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La amenaza woke y el nuevo malestar narcisista

Germán Cano
Antonio Gisbert, Desembarco de los puritanos en América, 1863

El filósofo y profesor de la UCM Germán Cano analiza las trampas que encierran las disputas en torno a lo woke. Un debate trucado, en el que quienes denuncian el auge de un clima cultural individualista, punitivista y censurador se enfrentan a lo que probablemente no sea más que un hombre de paja. Cano reivindica una lectura matizada, consciente de «los bloqueos producidos al abrigo de la saludable profundización democrática de los nuevos movimientos sociales».

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Érase una vez una Cultura que, a pesar de velar las desigualdades materiales de sus poblaciones, permitía una reproducción social más o menos razonable por sus exigencias de mediación y esfuerzo, así como una jerarquía aún lo suficientemente vertical y transcendente como para fomentar la respetuosa admiración por la tradición humanística y sus clásicos. Un día, sin embargo, todo lo sólido cultural se desvaneció en el aire. Una emergente subjetividad expresiva, consecuencia de profundas transformaciones sociales y económicas producidas desde los sesenta y setenta, había introducido una inédita estructura de sentimiento: allí donde estaba la sublimación paternal de la autoridad advino una espontaneidad supuestamente liberada. El hedonismo, la indisciplina ante toda jerarquía, una desinhibida predisposición a la expresividad emocional o una voraz inclinación al consumo y a la autorrealización personal en el mercado habrían consolidado este funesto ocaso civilizatorio. Dicho de otro modo: en el tránsito del viejo Sujeto a la ofensiva del individualismo de masas, nuestra Cultura –sigo con las mayúsculas– habría terminado cediendo el trono a una nueva subjetividad sentimental. Prometeo, confrontado metabólicamente a la resistencia de la naturaleza y el Principio de Realidad, habría sido desbancado por Narciso y su Principio de Placer: una identidad ya no confrontada a lo real, sino inmersa en las pantallas, los flujos comunicativos y la sociedad de la información.

¿Les suena este relato? Podemos encontrarlo a izquierda y derecha en las últimas décadas. Algunas veces se subraya el tono apocalíptico o pesimista de este nuevo «malestar narcisista»; otras veces, el melancólico: solo la calurosa urdimbre social o «los dioses de la familia pueden salvarnos». En otras ocasiones, en cambio, también adquiere tonalidades sociológicas o crítico-culturales optimistas: al fin y al cabo, ¿acaso nuestra modernidad tardía no ha ampliado irreversiblemente el variado menú existencial de la oferta individual? Este, por ejemplo, sería el discurso de la «tercera vía» propuesto por Anthony Giddens.

Cuando la corrosión no solo alcanza a las estructuras objetivas de la realidad, sino también a la identidad que antaño había que conquistar con tanto esfuerzo y ascesis, ¿qué queda? Como ha argumentado Francisco Vázquez García, la emergente «subjetividad expresiva» no puede sino alterar las coordenadas de la vida cotidiana. «[…] quien comienza su carrera en Microsoft no tiene ni idea de dónde acabará; comenzarla en Ford o en Renault, por el contrario, era tener la casi total certidumbre de terminarla en el mismo lugar». La nueva subjetividad expresiva, ese modelo de identidad propio de los nuevos tiempos posdisciplinarios, no se confunde pues con el antiguo modelo liberal y ascético de autocontrol, pero ¿hasta qué punto es radicalmente diferente? 

Por una parte, retiene esa experiencia del mundo como esfera carente de significación previa, borrando así toda huella de teleología objetiva. Por otro lado, al extremar las potencialidades corrosivas de la modernidad, elimina también cualquier residuo de teleología subjetiva. El yo queda librado a sí mismo, a un viaje interior en busca de intensidades afectivas y de efímeras experiencias fuertes que colmen la exigencia de sentidoF. Vázquez García, Tras la autoestima, Tercera Prensa, San Sebastián, 2005.

