Explosión de una coca-cola
El desencanto poscomunista en Hungría y el este
El pasado mes de marzo se pudo ver en el Cine Estudio del CBA el ciclo Vientos brillantes. La juventud húngara en el cine de los años 70 y 80, un conjunto de películas que abordan los ideales, deseos, oportunidades y limitaciones de la juventud de ese país en el llamado «socialismo real». El historiador Pablo Batalla Cueto, autor de La virtud en la montaña. Vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (Trea, 2019) o, más recientemente, Los nuevos odres del nacionalismo español (Trea, 2022) repasa la transición política tras la caída del bloque comunista, con Hungría como paradigma de lo sucedido en toda Europa del Este, donde «se incumplieron los altos ideales» que supuestamente iban a triunfar con la llegada de la democracia.
Después de la Transición llegó, también en los países del Este comunista europeo, el desencanto, como en la España en la que la quinta de los Panero en Astorga, a través de la película de Jaime Chávarri, puso nombre a la decepción por el incumplimiento de los altos ideales que, durante años, se había imaginado –algunos habían imaginado– para el mundo que sucediese al final de la dictadura. Es habitual escuchar entre habitantes de aquel mundo un lamento que, manteniendo la condena tajante del socialismo y no simpatizando tampoco con las ultraderechas que han proliferado en aquellos países, se conduele de cómo la nueva era no se pareció al conservadurismo leído y humanista que, por un breve instante, pareció anunciarse en el horizonte cuando lo viejo expiraba, lo nuevo aún no nacía y, en aquel claroscuro, prosperaban no ya los monstruos de Gramsci, sino lo que así se evoca de Moscú en La tumba de Lenin, de David Remnick:
Lo más increíble, en 1988 y 1989, era viajar en el metro y ver a la gente leyendo a Pasternak en las ediciones azul celeste de Novy Mir, o los últimos ensayos históricos de las ediciones de color rojo y blanco de Znamya. Durante un par de años, los fogoneros, conductores, estudiantes, etcétera –todo el mundo– consumieron este material como animales hambrientos. Leían todo el tiempo, al subir escaleras, al cruzar la calle, leían como si la caja negra de la censura fuera nuevamente a tragárselo todo. Un pueblo al que le había estado vedado por tanto tiempo lo mejor de su idioma consumía los clásicos por fascículos: una semana era el Réquiem de Anna Ajmátova; a la siguiente Chevengur, de Andréi Platónov. Muchos compartían un mismo ejemplar de Novy Mir, por lo que había que forrarlo para evitar su destrucción. A menudo usaban el Pravda, dándole así alguna utilidadD. Remnick, La tumba de Lenin. Los últimos días del imperio soviético, Barcelona, Debate, 2011, pp. 111-112..
No fue, no, en las cocinas moscovitas donde se cocinó el poscomunismo; no fue la «intelectualidad humanista y literaria que sabía mucho de valores y tradiciones, pero que apenas entendía de economía, mercados e inversiones» que en ellas se reunía, formada por «deslumbrantes ensayistas y periodistas, científicos que esperaban regresar a la comunidad internacional, trabajadores de museos que enseguida entraron en el circuito internacional de exposiciones y festivales», quien construyó la era nueva. En efecto, como escribe Karl Schlögel en El siglo soviético:
Los artífices del universo postsoviético no provenían tanto de las cocinas moscovitas como de las altas esferas de las organizaciones del Komsomol, de los dirigentes de carrera dentro de las juventudes del Partido, de las cooperativas de dachas de los ministerios, entre ellos la KGB, de las familias de diplomáticos y los colegios elitistas, de las facultades de Economía, Informática, Matemáticas, Finanzas y las business schools internacionales. Aprendieron desde jóvenes a navegar por las aguas inciertas del mercado negro y, cuando llegó el momento, supieron dónde había que estar para conseguir el primer millón. Y pronto comenzó la fuga de cerebros, a medida que el país desaprovechaba las oportunidades que por fin se le ofrecían. Había hordas de especialistas y expertos, altamente cualificados, deseando marcharse del país, pero también había formas de ascender a la nueva nobleza de oligarcas económicos y personal del servicio secreto. Nunca antes en la historia ha habido semejante eclosión de poder de la clase cleptócrataK. Schlögel, El siglo soviético: arqueología de un mundo perdido, Barcelona, Galaxia Gutenberg, pp. 403-404..
