Como un rayo caído del cielo
Musicofilia súbita*
Traducción Ana Useros / Imágenes Jaume Plensa
Desde hace más de treinta años, el neurólogo Oliver Sacks (Londres, 1933) destaca no sólo por sus trabajos científicos, sino también por sus geniales aportaciones literarias al conocimiento de los procesos cerebrales a partir de casos clínicos. Libros como Despertares, Un antropólogo en Marte o El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, publicados en castellano por la editorial Anagrama, lo han hecho mundialmente famoso. En su último libro, del que Minerva adelanta un capítulo, nos habla de cómo ciertas alteraciones neurológicas pueden dar lugar a una pasión repentina por la música o incluso a lo que normalmente se tiene por «auténtica inspiración».
Tony Cicoria tenía cuarenta y dos años. Atlético y robusto, había jugado al fútbol americano en la universidad antes de convertirse en un apreciado cirujano ortopédico en una pequeña localidad al norte de Nueva York. Una tarde de otoño celebraba una fiesta familiar en un pabellón junto a un lago. El tiempo era agradable y corría la brisa, pero a lo lejos percibió unas nubes tormentosas; parecía que iba a llover.
Salió del pabellón y fue a una cabina para hacer una llamada rápida a su madre (corría el año 1994, antes de la época de los teléfonos móviles). Aún recuerda cada segundo de lo que ocurrió después: «Estaba hablando con mi madre por teléfono. Llovía ligeramente y se oían truenos a lo lejos. Mi madre colgó. Cuando me alcanzó, me encontraba a unos treinta centímetros del teléfono. Recuerdo una potente luz que salía del aparato y que me dio en la cara. Lo siguiente que recuerdo es que volaba hacia atrás».
«Luego —pareció vacilar antes de contarme lo que sigue— me encontré volando hacia delante. Espantado, miré a mi alrededor. Vi mi propio cuerpo en el suelo. Me dije: “mierda, estoy muerto”. Vi a gente apiñándose junto a mi cuerpo. Vi a una mujer —que hacia cola en el teléfono justo detrás de mí— inclinarse sobre mi cuerpo y tratar de reanimarlo… Subí flotando hacia las estrellas, junto con mi conciencia. Vi a mis hijos, supe que estarían bien. Después me rodeó una luz blancoazulada… Una sensación inmensa de paz y bienestar. Los momentos álgidos y los peores momentos de mi vida pasaban aceleradamente junto a mí. Sin ninguna emoción asociada…, puro pensamiento, puro éxtasis. Tuve la sensación de acelerar, de ser arrastrado… No había sino velocidad y dirección.Y justo cuando me decía: “Ésta es la sensación más fantástica que he tenido nunca”, ¡zas!, estaba de vuelta».
El doctor Cicoria supo que había regresado a su cuerpo porque sintió dolor —el dolor de las quemaduras de su cara y su pie izquierdo, lugares de entrada y salida de la descarga eléctrica— y «sólo los cuerpos sienten dolor». Quiso volver atrás, quiso decirle a la mujer que dejara de reanimarlo, que lo dejara marchar; pero ya era tarde, estaba irremediablemente de vuelta entre los vivos. Tras un minuto o dos, cuando pudo hablar, dijo «Está bien, soy médico». La mujer (que resultó ser una enfermera de cuidados intensivos) le contestó: «Hace unos minutos no lo era».
Llegó la policía y quisieron llamar a una ambulancia, pero Cicoria, delirando, se negó. En lugar de llevarlo a un hospital lo llevaron a casa («me pareció que tardaban horas»), donde llamó a su médico, un cardiólogo. El cardiólogo, al verlo, pensó que Cicoria tendría que haber sufrido una breve parada cardiaca, pero ni el examen ni los electrocardiogramas revelaron ningún signo. Pensó, pues, que el doctor Cicoria no sufriría ninguna consecuencia de su extraño accidente.