Más allá de las jeremiadas conservadoras, es en este contexto histórico –el tránsito del modelo autodisciplinado de subjetividad del primer capitalismo a la subjetividad expresiva de la tardomodernidad, ligada a un sistema económico que estimula pero también disciplina de otro modo los deseos y necesidades de gratificación individuales– donde resulta pertinente plantear la discusión de las llamadas «guerras culturales». Es aquí también donde cabe analizar el cambio de sentido que, en los últimos tiempos, se ha producido en relación a la problemática woke («estar alerta», «despertarse», «concienciarse») como conciencia creciente de las llamadas «políticas de la identidad» o políticas críticas con la discriminación y las desigualdades de raza y género. Como es sabido, lo que destacan sus indignados críticos, y no solo desde las filas de la derecha, es que este término, originado a comienzos del siglo XX en el marco de la lucha por los derechos civiles dentro del activismo negro norteamericano, ha terminado convirtiéndose en una ideología hegemónica impulsada desde un supuesto mainstream esencialmente punitiva y censuradora («cultura de la cancelación»). Aunque la primera noticia documentada de la frase stay woke data de 1938, cuando el músico Huddie Letbetter terminó una canción sobre las injusticias sufridas por las personas negras, aconsejándoles «más vale ser conscientes», hoy el término se esgrime peyorativamente como una consigna narcisista. En su ofensiva cultural y moral, la agenda woke evocaría el supuesto asalto exitoso a todo tipo de instituciones, desde la universidad y los medios de comunicación al ámbito legislativo del Estado. Lo que antaño era minoritario y marginal habría tomado totalitariamente el palacio de invierno cultural. Y estaríamos sufriendo sus consecuencias: una sintomática falta de libertad que abarcaría desde la sexualidad al medio ambiente o el derecho de expresión.

Allí donde estaban supuestamente el Ciudadano y el Estado de Derecho, ahora, tras su desmitificación izquierdista, solo tendríamos las funestas políticas de la identidad. El problema de este relato no es solo la nostalgia que se revela de una idealización llamada estado del bienestar keynesiano ni su simplismo a la hora de equiparar las presuntas continuidades entre la identidad radical de clase marxista y el radicalismo culturalista; es que no ofrece un análisis; es más bien una abstracción exagerada que funciona como comodín explicativo y una especie de acto reflejo ante cualquier situación concreta de disputa cultural. Sin necesidad de negar algunos abusos de las políticas de la identidad, como veremos, resulta exagerado culparlas de todos los males y pérdidas electorales, como hace cierta izquierda, o de la degeneración de las costumbres morales, como hace la derecha reaccionaria. Escuchando ciertos reproches, se podría pensar que la defensa de los baños sin género es más determinante que fenómenos como la desindustrialización del llamado «cinturón del óxido» o que las universidades están dominadas por recalcitrantes spin doctors marxistas, deconstructivos y radicalizados políticamente, que adoctrinan a sus estudiantes pervirtiendo el genuino sentido de la universidad. 

«Izquierda cultural» es, en este sentido, un rótulo polémico y defensivo que sintomáticamente habla más de sus hasta ahora privilegiados detractores que del objeto mismo. No deja de ser irónico que desde influyentes plataformas mediáticas el término «guerra cultural» invoque el fantasma omnipresente de la amenaza woke o de poderosísimos «lobbies trans», terribles gigantes que, ante una mirada más analítica, no son más que molinos hipertrofiados que revelan, eso sí, que la llamada «Cultura» es un campo de fuerzas transido de relaciones de poder, desigualdades materiales y agotados privilegios inerciales. Si las políticas de la identidad han politizado la universidad y los medios de comunicación con sus cuotas y exigencias es porque ellos estaban, y vaya si lo estaban, ya politizados; en estas caricaturas deformadas, como ha escrito Edward Said respecto a los críticos culturales de la «corrección política», este tipo de denuncia «pasa por alto totalmente la asombrosa conformidad y corrección política en temas relacionados, por ejemplo, con el ejército, la seguridad nacional, la política exterior y económica»E. Said, Representaciones del intelectual, Barcelona, Paidós, 1996, p. 86..

Por otro lado, ¿no es limitado todo análisis del narcisismo contemporáneo –en redes, por ejemplo– que no vaya vinculado también a cómo este es no una causa, sino un efecto de relaciones estructurales de poder concretas? De lo contrario, esta crítica del narcisismo deviene fácil moralina y no permite entender cómo las construcciones materiales e institucionales de la subjetividad contemporánea dependen de ciertos dispositivos: terapéuticos, técnico-gubernamentales, laborales o mediáticos. Un interesante artículo de Mark Fisher, «No hay romance sin finanzas» (Los fantasmas de mi vida), permite arrojar otra luz sobre estos procesos apresuradamente descalificados como «narcisistas». Más que de la emergencia de un yo expresivo sentimental e irresponsablemente hedonista, convendría hablar también de un yo terapéuticamente endurecido bajo condiciones de precariedad: la subjetividad narcisista como estrategia de supervivencia social y, en esa medida, como bloqueo de clase.

