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En recuerdo de las leyes de la hospitalidad

[El funeral por las cenizas de Klossowski y la peregrinación de Domingo Sánchez Blanco]

Fernando Castro Flórez
Fotografía Francisco Sánchez, Adolfo Sánchez y Manuela Zarza

Todo comenzó en mi despacho. Domingo Sánchez Blanco se sentó, por pura casualidad, bajo la estantería donde tengo acumulados los libros de Foucault, Deleuze, Bataille & cía. Charlábamos o, mejor, divagábamos sobre toda clase de cosas. Sin venir a cuento apareció el nombre de Pierre Klossowski que, precisamente, estaba a la altura de la calva de mi invitado. Le mostré El baño de Diana, que yo mismo había tenido que prologar, ante la deserción de un crítico que presuntamente sabía algo de la cosa, con un esfuerzo descomunal de una semana. Todavía recuerdo el estado febril, a principios de los años noventa, en el que ejecuté ese cometido, dentro de la cama, en estado de trance. Desgrané, precipitadamente, algunas ideas de este personaje singular y, sobre todo, hice hincapié en «las leyes de la hospitalidad».

A Domingo le sonó bien el nombre y, aunque no había leído ni una línea de Klossowski, me anunció que quería «visitarle», ésa fue la palabra que empleó, cuanto antes. Pensé que era el típico calentón que luego termina en nada. Mi sorpresa fue mayúscula cuando comprobé, poco tiempo después, que se había tatuado ese nombre en el antebrazo. Sin duda, estaba comenzando la demencia. Resulta que teníamos que ir, cuanto antes, a París para pedirle al autor de Roberte ce soir «lo más preciado que tenía» que, como conclusión de un argumento extraño, eran sus propias cenizas. Domingo tenía ya todo preparado: un automóvil «maldito», un Fiat 130, un necroescultor que, si mal no recuerdo, es colombiano y una serie de ayudantes dispuestos a todo. Me exigía que fijáramos una fecha para comenzar «nuestra road movie». Intentando dejar pasar este cáliz me autocalifiqué como «sacerdote sedentario» y lancé una serie de nombres de «klossowskianos» españoles que, como era de esperar, hicieron mutis por el foro cuando recibieron la llamada de Domingo proponiéndoles tan extraño viaje. Algunos de esos amigos se pusieron en contacto conmigo pidiéndome que no volviera a facilitar sus teléfonos a un alucinado como el que había perturbado su mortecina existencia erudita.

El infatigable performer salmantino continuaba rizando el rizo y, así, tenía nuevos elementos que añadir a su proyecto: un libro de camuflaje que contenía un revolver que, según algunos, habría pertenecido a Unamuno. Tenía la intención de entregar ese volumen desproporcionado a la biblioteca de la Universidad de Salamanca para que lo custodiara en la caja fuerte donde tienen sus más preciados manuscritos. No podía negarme a todas las propuestas y finalmente acepté impartir una conferencia «de cien kilómetros». Nos presentamos en la fachada de la citada Universidad con el coche de marras al que habían añadido unos altavoces. Contando con Antón Lamazares y Domingo Sánchez Blanco como testigos, ante la estupefacción general, comencé a desgranar una farragosa conferencia sobre Bataille, Blanchot, Artaud, Klossowski y Balthus. Por las carreteras desiertas nos encaminamos a la Peña de Francia. La peripecia era de risa. Cuando brindamos, sentados en una mesa de picnic en aquella cima, con el paisaje cubierto de nubes a nuestros pies pensé que el fondo de esta acción que tantos vericuetos ha tenido era la amistad. Finalmente, el fatídico año 2001, Domingo consiguió una «tripulación» para el viaje parisino: un mecánico bastante rudo y Wendy Navarro, una crítica cubana a la que aprecio mucho. Javier Fuentes Feo era, en todos los sentidos, la correa de transmisión de esta peregrinatio, enviando mensajes y elaborando textos que dotaban de sentido a lo que era, a todas luces, una insensatez. Aunque se disponía de una larga lista de «contactos», al llegar a la ciudad de la luz todos se hicieron humo. Arrabal no daba señales de vida y otros pececillos menores demostraron que estaban demasiado acojonados como para ayudar a Domingo en sus propósitos. Se atrincheraron en casa de un artista español que antaño hacia esculturas con pelo. Desde allí realizaron llamadas angustiosas a diestro y siniestro hasta que les contestó Denise, la mujer de Klossowski, inmortalizada en tantos «cuadros vivos». Con enorme amabilidad les invitó a acudir a su casa, cosa que hicieron con enorme nerviosismo. Franquearon la puerta de una vivienda muy modesta y fueron tratados con una exquisita familiaridad. Un zumo de naranja y unos tragos de Tío Pepe. Balbuceos en un francés precario. Resulta que Klossowski estaba hospitalizado y todo hacía pensar que el final estaba cerca. El brillo de la mirada y una belleza antigua aparecen en todas las fotografías de ese encuentro que todavía recuerdan emocionados los que hasta allí fueron capaces de llegar. Denise Klossowski no ha dejado de mostrar su simpatía por esta acción, enviando cartas, autorizando la publicación de textos de su marido y, sobre todo, animando cada una de las fases de algo que no dejaba de crecer.

