Después de la psicología crítica
Fotografía Minerva
El pasado octubre Guillermo Rendueles Olmedo, psiquiatra y ensayista, y Manuel Desviat, psiquiatra y Director del Instituto Psiquiátrico José Germain, participaron en un coloquio en torno a la psicología crítica, en el que debatieron temas como la desactivación de los conflictos sociales a través de su psicologización o la debilidad teórica de los nuevos consensos psiquiátricos. Amador Fernández-Savater, codirector de la revista Archipiélago y de la editorial Acuarela, que moderó la discusión, aporta también su punto de vista sobre el tema.
DE LA LUCHA DE CLASES AL INTIMISMO
GUILLERMO RENDUELES
La psiquiatría pretendidamente crítica, la psiquiatría social, nace de un impulso por contener la amenaza de lo que en los años veinte y treinta del siglo xx se dio en llamar «las clases peligrosas» y que, poco más o menos, viene a coincidir con la percepción de la burguesía española de la clase obrera: una masa brutal, incapaz de integrarse en las estructuras familiares, que en cuanto recibe su jornal corre a la taberna a gastárselo y cuya principal diversión parece consistir en la quema arbitraria de cuarteles y conventos. La primera psiquiatría surge explícitamente como un instrumento de intervención sobre esta construcción imaginaria que realmente aterraba a las clases pudientes de la época y que animó a los psiquiatras a infiltrarse en tribunales y escuelas.
¿Qué pensaría uno de aquellos reformistas si viera el estado actual de las «clases peligrosas»? Poco sorprendentemente, el entorno laboral sigue siendo una fuente de malestar y sufrimiento para un importantísimo número de asalariados. En este aspecto, las cosas apenas han cambiado. Sin embargo, ahora casi nadie se plantea que el origen del malestar es la propia estructura del trabajo. Se ha evaporado la conciencia brechtiana de que hasta el mejor de los patrones es una fuente de sufrimiento debido a las relaciones de producción. La reacción más habitual, en cambio, es interpretar el malestar laboral en términos psicologistas: no pensamos que nuestro jefe nos explota, sino que nos acosa. El segundo paso en este camino de servidumbre es la búsqueda de un psicoexperto que nos ayude a sobrellevar nuestra vivencia personal de esta situación, en vez de, por ejemplo, un comité de empresa que nos defienda de las condiciones laborales objetivas y compartidas.
La respuesta de psiquiatras y psicólogos a estos problemas suele seguir dos caminos. El primero y más habitual es la recomendación de cegarse a la razón y practicar el optimismo. La idea básica es que no importa cómo sean las cosas, sino cómo me pasan a mí. Se sabe que los depresivos son empíricamente más realistas y comprenden que la mayor parte de nuestros logros no dependen de nuestro propio esfuerzo. Por eso la recomendación habitual de los psicólogos es renunciar a la realidad como medio para estar sano: «Crea que su conducta es libre, que puede determinar su futuro. Cuando sufra por lo que le hace su patrón, piense que ha tenido un mal día. A tal efecto, le ofrecemos unas técnicas con las que fabricar eficazmente optimismo».
La segunda respuesta se basa en una me-táfora economicista. Se supone que el malestar psíquico procede de haber «invertido» demasiado en determinados aspectos de nuestra vida («¿se ha volcado usted demasiado en su trabajo?, ¿en esa persona que se le ha muerto?, ¿en su matrimonio?»). Desde este punto de vista, el trabajo de duelo consiste en recuperar el afecto que se había depositado en otros e invertirlo en uno mismo para, a partir de ese momento, ser más prudente y cuidadoso en futuras relaciones.
Esta metáfora economicista está muy presente en la obra de Freud, no tanto en sus grandes teorías, como en su práctica terapéutica. Freud explica que dos de los aspectos transmitibles de la técnica analítica son la gestión del tiempo y el dinero:
Otra de las cuestiones importantes que se plantean al iniciar un psicoanálisis es la de concertar con el paciente las condiciones de tiempo y de dinero. Por lo que concierne al tiempo, sigo sin excepción alguna el principio de adscribir a cada paciente una hora determinada, esta hora les pertenece por completo, es de su exclusiva propiedad y responden económicamente de ella aunque no la utilicen. Semejante condición, generalmente admitida en nuestra buena sociedad cuando se trata de un profesor, parecerá acaso muy dura cuando se trata del médico, incluso incorrecta desde el punto de vista profesional. Se alegarán quizá muchas casualidades que pueden impedir al paciente acudir a una misma hora todos los días a casa del médico y se pedirá que tengamos en cuenta las numerosas enfermedades intercurrentes que pueden inmovilizar al sujeto en el curso de un tratamiento tan largo como el psicoanálisis. Pero a todo ello deberé replicar que no hay la menor posibilidad de obrar de otro modo. En cuanto intentásemos seguir una conducta más benigna las faltas de asistencia puramente «casuales» se multiplicarían de tal modo que perderíamos sin fruto alguno la mayor parte de nuestro tiempo.
