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El estereotipo o la pacotilla

Isidro Herrera

Isidro Herrera, responsable de Arena Libros, una de las editoriales que más atención ha prestado a Pierre Klossowski en nuestro país, indaga en este texto en algunas de las constelaciones de sentido que es posible rastrear tanto en la obra de Klossowski como en la de Bruno Schulz.

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Es evidentemente un abuso reducir la obra enfrentada de Bruno Schulz y de Pierre Klossowski a dos términos que, prolongando el abuso, se ofrecen a su vez en la forma de una disyunción que parece poner a quien la atienda en la obligación de elegir. Considérese esta disyunción solamente una artimaña, un dispositivo armado para comprender las elecciones que por su cuenta hacen los artistas para abrirse un camino hacia el arte, los prolegómenos de una estética. A menos que sólo se trate del modo que tiene quien hace esta oferta de decir que, al proponer la disyunción como principio, él ha sido el primero en elegir. En todo caso, esto ha venido a nosotros con la exposición sucesiva en las salas del CBA de la obra de Bruno Schulz y de Pierre Klossowski, obra gráfica de sendos escritores que, aunque fuere en circunstancias muy distintas y por motivaciones más distintas aún, coinciden en el hecho relevante de sentirse obligados a dar a ver sus visiones por medios que a ellos les han exigido el entrecruzamiento de la escritura y la pintura.

No se ve impunemente. Menos impune aún es el dar a ver. Ver tiene siempre consecuencias, pero no cualquier consecuencia, no consecuencias imprevisibles, sujetas, por ejemplo, al azar del momento o los personajes, dependientes quizá de la fortuna o de la desgracia de los acontecimientos. El gesto de ver responde a la invitación de levantar un velo o quebrar una ley, pero la desobediencia de esa ley no hace sino favorecer el mejor cumplimiento de una ley más fuerte y más profunda. Ver induce la transformación. Ni se es el mismo ni se es lo mismo después (detrás) de la visión. Así que no es de extrañar que, parientes en su perversión, los dibujos de Schulz y de Klossowski, muestren la clara presencia de la desnudez (generalmente no completa, sino realzada por medias, botines o corpiños) de un cuerpo de mujer, que tiene la fuerza de una presencia mítica, provocando a su alrededor la transformación de quienes se han propuesto ver, de los oficiantes de la visión. Es el caso paradigmático del Acteón de Klossowski, que desafía la prohibición y cuyo desafío le convertirá en el ciervo que sólo puede ofrecerle a la diosa la expresión del deseo animal que habita su cuerpo. Pero es también el caso de la corte de adoradores idólatras, convertida en una turba de esclavos, titiriteros, alucinados y dementes que se inclina a los pies de su diosa, habitantes de El libro idólatra de Bruno Schulz.

No falta literatura que se demore en la singular magia del cuerpo femenino y de su desnudo, en el poder mítico que desde hace siglos (en realidad desde siempre si pensamos en las Venus prehistóricas) se le ha atribuido al «eterno femenino». No han faltado tampoco los refinados análisis acerca del alcance de la prohibición, cuando precisamente lo prohibido, por serlo, nos es permanentemente ofrecido por su prohibición; cuando lo inalcanzable es, de inmediato, alcanzado por la exposición de la distancia que lo pone fuera de alcance. Y es incluso un lugar común la obligación de calificar con el extenso vocabulario que la psiquiatría ha puesto a nuestra disposición la actitud de quien, a sabiendas o no, está dispuesto a pagar el canon que exige la contemplación o la adoración de su objeto, reducido al final a la condición de pobre enfermo. Pero tal vez falta por determinar el sistema de esa transformación a la que induce la visión, el trastorno casi cósmico al que conduce, la ley interna que la dirige y el modo, o la modalidad, en que ella se produce.

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No son bien conocidas las preocupaciones estéticas que llevaron a Bruno Schulz a componer El libro idólatra. Lo que sabemos de él con respecto a su libro lo ponen más del lado del diván del psicoanalista que del lado del tratado de estética y esto nos obliga a prescindir de ambos y a pensar que el secreto de tal libro está, como por otro lado no podía ser de otra forma, en el propio libro. Un libro sin texto, cuyas hojas se cubren con los grabados en los que Schulz trabajó durante años. De él no pensamos que el título dado a sus láminas nos descubra su secreto, tampoco se lo podemos pedir a la sucesión de escenas poco dispuestas a componer una historia identificable, pero sí cabe interrogar con esta pretensión a su título: El libro idólatra. Porque un libro «idólatra» no es el devocionario de una idolatría o un libro para uso y disfrute de idólatras, un libro en que aquellos maniacos del culto a su diosa ahí contenida encuentren la confirmación de su delirio idolátrico, sino un libro él mismo idólatra, actuante o practicante él mismo del culto de su idolatría, ofrecido él mismo como presente a la diosa a quien él mismo da acogida.

