Filosofar, viajar, pensar
Crítica de la razón turística
Imágenes © Hergé-Tintinimaginatio 2022
En este artículo, el filósofo y profesor de la Universidad Complutense Rodrigo Castro Orellana reflexiona sobre la experiencia filosófica contenida en la metáfora del viaje, a la vez que hace una crítica de lo que llama «razón turística», característica del capitalismo contemporáneo, que excluye del viaje la aventura, el extravío, la emoción de lo impredecible propias de la experiencia del viajero, que busca «poner en riesgo la identidad, sacudirse las raíces y permitirse “ser de otra manera”».
El ser humano sobrevive y sostiene su existencia proyectando imágenes, interpretaciones e ilusiones que buscan compensar el carácter indeterminado del mundo. Algo que no resulta extraño a la filosofía y su búsqueda de nombres para describir la realidad, y que se puede advertir en la importancia y recurrencia de ciertas metáforas en la historia de nuestra cultura. El libro, por ejemplo, como metáfora de la naturaleza, la vida como naufragio, lo risible de la teoría, el conocimiento como luz, el pedazo de cera en Descartes, la imagen de la paloma en Kant o de la lechuza en Hegel y su vuelo crepuscular, etcétera. En su libro Paradigmas para una metaforología, Blumenberg señala que en relación con la metáfora del viaje hay una investigación especial, altamente interesante, todavía pendiente de realizarH. Blumenberg, Paradigmas para una metaforología, Madrid, Trotta, 2003, p. 68.. La fuente eterna de esta imagen del viaje se encontraría, según el pensador alemán, en la Odisea de Homero con su particular énfasis en la figura cíclica del retorno (en este caso, el de Ulises a Ítaca). Pero alcanzaría también otras modulaciones más centradas en la imposibilidad del regreso, o en la inminencia del extravío. En las siguientes líneas presentaré, en primer lugar, el esbozo de una metaforología del viaje que nos permita captar algunos de sus funcionamientos en la historia de la filosofía. De esta manera, en una segunda parte, delimitaré un concepto filosófico del viaje y concluiré con una reflexión acerca de su exacto sentido en nuestro presente.
ASCENSO, DESCENSO Y RE-FLEXIÓN
La filosofía se ha servido muchas veces del viaje como metáfora y, en ese juego simbólico, la cuestión del retorno al lugar del que se partió ha sido algo insoslayable. Una de las primeras imágenes de estas características se encuentra en el célebre relato platónico de la caverna. En dicho texto se describe la alienante situación de unos hombres encadenados en el fondo de una caverna, forzados por su propia ignorancia a contemplar solamente las sombras de la verdad. La escena adquiere la connotación de un viaje cuando uno de estos sujetos rompe sus ataduras e inicia el camino de ascenso hacia la salida de este reino de oscuridad. Se trata de un trayecto escarpado y fatigoso que obliga a un verdadero triunfo sobre sí mismo y sobre la inercia que nos invita a permanecer en la apacible e ilusoria existencia de la caverna. Sin embargo, la recompensa frente a este sacrifico resulta muy significativa. Los rigores de una «vida examinada» y sometida a la primacía de la teoría encuentran su compensación en la potencialidad liberadora del conocimiento. En efecto, el sujeto que logra conquistar la salida del reino sombrío descubriría la verdad en su plenitud y alcanzaría un saber fundamental respecto al carácter ficticio y degradado que posee la vida de aquellos hombres que aún permanecen encadenados.
Sin duda, este es un viaje iniciático en donde el individuo desarrolla una primera formación que lo aleja del punto de vista convencional, del dominio de las opiniones, de aquello que Séneca llamaba la stulticia. El stultus está totalmente expuesto al mundo externo y por eso deja entrar en su mente, sin examinarlas, todas las representaciones que la realidad puede ofrecerle. Carece de discriminatio, no tiene capacidad de establecer distancia y así se dispersa entre las sombras de la caverna. El viaje filosófico, entonces, busca antes que nada desplazar hacia un lado la stulticia. A esto mismo se refiere Descartes cuando vincula su iniciación filosófica con la actividad de viajar:
Esta misma idea del viaje como aprendizaje filosófico la desarrolla Arthur Schopenhauer en sus Diarios de viaje de los años 1800-1804, donde afirma que, en dicho periplo, su espíritu nutrido y adiestrado por la percepción directa de las cosas mismas aprendió el qué y el cómo de ellas antes de ser embobado y fatigado por manidas opiniones.
