Los escenarios de Nuria Espert
Una conversación
Imagen Minerva, archivo personal de Nuria Espert y Centro de Documentación Teatral (CDT)
La actriz y directora Nuria Espert, Premio Nacional de Teatro en 1986, es uno de los iconos de la dramaturgia de nuestro país. A los diecisiete años conmocionó la escena española con su interpretación de Medea; en 1959 fundó su propia compañía teatral, y en 1979 fue nombrada Directora del Centro Dramático Nacional. A lo largo de su carrera ha intervenido en algunos de los principales escenarios de todo el mundo y ha obtenido el aplauso unánime de la comunidad teatral internacional. En diciembre recibió la Medalla de Oro del CBA en reconocimiento a su trayectoria. Tras la ceremonia de entrega, mantuvo un diálogo con el dramaturgo y periodista Ignacio Amestoy.
Primer escenario. Barcelona
Los nidos del arte [escenarios en pequeños locales abiertos a la intervención del público] forman parte de tu vida entre los nueve y los doce años. Cuando se fundó la primera compañía de teatro catalán, tras la Guerra Civil, recitaste para la ocasión La pubilleta y Josep Maria de Sagarra dijo: «¡Aquesta nena té uns cullons com un toro».
Me acuerdo de aquello sólo vagamente, estaba aterrada… Es cierto que en un nido del arte me oyó recitar una persona que preguntó a mis padres si querían que hiciera una prueba para entrar a formar parte de la primera compañía de habla catalana que se creó después de la Guerra, en el Teatro Romea. Buscaban a un niño o una niña para una comedia infantil. Mis padres me acompañaron a la prueba, que presenciaron el empresario del teatro Juan Serrat Huguet, el autor teatral Xavier Regàs i Castells, y el también autor de teatro y poeta catalán Josep Maria de Sagarra. Les propuse hacer La pubilleta, de Frederic Soler, mi plato fuerte. El argumento es muy catalán. La pubilleta es una pequeña heredera que tiene la desgracia de que llega un hermano varón, el hereu… Entonces ella se muere de pena, porque no heredará. Representaba el papel con mucho realismo, me caían unas lágrimas y… bueno, los dejé asombrados.
Empecé en el teatro como hubiera podido hacerlo en la fábrica de tejidos en la que trabajaba mi madre. No me gustaba recitar, el miedo a olvidarme del texto me producía mucha tensión. Pero estas excursiones eran lo único que unía a mis padres, separados desde hacía tiempo. El sábado o el domingo íbamos a un nido del arte y mientras yo recitaba, ellos se tomaban un café con leche. Nunca protesté, pero no me gustaba nada. Me llevaron a la prueba, me cogieron y seguía sin gustarme nada, pero ahí ya intervenía el dinero, me pagaban algo y ese dinero nos venía muy bien.
Más tarde pasé a la compañía de los adultos. Me corté las trenzas, me quité los calcetines, me puse unas medias y empecé a hacer papelitos de criada. De este entorno me sacó un joven director, Esteban Pons, al que habían nombrado responsable de un centro amateur del barrio de Gracia, El Orfeón Graciense. Allí hacíamos una función distinta cada semana. Mis compañeros eran aficionados, trabajaban en otras cosas. En cambio yo estaba de actriz profesional, trabajaba todas las semanas y aprendía mi texto y el de los otros, para apuntar a los actores en escena. Estuve dos años y adquirí un bagaje extraordinario. Pons era muy buen director de actores, me ayudó, me quitó montones de defectos, en fin, me preparó para lo que iba a venir.
Y lo que iba a venir era formar parte de una compañía que representaba Fuente Ovejuna, El caballero de Olmedo, Las mocedades del Cid…, y protagonizar Medea.
Lo que ocurrió fue que la protagonista de Medea, Elvira Noriega, enfermó. Yo hacía el papel de Jacinta en Fuente Ovejuna; de doña Urraca en Las mocedades del Cid, y la mujer tercera en Medea. Después de agotar todas las posibilidades, me hicieron una prueba en un hospital, delante del Teatro Romea, en un patio inmenso y bellísimo, y me dieron el papel. Faltaban quince días para comenzar con Fuente Ovejuna; al día siguiente representábamos Medea; al otro, Las mocedades del Cid…, y mucho más tarde, El caballero de Olmedo.