Aparte de su título, ese libro llevaba una portada destinada a condensarlo en una sola imagen. Schulz preparó varias. En una de ellas, El libro idólatra (II), somos espectadores de una escena que conocemos bien: una Venus desnuda recibe el homenaje de su admirador/adorador. Su factura nos lleva inmediatamente a pensar en Tiziano, lo mismo que pensamos en la Olympia de Monet. La referencia es evidente, aunque a nosotros sólo nos sirve para comprobar que, si el artista conoce y cita esos antecedentes, es para llevar el tema un poco más lejos. Acostumbrados como estamos a la vertiente irónica por la que se ha deslizado el arte a lo largo del siglo xx, apenas nos sorprende que identifiquemos rápidamente al propio Schulz en el personaje sumiso que hace su humilde ofrenda a la belleza que por completo se despliega ante él. Si pensamos en sus modelos ya clásicos tampoco nos sorprende que falte el animal que suele acompañar a la Venus, habiéndose desplazado ese cometido al propio oferente, el cual sabemos que dentro de un instante se arrojará a lamerle los pies a su diosa. Tampoco nos cuesta identificar la vara o la fusta que la mujer porta en su mano derecha... Pero lo que retiene ante todo nuestra atención es la naturaleza de la ofrenda: un libro; más aún, el libro; más aún, el Libro. Libro que no nos engaña por su formato, pues corresponde exactamente al que tendría que tener el libro compuesto por las láminas grabadas por Schulz (en este sentido, este grabado es muy diferente de otras portadas también realizadas por Schulz, donde se aprecian las líneas del texto escrito). Ahí, saliendo de manos de su autor, todavía, según parece, con sus hojas en blanco, está el libro idólatra ante la magnificencia de su ídolo, arrastrando tras de sí a su pobre autor transformado en mirada furtiva y esclavizado por la visión de lo que apenas se atreve a mirar de reojo. Un libro destinado a contenerse a sí mismo, a tenerse a sí mismo tanto dentro como fuera de sí. ¿Con qué finalidad? Es posible adelantar una hipótesis: el libro quiere entregarse por completo, como un todo sin exterior, como un absoluto, a aquélla a quien él adora y exalta hasta el punto de elevarla, gracias a su gesto de entrega, por encima del absoluto que él es. ¿Qué hará ella? El propio libro responde en una de sus láminas (Undula y los artistas): displicente, y sin apenas atenderlo, lo dejará a un lado. La belleza misma no puede verse alterada por sus homenajes. Ella, impasible, sólo se deja mostrar, haciendo valer para sus adoradores idólatras (los artistas y el propio libro idólatra que ha ideado el modo de entregarse a ella por completo) la ley que les obliga a no perderla de vista para, de inmediato, por haberla visto, ceder a la degradación y el hundimiento, representados por el infierno masoquista.

Pero debemos saber que Schulz no se contentó con la expresión plástica, que ésta incluso muy pronto le tuvo que parecer insuficiente, añadiéndose el hecho de que Schulz, dibujante de mérito, resultó ser un gran escritor. No será entonces casual que el primer relato de El sanatorio bajo la clepsidra se titule «El libro» y que éste, del que sólo queda una ruina, conserve en sus últimas páginas la arbitraria reunión de una serie de imágenes cuyo evidente referente es el atormentado mundo ya expuesto en El libro idólatra, enriquecido ahora con los recursos de una poderosa imaginación literaria. Ahí está de nuevo su ídolo: Magda Wang, «amaestradora de hombres», especialista en «romper los caracteres más fuertes». Pero en seguida comprobamos que la escritura ha dejado atrás las representaciones plásticas anteriores: allí donde en el grabado sólo aparecía una masa oscura incapaz de desvelar el perfil de un mundo abigarrado de objetos, la escritura, instrumento de una fantasía sobresaliente, levanta el velo de la oscuridad, para dibujar un mundo esencialmente turbio, que sólo se ilumina con la efímera luz de una segunda creación que encuentra su impulso creador en la propia escritura.