Al paciente se le asigna un tiempo y debe pagar por él pase lo que pase. La justificación de esta norma no es el beneficio del psicoanalista, sino que responde a las necesidades del análisis; éste es un matiz importante. Según Freud, si se renuncia a cobrar, las casualidades se reproducirán sin freno, las ausencias serán continuas y las resistencias se organizarán en torno a ellas. Freud también tiene un par de textos muy interesantes relativos al dinero:
Se puede no compartir la repugnancia estética por el dinero y deplorar, sin embargo, que la terapia analítica resulte casi inasequible a los pobres, y tanto por motivos externos como internos. Pero es cosa que no tiene gran remedio. Por otro lado, quizá acierte la afirmación corriente de que los hombres a quienes las duras necesidades de la vida imponen un rudo y constante trabajo sucumben menos fácilmente a la neurosis.
Pero no es sólo que el psicoanálisis no sea cosa de pobres. La renuncia a los honorarios por parte del analista sería una auténtica negligencia:
Otras de las cuestiones que deben de ser resueltas al iniciar el tratamiento es la referente al dinero, esto es, al montante de los honorarios del médico. El analítico no niega que el dinero deba de ser considerado en primera línea como medio para la conservación individual, pero ve además que en su valoración participan poderosos factores sexuales. En apoyo de esta afirmación puede alegar que el hombre civilizado actual observa en las cuestiones de dinero la misma conducta que en las cuestiones sexuales, procediendo con el mismo doblez, el mismo falso pudor y la misma hipocresía. Por su parte, el analítico no está dispuesto a incurrir en iguales vicios sino a tratar ante el paciente las cuestiones de dinero con la misma sinceridad natural que quiere inculcarle en cuanto a los hechos de la vida sexual y de ese modo le demostrará ya desde un principio haber renunciado él mismo a un falso pudor comunicándole espontáneamente en cuánto estima su tiempo y su trabajo. Una elemental prudencia le aconsejará luego no dejar que se acumulen grandes sumas, sino pasar su minuta a intervalos regulares, por ejemplo, semanal o mensualmente.
Por supuesto, no es que Freud sea una especie de tendero contaminado por los efluvios liberales de principios de siglo. La necesidad de cobrar y de regular el tiempo tiene que ver con sus tesis relativas a la ventaja. Si el primer significado que tiene cualquier síntoma neurótico o psicótico es que permite obtener una ventaja, la estructura de la cura analítica debe ser un correlato de los mecanismos mercantiles que regulan los intercambios evitando que unos se aprovechen de otros. En cierto sentido, Freud parece plantear una versión íntima de las teorías económicas que condenan cualquier servicio social porque fomenta el gorroneo. Se supone que la violación de estas normas tiene resultados catastróficos. El ejemplo paradigmático es el del Hombre de los Lobos, un célebre pacientes al que Freud, en lugar de cobrar, paga (llegó a hacer suscripciones entre varios psicoanalistas de Viena para mantenerlo). Freud lo había considerado como una persona de gran integridad, pero los siguientes psicoanalistas que lo tratan observan en él una profunda degradación moral, afirman que es un gorrón que engañaba a Freud.
¿Hay otras interpretaciones de la práctica psicoterapéutica que permita ponerla al servicio de un cambio social profundo? El propio Freud en otras ocasiones dice exactamente lo contrario: el dinero es mierda, son heces simbolizadas, la estructura caracterial dedicada a la posesión de dinero es una fijación de carácter anal... Toda la izquierda freudiana no es sino el desarrollo de este argumento.