En Platón, esta aventura existencial por medio de la cual se acumulan las experiencias educativas se convierte en el movimiento ascendente de la filosofía desde el fantasmagórico «mundo sensible» hasta la captación de las ideas puras en el «mundo inteligible». Una elevación que tiene a Sócrates como principal protagonista, en cuanto que él constituye la expresión máxima de la figura del filósofo que rompe con las cadenas del falso saber y que accede a la verdadera ciencia de lo universal. Pero el viaje no culmina en este punto, Sócrates debe perentoriamente regresar a las entrañas de la caverna y ello supone una excursión aún más peligrosa que la anterior. El hombre que ha acostumbrado su vista a la luz ahora se desenvuelve con torpeza entre las tinieblas. Por esa razón, una vez que se produce el regreso de Sócrates, los hombres encadenados lo desacreditan y asocian su discurso a la locura o la corrupción moral. El proyecto de liberar a los sujetos a través de la ciencia filosófica, un programa pedagógico que Sócrates encarna con su método mayéutico, deriva en la condena a muerte del mensajero.
Desajuste, por lo tanto, entre la palabra filosófica y la ciudad de los hombres. ¿Qué sentido puede tener, entonces, el regreso socrático del viaje filosófico? Hay una doble necesidad. Por una parte, es la exigencia ética de un acto comunicativo y pedagógico que el saber verdadero impondría al filósofo. Por otro lado, hay una aspiración a ordenar la realidad corrupta de la ciudad en función de la idea de bien. En esta segunda dimensión, el retorno del filósofo se enlaza con el sueño del filósofo gobernante. Si a la filosofía platónica le interesa regresar a la realidad, ello se debe paradójicamente a un profundo sentimiento de que hay algo inhóspito, inexplicable y rechazable en ella, lo cual obliga a intentar modificarla y ajustarla al concepto. El descenso filosófico, por ende, se justifica desde la angustia que genera el carácter defectuoso de la realidad y que anima el proyecto de disolución de la heterogeneidad existencial en el océano de la idea absoluta.
No obstante, lo real se resiste pertinazmente a adecuarse a lo ideal, la polis no se ajusta a su fundamentación filosófica y el retorno parece convertirse en una sucesión de derrotas. Quizás a estos sucesivos fracasos se deba el hecho de que la filosofía regrese una y otra vez, a lo largo de su historia, al empeño de realizarse políticamente. Y que lo haga de maneras muy dispares, que van desde el sueño platónico del filósofo Rey hasta los regímenes políticos orgánicamente articulados mediante una ideología, pasando por la utopía del gobernante ilustrado a través del saber filosófico (Foucault). Esta propensión de la filosofía a regresar a la ciudad para establecer su verdad persiste también en el concepto moderno de historia, una vez que se reconoce a esta última como el lugar donde la idea puede encontrar su realización. Para Hegel, por ejemplo, la consumación de la libertad universal viene asegurada por el viaje de autorrealización del espíritu absoluto. Una aventura racional en que todo extravío o naufragio queda integrado en el sentido dialéctico de un movimiento totalizador sin exterioridad.