De este modo, la propagación exitosa de las narrativas terapéuticas fue uno de los modos en los que el neoliberalismo contuvo y privatizó la revolución molecular que la nueva conciencia política estaba provocando en los años sesenta y setenta. Allí donde esta «conciencia despierta» señalaba estructuras impersonales y colectivas –ocultas por la ideología capitalista y patriarcal–, la óptica neoliberal solo ha terminado visibilizando individuos, elecciones y responsabilidades personales. Fisher destaca cómo estas prácticas de la conciencia despierta

no solo cuestionaban la ideología capitalista; también marcaron un quiebre decisivo con el marxismo-leninismo: la escatología revolucionaria y el machismo militarista, que transformaron a la revolución en la reserva de una vanguardia, ya no estaban allí. Al contrario, la autoconciencia hizo que la actividad revolucionaria estuviera potencialmente disponible para cualquiera. Basta con que dos o más personas se reúnan para poder comenzar a colectivizar las tensiones que el capitalismo generalmente privatizaM. Fisher, Los fantasmas de mi vida, Buenos Aires, Caja Negra, 2018, p. 131..

John Steuart Curry, Baptism in Kansas, 1928

Una de las trampas, por tanto, del debate woke/antiwoke radica en que plantea una lectura interesadamente reduccionista y falsamente retrospectiva de lo que fueron los movimientos políticos ligados a la desnaturalización de la cultura tradicional desde las experiencias subalternas de opresión, de consciousness raising («toma de conciencia») de los sesenta y setenta. Que la ilusión de la Cultura ecuménica, con sus formas tradicionales de enseñarla y estudiarla, no pudiera ya mantenerse desde entonces como un reino soberano más allá de lo político y lo material implicó que «lo cultural» empezara a verse como una esfera ya siempre atravesada por la política, la materialidad y las relaciones de poder. Como escribe Terry Eagleton, «sin una comprensión más profunda de los procesos culturales a través de los cuales el poder político se despliega, se refuerza, se le resiste y a veces se le subvierte, seremos incapaces de desenmascarar las luchas por el poder más letales a las que ahora nos enfrentamos»T. Eagleton, Idea de cultura, Barcelona, Paidós, 2001, p. 102.

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Asimismo, no deja de llamar la atención que el mantra «cultura de la cancelación» y la advertencia respecto a la omnipresente ideología woke sean proferidos por un tipo específico de intelectual, una voz supuestamente rebelde e insobornable pero casi siempre cercana a grupos mediáticos de poder, que suele deplorar que la sociedad haya perdido el sentido de la autoridad y el respeto por la cultura, amenazada por nuevos oscurantismos marcadamente sentimentales. Se trata, como explica Enzo Traverso, de un «poder intelectual» particular: 

No son expertos en temas de gobierno (aunque a veces pueden jactarse de ser sus inspiradores) ni intelectuales “específicos” (no son investigadores). En el peor de los casos, los motiva una preocupación de visibilidad mediática; en el mejor, pertenecen a una tradición conservadora que posee sus cartas de nobleza. Sus ideas dan forma al espíritu de la época. Su éxito deriva en principio de su inserción en un sistema mediático multipolar, compuesto por la prensa escrita, la radio, la televisión y las grandes editorialesE. Traverso, ¿Qué fue de los intelectuales?, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006, p. 113

