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Apalabrar, imaginar

Entrevista con Ricky Dávila

Juan S. Cárdenas
Imagen Ricky Dávila y Eva Sala

Ricky Dávila (Bilbao,1964) es uno de los fotógrafos españoles contemporáneos con más personalidad y de mayor proyección internacional. Se dio a conocer en el campo del fotoperiodismo con imágenes que ya forman parte de nuestra memoria colectiva, como Herederos de Chernobil (Premio Fotogranprix, World Press Photo y Premio Ortega y Gasset), Esclavos del Gran Sol (Premio Fotopress) o Cochabamba (Best American Picture of the Year). En 2010 el CBA presentó Ibérica, una muestra compuesta por más de un centenar de retratos a través de los que Dávila inventaría la sociedad peninsular combinando descripción y metáfora, intención documental y dimensión artística.

Me gustaría que empezáramos hablando de cómo eliges los lugares que fotografías. Conozco bien Bogotá y la experiencia de ver esos espacios familiares bajo una mirada tan extraña me ha desconcertado.

En los últimos tiempos he hecho mía la máxima de viajar para conocer tu propia geografía, unas palabras que descubrí en dos líneas de Vila-Matas y que me han ayudado a comprender lo que venía haciendo de manera inconsciente desde hacía unos años. Ahora entiendo que cuando elijo geografías lo hago para explicarme a mí mismo, me valgo del escenario como un teatro de acción. Por supuesto, esto no deja de tener un mínimo fundamento documental, porque sigue habiendo una premisa de percepción en el acto fotográfico, no sólo de invención. Pero a partir de ahí empiezo a dar cuenta más de mis propias impresiones que de los lugares donde se generan esas impresiones. Con todo, me sigo enfrentando a un conflicto bastante enjundioso y que posiblemente no tenga solución; me refiero al choque entre la proximidad a lo real que tiene la fotografía y su carácter ficcional. Y, sin embargo, creo que es preciso aceptar ese conflicto como lo que es, ya que así logras posicionarte en un umbral de acción permanentemente abierto.

Tus fotos estarían cerca de eso que los situacionistas llamaban «psicogeografías», una experiencia de respuesta desviada a las imposiciones de un ambiente determinado.

Mi relación con lo real antes estaba más atravesada por la idea del pugilato, de la lucha. Ahora es mucho más de baile que de colisión. Antes, cuando todavía tenía alguna pretensión informativa en lo que hacía, sufría esa tensión. Actualmente se trata de buscar correspondencias emocionales en el entorno. Creo.

Permíteme que insista, ¿por qué esos lugares específicos? ¿Por qué Odessa, Manila, Bogotá?

Se trata mayormente de una cuestión de método. La decisión es arbitraria pero no inocente. Hay un componente de casualidad, claro. Aunque pensándolo bien, hubo un común denominador y es que son escenarios en los que yo, de algún modo, me encuentro con un territorio familiar. El asfalto es mi escenario. No hago exotismo, ni etnografía, trabajo siempre en un mapa en el que me reconozco. Pero aquí vale la pena que haga una precisión. El título de la exposición sobre Bogotá no es ocioso, Nubes de un cielo que no cambia. Es la primera vez que no intento dar cuenta de un lugar, de abarcarlo. En Manila todavía tenía cierta pretensión de solapar lo informativo y lo metafórico. Ahora no. Ahora la geografía soy yo. El nombre Bogotá era muy tentador, como metáfora, por la sonoridad. Pero yo no soy nadie para querer resumir una ciudad tan poliédrica y tan intensa. Simplemente me valgo del espacio, pero no a costa de lo fotografiado sino precisamente como un acto de penetración, de amor.

Ahora la relación con las personas a las que retratas –a diferencia de lo que ocurría, por ejemplo, en la serie de Manila, donde hay, como bien decías, una relación de choque–, parece mucho más plácida. La gente se entrega tanto como tú al momento de la instantánea, que parece el resultado de un gesto de conciliación.

Hay una asunción de una fragilidad compartida. En el caso de Manila, el trabajo tiene mucho que ver con mis referentes judeoamericanos, con la Nueva York de Klein, sobre todo, donde hay una estridencia visual que remite a un fundamento de neurosis. Creo que esa neurosis está en el origen de los motivos que nos llevan a hacer fotos, guarda relación con aspectos centrales del trabajo fotográfico. Lo que ocurre es que a medida que vas descubriendo que no conseguirás responder a esas cuestiones esenciales, vas adoptando cierta relajación y aceptas como inevitable la melancolía que acarrea.

Me parece percibir algo de esa neurosis en el tratamiento de las superficies. Por momentos las paredes, el suelo, el cielo incluso, adquieren casi una carnalidad por el exceso de contrastes. Los brillos están lejos de ser reflectantes, es un brillo que absorbe.