Schlögel habla de Moscú, de la Unión Soviética, aunque el relato vale, mutatis mutandis, para todas las naciones del periclitado bloque del Este. Y habla de las élites, pero la degradación de los ideales se manifestó también al nivel de un pueblo llano que, pasado aquel suspiro de avidez por la cultura censurada durante décadas, accesible ahora gracias a la perestroika y la glásnost, pronto pasó a estar mucho más interesado en el zafio repertorio del consumismo capitalista. Aprendió aquella droite lo que en España la gauche divine unos años antes, cuando se comprobó que el combustible del motor de la historia eran menos las trovas de Paco Ibáñez que las películas del destape; que tiran, ay, más dos tetas que dos sonetos. Lo que, en realidad, bien podía verse como una victoria, una continuidad, una pertinacia del sistema teóricamente demolido, al igual que el reciclaje gatopardiano de sus burócratas.
Ya bajo Jrushchov, la URSS del metal había dado paso a la del plástico; a una URSS y un Este que –fenecido en los gulag del estalinismo el discurso de movilización radical, romántica, creadora de mundos y hombres nuevos, del primer bolchevismo– pasaban a asentar su legitimidad en su capacidad de elevar el nivel de vida de la población y –a diferencia de lo que sucedía en el mundo capitalista– distribuirlo equitativamente. Como escribe David Priestland en Bandera roja, «el “comunismo” que Jrushchov había prometido que se alcanzaría en 1980 se reinterpretaba ahora como una sociedad de plenitud material más que como un edén marxista de creatividad»D. Priestland, Bandera roja. Historia política y cultural del comunismo, Barcelona, Crítica, 2017, p. 407.. En los países del Este comenzaron a aparecer grandes almacenes con autoservicio de aroma estadounidense, como los Supersam varsovianos. «El comprador podía ahora pasearse por la tienda eligiendo lo que quería, sin tener que discutir con hoscos dependientes o hacer largas colas ante la máquina registradora»Ibid., p. 408.. Fue también cuando aparecieron los Trabant, los Lada… Las familias del socialismo podían soñar ahora con su propio automóvil.
Esa transformación, esa evolución hacia un socialismo de consumo, queda gráficamente expresada en cierto juego de mesa húngaro muy popular, aparecido a mediados de los años sesenta, llamado Gazdálkodj okosan! Se trataba de una especie de Monopoly tardosocialista que consistía en erigirse como el mejor administrador de una economía doméstica. La victoria correspondía a quien equipase un apartamento manteniendo en el banco unos ahorros de dos mil forintos. Pedagogía del consumismo racional que promovía el kadarismo, en la versión de 1966: por ejemplo, la casilla número 33 era la tienda electrónica Keravill, donde se debía comprar una radio, una lavadora, una máquina de coser y una aspiradora, mientras se aprendían valores socialistas: la primera casilla era la tienda de licores y, si uno caía en ella, pagaba cuatrocientos forintos y recibía esta reconvención: «¡Ah, atolondrado! Solo un borrachín puede caer en la tienda de licores al primer movimiento»B. M. Greene, «Socialist popular culture and youth culture during the long 1960s in Hungary», 2013 [en línea], consultado el 4 de mayo de 2023 en https://escholarship.org/content/qt2215w0nm/qt2215w0nm_noSplash_c85349c5d1980c15a3e5f3019dfdfe59.pdf?t=nru1gk..