Será preciso esperar hasta Nietzsche para encontrar otra versión radicalmente distinta del viaje de salida y regreso de la caverna platónica. Esto ocurre con el personaje de Zaratustra, el cual, a diferencia del hombre encadenado que se libera, no inicia un viaje en medio de un mundo espectral e insuficiente, sino en la soledad pletórica de la montaña. Aunque nuevamente el problema será el retorno del sabio a la ciudad de los hombres. Zaratustra dice llevar un regalo para los habitantes de la ciudad desde el fondo de su corazón desbordado de sabiduría. Sin embargo, al pronunciar su discurso en la plaza pública, el pueblo lo ignora y se ríe de su mensaje. Así descubre una soledad aún más profunda que aquella propia de la montaña, un abismo insalvable entre él y los hombres. Dice Zaratustra que ha vivido demasiado tiempo en las montañas, que ha escuchado demasiado a los arroyos y a los árboles, por lo cual ahora habla al pueblo como a los cabreros.
Habría un desajuste, entonces, entre la palabra filosófica y el mundo de la vida. En la ciudad, Zaratustra únicamente halla desprecio y desinterés ante su filosofía. Esto lo lleva a reconocer que su doctrina no es para los oídos de la muchedumbre de la plaza pública. De hecho, asumiendo esta situación, Zaratustra resuelve no hablar más al pueblo e iniciar una búsqueda de individuos solitarios que sean capaces de escucharle. El anuncio de la llegada del «superhombre», mensaje fundamental de Zaratustra, requiere de otros oídos más atentos y sabios. Es lo que se expresa en un pasaje del prólogo de Así habló Zaratustra: «No debo ser pastor ni sepulturero. Y ni siquiera voy a volver a hablar con el pueblo nunca; por última vez he hablado a un muerto […]. Cantaré mi canción para los eremitas solitarios […]»F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza, 2007, p. 48.. De esta manera, se inicia un peregrinaje que supone situar la filosofía en una relación de exterioridad con respecto a la ciudad. Esto explica el creciente elogio de Nietzsche a la soledad y el uso recurrente de la metáfora de la montaña. Allí está la verdadera patria de Zaratustra, donde los únicos compañeros apropiados serán finalmente el águila y la serpiente. Sus pensamientos superiores: voluntad de poder y eterno retorno que convierten el viaje filosófico en una experiencia heroica expuesta al desafío enorme de superar la idea de fundar conceptualmente la ciudad.
¿No resuena aquí la voz solitaria del propio Nietzsche errante por Europa? Sin duda, existe una singular concordancia entre la filosofía del pensador alemán y la experiencia concreta de su viaje personal, que lo lleva desde su cátedra en Basilea a Venecia, Génova, Sils-María, Sicilia, Niza y, finalmente, Turín. Se podría intentar seguir el rastro de este trayecto de transformaciones sucesivas que condena al filósofo a su hundimiento y que representa el desplazamiento telúrico de una escritura a la búsqueda de una salud añorada.
En suma, Platón y Nietzsche nos permiten ilustrar la existencia de dos niveles de relación entre la filosofía y el viaje. La «matriz platónica», que entiende el viaje como un ascenso teórico al reino de lo universal, que culmina en el descenso y la imposición de la idea como forma de dar orden a un territorio hostil y, por otro lado, la «matriz nietzscheana», que concibe el viaje como una travesía aciaga y, a la vez, como una odisea jovial por la superficie lúdica y abismal de nuestra experiencia; andanza que concluye, precisamente, con la disolución de todo aquello que pueda llamarse ascenso o descenso. Son dos modos de concebir la práctica del pensamiento: la voluntad de sistema que levanta certezas hacia el éter, por una parte, y los filósofos del «peligroso quizás» por otra, socavando los pilares de la tierra.
La primera matriz es responsable, en buena medida, de haber articulado una concepción del pensamiento como esfuerzo metódico que posteriormente el positivismo científico ha venido a reforzar con la idea de una razón calculadora o instrumental. En todo esto subyace, una vez más, la imagen del viaje entendido como el camino escabroso del conocimiento hacia el descubrimiento de la verdad lógica y matemática de la naturaleza. En tal imagen, al científico le corresponde el papel de explorador que diseña las metas esperadas al finalizar su aventura. La misión consiste en encontrar aquello que se anuncia en la hipótesis. Una tarea, como puede observarse, donde todo riesgo se halla controlado y lo más importante es, al fin y al cabo, retornar con resultados a la patria de «lo mismo».
