antiguos, la existencia de tierra firme y habitada «más allá de la línea equinoccial». Extraño, decimos, porque nada de nuevo había en ello: Lopo Gonçalves había sobrepasado ya el ecuador en 1473 y Bartolomeu Dias había doblado el cabo de Buena Esperanza al mando de tres carabelas en 1488.

La carta de Vespucio recuerda la amenaza que se cierne sobre la empresa de cruzar el atlántico hacia la búsqueda de lo incierto: según él, quizá cargando también aquí las tintas, han navegado durante 67 días por mar abierto, 44 de los cuales bajo un cielo cerrado y preñado de lluvias y tormentas. «Extraviados y errantes» en medio del océano, desorientados y sin referencias costeras, el florentino aprovecha la oportunidad para acreditar su pericia con el cuadrante y el astrolabio, lo que, según sus palabras, le valdrá el reconocimiento de la tripulación y los patronos. Pero si algo destaca en la carta de Vespucio es, como decíamos, el elemento naturalista y antropológico: la infinidad de poblados divisados a lo largo de la costa y la habitual hospitalidad de aquella gente «mansa y tratable»; los rostros perforados y atravesados por objetos y adornos; el comunismo de bienes y el hecho de vivir «sin rey, sin autoridad»; la carencia de templos e incluso de cualquier idolatría; la casi ausencia de enfermedades y una fabulosa longevidad (¡ciento cincuenta años!). Vespucio resalta sobre todo la muy extendida práctica del canibalismo: «se ha visto al padre comerse al hijo y a la mujer y yo he conocido un hombre (…) del que se decía había comido más de trescientos cuerpos humanos». Pero insiste también en las costumbres y extravagancias sexuales de estos pueblos con tendencias más epicúreas que estoicas: el efecto visual de los cuerpos desnudos en general; las mujeres «libidinosas», ofrecidas a los forasteros por los propios maridos o padres; la inflamación monstruosa de los miembros viriles mediante tóxicos naturales. El conjunto de los cuatro viajes ofrece detalles no solo geográficos y antropológicos, sino también comerciales y de conquista. Como en tantas otras crónicas, destacan la búsqueda del oro y de especiería, la desigual lucha contra las tropas hostiles e inferiores en técnica y armamento y, cómo no, el habitual acopio de esclavos como botín de guerra.

Pero en Vespucio también está presente el elemento mitológico ligado a la tradición. Al fin al cabo, las costumbres de los indios, a menudo bárbaras o extrañas, no impiden al marino pensar que quizá lleven una vida «conforme a la naturaleza». Y, como Colón, en su Relación del tercer viaje, Vespucio barrunta también que el Edén debe andar cerca: «Y ciertamente si el paraíso terrestre, en alguna parte de la tierra está, estimo que no será lejos de aquellos países».

También la utopía moderna se vinculó desde sus inicios a la narrativa de navegación y estuvo condicionada directamente por estos relatos. El personaje protagonista de Utopía (1516) Rafael Hitlodeo, navegante portugués y alter ego de Tomás Moro, se presenta como un viajero incansable, además de filósofo y humanista. Separado de Vespucio tras su tercer viaje por el Nuevo Mundo, continuó recorriendo el mundo con cinco compañeros empujado por una incansable curiosidad y sed de aventuras, hasta que los seis acabaron, por casualidad, en la República de Utopía. Hitlodeo se olvidó de señalar las coordenadas exactas, aunque se estima que Utopía estaba en algún lugar del Nuevo Mundo. Por lo demás, la isla era prácticamente inaccesible: solo los utopianos conocían los pasos navegables para llegar a buen puerto. En realidad, bien sabía Moro que el único modo de llegar a Utopía era abordo del ingenio y de la imaginación.

Pero estamos ya en un viraje sin retorno en relación a los tiempos modernos. Por ejemplo, en la descripción de Utopía, la vida conforme a la naturaleza, que es también conforme a la razón, ha perdido sus elementos arcádicos y edénicos. En Moro opera ya la separación entre una vida conforme a la naturaleza y la mitología tradicional: la edad dorada, el paraíso terrenal o la arcadia virgiliana. En efecto, si algo caracteriza a este tipo de mitos es el postulado de una naturaleza incorrupta, generosa y que permite una vida armoniosa, sin sufrimientos ni excesos. Ciertamente, en el nuevo Estado de Utopía imaginado por Moro existe el ideal de vida conforme a la naturaleza, pero ahora este ideal debe hacer las cuentas con las pérdidas tras el pecado original. No es posible ya obviar la ambición y el egoísmo humano, la relativa escasez de recursos, la necesidad del trabajo y el miedo a la enfermedad, la miseria, la muerte. Sus muchas novedades, más o menos inusitadas, responden a una lógica en realidad muy moderna: un hedonismo moderado y racionalizado que se encauza sobre todo como una economía del sufrimiento. A esta lógica responde el comunismo de bienes, la jornada laboral de seis horas, la economía fundamentalmente agrícola y autárquica, la legalidad del divorcio y la eutanasia, la repulsión hacia la guerra, la importancia de los grandes hospitales, la uniformidad en los vestidos, la exclusión de las tabernas y los juegos de azar, la tolerancia religiosa o la prohibición de la crueldad contra los animales. Si Utopía exige una disciplina estricta de la vida individual y de las relaciones sociales, lo hace porque ese es el coste de paliar los rigores de la nueva edad de hierro europea: el trabajo agotador y mal remunerado de la mayoría de la población, la regalada vida de las clases ociosas, unas élites preocupadas por la acumulación de riquezas y la extensión de su dominio mediante continuas guerras expansivas y, en fin, la epidemia de pauperismo, mendicidad y delincuencia que amenaza a muchas ciudades europeas.