Cicoria consultó también a un neurólogo, porque se sentía torpe (algo raro en él) y tenía algunos problemas de memoria. Empezó a olvidar los nombres de gente que conocía bien. Le hicieron un examen neurológico, un electroencefalograma y una resonancia. De nuevo, todo parecía estar bien.
Dos semanas más tarde, una vez hubo recuperado la energía, el doctor Cicoria volvió al trabajo. Aún arrastraba algunos problemas de memoria —ocasionalmente olvidaba los nombres de enfermedades infrecuentes o de ciertos procedimientos médicos— pero sus habilidades quirúrgicas permanecían intactas. En dos semanas más, los problemas de memoria desaparecieron y con eso, creyó, el asunto quedaba zanjado.
Doce años más tarde, el doctor Cicoria aún se maravilla al recordar lo que ocurrió después. Aparentemente, su vida había recuperado la normalidad cuando, «de repente, a los dos o tres días, experimentó un insaciable deseo de escuchar música para piano». Un hecho totalmente desconectado de su pasado. De niño había tomado lecciones de piano, pero, decía, «no me interesaban». No tenía piano en casa y cuando escuchaba música, solía ser rock.
A raíz de su repentino apetito por la música para piano, empezó a comprar discos y se enamoró especialmente de una grabación de Vladimir Ashkenazy, una selección de las piezas más conocidas de Chopin (la polonesa Militar, el estudio Viento de invierno, el estudio Teclas negras, la Polonesa en La bemol, el Scherzo nº 2 en Si bemol menor). «Me gustaban todas», decía Cicoria. «Deseaba tocarlas. Encargué las partituras. Por aquel entonces, una de nuestras canguros nos preguntó si podía guardar su piano en nuestra casa. Precisamente en el momento en que más lo anhelaba, llegó un piano, un piano pequeño, vertical. Justo lo que necesitaba. Apenas sabía leer música y casi no podía tocar, pero empecé a aprender por mi cuenta». Habían pasado más de treinta años desde aquellas lecciones de su infancia, y sus dedos estaban rígidos y torpes.
Y entonces, como prolongación de ese repentino deseo de oír y tocar música para piano, Cicoria empezó a escuchar música en su cabeza. «La primera vez», me dijo, «fue en sueños. Estaba vestido de etiqueta, sobre un escenario; tocaba algo que yo había escrito. Me desperté sobresaltado y la música siguió sonando en mi cabeza. Salté de la cama e intenté anotar todo lo que podía recordar. Pero apenas sabía cómo transcribir lo que oía». El resultado no fue muy bueno: nunca había intentado escribir música. Pero en cuanto se sentaba en el piano a trabajar su Chopin, su propia música «aparecía y me invadía. Su presencia era muy poderosa».
No sabía muy bien qué hacer con esa exigente música que se colaba en él de forma irresistible y lo apabullaba. ¿Tenía alucinaciones musicales? No, decía el doctor Cicoria, no eran alucinaciones, «inspiración» parecía una palabra más adecuada. La música estaba ahí, en lo más profundo de su ser (o en alguna otra parte) y todo lo que tenía que hacer era dejarla llegar a él. «Es como una frecuencia, una emisora de radio. Si me abro, aparece. Me gusta pensar que “viene del cielo”, como decía Mozart».
Es una música incesante. «Nunca se agota. Si acaso, tengo que apagarla».
Ahora tenía que lidiar no sólo con aprender a tocar a Chopin sino con dar forma a la música que fluía de continuo en su cabeza, probarla en el piano, pasarla al papel. «Era una lucha terrible. Me levantaba a las cuatro de la mañana y tocaba hasta la hora de ir al trabajo, y cuando volvía a casa después de trabajar me sentaba al piano toda la tarde. A mi mujer no le hacía ninguna gracia. Estaba poseído».