El año 1966 había sido en el que János Kádár, el secretario general del Partido Socialista Obrero Húngaro, encumbrado tras el sofocamiento de la revolución de 1956, había presentado lo que se bautizó como Nuevo Mecanismo Económico [Új Gazdasági Mechanizmus], un plan que se oficializó en 1968 y dio lugar a una economía dual del tipo de la NEP soviética de los años veinte, que se conocería como «comunismo gulash»: reducción al mínimo del control de precios, eliminación gradual de los controles económicos, apertura a la competencia de cooperativas –como la que pasó a gestionar los grandes almacenes Skala de Budapest– y de un pequeño sector privado legal, admisión del aumento de las diferencias salariales o el incremento del comercio con países no comunistas. Se aliviaron también algunas restricciones a las actividades culturales e incluso al samizdat, la autoedición disidente. La filosofía general del comunismo gulash queda expresada en la vuelta dada –se non è vero è ben trovato– por Kádár al que había sido el principio de Mátyás Rákosi, su predecesor estalinista. Rákosi decía: «El que no está con nosotros, está contra nosotros». Kádár dirá: «Quien no está contra nosotros, está con nosotros». En la década de 1980 era bastante popular: según encuestas del momento, el 87,7% de los húngaros estaba total o parcialmente satisfecho con élD. Priestland, Bandera roja…, p. 498..
La lucha por el derrocamiento del comunismo, que –como reza el adagio– en Polonia tomó diez años, en Hungría, diez meses, en Alemania, diez semanas, en Checoslovaquia, diez días y en Rumanía, diez horas, fue en la RDA y en el país magiar –donde el descontento obrero se había mitigado más eficazmente–, a diferencia de en otros países, una tarea fundamentalmente de intelectuales y trabajadores de cuello blanco. Y de poca gente. András Bozóki, autor de Rolling Transitions and The Role of Intellectuals: Case of Hungary, calcula en dos mil personas el número de quienes lideraron el proceso al que se refiere como rolling transition [transición progresiva], de las cuales, el 90% eran intelectuales. Dos mil personas cuyos samizdat eran leídos por unas veinte mil y con capacidad para arrastrar a las manifestaciones a unas doscientas milM. Matlak,«How 2000 people made an impact at a time when society was silent: András Bozóki on the rolling transition of Hungary», entrevista publicada en Review of Democracy, 29 de noviembre de 2022. Consultado el 4 de mayo de 2023 en https://revdem.ceu.edu/2022/11/29/how-2000-people-made-an-impact-at-a-time-when-society-was-silent-andras-bozoki/.. Con eso bastó para poner punto y final al socialismo en un país con una sociedad a la que la combinación, tras la revolución frustrada de Imre Nagy, del palo de una represión durísima y la zanahoria del consumo kadarista había vuelto muy pasiva, con el trauma del 56 jugando un papel anestesiante similar al del 39 español sobre la Transición de acá.
El consumo, de todas formas, se había vuelto más costoso: los estándares de vida también habían decaído en aquel país sobre el que un tal Hermann Tertsch escribía en 1985, en El País, un reportaje titulado «Hungría, paraíso socialista», en el que se explicaba cómo «flexibilidad económico-política y pluriempleo han generado un modelo de bienestar único». A Hungría afluían –relataba Tertsch– turistas de otros países socialistas para quienes Budapest era «el edén del consumo, el cuerno de la abundancia y sueño para afanes consumistas reprimidos por la pobreza de la oferta en sus países de origen»; «jovencitas de Alemania Oriental y de Checoslovaquia se compran aquí indumentarias completas de Benetton, zapatillas de deporte con rayas de colores y pantalones tejanos con el nombre de inspiración más americana posible», con los que podrían «coquetear en sus ciudades ante las miradas envidiosas de rivales vestidas con la ropa sintética de aburridos colores de la confección nacional»H. Tertsch, «Hungría, paraíso socialista», El País, 31 de marzo de 1985. Consultado el 4 de mayo de 2023 en: https://elpais.com/diario/1985/03/31/internacional/481071611_850215.html.. Pero el pluriempleo citado en el subtítulo era –en una Hungría sometida, pese a todo, a las dentelladas de la crisis económica general– el precio que había que pagar para mantener el ritmo consumista; entre los húngaros, también había aumentado la tasa de suicidios.
