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Tres apuntes sobre política cultural

Santiago Eraso

Santiago Eraso, que ha sido durante años no sólo director sino también alma y cerebro del centro de arte y pensamiento contemporáneos donostiarra Arteleku, trabaja en estos momentos con la productora cultural BNV y es miembro del equipo directivo del proyecto de la UNIA arteypensamiento. Un perfil idóndeo para abordar con hondo sentido crítico y con conocimiento de causa algunas de las grandes fallas de la política cultural en España y para aportar pistas acerca de por dónde deberían transitar las soluciones.

POR UNA CULTURA ECOPOLÍTICA

Cualquier reflexión sobre el futuro de la cultura debe asumir que tanto las prácticas culturales institucionales como las originadas en las dinámicas independientes de la sociedad civil deben insertarse en un concepto de ciudad integradora, sostenible y solidaria. Es decir, no podemos entenderlas sólo como una emanación oficial y artificial de actividades generadas desde la administración, organizadas en rígidas estructuras departamentales. Se trata de un conjunto de prácticas públicas y privadas, muchas veces no sujetas a las directrices institucionales ni a los intereses de los gobiernos, que se desarrollan a través de una red difusa de iniciativas individuales, asociaciones y colectivos sociales.

La cultura debe ser, sobre todo, una manera integral de entender la democracia, un haz horizontal de prácticas sociales complejas, inextricablemente conectado con la economía y la política, que permite comprender dinámicas sociales complejas y problematiza la presunta autonomía de esas diversas esferas, como proponía Raymond Williams. Si la economía no puede limitarse al monetarismo neoclásico ni las políticas urbanísticas obviar su dimensión ecológica, la cultura no puede operar de espaldas a los circuitos socioeconómicos. Hay que entender el sistema cultural como un ecosistema. Es preciso pensar una política cultural ecológica que entienda la cultura como una realidad compleja en la que desempeñan un papel fundamental tanto los valores éticos y sociales como el contexto político en el que se inscribe. Federico Aguilera, Premio Nacional de Economía y reconocido experto ecologista, afirma que el deterioro del medioambiente y de la sociedad civil equivale, en definitiva, al deterioro de la democracia. Hacer «cultura ecológica» sería así contribuir al fortalecimiento de las redes ciudadanas y a la consolidación del entramado social. A su vez, Antonio Méndez Rubio comenta en La apuesta invisible. Cultura, globalización y crítica social que «la condición de la cultura es entonces crítica, de ensamblaje de un nuevo modelo social y, en este marco, los dispositivos culturales podrían ser un ámbito de actuación prioritario para proyectos alternativos, cuya condición crítica tendría que pasar necesariamente por el intento de des-montar y re-montar el modelo hegemónico de sociedad. La cultura será entonces no meramente un ente ideal sino un modo de actuar y de vivir».

Lamentablemente, frente a esta concepción de la cultura para los sujetos y no para los objetos, la dinámica de competencia entre las ciudades está conduciendo a una carrera sin fin por conseguir los «objetos/equipamientos» mayores y más espectaculares, los festivales y eventos más costosos, reduciendo a sus habitantes a meros consumidores sin capacidad de participación y mucho menos de intervención. El urbanismo contemporáneo, así como la arquitectura monumental –cuya justificación muchas veces procede de la arena cultural– ha desempeñado un papel esencial en la difusión de modelos de consumo cultural meramente contemplativos que incentivan el gasto incontrolado. Un gran número de ciudades está desarrollando una política de grandes inversiones urbanísticas y monumentales a las que se dirige el excedente de capital para la construcción de nuevos proyectos, a menudo innecesarios. Se trata de una encarnizada lucha interregional cuya cara pública es la defensa retórica del desarrollo de la cultura y las industrias del conocimiento y la innovación, con el aliño de una ingente cháchara huera acerca del urbanismo sostenible y ambiental.

En definitiva, hemos asistido a una inusitada explosión institucional de actividades donde lo que prima es una concepción del público como turista, visitante y consumidor, y donde el número de asistentes es el único baremo que se tiene en cuenta. Se trata de una visión utilitaria de la cultura que privilegia el espectáculo sobre la negociación y confrontación con la realidad impuesta.

POR UNA CULTURA AL SERVICIO DE LA CIUDADANÍA

Recientemente se ha editado en castellano El Estado cultural, que Marc Fumaroli, un pensador de perfil liberal, publicó en Francia en los años noventa. En esta obra se plantea una amplia crítica de las versiones más intervencionistas del modelo político cultural francés. Fumaroli analiza pormenorizadamente los programas culturales de los ex ministros André Malraux y Jacques Lang con el objeto de cuestionar un paradigma que ha servido de referente para muchos estados europeos, entre otros el español. Como conclusión, propone la disolución del Ministerio de Cultura y la anulación de cualquier participación del Estado en el desarrollo de la cultura.