En oposición a esta perspectiva, la segunda matriz despliega un «ethos filosófico», donde el ensayo y el experimento convierten el viaje en algo peligroso. Aquel que investiga sería quien no teme el poder socavador de la pregunta. La obra se situaría, por tanto, en un régimen precario, permanentemente abierta a modificaciones o reformulaciones. No existiría una voluntad de sistema y, por lo mismo, la filosofía no aspiraría a legitimar lo que ya se sabe, sino que se arrojaría a ese límite donde se juega la posibilidad de pensar distinto. Se trata de una curiosidad arrebatadora que dispara la pregunta lejos de la solución confortable y en dirección a aquello que le permite a uno «dejar de ser uno mismo». Esta es una filosofía del extravío cuyo compromiso radical es con la pregunta. Por este motivo, quien establece esta relación con el pensar se asemeja a un navegante que inicia su travesía por aguas desconocidas dispuesto a que los vientos le arrastren donde sea. No se le puede juzgar por la coherencia de la ruta ni por los nuevos territorios que logre descubrir. Su valor reside más bien en el heroísmo de permitir que el conocimiento le transforme, en la audacia de conducir la nave hacia la tempestad.
En esta «matriz nietzscheana» subyace una relación distanciada con la ciudad, porque se trata de una filosofía de hombres solitarios, sin discursos en la plaza pública, carente de retorno. Así se pretende fracturar el sueño político de la filosofía, haciendo de la periferia el lugar propicio para el pensamiento. Esta es la opción de Heidegger, por ejemplo, cuando rechaza abandonar Friburgo e iniciar una carrera académica en Berlín, expuesta en un célebre texto de 1934 que tiene el significativo título de «¿Por qué permanecemos en la provincia?». En contraposición a esta filosofía que encuentra su elemento en la provincia, la «matriz platónica» excluye cualquier opción por el exilio. La conclusión platónica sobre Sócrates es rotunda: el filósofo no puede abandonar la ciudad, salvo en ese «viaje especulativo» que le permitiría encontrar las claves para la refundación de la polis. Hay dos movimientos, entonces: la filosofía que se retira de la ciudad para envolverla con otra mirada y la filosofía que permanece en la ciudad con el objetivo de diagramarla a partir del poder de la razón. La experiencia filosófica contenida en la metáfora del viaje incluye estas dos lógicas: el descenso que se transforma en errancia y el ascenso que se halla determinado por el deber de regresar.
Sin embargo, la carga semántica de la imagen del viaje no estaría completa si no añadimos un tercer sentido filosófico. Walter Benjamin lo sugiere en un pasaje de su texto Infancia en Berlín. Hacia el mil novecientos:
El arte al que se refiere Benjamin en este fragmento corresponde a la errancia callejera. Perderse en la ciudad con la serenidad de quien se extravía en el bosque, es decir, escuchando el rumor de las calles como si fuesen los murmullos de la naturaleza. Aquí el viajero es un caminante que deambula por la ciudad. Si le prestamos atención a este sujeto urbano, hay un aspecto elemental que salta a la vista. Se trata de caminantes que tejen como un hilo delgado un texto diferente al que se diseñó con la ciudad planificada. El caminante –aquel que atraviesa una y otra vez la ciudad– constituye una figura de lo cotidiano, entendido como aquello que pasa todos los días. Somos transeúntes que van de aquí para allá recorriendo las calles, yendo y viniendo de un lugar hacia otro. Así se modela el paisaje característico de la ciudad a ras de suelo: el pulular de las trayectorias, el fluir de los destinos, el hormiguear de las biografías particulares.