Sea como fuere, los rostros de la oposición húngara no eran, a diferencia de la polaca, corpulentos obreros bigotudos, sino filósofos, periodistas, sociólogos, ensayistas, artistas, dramaturgos, etcétera. Su disidencia tenía que ver en gran parte con un orgullo corporativo herido que venía ya de los años de Jrushchov y los inicios del kadarismo. Durante la época de Stalin, los obreros y campesinos habían sido económicamente menos estatalistas que los instruidos. A estos últimos, si eran obedientes, el régimen los premiaba con un prestigio que el deshielo mitigó. La era antiheroica de las aspiradoras, los frigoríficos y los bloques de pisos no necesitaba poetas ni artistas, sino grises tecnócratas. A los primeros se los llegaba a desdeñar con formas soeces como las de este discurso de Jrushchov en una exposición de arte moderno en Moscú: «Eres un chico con buen aspecto, pero ¿cómo puedes pintar algo así? Deberíamos bajarte los pantalones y darte unos azotes hasta que comprendas tus errores. Deberías avergonzarte. ¿Eres un maricón o un hombre normal? […] Tenemos derecho a enviarte a cortar árboles hasta que hayas devuelto el dinero que el Estado ha gastado en ti. El pueblo y el Gobierno se han preocupado mucho por ti y les pagas con esta mierda»D. Priestland, Bandera roja…, p. 343..
«Mi mundo no es de este reino», pensaban, como Bergamín en España, anhelantes de un orden estructurado en torno a un nuevo paradigma romántico: el de una meritocracia platónica del mérito humanista que restituyese su preeminencia a los chamanes del arte y el intelecto. No tenían demasiado en cuenta el libremercado, más allá de –en su propio «si no está contra nosotros, está con nosotros»– admitirlo sin mayor problema en el pack opositor, idealizándolo, si acaso, como otro virtuoso sistema de reconocimiento de méritos genuinos, sin pararse a pensar en que los ganadores de la liberalización pudieran ser los viejos burócratas que se vendían a sí mismos las empresas públicas que ya controlaban. No eran muy diferentes, en lo que respectaba a imaginar el mundo que sucedería a la demolición del Telón de Acero, del niño de esta historia que cita Margo Rejmer en Barro más dulce que la miel. Voces de la Albania comunista:
Cuando estalló la libertad todos perdimos la razón –sonríe Olti–. Yo era un mocoso. Impulsado por la ola de desbordantes emociones, fui corriendo a la escuela, cogí una piedra de gran tamaño, tomé impulso y la lancé con todas mis fuerzas contra una ventana. […] «¿Por qué rompiste ese cristal?», me preguntó la maestra. No supe qué contestar. «No quiero una ventana comunista», balbucí con la cabeza gacha. Después la levanté e, inspirado, añadí: «¡Sali Berisha instalará ventanas nuevas!». ¡El líder del partido democrático nos instalaría unas ventanas mejores, democráticas! No teníamos ni idea de lo que significaba ser libres, pero teníamos fe en que enseguida todo sería como en OccidenteM. Rejmer, Barro más dulce que la miel. Voces de la Albania comunista, Valencia, La Caja Books, 2020, p. 18..
Se buscaba y se abrazaba toda manera de distanciarse del régimen detestado –de lo sovok, «soviético», palabra peyorativa contra todo lo retrógrado, débil, flojo, hipócrita–D. Remnick, La tumba de Lenin…, p. 508.. En un momento dado –cuenta Remnick de Rusia, pero pasó en todos los países del Este–, se puso de moda entre los círculos disidentes una cortesía tradicional afectada, incluso histriónica: cosas como abrir la puerta a las señoras, ayudarlas a ponerse el abrigo o saludarlas besándoles la mano, así como un vocabulario recargado, arcaizante. Aquellos discrepantes no eran nostálgicos del zarismo, ni reaccionarios a la Solzhenitsyn que suscribieran las filípicas de este contra «el estiércol líquido de la degradante y embrutecedora “cultura pop”, de las más vulgares vestimentas y de la excesiva exhibición pública», que llegaba desde el otro lado de la Guerra Fría, filtrándose por debajo del Telón de Acero, que había impedido, sin embargo, la llegada «de todo lo bueno que hay en Occidente»Ibid., p. 558.. Los discrepantes encontraban en aquella urbanidad conservadora un código identitario, una manera de enfatizar su oposición. Oposición que, en muchas ocasiones, era intrafamiliar: se alzaba contra los propios progenitores, socialistas devotos que en su juventud habían hecho lo contrario, esto es, adoptar con afectación la anticortesía revolucionaria del «¡salud, camarada!» genérico, el tuteo, la igualdad radical, el lenguaje directo y sin bizantinismos, etcéteraIbid., pp. 505-506..