Por supuesto, no trato de defender las tesis de Fumaroli, pero sí de utilizarlas como referencia crítica –una advertencia de lo que puede venir– a la hora de analizar la realidad cultural del Estado español, cuya organización siguió en buena medida el modelo francés. La definitiva modernización del mapa cultural español se llevó a cabo en los años ochenta, al socaire del desarrollo constitucional. A partir de 1977, las administraciones públicas comenzaron a fomentar políticas culturales y sociales siguiendo el modelo de la sociedad del bienestar europeo y afianzando las estructuras patrimoniales e instituciones tradicionales: archivos, museos, bibliotecas, etc. Durante las dos primeras décadas de democracia se llevó a cabo un gran esfuerzo instaurador, y en algunos casos restaurador, que permitió la puesta en marcha de muchos servicios y la reforma de aquellos heredados del franquismo. El presupuesto cultural ha ido aumentando desde entonces, pero este crecimiento se ha hecho en beneficio de determinadas estrategias y en detrimento de otras. Los diferentes gobiernos –tanto centrales como autonómicos– han apostado, sobre todo, por la consolidación del patrimonio y la implantación de grandes infraestructuras, cuya programación demasiadas veces está regulada por una inercia conmemorativa, espectacular o festiva. Se ha optado por una política de construcción de equipamientos y promoción de servicios dependientes de la administración, por un sistema regulado, centralizado y tutelado con un fuerte sentido fiscalizador que deja muy poco margen a la participación ciudadana, y a las iniciativas independientes, que se han visto abocadas a una dinámica perversa de subvenciones. Esta opción gubernamentalista ha supuesto un constante incremento de los recursos destinados a mantener la maquinaria cultural que, a su vez, ha menoscabado la posibilidad de una política de redistribución de medios entre la sociedad civil, que hubiera supuesto una modificación sustancial de las relaciones entre la sociedad y el Estado.

Frente al modelo liberal no intervencionista que propone Fumaroli, soy un ferviente defensor del espacio público y del papel del Estado como garante de la igualdad y el equilibrio social. Precisamente por eso creo que el Estado y las estructuras políticas y administrativas que regulan la cultura deben emprender una reforma ya que, de otro modo, los hechos acabarán dando la razón a las posiciones de Fumaroli y de otros muchos pensadores y políticos adscritos a fundaciones y think tanks conocidos por sus posiciones liquidacionistas y ultraliberales. En efecto, no puedo negar que mi larga experiencia en la administración me ha predispuesto en contra del exceso de burocracia entendida como fortaleza de una clase funcionarial que, más que promover la participación ciudadana, la obstaculiza; más que favorecer el acceso a la información, la secuestra; más que activar mecanismos de crítica, los neutraliza. Por supuesto, hay muchas y notables excepciones de trabajadores culturales que han sido el factor de desarrollo institucional más importante de los últimos años y han promovido otras formas de colaboración con la sociedad civil.

POR UNA CULTURA DE REDES DE DOMINIO PÚBLICO

A final del siglo pasado, con la aparición de Internet y el desarrollo acelerado de nuevos mecanismos de producción digital, se produjo un cambio de paradigma que afectó de manera exponencial a todo el sistema cultural, a la producción de subjetividad y a las diferentes maneras de patrimonializar y distribuir el conocimiento. Desde mi punto de vista, y teniendo en cuenta estas modificaciones, el modelo de cultura prestataria y paternalista que se ha desarrollado en los primeros treinta años de democracia tiene que dar por concluido su ciclo vital para dar paso a una cultura reticular basada en el contacto directo con los ciudadanos. De hecho, el sistema unitario de museos, bibliotecas y otras instituciones está entrando en crisis y se está aislando cada vez más de la realidad que generan los flujos no jerárquicos y desregulados del conocimiento. La Red y la socialización de las herramientas de producción están otorgando cada vez más poder a los ciudadanos, creadores y agentes.

Es preciso dejar atrás las concepciones culturales espectaculares, estetizadas y museificadas. Debemos pasar de una percepción analógica de la cultura a otra que, desde una perspectiva educativa, asuma la potencia digital para desarrollar una red de sistemas de información, conocimiento y formación permanente. Es decir, se debe pensar menos desde el hardware y más desde el software, menos desde las estructuras sólidas y más desde las redes sociales, menos en beneficio del aparato institucional y más a favor de las dinámicas ciudadanas.

Los retos del futuro inmediato obligan a asumir estos cambios para poner el aparato de gestión cultural al servicio de las futuras generaciones, que reclaman diferentes maneras de entender la función pública. La estructura política, la organización jerarquizada y los procedimientos administrativos son demasiado rígidos para los rápidos cambios que se producen en la economía y la cultura actuales. En este sentido, el modelo de gestión de cualquier política cultural con expectativas de futuro debería tener en cuenta propuestas alternativas que agilicen la administración de los recursos.

Como ciudadanos, además de poner en marcha mecanismos de crítica de los modelos hegemónicos, también debemos introducir en las instituciones culturales elementos de reflexión que fomenten cambios en sus estructuras organizativas. Se trata de hacer visible la existencia de una red de personas, proyectos e iniciativas que planteen un diálogo crítico, pero complementario, con el entramado de instituciones culturales comunitarias y locales. En este sentido, no podemos olvidar que la cultura, entendida como nuestra experiencia compartida, se está convirtiendo en un objeto económico de primer orden. La diversidad de las prácticas culturales está amenazada por la definitiva mercantilización de la cultura. En un mundo en el que el acceso al conocimiento está cada vez más comercializado y mediado por las grandes empresas globales, la cuestión del poder institucional, el dominio público y la libertad de elección resulta más importante que nunca.