Desde este ángulo apreciamos un doble movimiento de defensa: por un lado, advertimos cómo la usual retórica crítica contra la «cultura de la cancelación» depende de una posición privilegiada que esgrime el supuesto buen tono y los buenos modales de la «libertad» para cuestionar la grosería de un gesto crítico con interés democratizador. Por otro, en tiempos recientes, vemos cómo el buen tono liberal ha cambiado para asumir los rasgos del rebelde disidente outsider contra lo «políticamente correcto». Así, frente a la supuesta ñoñería biempensante woke, el nuevo desprecio emerge bajo la contrafigura de «un ello liberado de las ataduras de las convenciones de discurso y la corrección política [...] y se relaciona más con el Marqués de Sade que con Edmund Burke»A. Nagle, Muerte a los normies. Las guerras culturales en Internet que han dado lugar al ascenso de Trump y la Alt-Right, Barcelona, Orciny Press, 2018, p. 76.. Esta precisión de Angela Nagle es muy interesante: ya no nos encontramos exactamente ante el conservadurismo receloso de la Revolución francesa y de sus abstractas –por violentas– reivindicaciones de una racionalidad desnuda sin tradición y continuidad histórica. La derecha alternativa trol no es tan deudora de la Biblia y del orden como del nihilismo de El club de la lucha. La retórica de este desprecio hace buenas migas con un cinismo sin miramientos que se jacta justamente de su crudeza frente a las ensoñaciones «buenistas» e «intelectuales» de las universidades públicas.

El reciente aumento de las invocaciones derechistas a la «guerra cultural» es síntoma de un miedo e imitación ambivalentes que definen últimamente a la derecha. Ante este telón de fondo llama la atención cómo thinks tanks conservadores han hecho proliferar en las últimas décadas la caricatura de Gramsci como el gran genio maligno comunista detrás de los triunfos culturales de la izquierda. Recientemente, Alberto Toscano («Gramsci en Florida»)El artículo se puede consultar (en inglés) aquí: https://www.newstatesman.com/the-weekend-essay/2023/03/gramsci-florida-republican-party. ha analizado esta fantasía que percibe en la ofensiva woke no solo el caballo de Troya ideológico que, desde las universidades y la enseñanza pública, está abonando el terreno para la abolición de la propiedad privada y la desaparición de la Moral, sino también el marco estratégico a imitar por el pensamiento conservador. Esto explica también en qué medida la inflada amenaza woke responde a la operación de responder y contraatacar en el terreno de la batalla cultural a las supuestas conquistas que la izquierda ha obtenido por, así se piensa, la tibia incomparecencia de la derecha liberal más tecnócrata y economicista.

Este asunto ha llevado a que, recientemente, el reaccionario gobernador de Florida Ron DeSantis haya polemizado nada menos que con Donald Trump, competidor suyo en la lucha por la Casa Blanca. ¿La polémica? Que la ideología woke ha borrado en el parque Disney World, en Florida, todas las señales de boys and girls y que vaya a celebrarse ahí la mayor conferencia LGBTQ+ que haya tenido lugar. Ante la crítica de Trump advirtiendo de que la oposición de DeSantis pudiera llevar a que «el próximo movimiento de Disney sea anunciar que no va a invertir más dinero en Florida por culpa del gobernador», este ha contestado lo siguiente: «la ideología woke es una forma de marxismo cultural. Los líderes tienen que enfrentarse a las grandes corporaciones cuando estas se equivocan, como Disney, al usar su poder económico para promover una agenda política. Estamos haciendo de Florida el estado donde la economía crece porque somos el estado en el que lo woke va a morir».