El Este poscomunista no tardó en distanciarse de aquellos sueños. Puestos a gobernar, aquellos intelectuales no supieron hacerlo. Una cosa era predicar y otra dar trigo. Política, decía Weber, es taladrar tablas duras, y no se agujerean tablones del modo que un ingenuo Václav Havel declaraba creer en 1991: «Cuando un hombre tiene el corazón en el lugar correcto y buen gusto, no solo puede hacerlo bien en política, sino que incluso está predeterminado para ello. Si alguien es modesto y no anhela el poder, ciertamente no está mal equipado para participar en política: por el contrario, está llamado a ello. Lo que se necesita en política no es la capacidad de mentir, sino la sensibilidad para saber cuándo, dónde, cómo y a quién decir las cosas»V. Havel, «A politician needs principles and good manners», The International Herald Tribune, 29 de octubre de 1991.. En la Hungría que estrenó la democracia con un primer Parlamento donde los intelectuales seguían teniendo una vasta sobrerrepresentación, estos habían abandonado masivamente la política en menos de cuatro añosM. Matlak, «How 2000 people made…».. Tampoco era su mundo –descubrieron– aquel reino de comités y mesas camillas, despachos y demoscopias. Cita Remnick en La tumba de Lenin la visita de uno de los ayudantes de Yeltsin a Alexander Sokolov, máximo responsable del Comité Central, para pedirle una copia de su antigua agenda telefónica: el Gobierno de la recién renacida Rusia necesitaba burócratas con experiencia. En 1992, Sokolov le contaba al periodista de The Washington Post Michael Dobbs que «las personas que trabajan en las oficinas son las mismas que hace un año. Cuando estábamos conformando –decía– las nuevas estructuras, tuvimos que contratar a gente de las antiguas. Nuestros partidarios (la gente que asistía a las manifestaciones y a los mítines) no sabían cómo se gobierna un país»D. Remnick, La tumba de Lenin…, p. 758..
Adam Michnik escribe en En busca del significado perdido sobre Polonia –pero vale para cualquiera de los otros países del antiguo bloque– que «a pesar de que todo el mundo ha conseguido los derechos a los que aspiraban los protagonistas del agosto de 1980, nadie está contento en la Polonia libre». La sociedad «ha conquistado el derecho de cambiar el gobierno por vía pacífica y hace uso de este derecho», y sigue sucediendo que «con cada cambio de gobierno, se espera un milagro, pero el tiempo de los milagros ya ha pasado». Ha concluido «la época del heroísmo desinteresado» y «el espíritu emprendedor y la competencia han relegado al olvido el ethos de Solidaridad. La nobleza de carácter de los activistas sociales, la intrepidez y el honor caballeresco se han convertido en una mercancía inusual a la par que poco valorada en el mercado polaco. En los tiempos que corren, la picardía y la brutalidad, la falta de escrúpulos y el descaro han demostrado ser más eficaces y se han vuelto más populares». Todo había cambiado para que todo siguiera igual y los polacos «asisten perplejos» no solo «a la frustración causada por el paro y por la pérdida de la seguridad social», sino «a la expansión del crimen organizado, a la corrupción generalizada, a la autocomplacencia y al cinismo de los que fueron fieles servidores de la dictadura»A. Michnik, En busca del significado perdido, Barcelona, Acantilado, 2013, pp. 50-52..