En el que se puede considerar su manifiesto estético, el Tratado de los maniquíes, contenido en Las tiendas de color canela, Bruno Schulz regresa a la doble división que ya ha ensayado en El libro idólatra. Allí, una especie de Zaratustra que se hubiera desengañado de que sus oyentes pudieran alguna vez querer la venida del Superhombre, el «padre» del narrador, encadena un discurso solicitando una nueva demiurgia («Hemos vivido demasiado tiempo aterrorizados por el Demiurgo […]. No tenemos deseo de igualarlo. Queremos ser creadores en nuestra propia baja esfera, aspiramos […] a la demiurgia»). Una segunda creación que se quiere poner deliberadamente por debajo de la primera, la de las figuras sólidas, puras y brillantes, la que emana directamente del ideal (aquellos «arcanos» que el Demiurgo utilizó anteriormente y que, dice Schulz con intenciones obvias, «ahora nos están prohibidos de una vez por todas»). Pero a su lado, por debajo, como a sus pies, proporcionando el material para la segunda creación, prolifera un mundo de seres efímeros y de pacotilla: «Nosotros damos preferencia a la pacotilla. Estamos interesados y positivamente seducidos por la chapucería, por todo lo que es vulgar e insignificante». Este discurso encuentra su confirmación en el incidente que bruscamente lo cierra: una de las muchachas que escuchan su discurso, de las que el narrador duda acerca de si pertenecen a la primera o a la segunda creación, una vez que el padre ha pronunciado solemnes palabras («queremos crear al hombre por segunda vez, a imagen y semejanza del maniquí»), realiza el gesto de levantarse la falda y apuntar con su pie enfundado en seda hacia el orador. Su efecto es fulminante: «El zapato de Adela, que seguía apuntando, temblaba ligeramente y brillaba como la lengua de una serpiente. Mi padre con la mirada siempre baja, se levantó lentamente, dio un paso de autómata y cayó de rodillas». La imagen del creador rindiendo culto a su ídolo, reproduce, a su nivel, la relación primordial que se da entre la primera y la segunda creación, es decir, entre el ideal y la pacotilla. Una escena bien conocida, que la combinación de los medios del dibujo y de la escritura ha elevado al lugar de un arquetipo: el arquetipo de la pacotilla.

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Para cambiar sin demasiada brusquedad al imaginario de Pierre Klossowski podemos fijarnos en un detalle tal vez insignificante. El mencionado tratado de los maniquíes se reanudará en parecidos términos al día siguiente, pero esta vez acabará de un modo muy diferente. Harta, una de las muchachas le pide a Adela que le haga callar. Ésta «se acercó a mi padre y agitó el dedo como para hacerle cosquilllas. Mi padre […] se calló, […] empezó a retroceder […] y paso a paso salió de la habitación». Sucede entonces que todo el mundo de Schulz está compuesto de tal modo que retrocede ante la risa y el mutismo. Ahora bien, estos mismos son dos elementos primordiales con los que cuenta la obra, tanto escrita como plástica, de Pierre Klossowski, traspasada toda ella y en primer lugar por una risa que, como dice Blanchot, nos atraviesa: «Risa que lo es sin tristeza, sin sarcasmo, que no pide ninguna connivencia malintencionada o pedante, sino, por el contrario, el abandono de los límites personales, porque viene de lejos y, atravesándonos, nos dispersa lejos».

De muchos modos, nos ha dicho Klossowski que toda su obra viene precedida por un solo gesto, el «gesto de una fisonomía muda fijada en su actitud». De ese gesto sabemos que consiste en lo que Klossowski, con intención, ha querido denominar un «cuadro previo», antes que sencillamente una imagen, que así denominada pasaría demasiado rápidamente a depender de una imaginación. Retengamos esto acerca de semejante cuadro previo: imagen sin imaginación, reflejo sin modelo.

