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"No escribo libros actuales porque no soy actual"

Entrevista con Theodor Kallifatides

Fruela Fernández
Fotografía Miguel Balbuena

El pasado 5 de mayo, horas antes de que pronunciara su discurso de recepción de la Medalla de Oro del CBA, el poeta Fruela Fernández entrevistó para Minerva al escritor Theodor Kallifatides, que habló sobre escritura y emigración, sobre sus dos lenguas y sus dos países, en ese mismo tono cercano y familiar que tienen sus libros, «escritos –como dice Fernández– en el tono de las conversaciones privadas, el que solo se da entre dos personas que se aprecian».

Hay escritores a los que observamos con fascinación, pero desde la distancia: lo que su obra nos revela del mundo también nos obliga a alejarnos de ellos, como fenómenos impredecibles. Hay otros, en cambio, que parecen acercarse a nosotros en lo que escriben: sus libros son como gestos de amistad. Sin duda, Theodor Kallifatides pertenece a la segunda categoría: uno siente que ya lo conocía antes de que se lo presentasen. Y es que sus libros más conocidos –en particular ese inusual bestseller, Otra vida por vivir (Galaxia Gutenberg, 2019)– están escritos en el tono de las conversaciones privadas, el que solo se da entre dos personas que se aprecian.

Como ya saben sus muchos lectores, Theodor Kallifatides nació en 1938 en Molaoi, un pueblo del Peloponeso del que huiría en 1946 por motivos políticos para instalarse con su familia en Atenas: un grupo de ultraderechistas locales había comenzado a amedrentar a cualquier persona vinculada con la izquierda, aunque fuese por meros lazos familiares. Tras la ocupación alemana, la Segunda Guerra Mundial se había prolongado en Grecia, convertida en una guerra civil entre el Estado –apoyado, sobre todo, por británicos y estadounidenses– y el Ejército Democrático de Grecia, un conjunto de milicias procomunistas que habían sido fundamentales en la liberación del país. En un país arrasado y arruinado, los antiguos colaboradores del nazismo se limitaron a cambiar de chaqueta mientras el verdadero gobierno, como dice el propio Kallifatides, «era la embajada de Estados Unidos». Muchos escritores y artistas, como el poeta Yannis Ritsos, acabaron en campos de concentración en islas deshabitadas, como la terrible Makrónisos, en las Cícladas. El ambiente era irrespirable y el joven Kallifatides decidió irse a Suecia en 1964. Allí encontraría una nueva lengua, una sociedad en plena experimentación cultural y política y una larga carrera como escritor. 

En pocos años se ha convertido en un autor muy popular en España. ¿Se ha preguntado alguna vez por qué?

La verdad es que sí me lo he preguntado, pero no tengo una respuesta clara, tan solo algunas ideas: España vivió un periodo difícil con la Guerra Civil y la posguerra, igual que Grecia; y yo escribo sobre ese periodo y sobre aquello que viví en Grecia. Por un lado, son experiencias que uno podría olvidar si quiere, si lo intenta; por otro, también son experiencias que se acumulan y que condicionan una vida, que incluso se transmiten a hijos y nietos... Tal vez por eso mis textos despiertan algo en los lectores españoles. A mí también me ocurre cuando leo obras españolas: veo que aquella época aún no se ha superado. La otra idea que se me ocurre es que, como ya tengo una edad, puedo escribir sobre temas que interesan a muchas personas. Dicho de otro modo: no escribo libros actuales porque no soy actual. (Risas)

Su vida, en muchos aspectos, ha sido la vida de muchos griegos del siglo pasado: se muda tras la Guerra Civil a Atenas, huyendo de persecuciones políticas, y posteriormente al extranjero en busca de trabajo. Una historia, por tanto, tan personal como colectiva.

Sí, como ocurrió también en España: miles de españoles dejaron su tierra para construir una vida mejor en otros países. La experiencia del «exilio voluntario», por llamarlo de algún modo, también es algo duradero. Ahora hace sesenta y dos años que dejé mi país y, por razones que no entiendo del todo, nunca he comprado una casa en Grecia. La mayoría de los griegos de Suecia que conozco tienen una «casita» allí; yo no tengo nada, ni heredé nada de mis padres. Alguna vez me pregunto por qué he actuado así. Y solo se me ocurre una respuesta: es el único modo que tengo de reconciliarme con el hecho de haberme ido de Grecia. No quiero regresar al lugar del crimen, como se suele decir.