Tres meses después de ser alcanzado por un rayo, Cicoria —antes un padre de familia relajado, jovial e indiferente a la música— se había convertido en un hombre inspirado, incluso poseído por la música, que apenas tenía tiempo para nada más. Empezó a pensar que tal vez se había «salvado» por una razón especial. «Llegué a creer que la única razón por la que se me había permitido sobrevivir era la música». Le pregunté si antes del rayo había sido un hombre religioso. Me dijo que había recibido una educación católica, pero que nunca había sido muy practicante; tenía, además, algunas creencias «poco ortodoxas», como la reencarnación.
Acabó pensando que se había reencarnado de alguna forma, que había sufrido una transformación y recibido un don especial, una misión: «sintonizar» con la música que él llamaba, medio metafóricamente, «la música celestial». Esta música se manifestaba, a menudo, como un «torrente absoluto» de notas sin pausa, sin descanso, a las que él tenía que dar estructura y forma. Mientras me contaba esto, yo pensaba en Caedmon, el poeta anglosajón del siglo vii, un pastor de cabras analfabeto que, se decía, había recibido «el arte de la canción» en sueños una noche, y había pasado el resto de su vida alabando a Dios y creando himnos y poemas.
Cicoria siguió tocando el piano y trabajando en sus composiciones. Compró libros sobre notación musical y pronto se dio cuenta de que necesitaba un profesor de música. Viajaba para asistir a conciertos de sus intérpretes favoritos, pero no tenía relación con otros músicos de su ciudad o con las actividades musicales que se celebraban allí. Era un empeño en solitario, entre él y su musa.
Le pregunté si había experimentado otros cambios a partir del rayo, ¿quizá nuevos gustos en arte, otras preferencias en sus lecturas, nuevas creencias? Cicoria me dijo que se había vuelto «muy espiritual» desde que había estado a punto de morir. Había empezado a leer todo lo que encontraba sobre experiencias cercanas a la muerte y sobre rayos y relámpagos. Se había hecho con «una biblioteca completa sobre Tesla» y con todo lo que caía en sus manos sobre el poder bello y terrible de la electricidad de alto voltaje. A veces veía «auras» de luz o energía alrededor de los cuerpos de la gente, algo que nunca le había pasado antes del rayo.
Pasaron los años y la nueva vida de Cicoria, su inspiración, no lo abandonó ni por un momento. Siguió trabajando como cirujano a tiempo completo, pero su corazón y su mente se centraban en la música. En 2004 se divorció y ese mismo año tuvo un terrible accidente de moto. Él no lo recuerda, pero un vehículo golpeó su Harley y a él lo encontraron en la cuneta, inconsciente y malherido, con huesos rotos, el bazo destrozado, un pulmón perforado, contusiones cardíacas y, aunque llevaba casco, heridas en la cabeza. A pesar de todas estas lesiones, se recuperó completamente y volvió al trabajo dos meses después. Ni el accidente, ni los daños que sufrió en la cabeza, ni su divorcio parecen haber hecho mella en su pasión por tocar y componer música.
Jamás he conocido a nadie más con una historia como la de Tony Cicoria, pero alguna vez he tenido pacientes con un brote similar de interés artístico o musical, entre ellos Salimah M., una investigadora química. Con cuarenta y pocos años, Salimah comenzó a experimentar breves períodos, de un minuto de duración o incluso menos, en los que sentía algo «extraño»: a veces la sensación de estar en una playa en la que había estado antes, al tiempo que era perfectamente consciente del entorno en el que se encontraba y capaz de seguir la conversación, de conducir o de seguir haciendo lo que en ese momento estuviera haciendo. En ocasiones esos episodios se acompañaban de un «sabor agrio» en la boca. Aunque advertía esos extraños sucesos, nunca pensó que tuvieran ningún significado neurológico hasta el verano de 2003, cuando tuvo un ataque epiléptico, visitó a un neurólogo y se hizo un escáner que reveló un gran tumor en el lóbulo temporal derecho. Ésa había sido la causa de sus extraños episodios, que ahora se revelaban como pequeños ataques en el lóbulo temporal. Los médicos pensaron que el tumor era maligno (aunque probablemente se trataba de un oligodendroglioma, un tipo de tumor relativamente poco maligno) y que era preciso extirparlo. Salimah se preguntaba si aquello era una sentencia de muerte, y temía la operación y sus posibles consecuencias; a ella y a su marido les habían advertido de que la cirugía podía producir ciertos «cambios de personalidad». Pero finalmente la operación salió bien, se extirpó la mayor parte del tumor y, tras un período de convalecencia, Salimah pudo volver a su trabajo.