El término «cultura de la cancelación» evocaría para sus detractores un doble exceso: por un lado, punitivo, moralizador y sectario –«ya no tendríamos la libertad de antes», «todo ofende»–; por otro, marcadamente culturalista, como si la esfera de lo «cultural» ocupara de modo hipertrófico espacios hasta ahora separados de su discurso. Esta segunda crítica se encuentra muy próxima a otra tercera: el énfasis en lo cultural ha erosionado el relato común del proyecto emancipatorio moderno y dividido a la izquierda en batallas sectarias basadas en la identidad. Este argumento no solo se ha convertido en un curioso lugar común y una consigna rápida; significativamente, es un marco discursivo que suele ser utilizado por los medios conservadores para debilitar a la izquierda: el supuesto espectáculo sectario de la izquierda, no pocas veces interesadamente amplificado, revela su frivolidad e irresponsabilidad reforzando la seriedad y el robusto sentido común del adversario. En otras palabras, el hecho de que se oriente la discusión pública hacia un escenario ideológico ya marcado, en el que el plano material o económico se encuentra absolutamente desligado de lo cultural, ¿no actúa como una operación hegemónica y táctica por parte del pensamiento conservador para debilitar a las fuerzas progresistas?
Desde aquí podemos plantear en qué medida la expresión peyorativa «izquierda cultural» parte también de una premisa políticamente interesada en la intervención cultural que busca fragmentar el tablero de unas reivindicaciones que, por otra parte, no son tan unívocas y distintas en la sociedad civil, toda vez que lo material y lo cultural son muchas veces indistinguibles. Es una operación exitosa: en un mismo movimiento táctico se identifica la «izquierda» como una posición ortodoxa limitada a una perspectiva anacrónica de clase, inmunizándola de la vitalidad de los nuevos movimientos, y se rompen las posibles mediaciones hegemónicas entre lo material y lo cultural, estrechando así el campo político. Es aquí donde emerge la genuina «trampa»: la de aceptar la dicotomía de estos interesados y prefijados lugares comunes de la discusión y sus marcadas reglas de juego. Posiblemente, una de las lecciones a extraer del ejemplo de Disney en Florida sea la necesidad de distinguir entre el uso hipertrofiado y los efectos de la crítica estándar antiwoke, con su marco discursivo victimista y conspiranoico, y la necesidad de plantear una crítica a los abusos de ciertas políticas de la identidad. 

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¿Qué habría ocurrido para que se produzca este desplazamiento de la lucha de clases a la lucha de identidades? Cierto relato, muy aplaudido por sectores cercanos a la socialdemocracia norteamericana (Richard Rorty en Forjar nuestro país), lo explica de la siguiente forma: la victoria del estado de bienestar tras la posguerra habría llevado a la izquierda radical extraparlamentaria a propiciar un «giro cultural» en línea con lo que grupos maoístas ya llamaban, en las décadas de 1960 y 1970, una «revolución cultural». Ante la supuesta narcotización del espectáculo y el aburguesamiento de la clase trabajadora, esta «izquierda cultural», más formada en las universidades que en las luchas sindicales, habría recogido las conquistas y los derechos precisamente conseguidos por el bienestar económico y social producido por el capitalismo para impulsar una política «molecular» de guerra cultural. La nueva vanguardia ya no pasaría por la, cada vez más acomodaticia y «conservadora», clase trabajadora, sino por los nuevos movimientos sociales y su retórica revolucionaria de otro modo. Este diagnóstico de Rorty, muy discutible, ha terminado siendo aceptado como un lugar común en determinados sectores en España, obviando, entre otros malentendidos de trazo grueso, las tremendas diferencias existentes entre Estados Unidos y nuestro país: las distracciones radicalizadas y elitistas de las políticas de la identidad, en el fondo un nuevo recambio maximalista y teórico del viejo marxismo, no solo habrían debilitado el movimiento social de la izquierda, sino también incubado la reacción populista que hoy padecemos. En otras palabras: el trumpismo sería la respuesta a las políticas intransigentes de lo políticamente correcto.

Sin embargo, la constatación de cómo el discurso conservador usa el marco woke para impulsar su agenda hegemónica no debería llevarnos a no dialogar y discutir otras críticas que, desde la izquierda, se han esgrimido contra algunos aspectos de las políticas de la identidad. Hasta un icono de la izquierda neomarxista como Slavoj Žižek ha salido recientemente a la palestra para denunciar los supuestos abusos de la ideología woke desde el horizonte normativo althusseriano de la crítica ideológica.

Desde el marxismo neoleninista de Žižek, el diagnóstico es curiosamente parecido al conservador o socialdemócrata de Rorty: un nuevo paradigma habría triunfado desde la década de los ochenta sobre el nuevo campo de batalla de las reivindicaciones sociales: el derecho a reescribir a nuestra voluntad la identidad. Según esta lectura, este giro parcialmente funesto hacia las políticas de la identidad y las diferencias culturales, o hacia el reconocimiento, habría terminado eclipsando otras cuestiones como la justicia social o la redistribución económica, distanciando a esta nueva intelectualidad de la agenda política concreta y promoviendo «estudios de victimismo»: «[…] es exactamente lo mismo lo que ocurre con gran parte del movimiento woke: nos despiertan (en el racismo y el sexismo) precisamente para permitirnos seguir durmiendo, es decir, ignorando las verdaderas raíces y la profundidad de los traumas raciales y sexuales»S. Žižek, «lo woke no es un despertar a los problemas reales, sino seguir anestesiados», publicado en El Confidencial el 4 de marzo de 2023 (https://blogs.elconfidencial.com/cultura/tribuna/2023-03-04/zizek-woke-despertar-racismo-feminismo_3584967/) Consultado el 6 de mayo de 2023..