En 2001 publicó el libro Ett nytt land utanför mitt fönster [traducido al castellano, desde la versión griega, como Un nuevo país al otro lado de mi ventana (Galaxia Gutenberg, 2023)]. Me parece que puede entenderse, en cierto modo, como una carta de amor a la lengua sueca.

Me alegra mucho que plantee el tema, porque la lengua es el medio para toda la cultura de un pueblo. En la lengua se encuentran todas las experiencias, todas las situaciones, toda la naturaleza, toda la vida. La lengua griega es muy rica y hermosa; su historia es extensa. Sin embargo, en ciertas épocas se fue dotando de recursos que no eran objetivos ni correctos. Un dictador tomaba el poder y afirmaba hacerlo «por la liberación de la patria». ¿Qué libertad? ¿La de meternos en la cárcel? Los muy ricos compraban un terreno y decían que lo hacían «por el bien de nuestro pueblo». Pero luego lo empleaban para que pastase su ganado. Todo ese embellecimiento de la realidad a través de las palabras acaba por corromper la lengua. Y nos vamos alejando de la realidad. En aquellos años de posguerra, sentía que el griego era una lengua que no podía usar para escribir y expresarme. Por eso, cuando llegué a Suecia fue un gran alivio encontrar una lengua donde el «sí» era «sí» y el «no» era «no». En Grecia, el «sí» era a veces «no», a veces «quizá» y a veces incluso podía ser de veras «sí».

La relación con la lengua es un tema central en su obra. Sin duda, es una preocupación clave en Μια ζωή ακόμα (2017), el primer libro que escribió en griego [traducido por Selma Ancira al castellano como Otra vida por vivir y al catalán por Montserrat Camps como Una altra vida, encara; ambas publicadas por Galaxia Gutenberg], y que nace tras una profunda crisis literaria y lingüística. Por otra parte, hace décadas que traduce o reescribe sus novelas del sueco al griego. La autotraducción es una práctica de muchos escritores bilingües, migrantes y exiliados. Imagino que el proceso ha sido enriquecedor, desde una perspectiva literaria.

Es algo problemático y, sin duda, una experiencia distinta a la escritura. Mi punto de partida era que no importaba que el libro se hubiese escrito en sueco: yo volvería a escribirlo en griego. Por eso, en ocasiones los dos libros no son idénticos, porque las lenguas tampoco lo son. Y dado que los libros son, a fin de cuentas, mis libros, los traduzco de manera libre. No es una traducción fiel, sino una reescritura. Y a lo largo del tiempo esta actividad –esta comparación detallada entre una lengua y la otra, este análisis de sus elementos, de lo que se puede decir y lo que no, de los diferentes modos de expresión– fue todo un aprendizaje. Y mi trabajo como escritor ganó mucho con ello.

En relación con esto, he observado que algunos de sus libros publicados en castellano y catalán no se han traducido a partir del primer texto sueco, sino desde las traducciones que usted ha hecho al griego. Es decir, que tanto uno como otro pueden servir como «original».

Todo empezó con mi primer libro traducido al español. Una de las mejores traductoras del griego, Selma Ancira, se enamoró de él y quería traducirlo. Y a partir de ahí quiso seguir traduciendo otros textos míos, por eso nos pareció una buena opción al editor y a mí partir del griego. De todas formas, del sueco también he trabajado con excelentes traductoras, como Carmen Montes (al castellano) o Carolina Moreno (al catalán). De hecho, Carmen Montes está ahora trabajando en otra traducción de mi obra.

Es conocido, sobre todo, por sus novelas y sus libros de memorias. Pese a todo, ha tenido al menos otras dos vocaciones: en su juventud, poeta; más tarde, director de cine. Son vocaciones que se torcieron, pero ¿ha quedado algo de ellas en sus libros?