Antes de la operación, Salimah había sido una mujer bastante reservada, a la que de tanto en tanto le molestaban pequeñeces como el polvo o la suciedad; su marido dijo que a veces «se obsesionaba» con las tareas que había que hacer en la casa. En cambio, tras la operación, a Salimah no le afectaban tales asuntos domésticos. Se había convertido, según la expresión idiosincrásica de su marido (cuya lengua materna no era el inglés) en un «gato feliz»; es una «gozóloga», declaró.
La nueva personalidad risueña de Salimah se dejó notar en el trabajo. Llevaba quince años en el mismo laboratorio y todos admiraban su inteligencia y dedicación, pero tras la operación, sin perder nada de su competencia profesional, parecía una persona más cálida, comprensiva e interesada en las vidas y sentimientos de sus colegas. Mientras que antes, en palabras de un compañero, parecía «centrada en sí misma», tras la operación se convirtió en la confidente y en la referencia social de todo el laboratorio.
También en casa solía proyectar algo de esa personalidad dedicada a su trabajo, a lo Marie-Curie. Pero tras la cirugía comenzó a tomarse más tiempo libre alejada de sus reflexiones y sus fórmulas, y empezó a tener ganas de ir al cine o a fiestas, de vivir un poco. Y una nueva pasión entró en su vida. Siempre había sido, según sus propias palabras, una persona «vagamente musical». De niña tocaba un poco el piano, pero la música nunca había jugado un papel relevante en su vida. Ahora era distinto. Deseaba escuchar música, ir a conciertos, oír música clásica en la radio o en su reproductor de CD. Se emocionaba hasta las lágrimas ante músicas que antes no significaban «nada especial» para ella. Se hizo «adicta» a la radio del coche, que escuchaba mientras conducía al trabajo. Un colega que en una ocasión la adelantó de camino al laboratorio, dijo que la música de su radio estaba «increíblemente alta» y se podía oír a medio kilómetro. Salimah, en su descapotable, «amenizaba toda la autopista».
Como Tony Cicoria, Salimah sufrió una transformación drástica y pasó de tener un vago interés por la música a necesitarla apasionadamente. Y en ambos casos, hubo también otros cambios más generales: una irrupción de emocionalidad, como si se estimularan o liberaran emociones de todo tipo. En palabras de Salimah, «tras la operación me sentí renacer. Cambió mi percepción de la vida e hizo que apreciara cada minuto de ella».
¿Puede alguien desarrollar una musicofilia «pura» sin que la acompañen cambios en la personalidad o en el comportamiento? Una situación así fue descrita en 2006 por Rohrer, Smith y Warren, en su sorprendente caso de una mujer de sesenta y pico años que sufría ataques sin tratamiento posible en el lóbulo temporal, focalizados en el lóbulo temporal derecho. Tras siete años de ataques, los médicos consiguieron controlarlos mediante un medicamento anticonvulsivo, la lamotrigina. Antes de comenzar con esta medicación, Rohrer y sus colegas escribieron que esta señora
Esta indiferencia hacia la música cambió abruptamente cuando la paciente empezó con la lamotrigina.
Aunque Rohrer y sus colegas no pudieron apuntar la causa precisa de la musicofilia de su paciente, aventuraron que, durante los años de su actividad epiléptica intratable, podía haber desarrollado una conexión funcional intensificada entre los sistemas perceptores de los lóbulos temporales y aquellas partes del sistema límbico implicadas en la respuesta emocional. Esta conexión sólo se habría manifestado cuando sus ataques se controlaron con la medicación. En los años setenta, David Bear sugirió que una hiperconexión sensorio-límbica así podría ser la razón de la aparición de sentimientos artísticos, sexuales, místicos o religiosos inesperados que a veces tiene lugar en personas que padecen epilepsia en el lóbulo temporal. ¿Podría ser algo así lo que le había sucedido a Tony Cicoria?