El trabajo con las superficies está muy calculado. Verás, en estos últimos años he evolucionado como fotógrafo más que en toda mi vida. Y uno de los aspectos en los que más he cambiado tiene que ver con esa sensación de que uno ya no está haciendo una crónica de algo sino reformulando lo percibido de un modo que afecta a la plasticidad de la copia. Ahora me veo con autoridad incluso para replantear las luces sin ninguna moralina, sin la sensación de estar contraviniendo las normas de algún acta notarial. Es lo que llamo documentalismo subjetivo. En esta propuesta cada vez tiene más peso el discurso de la luz, la organicidad con la que ahora me expreso en el copiado.

Otro aspecto importante es la introducción del desenfocado, que contrasta con la nitidez de los retratos.

Intento hacer acopio de todo tipo de recursos, pero siempre para ponerlos al servicio de una narrativa emocional, de un lenguaje expresivo. En caso contrario se cae en esa pirotecnia visual que tanto abunda en la fotografía actual. Soy un fotógrafo cuya mirada se alimenta de fotógrafos que abundan en la casualidad y el accidente como elemento estético connatural al medio. Insisto, sin echar mano de los recursos como mero fuego de artificio, sino para enfatizar el hecho de que lo que hago es fotografía: todos los elementos clásicos de la mirada fotográfica –los horizontes torcidos, el blanco y negro, el carácter de instantánea…–, todos ellos, me han interesado desde el primer momento.

Como convenciones de un lenguaje asumido.

Dicho de otro modo, no pongo ninguna objeción si alguien ve intenciones artísticas en mi trabajo, pero lo cierto es que no tengo esas veleidades. Yo soy fotógrafo.

El fotógrafo como documentalista subjetivo, pero también como narrador de algo que no se puede acabar de contar del todo. Algo que sólo se puede mostrar. En la serie de Odessa, por ejemplo, la gente está fotografiada con sumo cuidado, con interés genuino por lo que les ocurre.

En lo que planteas hay dos cuestiones implícitas. Por un lado está el humanismo, que considero que es el espinazo que vertebra mi trabajo. El humanismo como preocupación por el corazón del otro. En segundo lugar, está el problema de la condición de narrador del fotógrafo, que guarda relación con la gramática que articula las imágenes. Lo digo porque ahora asumo mi condición de narrador, en el sentido de que he perdido por completo la curiosidad por saber lo que es una imagen afortunada. El debate permanente, el juego tan enjundioso que plantea la responsabilidad de narrar, me parece algo extraordinario. Pero para hacer eso no hay por qué estar abonado a una preceptiva humanista. O tal vez sí, no lo sé. Simplemente, desde el momento en que quieres urdir un libro ya tienes que articular una narrativa. Pero la cámara no es el vehículo para ahogar a nadie. No puedes sofocar lo que fotografías, sólo puedes hacerte preguntas. No hay que condenar ni loar desde la cámara. Puedes hacerlo, claro, pero eso le resta dimensión poética a tu trabajo. Dicho esto, debo advertir que todos los discursos alrededor de mis fotografías están en constante revisión. Siempre que doy con alguna fórmula para explicarme inmediatamente la pongo en duda. En el mejor sentido, sin flagelaciones. Sencillamente me dedico a abrir puertas y huir de habitaciones en las que me siento muy cómodo. Antes decía, por ejemplo, «soy humanista». Pero la pregunta por la identidad del humanismo está siempre abierta. Inicialmente me inclinaba por un humanismo clásico, alejado de ese humanitarismo que considera que la fotografía puede ser el vehículo de la mejora social, algo en lo que no creo, pero sí marcado por una fuerte curiosidad por la dignidad de la gente. Ahora, en cambio, esa curiosidad es distinta. Y eso, creo, tiene que ver con el paso de la prosa a la poesía, una poesía que encuentra en el propio yo un espacio para la reflexión sobre la fragilidad. Eso no significa que el trabajo se vuelva autorreferencial, ya que todo sigue dependiendo de mi encuentro con los demás.

Te interesa más esa exploración poética que la innovación formal.

Me manejo con gramáticas establecidas. No tengo ningún interés en cifrar el valor de mi trabajo en una pretendida pericia o en la renovación de un lenguaje. Me parece mucho más fructífero estar pendiente de la dirección de mi mirada. Asumo abiertamente que hay códigos de lectura y de acción. No invento la pólvora. Hay miles de precedentes.

En el proyecto de Bogotá se incluyen poemas de Dufay Bustamante. ¿Cómo surgió la colaboración con este desconocido poeta?

Ya sabes cómo es esa ciudad. La gente recurre a la poesía como supervivencia. Allí para pedirte dinero te recitan a Lorca. En ese sentido es un lugar impresionante. Conocí a Dufay en una exposición que hice en una iglesia. Él se me presentó como un amigo que quería enseñarme la ciudad y conectar conmigo. Y de ese encuentro surgió una amistad que me llevó a realizar un segundo viaje, al que fui sin pretensiones de articular nada. Una vez que tuve unas cuantas imágenes me pareció buena idea pedirle a Dufay que escribiera los textos. Él hace poesía, vive prácticamente a salto de mata y no ha tenido ninguna educación formal. Es autodidacta. Pero en su acercamiento a la poesía no hay nada de impostura, es completamente genuino. Otra cosa es el valor de su talento poético o de mi talento como fotógrafo. La única restricción que le puse es que los poemas no estuvieran basados en las imágenes sino en la experiencia compartida.