Žižek reconoce que el desplazamiento desde el relato izquierdista posmoderno del marxismo «esencialista», con el proletariado como único Sujeto Histórico, el privilegio de la lucha económica de clase, etc., hacia la irreducible pluralidad de luchas, describe indudablemente un proceso histórico real. El problema, según él, es que sus partidarios, como regla, omiten la resignación que implica la aceptación del capitalismo como la única opción, naturalizando en esa medida el trasfondo estructural. 

En la medida en que la política posmoderna implica un repliegue teórico del problema de la dominación dentro del capitalismo, es aquí, en esta suspensión silenciosa de la lucha de clases, que nos encontramos ante un caso ejemplar del mecanismo de desplazamiento ideológico: cuando el antagonismo de clase es repudiado, cuando su papel estructurante clave es suspendido, otros indicadores de la diferencia social pueden pasar a soportar un peso inmoderado; de hecho, pueden soportar todo el peso de los sufrimientos producidos por el capitalismoS. Žižek, en varios, Contingencia, hegemonía y universalidad, Buenos Aires, FCE, 2003, p. 104

Lo que resulta discutible de este diagnóstico, muy deudor, por otra parte, de un discurso crítico que entiende la «permisividad hedonista» como el baluarte ideológico más importante del capitalismo, es que confunde causas con consecuencias. Al identificar este gran Narcisismo como el gran problema –cuando en realidad no es más que un producto de las fuerzas de la acumulación de capital–, Žižek no solo comparte el mismo análisis del capitalismo posmoderno que la derecha cristiana fundamentalista, ofreciendo una solución problemática al mismo (¿no son los valores de la disciplina y el espíritu de sacrificio medios estratégicos más que fines para la izquierda?), sino que no percibe adecuadamente cómo en los últimos tiempos el verdadero problema es la creciente complicidad entre un neoliberalismo en crisis y el neoconservadurismo.

Dicho esto, sin embargo, es legítimo preguntarse por los bloqueos producidos al abrigo de esta saludable profundización democrática de los nuevos movimientos sociales, una nueva democratización invisibilizada y eclipsada bajo representaciones privilegiadas de lo cultural ilusoriamente neutrales y universales. En ocasiones, la necesaria operación crítica de desnaturalización de los viejos prejuicios patriarcales y raciales ha quedado neutralizada por discursos que, en lugar de aspirar a la emancipación política, terminan girando en torno al agravio sentimental y victimista. Es esta atención a los distintos usos de la crítica en su relación con el agravio y el dolor de la identidad lo que hace de Estados del agravio, de Wendy Brown, un ensayo muy relevante que, a pesar de haberse escrito en 1995, es hoy extremadamente actual. Esta gramática del malestar, de hecho, se ha extendido a otros discursos ideológicos situados en las antípodas. No en vano, Brown, más recientemente, ha analizado en qué medida el discurso reaccionario de la Alt Right y el trumpismo parte también de unas coordenadas victimistas, si bien diferentes.

Brown se pregunta en qué medida esta ampliación del campo de batalla crítico puede quedar en ocasiones bloqueada en un juego de espejos identitario. En este bloqueo, cierta denuncia del poder se realiza al precio de la incapacidad de articular la propia identidad minorizada en un horizonte político colectivo y sin el objetivo de construir nuevas formas de universalidad ampliadas. Lo interesante de este cuestionamiento radica en que Brown no busca hacer el juego al mantra de la «cultura de la cancelación» ni aboga por ninguna perspectiva de regreso frente a los abusos de la «izquierda cultural», sino que pretende redefinir un sentido legítimo de la crítica de los marcos culturales hegemónicos que no recaiga en una posición reactiva o parasitaria de las estructuras de dominación que combate. 