La primavera pasada, Cicoria participó en un retiro de diez días para estudiantes de música, amateurs con talento y jóvenes profesionales. El campamento funciona también como un escaparate para Erica van der Linde Feidner, una concertista de piano especializada en encontrar el piano perfecto para cada cliente. Tony acababa de comprar uno de sus pianos, un Bösendorfer de cola, un prototipo único fabricado en Viena, y ella pensó que él tenía un instinto extraordinario para elegir el piano con el tono exacto que deseaba. Por su parte, Cicoria decidió que era el momento y el lugar adecuado para hacer su debut como músico.
Preparó dos piezas para el concierto: su primer amor, el Scherzo en Si bemol menor de Chopin, y su primera composición propia, a la que tituló Rapsodia, Opus 1. Su interpretación y su relato electrizaron a todos los presentes y muchos fantasearon con la idea de ser también alcanzados por un rayo. Erica dijo que tocaba con «enorme pasión y brío» y, aunque no con un genio sobrenatural, sí al menos con una habilidad notable, una hazaña increíble para alguien sin apenas formación musical que había aprendido por su cuenta a los cuarenta y dos años.
Al terminar de contarme su historia, el doctor Cicoria me preguntó qué pensaba yo. ¿Me había encontrado alguna vez con algo así? Yo le pregunté qué pensaba él y cómo interpretaba lo que le había ocurrido. Él replicó que, como médico, no encontraba respuesta a los acontecimientos por lo que se veía obligado a pensarlos en clave «espiritual». Yo argumenté que, aun sin menospreciar lo espiritual, me parecía que incluso los estados mentales más exaltados, las transformaciones más increíbles, debían tener alguna base física o al menos un correlato fisiológico en la actividad neuronal.
Cuando el rayo alcanzó al doctor Cicoria, éste sufrió simultáneamente una experiencia cercana a la muerte y una experiencia extracorpórea. Las experiencias extracorpóreas han provocado numerosas explicaciones sobrenaturales o místicas, pero también han sido objeto de investigación neurológica durante más de un siglo. Estas experiencias parecen tener un formato bastante estereotipado: uno siente que no está en su cuerpo, sino fuera; la mayoría de las veces se contempla a sí mismo desde dos o tres metros de altura (los neurólogos llaman a esto «autoscopia»). Vemos claramente la habitación o el espacio que nos rodea y a la gente y los objetos, pero con una perspectiva aérea. La gente que ha tenido experiencias así a menudo describe sensaciones vestibulares, como «flotar» o «volar» en el aire. Las experiencias extracorpóreas pueden inspirar temor, alegría o una sensación de distanciamiento, pero habitualmente se describen como algo intensamente «real», en absoluto como un sueño o una alucinación. Se han descrito en muchos casos de experiencias cercanas a la muerte así como en ataques del lóbulo temporal. Hay pruebas de que tanto los aspectos visoespaciales como los aspectos vestibulares de las experiencias extracorpóreas se relacionan con un funcionamiento anómalo del córtex cerebral, especialmente en la región limítrofe entre los lóbulos parietales y temporalesOrrin Devinski et al. han descrito «fenómenos autoscópicos con ataques» en diez de sus pacientes y recopilado casos similares descritos con anterioridad en la literatura médica, mientras que Olaf Blanke y sus colegas en Suiza han podido monitorizar la actividad cerebral de pacientes epilépticos en el momento en que pasaban por una experiencia extracorpórea..