Es una obviedad recordar que en los libros de Klossowski, que carecen de objetos (Foucault decía que «el mundo de Klossowski es avaro de objetos»), abundan los cuadros, si no cabe pensar que ellos mismos son un cuadro o una sucesión de cuadros. Esta misma obviedad ha llevado a muchos, para la suprema decepción del propio Klossowski, a ver en la realización de sus cuadros posteriores la ilustración pictórica de esos mismos cuadros descritos en sus libros. ¿Qué hay en esos cuadros –antes de que nos preguntemos por lo que hay en aquel «cuadro previo»–? De ningún modo, a pesar de que están hechos a nuestra escala, debemos pensar que funcionan como un espejo en donde, al asomarse, el espectador viera algo de sí mismo o el reflejo de algún fantasma que le fuera propio (cuidémonos sobre todo de ver en Klossowski la representación de alguno de «nuestros» dramas, tanto personales como sociales). Las figuras de esos cuadros son o bien dobles, o bien el efecto de un desdoblamiento semejante sin duda al que se produce frente a un espejo; desde este punto de vista, reflejos, pero reflejos separados o aislados, que no tienen la obligación de remitir a un modelo previo y que, sin embargo, no se ponen fuera, en un mundo distinto del que pudiéramos llamar nuestro (como les sucede a las creaciones originales –constitutivas de lo que Paul Klee llamaría la «anatomía del cuadro», y que contribuyen a la existencia del «cuadro en sí»–, que serían modelos sin reflejo y que, como tales, remitirían siempre a un mundo propio y ajeno al de nuestras convenciones). Reflejos sin modelo, carentes por eso de mundo propio, remitiendo permanentemente al mundo «real» de quien los contempla. Por eso, cuerpos, desnudos, incluso violentamente asaltados por deseos que, nacidos de la oscuridad, los exploran sin recato. Reflejos, por tanto, que, merced a una notable artimaña, nos proporcionan una imagen que permanecería como flotando en una especie de espacio intermedio apto para suscitar la producción de la cascada de imágenes que llevará consigo la reconstrucción arqueológica de aquella imagen que estuviera en el origen del modelo a partir de la cual se ha de desplegar ese mismo mundo de imágenes. Y, en definitiva, un solo cuerpo: el de aquella que detenta arbitrariamente el carácter de signo único: Roberte.

¿Cómo comunicaríamos con ese espacio intermedio para que nos transmita su mensaje? La respuesta invierte los términos, puesto que son los seres que habitan ese espacio –los simulacros– los que comunican con nosotros. Y lo hacen por medio de los estereotipos. Sin los estereotipos nuestra relación con el arte sería un auténtico diálogo de sordos, cuando, y es de lo que realmente se trata, los estereotipos han de crear las condiciones para una «conversación muda». El propio Klossowski ha permitido esa denominación para caracterizar sus cuadros («vino usted a encontrarse conmigo en mi propio taller, y al primer vistazo sobre la última serie de mis composiciones pictóricas, ha exclamado: ¡he aquí un ejemplo de conversación muda!»). El modelo por excelencia de esa conversación muda es la escena, primero descrita en La revocación del edicto de Nantes y después reproducida en varios cuadros, pero, tal como reconoce el propio Klossowski, preexistente tanto a su descripción por escrito como a su figuración pictórica, de las Barras paralelas.

Sumariamente: en el autobús un desconocido roza la mano de Roberte, ésta, acosada, incomodada, termina por descender de él, deambula por el Palais-Royal y es finalmente «interceptada» por sus perseguidores, que la arrastran a un gimnasio situado en un sótano potentemente iluminado, donde termina atada por las muñecas a una barras paralelas. Hasta el momento toda la escena no es más que una serie más o menos convencional de estereotipos, lo que a su vez convierte el rechazo de Roberte y su mutismo en, de nuevo, una conducta estereotipada. Ahora bien, una vez atada, las manos de Roberte han quedado a la libre disposición de su sádico perseguidor, que se dispone a satisfacer sus deseos, que no son otros que lamer y cosquillear con su lengua esa mano cuyo trabajo cotidiano es el ejercicio de la censura. Todo ello, según se ha dicho, se produce entre personajes que permanecen mudos, sólo atentos a los hechos, los cuales son verdaderamente los sujetos de la acción así desarrollada, los protagonistas de esa «conversación muda». Ahora bien, la venida del hecho (el deseo sádico que busca su satisfacción, el placer de Roberte, su repugnancia a pesar del goce, su vergüenza…) provocará el fin del riguroso mutismo conservado hasta ahora, precisamente cuando Roberte lo rompa y hable (aunque, se observará, no para decir «paren», sino «apaguen»).

No debe sorprender que la palabra silencie una conversación desarrollada hasta ahora únicamente por gestos. Más allá de las palabra, aquella gestualidad muda, a su modo, decía todo lo que se podía decir y, por ello, las palabras, en lugar de acercarse más a eso que ya se decía, lo ahuyentaban. Sucede que los gestos, aún mejor que las palabras (que, por lo demás, son ellas también sólo gestos), son el modo en se expresan los cuerpos, los cuales son los agentes, más callados aún, de aquel intercambio en el que ellos mismos, según la ley que rige en una «conversación muda», no pueden no estar comprometidos. Ahora bien, esta espiral de palabras, gestos y cuerpos puestos en comunicación, sólo tiene para cada uno de sus niveles una oportunidad para ser objeto de comunicación: el código preestablecido (conceptual, sintáctico, conductual, fisonómico...) de un sistema completo de estereotipos. Y aquí no se agota el problema, puesto que queda aún por determinar qué es eso que se podía decir mediante una conversación muda hecha sólo de gestos. El genio de Klossowski radica en haber señalado que tras esa espiral de lo que se comunica (es decir, palabras, gestos o cuerpos, y nada más) sigue habiendo un fondo que él describe como una pura potencia espiritual (un «fantasma», si se usa el lenguaje del psicoanálisis; un «suppositum», si se usa el lenguaje de los teólogos medievales; un «demon», si se usa el lenguaje de los antiguos griegos…), que es el hecho mismo al que se refiere aquella espiral, hecho que, por su naturaleza, dislocado y disuelto, ha de permanecer fuera de comunicación.

