Empire State Building
Una vez que Nueva York hubo arrebatado a Chicago el título de ciudad de los rascacielos, éstos ya no pueden ser sino neoyorkinos. Antes de Nueva York sólo está Chicago; después, algunos rascacielos por aquí y por allá, pero sólo una es la «ciudad de los rascacielos», cartel merecido para la ciudad más moderna, de una modernidad aún más hiriente por cuanto vieja y decrépita, de piedra, bronce y ladrillo más que de cristal, polvorienta, por tanto, y no brillante, sino, en todo caso, refulgente de aura, aunque algo quebradiza ya, tanto arriba, en los tapones de radiador de níquel oxidado con que se rematan sus grandes edificios, como abajo, en el traqueteo chirriante de sus metros, audibles a simple vista, valga la paradoja, a través de las rejillas de las aceras de algunas de sus calles, la primera de todas, la grosera y sublime avenida Lexington. Nueva York es la ciudad de la más moderna antiqua novitas, y el Empire State Building es su símbolo, no por otra razón sino por ser el pico de su montaña. Nunca nadie creyó de veras que las insignificantes Twin Towers aventajasen en algo al Empire.
Ni siquiera en altura, menos aún por ser dos iguales, una torre hecha dos veces, como aquel siamés. En septiembre de 2001 la Historia, esa fantasmal señora que juega con la voluntad de los hombres, volvió a dejar dramáticamente las cosas en su sitio, y muchas crónicas recordaron que un día de julio de 1945 un B-52 se estrelló contra el Empire, a la altura del piso 80, y éste ni siquiera llegó a cerrar sus puertas. Pero, ¿por qué el Empire es «el» rascacielos? Porque es el más alto de la ciudad de los rascacielos es una respuesta, aunque podríamos decir: porque ningún otro edificio se presta mejor que este a ser explicado según su número de ascensores, ventanas, puertas, metros, toneladas… miles y miles. Basta mirar las guías. Pero eso no es todo. El Empire tiene un misterio: a los arquitectos –¡vaya por Dios!– no les interesa. ¿Por qué? Por un lado, dicen, su estructura metálica no supone ninguna novedad, y no se basa sino en la maximización, en la hipertrofia literal de tantas otras experiencias de edificios más pequeños; por otro, su valor formal es nulo, una especie de banal consecuencia de un proceso al parecer ajeno a la arquitectura: «arquitectura automática», como la ha llamado alguien; y, en fin, puestos a pensar en el estilo Jazz Modern que representa, en su ornamento Déco, to-dos prefieren el RCA Victor Building, o el Irving Trust, o el Chanin, o el Barclay-Vesey, o casi cualquiera de la cincuentena de edificios Art Déco que se construían en Manhattan al mismo tiempo que el Empire, por no hablar del Chrysler. Pero es que el «popular» Empire, tan ingenuo como estructura, tan automático como proyecto, tan vano como ornamentación, tiene buenas razones para ser despreciado por los arquitectos, y no son ésas. Que los suyos se llamen Shreve, Lamb y Hermon, ¿tiene alguna importancia? Evidentemente no. Lo que sí tiene importancia es que el Empire se construyese en sólo 400 días, que el ritmo de crecimiento fuera de cuatro plantas y media por semana, y durante algunos períodos, una planta y media al día. Es decir, que este edificio crecía a ojos vistas, a toda velocidad, como un ascensor. Y no sólo. A medida que crecía llevaba consigo todo lo que necesitaba para crecer: desde las toneladas de acero exactas que tenían que llegar cada día hasta completar las 57.000 totales, o los 100.000 ladrillos que cada ocho horas eran necesarios en la obra y que eran esperados por los obreros en el momento y en el lugar adecuados, hasta las comidas de estos mismos obreros, que a las horas convenidas se subían a los lugares establecidos para que los obreros no tuviesen que