Pero lo que el doctor Cicoria relataba no era únicamente una experiencia extracorpórea. Vio una luz blancoazulada, vio a sus hijos, su vida le pasó por delante, tuvo una sensación de éxtasis y, sobre todo, tuvo la sensación de algo trascendental y de enorme significado. ¿Cuál es la base neuronal de todo esto? Numerosas personas que han estado, o han creído estar, en grave peligro, ya sea por haber sufrido un accidente, por haber sido alcanzadas por un rayo o, más habitualmente, por un paro cardíaco, han descrito experiencias cercanas a la muerte parecidas. Estas situaciones no sólo nos paralizan de terror, sino que posiblemente causen una caída repentina de la presión sanguínea y del riego cerebral (y en los casos de parada cardíaca, el cerebro deja de recibir oxígeno). En momentos así puede producirse una intensa excitación emocional y una subida del nivel de noradrenalina y otros neurotransmisores, ya sea inducida por el terror o por el éxtasis. Todavía no sabemos mucho sobre los correlatos neuronales reales de estas experiencias, pero las alteraciones de la conciencia y de la emoción son muy profundas y en ellas deben participar las partes emocionales del cerebro —la amígdala y el núcleo del tronco cerebral— así como el córtexKevin Nelson y sus colegas de la Universidad de Kentucky han publicado varios artículos neurológicos señalando el parecido entre la disociación, la euforia y los sentimientos místicos de las experiencias cercanas a la muerte, y los del soñar, la fase REM y los estados alucinatorios en las fronteras del sueño.3 La historia de Franco se relata en «El paisaje de sus sueños», capítulo de Un antropólogo en Marte (Barcelona, Anagrama, 1997)..
Mientras que las experiencias extracorpóreas revisten el carácter de una ilusión perceptiva (singular y compleja, sin duda), las experiencias cercanas a la muerte cumplen todos los jalones de la experiencia mística tal como la describe William James: pasividad, inefabilidad, transitoriedad y una cualidad noética. Una experiencia cercana a la muerte nos consume totalmente, nos barre, casi literalmente, en un relámpago (a veces en un túnel o chimenea) de luz, y nos conduce hacia un «más allá» —más allá de la vida, del espacio y del tiempo—. Se experimenta también una sensación de última mirada, de (acelerada) despedida de las cosas terrenales, de los lugares y gentes y acontecimientos de la vida, y una sensación de éxtasis o alegría mientras se asciende hacia nuestro destino —un simbolismo arquetípico de muerte y transfiguración—. Quien ha pasado por una experiencia así no la desdeña fácilmente y no es raro que desemboque en una conversión o metanoia, en un cambio mental que altere la dirección y la orientación de la propia vida. No se puede suponer, como tampoco en el caso de las experiencias extracorpóreas, que acontecimientos así sean pura fantasía; hayrasgos muy similares que se enfatizan en cada relato. Las experiencias cercanas a la muerte deben tener también una causa neurológica propia, una que altera profundamente la propia conciencia.
Pero, ¿qué pasa entonces con el ataque de musicalidad del doctor Cicoria, con su repentina musicofilia? Los pacientes que sufren degeneración de las partes frontales del cerebro, la llamada demencia frontotemporal, desarrollan a veces una sorprendente aparición de talento y pasión por la música a la vez que pierden los poderes de abstracción y lenguaje pero, obviamente, éste no era el caso del doctor Cicoria, una persona bien coordinada y muy competente en todos los aspectos. En 1984, Daniel Jacome describió a un paciente que había sufrido un ataque que le había dañado el hemisferio izquierdo del cerebro y, a consecuencia de ello, había desarrollado «hipermusia» y «musicofilia», junto con afasia y otros problemas. Pero nada hacía suponer que Tony Cicoria hubiera sufrido un ataque o experimentado un daño cerebral significativo, aparte de unas molestias transitorias en su sistema de memoria durante una o dos semanas tras ser alcanzado por el rayo.