Antes se ha utilizado la palabra clave de la estética de Klossowski: simulacro. Recordando siempre su complejidad, cabe fijarse solamente en su función, que Klossowski en muchas ocasiones ha denominado «exorcizante». ¿Qué es lo que el simulacro exorciza? Dejémosle a la singular sintaxis de Klossowski la tarea de responder: «Para señalar su presencia –fasta o nefasta– la función del simulacro es, en primer lugar, exorcizante; pero para exorcizar la obsesión: el simulacro imita lo que aprehende en el fantasma. En esta doble función respecto a lo que tiende a reproducir, es decir, lo indecible o lo inmostrable según la censura social, religiosa o moral, ¿cómo lo pronuncia aquél imitativamente? Tomando prestados, para darles la vuelta en beneficio de su imitación, los estereotipos institucionales, es decir, convencionales, de lo decible y de lo mostrable». Lo que significa algo así como que el simulacro –por ejemplo, el cuadro– imita aquello que, porque ni se puede decir ni se puede mostrar, es propiamente inimitable: lo incomunicable mismo que es el fondo de cualquier intercambio y, por tanto, de toda comunicación (al comunicar mediante palabras, lo intercambiado no es evidentemente lo que designan, por ejemplo, las palabras, sino sólo esas mismas palabras que, para poder ser intercambiables, exigen que lo que significan siga siendo siempre inintercambiable). Esa imitación se realiza en el estereotipo, que por su naturaleza es siempre decible y mostrable. En este sentido, se puede decir que sólo mediante el estereotipo el simulacro comunica efectivamente lo incomunicable en cuanto incomunicable.

La astucia del simulacro se encuentra en su capacidad para aprovechar el código de los signos cotidianos, que proporciona todo un sistema de estereotipos por los que «exorciza» aquello que lo obsesiona y lo posee. Ahora bien, no con otro objetivo que el de crear sucesivos temas o motivos que se han de convertir en nuevos estereotipos. El campo de acción del simulacro tiene por tanto unos límites movedizos, alcanza a cualquier hecho de experiencia que sea susceptible de ser comunicado en cualquier modo (por escrito o pintado), siempre y cuando lo que se comunique sea aquel gesto mudo de lo en sí mismo incomunicable, que es el verdadero contenido del mencionado «cuadro previo», descompuesto en cada una de las descripciones figuradas de sus libros o de sus cuadros. Por eso, al simulacro le resulta indiferente la composición escrita o la composición pictórica. Klossowski de hecho abandona la escritura para poder dedicarle todo su tiempo a la pintura. Propiamente hablando, no ha abandonado nada porque no ha cambiado de actividad. El dictado al que ésta obedece («el dictado de la imagen» bajo el que Klossowski confiesa estar) sólo se vería afectado por la desaparición de las normas institucionalizadas por las que se ve obligada a expresarse.

Se observará, para finalizar, que entre tanto espacio, el tiempo parece haberse esfumado. Así ha sido y así lo ha declarado el propio Klossowski: «el cuadro convierte el tiempo en espacio vivido». Éste es uno de sus secretos: bebiendo en las fuentes del eterno retorno nietzscheano, el simulacro aspira a la eternidad. Simplemente imitando aquello que ninguna palabra llegará a decir, ni ninguna composición pictórica llegará a mostrar (la fisonomía de un gesto mudo), la función exorcizante del simulacro, proporcionándole a cada hecho de experiencia susceptible de ser comunicado el carril de su estereotipo, es decir, convirtiéndolo en tema, ha dejado suspendida para siempre a Roberte de las barras paralelas, ha convertido a su perverso marido en eterno mirón (en Le Souffleur, Octave, al morir, exclama: «Ah, entre sus largos dedos separados, he podido ver igualmente, veo todavía, veré siempre») y ha dejado a los eventuales contempladores de sus «cuadros» un espacio para compartir esa «hilaridad de lo serio» en donde, si le cabe la suerte de romper a reír, no puede uno menos que perderse sin fin –siempre y cuando esta nueva cabeza nuestra de ciervo esté conformada para la risa.