Es usted muy cortés al decir que se torcieron (risas); porque se torcieron de veras. Pero aquello que quedó fue el aprendizaje. Con mi película [Kärleken, 1980], pasé un mes sin interrupción sentado junto a Ingmar Bergman preparando el montaje; fue todo un aprendizaje vital que no se limitó al cine. Los preparativos de una escena en una novela se parecen mucho a los preparativos de una escena en una película: son distintos en lo más inmediato, pero el plano mental es casi el mismo. Qué quieres representar, qué es lo primero y qué lo segundo… 

En poesía, traduje al sueco a poetas griegos que me gustaban mucho y aún me gustan; sobre todo a Yannis Ritsos y, más tarde, a Yorgos Seferis. Y también ahí se aprende mucho: observas otro tipo de escritura, una con la que no puedes desarrollar toda una novela, pero tal vez sí momentos o escenas. Todas estas experiencias no fueron en vano: aprendí con ellas. Lo mismo podría decir de la formación teatral que tuve en Grecia, en la escuela de Cárolos Kuhn; aunque no llegara nunca a ser actor, aprendí mucho de ello.

Ya que menciona a Kuhn, quería aprovechar para preguntarle por él. En Otra vida por vivir habla de dos artistas que le han impresionado particularmente a lo largo de su vida: uno fue Kuhn y el otro, Ingmar Bergman. Bergman es de sobra conocido, pero me temo que Kuhn, a pesar de haber sido una figura central en el teatro griego contemporáneo, es un desconocido en el extranjero.

Cárolos Kuhn era un hombre de teatro cien por cien. La primera representación que vi en el teatro, cuando tenía unos diecisiete años, fue Ματωμένος Γάμος [la adaptación griega de Bodas de sangre, traducida por el poeta Nikos Gatsos y dirigida por Kuhn]; me cambió la vida. En Grecia no conocíamos a Lorca: fue como si estuviésemos frente a un volcán (risas); de repente salían llamas del escenario. Y eso se debía a la obra, a los actores y también al trabajo de Kuhn. Tenía ese poder creador, esa magia que convertía una sencilla escena cotidiana en una fábula, en algo distinto.

Por otro lado, tenía algo que no veo muy a menudo a mi alrededor (risas): era muy culto. Sabía varios idiomas, leía los textos en el original, encontraba obras nuevas… De hecho, fue quien introdujo en Grecia a muchos autores extranjeros que ahora todo el mundo conoce, como Bertolt Brecht o Tennessee Williams. ¡Incluso trajo a Fernando Arrabal! Pero aun hizo algo más: creó una escuela de autores dramáticos griegos. Uno de ellos –realmente bueno y tal vez algo más conocido que el resto– era Yácobos Kabanelis, que fue haciendo poco a poco su camino, con representaciones en Francia y Estados Unidos. Selma Ancira lo ha traducido al español y yo mismo traduje una obra al sueco, aunque no llegó a representarse.

Durante mi época como estudiante de arte dramático asistí a muchos ensayos suyos. Y cada ensayo era toda una lección: cómo discutía la escena con los actores o la iluminación con los técnicos… Era, no sé, como ir a comulgar cada día. Así era cada ensayo: como ir a la iglesia y quedar limpio de todos los pecados (risas). En suma, Kuhn hizo una contribución al teatro griego y a la sociedad griega que es difícil superar. Por eso creía que era importante hablar de él en mi libro. Y es una pena que el teatro no circule con la misma facilidad que el cine. 

Volviendo al libro que mencionábamos antes, Un nuevo país al otro lado de mi ventana, se trata de una obra de 2001, en la que predomina una visión amable de la realidad sueca, aunque laten ciertas intuiciones negativas, como el racismo, por ejemplo. En Otra vida por vivir, que se publicó en 2017, el panorama ha cambiado: son las dudas sobre el presente y el futuro de Suecia las que están ahora en primer plano.