En este sentido, podríamos afirmar que hay algo recurrente que caracteriza la vida de los ciudadanos. Andar por la ciudad correspondería a una rutina que vuelve a realizarse cada día y que permite vislumbrar fugazmente un subsuelo común de nuestra experiencia urbana. De ahí la importancia decisiva de la calle como topos esencial de la ciudadanía. Por las calles fluiría la vida de los habitantes siempre en alguna dirección, aunque a veces también en ella se producirían los desvíos o la detención de nuestros itinerarios. En cualquier caso, y esto es lo importante, en dichas trayectorias habría una disposición cíclica o re-flexiva, que se evidenciaría por la función prioritaria del domicilio o de la casa como punto de partida y retorno de todas nuestras aventuras callejeras. El viaje cotidiano por la ciudad comienza en el domicilio, como lugar de la plena disponibilidad de sí, y tiene su otro polo fundamental en el trabajo, como espacio de la disponibilidad para lo otro (la máquina, el cliente, el jefe, etc.) Entre estos dos polos la calle cumple un rol eminentemente comunicativo, abriendo la posibilidad de una experiencia re-flexivaH. Giannini, La «reflexión» cotidiana. Hacia una arqueología de la experiencia, Santiago de Chile, Universitaria, 1987..
La filosofía ha estado desde siempre muy ligada al acto de andar por la ciudad. No hay que olvidar que Sócrates fue un filósofo eminentemente callejero que asaltaba con sus preguntas a los ilustres ciudadanos atenienses cuando iban de camino a algún lugar. Nietzsche escribió que era imprescindible estar sentado el menor tiempo posible, que no se podía dar crédito a ningún pensamiento que no haya nacido al aire libre, a ningún pensamiento en el cual no celebren una fiesta los músculos. En este contexto, la filosofía podría entenderse como un viaje a partir del deambular de un cuerpo por los intersticios de la ciudad. Así, la actividad intelectual como ejercicio de la razón sobre sí misma (reflexión) se cruzaría con la experiencia espacial del transeúnte (re-flexiva) para mostrarnos que la reflexión no se corresponde con el ejercicio de un solipsismo abstracto, sino que siempre es y debe ser re-flexiva, es decir: una experiencia que hace el ciudadano, un modo de habitar el espacio público.
LA RAZÓN TURÍSTICA
En la misma medida que la metáfora del viaje permite captar diversos sentidos de la actividad filosófica, la propia filosofía puede permitirnos acceder a una definición de la experiencia sustantiva que involucra el viaje. Paul Bowles, en su novela El cielo protector (1949), presenta un personaje que afirma no considerarse un turista, sino más bien un viajero. Según él, el primero recorre el mundo como un coleccionista de sensaciones, siempre consciente de que un día cercano regresará a casa y podrá compartir las fotos con sus amigos. Por el contrario, el viajero es aquel que no teme perderse y que jamás, en sentido estricto, regresa al hogar que le vio partir porque después de viajar nunca se puede volver a ser el mismo. Mientras el turista camina provisto de mapas y guías que condicionan su mirada sobre lo extraño, asegurando en buena medida preservar su identidad para volver al punto de partida pletórico de souvenirs, el viajero anula toda cartografía hasta perderse en la hondura de parajes indómitos.
Desde una perspectiva como la de Emmanuel Levinas, el turista representaría el movimiento de una ontología que es retorno permanente a la patria de «lo mismo» e invisibilización de la alteridad. Solamente el viajero daría cuenta de un encuentro con lo «completamente otro» en que el poder del sujeto se disuelve. La lógica del turista consiste en un aseguramiento del «yo» y en una labor de confirmación del sujeto; mientras que la dinámica del viajero involucra desmentir una y otra vez dicho primado del «ego sum». Así pues, para viajar resulta preciso poner en riesgo la identidad. Sacudirse las raíces y permitirse «ser de otra manera».
No existe, entonces, viaje que no sea filosófico porque este siempre conduce al ser humano más allá de sus límites, proyecta un mundo nuevo, introduce la novedad radical. De hecho, como señala Michel Onfray, siempre el viaje empieza en una bibliotecaM. Onfray, Teoría del viaje. Poética de la geografía, Madrid, Taurus, 2016, p. 29. Son las líneas de un autor, los signos depositados en un papel, más que una fotografía o un reportaje televisivo, los que activan el deseo de ir a un lugar. La imaginación siempre llega primero que nosotros al lugar al cual viajamos. En ella subyace esa energía que nace de la brevedad de la vida: la curiosidad, el ansia de experimentar otras existencias porque no disponemos de mucho tiempo para ser todo lo que añoraríamos ser. La curiosidad del que viaja es la curiosidad filosófica del que se interroga por otros conceptos, otras experiencias posibles, otras conjugaciones de nosotros mismos.