Aunque a Brown le preocupa el modo en el que las políticas de la identidad han subordinado un imaginario democrático radical preocupado por la libertad política, la igualdad y la emancipación de la minoría de edad a una política cultural de protección y de reparación, idealmente despojada de tensiones y ambivalencias, no propone tampoco una vuelta al modelo de clase defendido, como veíamos, por Slavoj Žižek. Brown entiende que no es una contradicción ser crítica e intentar ayudar a reformular movimientos políticos a los que un@ pertenece. «¿Qué tipo de formaciones políticas exigen una lealtad acrítica e irreflexiva? –se pregunta–. Sabemos la respuesta: las antidemocráticas y antiintelectuales». Según Brown, la política de la identidad posibilita un sentido de comunidad entre aquellos que se reconocen como parte de grupos vulnerables que habrían sido sistemáticamente excluidos del espacio público. Sin embargo, la exclusión no se confronta aquí problematizando dinámicas estructurales que la habrían posibilitado, sino que se busca remediarla permitiendo que cada uno de estos grupos sea reconocido, sobre todo legalmente, integrado y protegido dentro de un espacio político y social ya reconfirmado. Así se produce «una cierta relegitimación del capitalismo», basada en una «formulación de justicia» que limita sus reclamos a obtener iguales oportunidades en las dinámicas establecidas, en la «movilidad ascendente» y en la recompensa meritocrática –libre de estigmatizaciones– por el esfuerzo realizado. 

De este modo, se reinscribe «un ideal burgués» como «medida» de justicia y las injurias padecidas terminan leyéndose únicamente en términos de «aceptación social, protección legal, relativa comodidad material e independencia social». Pero, sobre todo, el agravio queda codificado y apegado a ciertas identidades. El riesgo inherente a esta gramática aún «liberal» del agravio en la política de la identidad es caer en una «política del resentimiento», esto es, siguiendo a Nietzsche, una interpretación del dolor que, cuestionando por principio toda voluntad de poder, ata los cuerpos a una identidad cerrada inmunitaria y defensivamente frente a una otredad amenazante y que la fija además como impotente. Esta afirmación de sí como víctima se consigue al precio de volver insistentemente sobre una herida, «una herida supurante», que reduce el pasado y su fuerza performativa a un peso muerto que corroe las capacidades, inamovible. De ahí que Brown se pregunte: 

¿Qué pasaría si buscáramos suplantar el lenguaje del «yo soy», con su cierre defensivo sobre la identidad, su insistencia en la fijación de la posición y su ecuación de lo social con un posicionamiento moral, por el lenguaje del «deseo» reflexivo? ¿Qué pasaría si fuera posible rehabilitar la memoria del deseo dentro de los procesos de identificación, el momento del deseo, ya sea de «tener» o «ser», antes de su ser herido y, por lo tanto, antes de la formación de la identidad en el sitio de la herida?W. Brown, Estados del agravio, Madrid, Lengua de Trapo, 2019, p. 160..

Ciertas gramáticas políticas identitarias serían, por tanto, una especie de discurso moralizante invertido, un discurso político supuestamente antiliberal que solo conservaría y reproduciría de otro modo los principios del liberalismo frente al poder político. Este moralismo, por otra parte, anularía el sentido de la crítica planteando la problemática de la injusticia y el agravio como si fuera solo un problema de observaciones, actitud y discurso, en lugar de como una cuestión de formato histórico, con características político-económicas. Este diagnóstico crítico de Brown, que, ciertamente ha generado otras objeciones interesantes entre las autoras del «giro afectivo», permite entender las limitaciones políticas de este auge de la identidad. Que la afirmación de que «lo personal es político» haya quedado reducida a «lo político es lo personal» implica asumir lo personal no como necesaria condición para construir espacios colectivos, sino, en cierto modo, como un repliegue inmunitario frente a estos, un gesto, muy fomentado por el dispositivo de poder neoliberal, que bloquea lo que debería ser un viaje de ida y vuelta entre lo concreto y lo universal.

Así pues, como podemos observar, reducir la discusión woke a una esquemática batalla entre la vieja crítica de la «cultura de la cancelación» y la nueva crítica de los privilegios culturales hasta ahora incuestionados también deja pasar otros matices importantes sobre el sentido de la crítica. ¿Qué nos deparará esta resignificación más afinada del marco crítico y qué consecuencias se derivarán en el futuro próximo de lo que emerge cada vez más en este umbral histórico como una gran disputa entre identidades nostálgicas e identidades experimentales?