Durante aquellos años se manejó en Rusia una palabra que expresaba las ansias de una nueva trascendencia entre los escombros de una civilización caída: bogoiskatelsvo, «búsqueda de Dios». Que no se encontrara entonces ese dios sustituto explica en alguna medida el éxito actual de ultraderechas que ofrecen un romanticismo retrotópico; una nostalgia que, renegando, pese a todo, de la era comunista (aunque la nostalgia del kadarismo está hoy bastante extendida en Hungría: según una encuesta de 2020, el 54% de los húngaros cree que la mayoría tuvo una vida mejor con Kádár, frente al 31% que no está de acuerdo con tal afirmación)D. Priestland, Bandera roja…, p. 498., se va más atrás: al tiempo mitológico de los Jagellones y los san Esteban. En Hungría, la caída en desgracia de Ferenc Gyurcsány es el paradigma de todo este proceso: este miembro de la socioliberal Coalición Democrática, primer ministro entre 2004 y 2009, había iniciado su carrera política en las juventudes comunistas para luego convertirse en vicepresidente de la Asociación de Jóvenes Demócratas de Hungría, tras lo cual, ya en democracia, se había lanzado al mundo empresarial con la creación de varias firmas prósperas que lo habían convertido en la quincuagésima persona más rica del país. Dejará de ser primer ministro como consecuencia de la polémica que desató una grabación filtrada, en la que reconocía haber mentido a los votantes en las elecciones de 2006 y se expresaba de forma peyorativa sobre la política y el país.
Michnik había estado en junio de 1989 en el acto de rehabilitación solemne de Imre Nagy, en la plaza de los Héroes de Budapest, un momento que el también presente Charles Gati describe de este modo:
El ambiente de la plaza era reconfortante, casi arrebatador. De pronto, aquella gente orgullosa de estar viviendo en «el mejor barracón del campo comunista» y de disfrutar de los miserables privilegios que le otorgaba el régimen semitotalitario de Kádár, pareció recuperar el recuerdo aletargado de la verdadera libertad del año 1956. ¿Levantaban finalmente la cabeza o solo era una impresión mía? Rompí a llorar. Por segunda vez, se hacía historia delante de mis ojosCitado en A. Michnik, En busca del significado…, pp. 91-92..
En 2009, la filtración de la grabación de Gyurcsány vino a cerrar algo abierto hasta entonces; aquello fue la clausura, la ruina definitiva de las esperanzas que se habían abierto con aquel acto solemne, encarnando un contramodelo de lo que allí había acontecido. Frente a la plaza pública –la cara al vent, el cor al vent, les mans al vent, els ulls al vent–, los manejos sibilinos y ratoniles; frente a la pasional remembranza del heroísmo pretérito, la amnesia que había encumbrado o, mejor dicho, mantenido en la cumbre, a los antiguos funcionarios de la dictadura, poco amigos de sacar a relucir «la guerra del abuelo y la fosa de no sé quién» que en España desdeñan los vástagos del franquismo. De aquella decepción es hijo el sórdido régimen iliberal de Viktor Orbán.
Lo que sigue, conclusión de este artículo, es una anécdota que cuenta Margo Rejmer en Barro más dulce que la miel, y es también –pensamos– una metáfora. En la dictadura de Enver Hoxha, un padre consiguió a través de unos conocidos que se dedicaban al contrabando una botella de Coca-Cola, prohibidísimo artículo en una Albania obsesivamente autárquica, cerrada a cal y canto al contacto con el exterior. El hechizo de aquel retazo infinitesimal de un mundo desconocido e idealizado podía más que el miedo a dar con los huesos en la cárcel en un país en el que se iba a prisión, bajo la acusación de antipatriotismo, por decir, por ejemplo, «¡qué bueno es ese Beckenbauer!». El padre tapó las ventanas, reunió a los críos, agarró la lata. La agitó durante un buen rato: era, al fin y al cabo, una bebida, y todas las bebidas que conocía, del kéfir al zumo, debían agitarse. Cuando al fin la abrió, se oyó un estruendo, y todos se tiraron al suelo. Chorretones marrones empapaban toda la estanciaM. Rejmer, Barro más dulce…, p. 264..
22.03.23>26.03.23
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