Su situación me recordó a Franco Magnani, el «artista de la memoria» sobre el que escribí en otra ocasión3. Franco nunca había pensado en ser pintor hasta que experimentó una extraña crisis o enfermedad —tal vez una forma de epilepsia en el lóbulo temporal— a los treinta y un años. De noche soñaba con Pontito, el pueblecito toscano en el que había nacido; al despertarse, las imágenes seguían intensamente vívidas, realistas y con profundidad, «como hologramas». A Franco le consumía la necesidad de hacer reales esas imágenes, de pintarlas, así que aprendió a pintar por su cuenta, dedicando cada minuto libre a producir cientos de panorámicas de Pontito.
¿El rayo que alcanzó al doctor Cicoria pudo haber desencadenado tendencias epilépticas en sus lóbulos temporales? Hay muchos relatos de nacimiento de inclinaciones artísticas o musicales debidas a ataques epilépticos en el lóbulo temporal, y la gente que sufre esos ataques puede desarrollar intensos sentimientos místicos o religiosos, como Cicoria. Pero él no había descrito nada parecido a un ataque y, aparentemente, tras el suceso, su electroencefalograma era normal.
Además, ¿por qué se retrasó tanto la aparición de la musicofilia de Cicoria? ¿Qué es lo que ocurrió en las seis o siete semanas que pasaron entre su paro cardíaco y la repentina erupción de la musicofilia? Sabemos que su accidente tuvo efectos inmediatos: la experiencia extracorpórea, la experiencia cercana a la muerte, el estado de confusión que duró unas horas, los problemas de memoria que tuvo durante un par de semanas. Todos estos efectos podrían deberse a la anoxia cerebral (pues su cerebro debió de estar sin recibir el oxígeno adecuado durante uno o dos minutos) o podrían ser efectos directos del rayo sobre el cerebro. Hay que sospechar, no obstante, que la aparente recuperación del doctor Cicoria un par de semanas después del suceso no fue tan completa como parecía, que quizá había algunas formas de daño cerebral que pasaron desapercibidas, y que su cerebro siguió reaccionando al daño original y reorganizándose durante ese período.
El doctor Cicoria siente que ahora es «una persona diferente» musical, emocional, psicológica y espiritualmente. También era ésa mi impresión mientras escuchaba su historia y contemplaba algunas de las nuevas pasiones que lo habían transformado. Desde un punto de vista neurológico, supongo que su cerebro debe ser muy distinto ahora de como era antes de que el rayo lo alcanzara o en los días que siguieron, cuando las pruebas neurológicas no mostraban nada inusual. Los cambios ocurrieron presumiblemente en las semanas posteriores, cuando su cerebro se reorganizaba, preparándose, por así decirlo, para la musicofilia. ¿Podemos ahora, doce años después, definir esos cambios, identificar las bases neurológicas de su musicofilia? Desde que Cicoria se lesionó, en 1994, se han desarrollado pruebas nuevas, mucho más precisas, para medir la función cerebral. Él se mostró de acuerdo en que sería interesante investigar su caso en profundidad, pero, después de unos instantes, recapacitó y dijo que quizá fuera mejor dejar las cosas como estaban. Había sido un golpe de suerte y la música, fuera cual fuera su origen, había sido una bendición, una gracia que no había que cuestionar.
* El presente texto es un capítulo del libro de Oliver Sacks Musicophilia (Nueva York y Toronto, Alfred A. Knopf, 2007), de próxima aparición en castellano en la editorial Anagrama.
El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Barcelona, Anagrama, 2005
Despertares, Barcelona, Anagrama, 2005
El tío Tungsteno: recuerdos de un químico precoz, Barcelona, Anagrama, 2003
Veo una voz: viaje al mundo de los sordos, Barcelona, Anagrama, 2003
Un antropólogo en Marte: siete relatos paradójicos, Barcelona, Anagrama, 2003
La isla de los ciegos al color, Barcelona, Anagrama, 1999
Con una sola pierna, Barcelona, Anagrama, 1998
Migraña, Barcelona, Anagrama, 1997
Historias de la ciencia y del olvido, Madrid, Siruela, 1996
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