Por esta razón, la pregunta decisiva sería: ¿cuánta otredad está dispuesto a soportar y experimentar quien viaja? A partir de aquí podemos advertir que hay desplazamientos que en realidad no son viajes. Por ejemplo, en la actualidad, la tecnología nos envuelve de tal modo que nos movemos como si estuviésemos dentro de un capullo, de una envoltura de redes sociales y aplicaciones que nos conectan siempre al mismo sitio, que es tanto punto de salida como de llegada. Denomino «razón turística» a este procedimiento por el cual se reduce la otredad para facilitar un viaje inocuo, se minimiza la emoción de lo «impredecible» en nombre del imperativo de la geolocalización. Siempre debemos «saber dónde estamos». Por eso, cada vez hay menos viajes y solo prolifera el turismo.
Esta exclusión de la aventura y el extravío se articula y combina con un proceso de desterritorialización que es característico del capitalismo contemporáneo. Kracauer ya se refería a esto en un texto de 1927, donde comparaba la formalización moderna del viaje con el baile: «Lo que se espera y obtiene del viaje y el baile es la liberación de la “gravedad terrestre”, la posibilidad del comportamiento “estético” en relación con la fatiga organizada»S. Kracauer, La fotografía y otros ensayos. El ornamento de la masa I, Barcelona, Gedisa, 2008, p. 47.. El turista quiere romper los vínculos cotidianos y situarse en otra parte, sueña con la ingravidez del avión que lo aleja de su ciudad, le ilusiona elevarse ligero por encima del trabajo rutinario y los compromisos para descansar sobre la arena de alguna playa distante. Sin embargo, satisface de un modo compensatorio ese deseo de liberación de la «gravedad terrestre» porque en realidad nunca penetra en ningún territorio que sea diferente, jamás arriba a un lugar que sea algo otro. Lo que hace más bien es simplemente sobrevolar los espacios recorriendo las autopistas diseñadas por la «razón turística». Es decir, transita a través de los trayectos establecidos en las guías que indican cómo llegar, qué ver y cómo valorarlo. De esta forma, llegará a acumular fotografías y recuerdos del lugar en un afán desesperado por acreditar que efectivamente estuvo allí.
Pero ¿en realidad, estuvimos allí? Un viaje verdadero no requiere de camisetas ni de selfis. Resulta suficiente con obtener un par de aprendizajes inmateriales o con alguna experiencia vital significativa. Como jamás abandona el lugar del que viene, el turista está obsesionado con comparar: los aeropuertos, los hoteles, la comida, la gente, etcétera. Mientras que el viajero separa; es decir: «[…] intenta entrar en un mundo desconocido, sin prevenciones, como espectador libre de compromisos, con cuidado de no reír ni llorar, de no juzgar ni condenar, de no absolver ni lanzar anatemas, sino deseoso de captar su interior, de comprender […]»M. Onfray, Teoría del viaje, p. 66.. La razón turística impide esta inocencia de la mirada, olvidar el territorio del que procedemos. En tal sentido, nos tutela para que siempre regresemos siendo los mismos y sin apartarnos de lo que se nos impone que seamos. Solamente puede haber una praxis del sapere aude en la actividad del viajero.