Pocos años después de la publicación de Utopía, en 1530, Vasco de Quiroga parte hacia Nueva España como oidor de la segunda Audiencia de Nueva España. Una vez en México, funda dos pueblos hospitales, realiza funciones como visitador y es nombrado obispo de Michoacán. Pero lo que interesa aquí es que, en estos mismos años, Vasco de Quiroga traduce por primera vez íntegramente la Utopía de Tomás Moro a una lengua vernácula. El llamado Informe en derecho de Quiroga incluía, en efecto, la traducción de Utopía, junto con un escrito titulado Representación o Información en derecho, que era fundamentalmente una denuncia de la esclavitud reintroducida (desde 1534) en Nueva España. Frente al modelo de esclavitud y de encomienda, el Informe de Vasco propone la creación de poblados indianos o «repúblicas del hospital» (como los dos pueblos hospitales que él mismo puso en marcha), un proyecto en el que se mezclaban instituciones indias e hispanas (una «policía mixta»), con otros componentes sacados de la Utopía de Moro: por ejemplo, el número de 6.000 familias, la jornada laboral de seis horas (que ya estaba también en el Informe), la elección de abajo-arriba (democrática) de autoridades y magistrados, la vestidura austera, uniforme y con una sola muda o, en fin, la medidas contra el ocio y la holgazanería. Nuevamente el mito, la utopía y la realidad se funden no solo en un escrito, sino en un proyecto social. Vasco de Quiroga que está familiarizado, como Moro, con las Saturnales de Luciano, proyecta sobre los naturales de Nueva España el mito de la Edad de Oro, afirmando que se caracterizan por su «simplicidad, mansedumbre y humildad y la libertad de ánimo (…) sin soberbia, ni codicia, ni ambición alguna». Europa, en cambio, atraviesa una edad de hierro que nada tiene que ver con cómo se vive en esa parte del Nuevo Mundo. Con todo, Vasco de Quiroga proyecta también las preocupaciones de su mentalidad europa sobre estas poblaciones. En efecto, la ingenuidad de los naturales, su falta de preocupaciones y previsiones se aviene con el hecho de «ser flojos y muy ociosos y holgazanes, cuyo fruto es pobreza y miseria»; por no hablar de los deleites desordenados, que deben ser atajados con una adecuada política disciplinaria.

Recordemos, por último, a otro polígrafo y viajero imaginario, Juan de Maldonado, autor de una breve historia intitulada Somnium (1532). Se trata de un escrito híbrido, difícil de clasificar, entre el viaje fantástico, la utopía y la alegoría moralista. Algunos han visto en este relato una suerte de anticipo del género de ciencia ficción, aunque la brevedad y los elementos tradicionales del texto no facilitan esta interpretación. La narración toma pie en el paso del cometa Halley (1531), un hecho inquietante que sirve a Maldonado como antesala de su encuentro onírico con una dama recientemente fallecida, María de Rojas, hija de su protector y mecenas, y que hará de Beatriz dantesca en el trayecto del humanista por los cielos planetarios. El punto de despegue es Burgos, en un ascenso por los cielos que nos conduce primero a la Luna, y después a las inmediaciones de Mercurio, para aterrizar finalmente en una ciudad indeterminada del Nuevo Mundo.