El problema es que todos los intentos que se han hecho por reformar la estructura de la terapia introduciendo elementos emancipatorios han fracasado. Mejor dicho, en realidad, sí hay un ejemplo exitoso muy importante, que es el de Alcohólicos Anónimos. Los dos fundadores de Alcohólicos Anónimos pasaron por una gran cantidad de médicos y psicoterapeutas que les ofrecían distintos remedios inútiles, hasta que dieron con un psiquiatra honrado que les explicó que lo suyo no tenía cura. De esta impotencia nació un grupo de autoayuda que produjo una auténtica revolución, en la medida en que descubrió que lo que les pasa a los alcohólicos es que están tratando de aprender a beber, cuando lo que tienen que aceptar es que no hay forma de saber beber sin ser alcohólico. Esta estrategia obtuvo unos éxitos incomparablemente superiores a las terapias de los expertos. ¿Son extrapolables las prácticas de Alcohólicos Anónimos a otros contextos? Sin duda, algunos elementos religiosos e ideológicos son muy difíciles de aceptar desde una perspectiva crítica. En cambio, creo que la estructura de apoyo mutuo es absolutamente asumible. Alcohólicos Anónimos fomenta la idea de que uno sólo puede dejar de beber ayudando a los demás, una estrategia absolutamente opuesta al cálculo egoísta. Se deja de beber ayudando a otros a que dejen de beber, empleando tiempo, dinero y energías en una estructura grupal que permite llevar unas vidas que muchos califican de plenas, de auténticos despertares espirituales.
DESDE LAS TRINCHERAS DE LO PÚBLICO
MANUEL DESVIAT
Creo que es importante analizar la relación entre los profesionales de la salud mental, los pacientes y el sistema sanitario desde el punto de vista de lo que me gusta definir como las «trincheras de lo público». En términos generales, estoy de acuerdo con las tesis de Guillermo acerca la psicologización de la fractura social, la medicalización del sufrimiento y, así, el traslado al campo psiquiátrico de las consecuencias de las fallas sociales. Sin embargo, creo que hay que matizar el grado de responsabilidad de los distintos actores en esta situación.
La psicología y la psiquiatría viven hoy momentos muy difíciles, entre otras cosas, a causa del cuestionamiento neoliberal del modelo de servicios públicos que se estableció en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. La psiquiatría de posguerra surge de una crisis profunda tanto técnica –contra la psiquiatría tradicional centrada en los manicomios– como ética. Fue un intento de dignificar el tratamiento de los enfermos mentales, muchos de ellos encerrados de por vida en hospitales. Se trataba de un reforma –no de un intento revolucionario, como la antipsiquiatría– que buscaba el cierre del hospital psiquiátrico, la creación de recursos en el seno de la comunidad y la integración de la atención de la salud mental en el sistema sanitario general.
Precisamente El libro blanco de la psiquiatría francesa, publicado en 2003 por la Federación de Asociaciones de Salud Mental de Francia, plantea que hoy la psiquiatría vuelve a estar en crisis no a causa de un asalto anti-psiquiátrico a su núcleo teórico, sino por otro tipo de situaciones más pragmáticas. En primer lugar, a causa de un positivismo médico que reduce la enfermedad mental a las ciencias moleculares del cerebro, lo que acrecienta enormemente el poder de las empresas farmacéuticas y convierte a los psiquiatras en meros prescriptores. En segundo lugar, por las nuevas formas de gestión que buscan una cierta privatización de la sanidad y la sustitución de la solidaridad por la competencia como principio básico de los sistemas sanitarios. Por último, existe una demanda ilimitada en las sociedades que ha patologizado la vida cotidiana proyectando en la psiquiatría malestares que no pertenecen a este ámbito, pero que no se pueden dejar de atender.
Por lo que toca a este último problema, es bien cierto que no se puede psiquiatrizar la vida, pero no lo es menos que el dolor y el amor y las mil formas de sufrimiento en las que se concreta el malestar se hacen cuerpo, se materializan. Tanto las histerias de Freud como cualquiera de las patologías emergentes, por ejemplo, la fibromialgia, son sufrimientos «cosidos» a una época. La enfermedad mental es una construcción social fuertemente ideologizada ajena al tipo de evidencia científica de las ciencias duras y es desde este supuesto desde donde hay que analizar el problema de la demanda y la queja, es decir, la cuestión de qué debemos tratar o no los profesionales de la salud mental.