Hablemos de la velocidad en las fotos, que me parece que constituye no sólo un factor sino un tema de tu trabajo. Hay imágenes robadas a la vida, otras fugaces y otras que se demoran una eternidad delante de la cámara.

Son eternidades fingidas. Mira, más que la velocidad, creo que la cuestión es el tiempo. El tiempo es un cimiento del ejercicio fotográfico sobre el que no tengo ningún discurso claro y articulado. La fotografía tiene que ver con esa pequeña impostura de fingir una eternidad que no es practicable. Por eso hay que subrayar que la fotografía es un ejercicio que tiene que ver más con el ilusionismo que con la crónica.

Más que ilusionismo, las fotos me sugieren transfiguración.

Sí. Y hay algo prometeico, además, que tiene que ver con el uso de la cámara como defensa frente a la realidad. Digamos que he pasado por tres fases respecto a mi relación con el mundo y la fotografía: de querer arreglarlo he pasado a querer explicarlo y luego a… no lo sé, a algo que tiene que ver con la metáfora como recurso personal de supervivencia. Al final no hay nada más ateo, en el sentido de la negación de la causa última, que la cuestión poética, nada que nos acerque más a ese nihilismo necesario en todo artista. Porque el artista que pretende explicar el mundo desde su práctica peca de tonto o de presuntuoso.

Vamos a desviarnos un poco. Tu concepción del encuadre no parece nada rígida. Así como en algunas fotos se nota una vehemencia clarísima, en otras da la impresión de que la imagen tiene un carácter fragmentario.

En fotografía los dos elementos de trabajo más decisivos son la composición y la luz. Durante una fase prolongada buscaba permanentemente la excelencia de la composición como un activo de la imagen. Y había una dependencia, una pequeña esclavitud, a la hora de explicar el valor de una imagen por el orden gráfico de sus elementos. Esto tiene una correspondencia muy clara en literatura, cuando uno quiere justificar una idea dependiendo del orden de las palabras. Para mí es mucho más importante, repito, la dirección de la mirada que la formulación. En Robert Frank, por ejemplo, no detecto ninguna intención de virtuosismo en el tratamiento del encuadre. Creo, o al menos espero, que me he liberado de esa exigencia del efecto compositivo. En cambio, sigo dependiendo del ejercicio de la luz. Esto tiene que ver con que vengo del oficio de fotógrafo, que te obliga a volverte demasiado diestro, a no dejar escribir a la zurda. Aprendes a elaborar situaciones expresivas componiendo y valorando la luz. Pero eso no es la mirada. No es un ejercicio visual, sino un posicionamiento vital.

Planteas la necesidad de dejar pasar la mirada, sacrificando los aspectos técnicos. O, al menos, consiguiendo que se pongan al servicio de la mirada.

Esa es una primera fase. Luego viene lo difícil… acercarse a la llama. Para eso hay que tener voluntad de un cierto primitivismo. Yo de momento no me atrevo a decir que he conseguido llegar a ese estado. Por eso digo voluntad. Mi trabajo está anegado aún de tantos clichés y citas espurias… Pero qué le vamos a hacer, nuestra formación es nuestra deformación. Por eso cuando llega al medio alguien como García-Alix, cuyo trabajo está incontaminado de academicismo, hay que agradecerlo.

No es nada habitual que un fotógrafo se exprese con tanta claridad sobre su trabajo…

Me fatigo demasiado con mi discurso. No tengo ninguna pretensión intelectual. Uno recurre a lo poético en la fotografía justamente para ser irreflexivo. Y esto va en la dirección contraria. Todo lo que digo es una digresión reflexiva y eso atenta contra el trabajo. En este tipo de situaciones cada palabra que digo es una energía perdida. Todas estas palabras son lo opuesto al acto fotográfico, que es nihilista, estas palabras tienen una naturaleza positivista, un acercamiento marcial al cierre de las explicaciones y eso anula la experiencia poética.

Hay una negación implícita en cada comentario de cualquier tipo que se hace sobre una obra de arte.

Es así, es inevitable. No tengo ninguna curiosidad por mí mismo. Ojalá estuviera en posición de no tener que hablar tanto de mi obra. Agradezco mucho la atención que se me presta y estoy encantado de hablar con la gente que se interesa por mis fotografías, pero yo sé que desvirtúo el trabajo con las cosas que digo. No quiero que la gente llegue a mis imágenes a través de mis palabras. Prefiero el silencio.

Ibérica, Madrid, Gran Sol, CBA, 2010

Nubes de un cielo que no cambia, Madrid, La Fábrica, 2009

Ricky Dávila: la poesía del instante, Madrid, La Fábrica, 2005

Manila, Madrid, Gran Sol, 2005

Retratos, Madrid, Gran Sol, 2002

EXPOSICIÓN RICKY DÁVILA. IBÉRICA


28.01.10 > 28.03.10

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