Por desgracia, es exactamente así: cuando vuelvo a ese libro [Un nuevo país…], veo que en 2001 ya estaba hablando de algunos de los temas que nos ocupan hoy. Ya se empezaban a intuir. Me duele ver que esas dudas se han hecho realidad, pero así ha sido. Hay una cierta fatiga en la sociedad sueca: queremos que los problemas se resuelvan rápido, de inmediato. Y los únicos políticos que ofrecen soluciones inmediatas a estos problemas son los populistas. Pero las soluciones a los problemas difíciles requieren tiempo: la xenofobia, la violencia, el fanatismo… La emigración, por ejemplo, es algo a lo que yo, como hijo de emigrante, no puede denominar «problema», es algo que sucede y que volverá a suceder. Y no le podemos dar respuesta en cuestión de días ni de meses; tenemos que pensar en un plazo de décadas, para tratarlo de una manera clara y organizada. Hay que abrir las puertas a estas personas; para empezar, porque Europa las necesita. Todos los estudios poblacionales que he leído sobre Europa lo señalan: perdemos población de manera constante y llegará el momento en que no tendremos trabajadores… Campesinos, maestros, conductores: ¡nada!

La ξενιτιά –la condición de ser extranjero, xenos– es una preocupación central a lo largo de la historia griega y una parte fundamental de su cultura contemporánea. Usted ha sido migrante, pero antes lo fue su padre, perteneciente a la minoría griega del Mar Negro –los pontos– que sufrió la persecución turca. Y también lo era el padre del gran cantante Stelios Kasantsidis.

Sin duda. Es algo que comenzó, a mi entender, en la Antigua Grecia, con las colonias griegas en Sicilia o Empúries. Según cierta interpretación tradicional, estas colonias son ejemplos del dinamismo y la fuerza de los griegos. Para mí, son más bien ejemplos de la primera pobreza. Si un rey tenía tres hijos, por ejemplo: el mayor se quedaba la corona, el segundo heredaba algunos terrenos cerca de la ciudad, pero al tercero le tocaba irse y buscar su propio lugar. Y así se iban: de Esparta a Tracia, de Atenas a Sicilia… «El lugar no les bastaba», como decimos en griego. Pero la tradición nos ha dado una imagen errónea de aquellos movimientos de población. No todos los que se iban eran «conquistadores», sino que eran, sobre todo, pobres. Igual que yo: aparte de por razones políticas, me fui de Grecia por el paro; era del 50% entre los jóvenes. No había trabajo, a no ser que tuvieras contactos con gente importante.

Mi impresión es que, vista con perspectiva histórica, la inmigración siempre ha aportado cosas beneficiosas a un país: con ella llegan nuevas ideas, nuevos oficios, nuevas empresas… Si Grecia no hubiera aceptado a aquel millón y medio de refugiados que llegaban de Asia Menor y del Helesponto [tras la Guerra greco-turca de 1919-1922], no sería el país que es. ¿Quién construyó la Grecia contemporánea? Los judíos y los griegos que habían llegado como inmigrantes. Mi padre fue uno de ellos. Empezó a trabajar de maestro en un pueblecito minero que se anegaba en invierno y en verano se moría de sed porque no tenían manera de recoger el agua. Y una de las primeras cosas que hizo fue animarlos a construir depósitos de agua. Los árboles se secaban, así que propuso plantar otros más resistentes. De la montaña había a menudo desprendimientos, así que entre todos cultivaron un bosque para que las piedras se detuviesen. Todo eso lo hicieron personas que habían llegado a Grecia sin nada más que la ropa que llevaban puesta y un niño en brazos.

¿Y aún escribe? Espero que sí.

Sí, aunque ya no escribo novelas… Escribo cuentos y artículos. Y algunas cosas en Facebook y Twitter. Es verdad que hemos perdido muchas batallas, pero me gusta seguir participando en los debates del día a día. En mi opinión, hay un problema ideológico en la Europa actual; he escrito sobre ello en más de una ocasión. Y cuando lo hago, mucha gente se pone en mi contra y me acusa de ser enemigo de la libertad de expresión. La libertad de expresión nació para permitir que los ciudadanos se expresasen sobre el Estado y contra él; no para que se burlasen de sus vecinos. Y cualquier libertad deja de serlo cuando carece de límites: no es aceptable que la mitad de la población sea libre y la otra mitad no lo sea. Por eso creo que solo puede haber libertad de opinión si está basada en el respeto al otro.

MEDALLA DE ORO DEL CBA A THEODOR KALLIFATIDES
05.05.23
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