Hace unos meses, una revista científica decía que se está produciendo un cambio importante en nuestras sociedades, en la medida en que los usuarios están tomando la palabra y empezando a condicionar las respuestas sanitarias. Se están creando asociaciones de familiares que intentan participar en el proceso sanitario y fomentar lo que podríamos calificar de un cierto «empoderamiento» de la salud pública. En realidad, ya la reforma psiquiátrica generó un movimiento asociativo de usuarios y familiares que en ocasiones suplía las deficiencias del sistema público y en otros colaboraba con él. Tanto los funcionarios públicos como los políticos tenemos que dar respuesta a estas demandas. El problema es que se expresan en unas sociedades donde hay un importante déficit democrático, en las que la democracia sólo se ejerce a través del voto y los recursos sanitarios se gestionan con fines electoralistas. En estas condiciones, a menudo la participación de la población en la atención médica significa que los profesionales tienen que trabajar con un imaginario lleno de prejuicios y con un poder político ignorante sólo interesado en recabar votos.
Aún así, no creo que se pueda considerar que los profesionales nos sintamos estafados por quienes plantean quejas que, en rigor, no pertenecen al campo psiquiátrico. Todos somos cómplices de esa situación –que tiene que ver con la alienación política y social y su relación con la enfermedad y el malestar– y tenemos que tratar de abordarla sin victimizar a ninguna de las partes. En buena medida, es consecuencia de algo muy positivo, como fue el proceso de reforma psiquiátrica al que antes me he referido, entre cuyos logros indudables está el haber conseguido modificar la consideración social de la enfermedad mental: se ha llegado a un convencimiento de que hasta las enfermedades graves se pueden tratar, y eso ha hecho que la población acuda a las consultas. El problema es que, a falta de otros recursos, la población viene a nosotros porque no tiene otro lugar donde pedir ayuda ante una situación invivible. Por una parte, llegan personas que nosotros rotulamos de enfermos y, así, convertimos su malestar en una situación crónica, lo que no siempre les beneficia. En otros casos, se trata de sufrimiento psicologizado que, en cualquier caso, hay que abordar, que no podemos dejar pasar. Así que, básicamente, hacemos de bomberos y de cosméticos, apagamos fuegos y maquillamos determinados problemas de una ciudadanía que utiliza el cuerpo y el ánimo como forma de protesta, refugio o supervivencia.
Para salir de este atolladero es imprescindible recuperar un cierto pensamiento crítico en la salud mental. Hay que encontrar procedimientos para que los recursos sanitarios públicos se gestionen lo mejor posible y romper con una psicopatología que se ha construido durante doscientos años entre los muros de los psiquiátricos primero, y después de los hospitales. Debemos luchar por una psicopatología y una clínica que realmente estén al servicio del hombre, eludiendo las tentaciones prêt-à-porter farmacéuticas. Es una tarea que tenemos que hacer como profesionales, pero también como ciudadanos.
FALSAS PROMESAS
GUILLERMO RENDUELES
Uno de los problemas más graves de la psiquiatría es que está llena de falsas promesas. No creo en absoluto que tengamos la potencia terapéutica que proclamamos, ni siquiera para tratar malestares y problemas leves. Me parece que las consultas de psiquiatría están dominadas por una propaganda que crea la necesidad de un experto, de un profesional que sana como un médico, escucha como un cura y enseña como un maestro. En el origen de esta situación se encuentra un imaginario de augurios de reparación y seguridad: puedo dejar de tejer redes sociales, renunciar a mis amigos y no cuidar mis relaciones personales porque si vienen mal dadas dispongo de un profesional que me ayudará con las pastillas adecuadas. Giddens es uno de los grandes propagandistas de este olvido de lo social que creo que se basa en auténticas mentiras. Se recetan fármacos cuyos resultados no defienden ni las propias revistas de psicofarmacología, y con las terapias psicológicas la cosa es aún peor. El profesional de salud mental puede recurrir a la teoría y al diagnóstico que prefiera, pero la práctica real es que el 80% de los pacientes sale de las consultas psiquiátricas con un antidepresivo.
LA FUERZA DEL REFORMISMO
MANUEL DESVIAT
Aunque coincido en buena medida con el diagnóstico de Guillermo, creo que hay que trabajar con esa situación para transformarla. Si no se hubiese hecho así en épocas anteriores, nunca hubieran cambiado las cosas. La antipsiquiatría actuó como una vanguardia artística: fue muy útil para revolucionar, para conmocionar, pero no construyó nada. Los propios antipsiquiatras más reflexivos estaban convencidos de que no servía para tratar a los pacientes. Estos movimientos son importantes, pero luego alguien tiene que recoger sus aportaciones y elaborar algo con ellas. La psiquiatría tiene infinidad de técnicas, peores y mejores, con sus propias limitaciones. No podemos decir que no existen instrumentos para tratar una depresión o cualquier otra crisis. En ocasiones necesitamos ayuda para afrontar ciertas situaciones sin derrumbarnos, y hoy ofrecer esa ayuda corresponde a los profesionales de salud mental, no al cura o a la tabernera del pueblo. Hasta que construyamos una sociedad diferente, que a lo mejor se puede permitir la desaparición de la psiquiatría, tendremos que seguir asumiendo las terapias como nuestra responsabilidad. Nuestra respuesta frente a las falsas promesas, frente a la pretensión de que la psiquiatría sea la solución para todo, no puede consistir en desentendernos de estos problemas.