El alunizaje de Maldonado nos permite saber que aquello que desde la Tierra parecían los ojos o narices de Selene, son en realidad amplios mares y territorios repletos de bosques, prados y valles. En este ambiente bucólico, aunque por otro lado impecablemente ordenado, los hombres continúan viviendo en una suerte de edad de oro, tal y como los primeros grupos humanos vivieron durante siglos, cuando la naturaleza era una generosa guía y objeto de contemplación. Todavía no dominaba entre ellos «la avaricia y la lujuria», por no hablar de la universal mediación del dinero, estímulo de todos los pecados y vicios. Maldonado se adentra después en una hermosísima ciudad lunar rodeada de siete murallas (de altura creciente), con casas y muros de un material jaspeado, río y estanque cristalinos, un puente de plata y, en el centro, un templo de diamante rodeado de siete torres puntiagudas del mismo material. Si tenemos en cuenta el simbolismo convencional, Maldonado debió querer simbolizar con estas murallas las siete virtudes teologales. Lo más peculiar en este punto de la narración es la descripción del gobierno de la ciudad. En principio, se trata de una monarquía orgánicamente perfecta, donde el cuerpo político está estrictamente armonizado hasta el punto de alcanzar rasgos prácticamente mecánicos. Maldonado asiste a una ceremonia donde los reyes toman asiento en sus tronos, mientras los «muchachos y las doncellas jugaban, danzaban y cantaban melodiosamente». Al menor gesto de los monarcas, estos jóvenes accionaban su cuerpo al unísono, como si fueran marionetas perfectamente sincronizadas. Jerarquía y perfecta comunión de voluntades forman aquí un todo armónico: «Honran al rey, su mayor satisfacción es complacerle, pues le deben obediencia. Todos anhelan y aman las mismas cosas». Podemos suponer que Maldonado quiso representar en su ciudad lunar un vestigio del gobierno celeste, más saludable que cualquiera de los existentes sobre la Tierra, aunque todavía alejado de la perfecta armonía que a buen seguro debía presidir el reino de Dios. Visto desde la sensibilidad contemporánea, la ciudad lunar de Maldonado se percibe como una utopía moralista de discutible valor estético, o como una distopía oprimente, sobre todo si pensamos en la naturaleza titiritesca de sus súbditos o en esas siete murallas de altura creciente que protegen o más bien aprisionan la urbe.

Tras dejar la Luna y aproximarse a los confines de Mercurio, nuestro protagonista vuelve a la Tierra y, tras alguna breve discusión sobre la herencia de María de Rojas, los males del mundo y los orígenes del Nilo, recala en una ciudad del Nuevo Mundo, donde se despide de su guía y su relato toma nuevos derroteros. Maldonado no se interesa por saber el nombre de la ciudad, aunque sí quiere saber qué religión profesan. Los naturales le informan de que estamos ante cristianos convertidos ya desde hace diez años, señal de que los españoles han pasado por allí. Estos últimos arribaron en efecto con tres navíos y evangelizaron a los isleños con excelentes resultados. Curiosamente, los misioneros españoles que pertenecían a órdenes diferentes acabaron dándose muerte unos a otros en una inútil disputa por sus respectivos méritos y preminencia. El resto murió a causa de las fiebres provocadas por los excesos de la carne y el estómago. No era algo tan insólito. Por ejemplo, Gonzalo Fernández de Oviedo refiere los efectos negativos de la rivalidad entre dominicos y franciscanos en su Historia general y natural de las Indias. Pero volvamos a Maldonado. Como en el caso del país de Utopía retratado por Moro, la ciudad que ha visitado se ubica en un lugar recóndito e impenetrable y, de hecho, tras la muerte de los españoles, sus habitantes han vivido aislados y sin comunicación con el exterior. Su forma de vida es piadosa y devota: misa diaria para empezar el día; misa a la que ningún habitante ha faltado durante los últimos diez años a pesar de no existir obligación o coacción externa. Sin embargo, aunque devotos, no son dados a las sofisticaciones teológicas y litúrgicas, pues carecen de libros, ni tienen más leyes que las divinas. Los sacerdotes conservan el celibato y viven honestamente del diezmo. A partir de aquí el relato se centra en cuestiones relativamente exóticas que podrían haberse inspirado en relaciones como las de Fernández de Oviedo, Pedro Mártir de Anglería o Vespucio. Así, en cuanto al orden político y social, en la ciudad existen los magistrados, aunque apenas actúan, pues cada cual se gobierna a sí mismo sin saltarse las normas. También existe el dinero y la propiedad privada, pero se vive con cierta holganza y sus habitantes comparten lo sobrante sin mayores disputas. Además, hay tanta confianza mutua que, por ejemplo, nadie vigila las tiendas donde se compran los artículos al precio tasado, precio que no admite especulación ni disputa.

En relación con el gobierno de los cuerpos, el relato se detiene en algunas costumbres sexuales que debían resultar curiosas a los lectores europeos: los abrazos y los cariños son habituales y no se ocultan públicamente, ni siquiera las caricias íntimas. Hay concursos de belleza femenina sobre el color de la piel o sobre las formas de las partes íntimas. El coito encaminado a la procreación está prescrito sólo en el matrimonio, pero el placer visual y manual se permite también entre los célibes, sin que ello suponga vergüenza ni desdoro.

El viaje de Maldonado termina cuando decide subir a bordo de un barco de pesca para contemplar mejor la ciudad. Una nave que encalla poco después y se hunde, dispersando a sus tripulantes entre las aguas marinas. Al fin y al cabo, el naufragio es, como recuerda Hans Blumenberg en Naufragio con espectador, una legítima consecuencia de la navegación, real o imaginaria. A menudo evoca el fracaso y el desengaño; otras veces, la muerte, o el umbral de un nuevo viaje a lo desconocido. En el caso de Maldonado, el naufragio no es más que el despertar de su bizarro sueño.