Tres años después del viaje iniciático, Domingo montó una «mini-cumbre» klossowskiana en el Gran Hotel de Salamanca. Invitó a Carlos Franco, Carlos Jiménez, José de León, Javier Utray, Miguel Cereceda, Alberto Sánchez y Bernardí Roig a una cena en la que, a la manera platónica, invité a los presentes a exponer su «vínculo» con nuestro anfitrión ya fallecido del que, por cierto, teníamos una máscara sobre la que unas maquilladoras se afanaban intentando restaurar los colores. Un inédito que sometí a acelerada traición-traducción fue quemado como si el tema de las cenizas fuera eterno y cíclico. En una habitación, convertida en camarote de los Hermanos Marx, proyectamos Roberte ce soir mientras algunos prefirieron trasegar abundante champán. En 2005 un pequeño pueblo, Morille, se interesó en que «se hiciera algo allí»; surgió la idea de construir un cementerio-mausoleo para obras de arte contemporáneo. No mucho tiempo después desfilábamos por aquellos campos tras una ca-rroza fúnebre con una orquesta reglamentaria. Era un cortejo patético sin concesiones. Como Domingo es incapaz de hacer una cosa sin mezclarla, como un experto barman armado con la coctelera, añadió al entierro de las cenizas de Klossowski un espectáculo de break dance sobre una precaria tarima y otro imponente funeral: el de un coche de Ja-vier Utray dentro de una inmenso ataúd de hormigón armado. Fue una danza macabra extraordinaria. Recordemos que los locos y los bufones tienen un acceso privilegiado al mundo de los muertos, ese valle sin retorno es «transitable» por los que están fuera de lugar. De forma intempestiva, Domingo Sánchez Blanco nos lleva, con una mezcla de lo grotesco y lo filosófico, a los dominios donde muerte y fiesta se entretejen. Sin melancolía, con un sarcasmo ejemplar, desmantela las pretensiones museofílicas para proponer acontecimientos que podrían recogerse, sintéticamente, en la palabra «matarile»: el cuento se acaba, te pasaportan sin contemplaciones.

Sin embargo, el relato no termina del todo. En el Museo del Automóvil de Salamanca, manteniendo una coherencia irreprochable, expuso, en el 2006, el automóvil, que, por cierto, ya había vendido, con el que realizó la road movie klossowskiana y los documentos que se habían generado, desde el beso tierno con Klossowski, hasta otro viaje al encuentro de Nick Cave para pedirle que realizara un concierto privado en el que bailaría con la venerable «Diana» que generó la bestial metamorfosis del cazador Acteón. Un grueso volumen recoge toda la peripecia con textos de toda clase y condición. En Tan funesto deseo. Gasolina, saliva, cenizas, cosas del combustible. El coche, el cuerpo, la conversación encontramos desde un fragmento del Anti-Edipo hasta unas consideraciones de Fernando R. de la Flor sobre Domingo Sánchez Blanco como estilita taconeador, porque últimamente le ha dado por encaramarse a columnas vestido de flamenco. Ahora me doy cuenta, ojeando ese libro, que se me han olvidado cosas que sucedieron hace tan sólo cinco años. Veo una fotografía en la que estamos con el coche «tuneado» en Gerona y recupero aquel viaje lentísimo en el que también evocamos al estudioso de la prostitución sagrada. Y también he vuelto a encontrarme con una escultura malísima, todo hay que decirlo, que presentó Domingo en una edición de ARCO: una botella agigantada con un corcho humano que saludaba; de esos lodazales estéticos surgiría la idea de hacer una edición de botellas de vino de Toro con el tapón-estilita. En una bella caja de madera está impreso, en color oro, un tablero de ajedrez. No siempre entiendo de qué va la cosa. Domingo, apunta en un breve texto titulado «Canción para un baile en una habitación de hotel», quiere terminar con una balada de amor y muerte lo que había empezado contra toda ley humana, deseaba abrazar a la viuda de Klossowski: «Concebido por la ley, lo que para uno era imposible para otro era hospitalidad». No es el momento para retornar a los primeros pobladores pero tengo la intuición de que todo pudo comenzar, en Troya, por culpa de la destrucción de la termodinámica de los regalos, esto es, las leyes de la hospitalidad se habían violado. La cólera del héroe y su extravío están justificados. Domingo que no es, necesariamente, un homérico, convierte sus acciones en un despliegue de generosidad, donde la rareza es continua. Con su astucia radical no dudó en tatuarse en el otro brazo otro nombre: Blanchot. Ésa era otra visita pendiente.