desplazarse más que algunos metros en horizontal o vertical. Por cierto: 3.500 obreros en el momento culminante de la construcción. El Empire no era posible gracias a la mecanización, sino que él era la máquina: por primera vez, en el Empire se aplica a la construcción la organización de la cadena. La ecuación es inmediata: cuantas más toneladas de acero y ladrillos, más metros de cables o de altura, más miles de puertas, ventanas o escalones, menos tiempo de construcción. Exacto. ¿Hacia dónde crecía el Empire? No hacia el cielo, sino hacia el 1 de mayo de 1931, ya que para pagar los intereses y repartir las ganancias a los inversores, los alquileres debían cerrarse antes de esa fecha, en la que, en efecto, fue inaugurado. El «delicado» Chrysler, voluntad de estilo, cuyo arquitecto, William van Allen, nunca consiguió quitarse de la cabeza su caperuza, rematado sólo unos meses antes que el Empire, no era sólo un poco más bajo que éste (al fin y al cabo un problema de altura de antenas), sino que, esto era lo grave, en todo era la mitad: 79.000 m2 del Chrysler contra 195.000 del Empire; 730 m2 por planta contra 1.670; 32 ascensores contra 62; 21.000 toneladas de acero contra –¡ay!– 57.000. El Empire desprecia el Jazz Style, y cualquier style, porque no contiene consuelo alguno, ninguna promesa de emancipación. Su única condición es la cantidad, determinada por una cifra irrefutable –la de la necesidad financiera– y la única condición de la cantidad es la velocidad. El Empire es circulación pura. Ahí es donde reside su novedad radical: cantidad-tiempo, lo que crece y lo que disminuye, o lo que, cuanto más crece, más disminuye. No es extraño que los arquitectos suelan despreciar el Empire, ya que, como modelo perfecto de una radicalmente nueva forma de construcción, sólo tiene un lema, y no es precisamente form follows function, sino Forms Follow Finance, como reza el título de un magnífico libro de Carol Willis. Aquí no hay «filosofía de los poderes del hombre», sino poder, intocable y desnudo. La propia Carol Willis, en otro libro memorable, Building the Empire State, a través de un cuaderno de notas de la época de la construcción, nos revela quién fue el verdadero artífice de este edificio-modelo, incomprendido con razón por los arquitectos, comprendido, con más razón, por todo el mundo: Starrett Brothers & Eken, es decir su general contractor. Revelación sin epifanía, claro: la cuestión es que todo esté en el mo-mento y en el lugar exacto de la cadena, cuya velocidad no la determinan los «constructores», y aún menos el «trabajador» –ni qué hablar ya del arquitecto–, sino la empresa. Cadena, sincronización, velocidad: ¿cantidad? Mejor: tamaño. Hemos caído, como en cualquier guía, en la «trampa» de comparar el Empire con el Chrysler. Pero, al fin y al cabo, ¿cómo escapar, hablando de rascacielos, a la tentación de comparar? ¿Es que no se trata de una cuestión de tamaño? Grandioso ornamento, lo llamó Leiris: no hay mejor metáfora de la siniestra petrificación del capital y de los terribles poderes de esa petrificación circulatoria, que la de la erección de los rascacielos. Los Reyes Magos del siglo xx se han pasado años adorando el monolito del Empire en la imagen de todos los rascacielos del mundo, al menos hasta septiembre de 2001. Pero ni los Reyes Magos ni los rascacielos escarmientan ante el cumplimiento del anuncio de su inevitable demolición.
PROYECTO ARQUITECTÓNICO SHREVE, LAMB & HARMON
EMPRESA CONSTRUCTORA STARRETT BROTHERS AND EKEN
LOCALIZACIÓN 350 QUINTA AVENIDA (ENTRE LAS CALLES 33 Y 34), MANHATTAN, NUEVA YORK
DIMENSIONES HUELLA 7.240 M2 • SUPERFICIE TOTAL 195.000 M2 • PLANTAS 103 • ALTURA 443 M
CRONOLOGÍA PROYECTO 1930 • FINALIZACIÓN DE LA CONSTRUCCIÓN 1931