CONTRARREVOLUCIÓN PSIQUIÁTRICA
GUILLERMO RENDUELES
Estamos asistiendo a una brutal contrarrevolución que no busca en absoluto volver al manicomio sino que acepta astutamente una versión perversa de las reivindicaciones radicales del pasado: «¿Queríais erotización y libertad? Pues libertad y media vais a tener: individuación para todos». Hay, por ejemplo, un informe de los servicios jurídicos de las aseguradoras norteamericanas que recoge hábilmente dos importantes experimentos antipsiquiátricos. El primero es el de dos sociólogos que ingresan en un hospital psiquiátrico haciéndose pasar por esquizofrénicos; los médicos que los atienden observan que toman notas para su estudio, pero consideran que es un síntoma de su enfermedad. El segundo caso tiene que ver con la inteligencia artificial. Cuando los lingüistas necesitan un lenguaje humano particularmente simple para simularlo informáticamente, recurren a la psicoterapia centrada en el cliente. De hecho se puede llegar a construir una máquina que, rastreando determinadas palabras clave y reaccionando ante ellas, resulta tan eficaz como la terapia basada en el cliente. Así que las aseguradoras dicen: si esa práctica médica tiene la misma eficacia que un programa de ordenador y es incapaz de identificar simulaciones, no pagamos ni terapias, ni ingresos psiquiátricos, ni medicación. Esto desata el pánico entre las asociaciones de terapeutas y la solución que encuentran es el DSM, el manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales que, básicamente, constituye un código de consensos –o sea, más o menos, lo opuesto a una práctica científica– que intenta apaciguar a las aseguradoras mediante una serie de protocolos y taxonomías tan conciliadores como arbitrarios. Creo que la denuncia de este fraude y las falsas esperanzas que genera están plenamente vigentes. Como decía Marcuse, sólo de los sin esperanza nos puede venir la esperanza.
GUILLERMO RENDUELES
LIBROS
Egolatría, Oviedo, KRK, 2005
La locura compartida, Gijón, Belladona,1993
El manuscrito encontrado en Ciempozuelos, Madrid, La Piqueta, 1989
ARTÍCULOS
«Viejos y nuevos locos», en R. Castel (ed.), Pensar y resistir, Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2006
«El paciente simulador y el terapeuta crédulo: una pareja en apuros», en C. Castilla del Pino (ed.), La sospecha, Madrid, Alianza, 1999
«Memoria histórica contra identidad intimista», en E. J. García Wiedemann (ed.), Los tiempos de la libertad, Barcelona, Serbal, 1998
«La psiquiatría como mano invisible del desorden neoliberal», en AA. VV., Neoliberalismo vs. Democracia, Madrid, La Piqueta, 1997
MANUEL DESVIAT
LIBROS
De locos a enfermos: de la psiquiatría del manicomio a la salud mental comunitaria, Madrid, Legacom, 2007
A reforma psiquiátrica, Río de Janeiro, Fiocruz, 2002
Del manicomio al área de salud, Madrid, Editorial Médica Internacional, 2002
Nuestra forma de ser: las claves de la personalidad, el carácter y el temperamento, Madrid,Temas de Hoy, 1997
La reforma psiquiátrica, Madrid, DORSL, 1994
Epistemología y práctica psiquiátrica [ed.], Madrid, AEN, 1990
ARTÍCULOS
«Psiquiatría y evidencia: los límites de la función del clínico, en E. Baca y J. Lázaro (ed.), Hechos y valores en psiquiatría, Madrid, Triacastella, 2003
MESA REDONDA PSICOLOGÍA Y PODER
(PRESENTACIÓN DEL NÚMERO 76 DE LA REVISTA ARCHIPIÉLAGO)
19.10.07
PARTICIPANTES MANUEL DESVIAT • GUILLERMO RENDUELES • AMADOR FERNÁNDEZ-SAVATER
ORGANIZA ARCHIPIÉLAGO • CBA