El autor de novelas y libros de viajes Paul Theroux decía en una entrevista que se viaja para poder regresar y vanagloriarse de «haber estado allí y haberlo visto todo», algo que merece la pena como un trofeo o una riqueza que se conquistaE. Thomas, El viaje y su sentido, p. 119. . Marc Augé, en su célebre escrito Un etnólogo en Disneylandia concluía que la gente va a Disneylandia para poder decir que ha estado allí y dar la prueba de ello. Todo esto evidencia una descomposición de la experiencia del viaje en función del primado de los intereses y los factores psicológicos. Siempre se trataría del interés individual, de seguir «siendo yo» y poder reafirmar mi identidad al regreso de un viaje. No se trata de generar una interacción modificadora entre el viajero y el mundo. De ahí el auge en nuestra época del llamado «turismo de última oportunidad». Como relata Emily Thomas: «Hay hordas de viajeros que se precipitan a ver las Maldivas antes de que el mar las cubra y el campo de hielo Columbia antes de que se derrita»Ibid., p. 242.. Este turismo apocalíptico nace de una lógica del espectáculo que está íntimamente conectada con la razón turística y la centralidad neoliberal del individuo. En realidad, ya no queremos ver, sino que queremos desesperadamente que nos vean. Eso explica la importancia fundamental del selfi y del relato autorreferencial que se pretende construir al regreso a casa, así como la ansiedad por sacarse una fotografía en paisajes en extinción. Asistimos a la debacle de la naturaleza ansiosos por si dejamos de ser los protagonistas del fin del mundo. El turista no busca en su movimiento otra cosa más que a sí mismo.
Ahora bien, es importante advertir que lo que se opone a la razón turística no es el deambular sin rumbo en que puede verse capturado el viajero. El viaje no es puro movimiento sin fin, una errancia inagotable sin retorno alguno. Hay una decisiva diferencia entre el regreso saturado de egocentrismo característico del turista y el regreso convertido en otro que afecta al viajero. El viaje filosófico produce estabilidades, precisamente en un mundo donde prolifera la ausencia de anclajes, la impotencia a la hora de habitar un territorio, el sueño de la ingravidez. Hay que reconocer un sedentarismo en el viajero que consiste en los aprendizajes de la aventura, en las ideas que nacen en medio de los caminos, en la pluralización de las perspectivas o en la desnaturalización de las convenciones. No hay mejor antídoto contra el dogmatismo que la experiencia del viaje.
La razón turística podría ser definirse como la apropiación capitalista del viaje. El resultado de su acción consiste en generar un nomadismo sin alteridad, un desarraigo que es pura subordinación y falta de libertad, un desplazamiento perpetuo alrededor de lo mismo. Ciertamente, el turista se libera de la «gravedad terrestre», como diría Kracauer, pero lo hace en el peor de los sentidos. Se libera de pertenecer a algún lugar y a alguna experiencia que no obedezca a la formalización económica de lo real y así se libera también de la gravedad de la tierra abandonada a su suerte como materia de consumo. Frente a todo esto la conclusión resulta evidente. En palabras de Auge, «habría que viajar, pero sobre todo no hacer turismo»M. Augé, El viaje imposible. El turismo y sus imágenes, Barcelona, Gedisa, 1998, p. 16. . Porque la razón turística ha cuadriculado la tierra, dividiéndola en rutas prediseñadas, en recorridos a la carta, en estadías que forman parte de un menú, en resorts y hoteles preservados de todo contacto social significativo, etcétera. Así ha convertido a la naturaleza en un producto, siguiendo de este modo, además, una regla básica del ordenamiento capitalista: la ficcionalización del mundo que transforma a unos en espectadores y a otros en espectáculo. Los turistas no visitan lugares, sino que asisten a espectáculos.
No obstante, el mundo sigue allí, persiste en su obstinada contingencia, complejidad y diversidad que poco tienen que ver con el imperativo turístico de controlar lo imprevisto. Si todavía es cierto que hay rincones inexplorados en la tierra y sujetos dispuestos a aventurarse en modos de vida diferentes, entonces, el viaje no ha muerto. Tendríamos, eso sí, que aprender nuevamente su secreto arte o, lo que es lo mismo, salir por fin de nuestras casas, de esos recintos amurallados por la identidad, y re-flexionar en medio de la ciudad que compartimos. Este es en último término el principal viaje que deberíamos emprender.