Te aprendiste los textos en catorce días. Se estrenó Medea y fue un gran acontecimiento, hasta el punto de que Eugenio d’Ors escribió en 1954, semanas antes de su muerte: «Nuria Espert ha sido como una especie de revelación fulgurante… Me han sollispado los acentos de la inspiración de Nuria Espert… Pero cuando me ha conmovido más es en los momentos en que en ellos encerraba un rito de liturgia… Medea es una especie de gitana en Corinto. La manera de atormentarla es brujería, y, contra ella, ya no cabe más que el exorcismo. Es voz de exorcismo la que suena en los acentos más graves de Nuria Espert».
Entonces no me hizo el efecto que me hace ahora. En ese momento yo no sabía quien era Eugenio d’Ors. Toda la crítica fue absolutamente delirante, porque la sorpresa ayuda a la conmoción de los críticos; después van viéndote los defectos, van comprendiendo que no hay para tanto. A Lauren Bacall cuando hizo Tener y no tener alguien muy importante en el mundo del cine le dijo: «Desde ahora, todo cuesta abajo». Porque había batido todos los récords de éxito y brillantez.
Hay varias Medeas en tu vida. Incluso la has llevado a la Acrópolis, con Cacoyannis.
Parece una cosa meditada, pero no es así. Montamos nuestra compañía con Gigi [Colette, 1944], representamos Anna Christie [Eugene O’Neill, 1922] y actuábamos en festivales españoles. Nos pidieron otro título, y Armando [Moreno] dijo, pues hagamos Medea. Así surgió la segunda Medea, habían pasado siete años desde la primera. Luego, nos llamaron del Festival de Mérida y allí volvemos a representar la obra bajo la dirección de Juan Germán Schroeder. Algo después, en 1980, fue la versión de Tamayo. Cuando dejé el Centro Dramático Nacional, y formamos de nuevo nuestra compañía, hice otra Medea, que dirigió Lluís Pascual con una escenografía de Fabià Puigserver. Para las Olimpiadas de Barcelona, en 1992, Irene Papas me propuso hacer Medea y que yo la dirigiera. Y, finalmente, un día en Delfos, Cacoyannis me dijo que le gustaría mucho trabajar conmigo y me propuso representar Medea. De momento, ésta es la última.
Segundo escenario. Madrid
En efecto, en 1959 Armando Moreno y tú estrenasteis Gigi en el Teatro Recoletos de Madrid con vuestra propia compañía.
Armando ocupa un lugar importante tanto en mi vida privada como en mi vida pública. Estuvimos juntos 39 años, tuvimos dos hijas, una nieta y vivimos todos los vaivenes típicos de cualquier pareja. Como socios, nos compenetramos de una manera perfecta. Al principio, Armando no tenía ningún conocimiento teatral; era poeta, ayudante de dirección de cine y escribía guiones que quería dirigir algún día. Y, de pronto, se convirtió en un hombre de teatro con un olfato increíble. No sólo consiguió el dinero para que una chica desconocida formara compañía y debutara en Madrid, también consiguió el teatro.
Después, Armando fue creciendo ante mis ojos. Me dijo: «No te voy a dirigir más, necesitas a alguien mejor que yo». Habíamos tenido muchos éxitos, Deseo bajo los olmos [Eugene O’Neill, 1923], Anna Christie…, pero hicimos un Hamlet que no estaba preparado para ser visto sobre el escenario. Y fue entonces cuando me comunicó que no me dirigía más, porque un empresario que no fuera el director no me hubiera dejado debutar. Y así fue. Aparte de ser una persona extraordinariamente honesta, tenía una generosidad grandiosa, porque él, que cuando dirigió no lo hizo nada mal, tenía razón, yo no necesitaba unos ojos enamorados, sino unos ojos críticos.
Hiciste una película maravillosa que él dirigió: María Rosa, con Paco Rabal y Antonio Vico.
Sí, pero fíjate cómo era el carácter de Armando. No soportaba la luz, quería estar en la sombra. Después de María Rosa, que es una película que está muy bien y se puede ver todavía, le ofrecieron tres películas más y no aceptó. Lo que sufrió haciéndola no le compensó. Me dijo: «Vamos a centrarnos en lo que hemos aprendido a hacer bien». Y no volvió a dirigir cine.
Fue interesante vuestra colaboración con Alejandro Casona, en La sirena varada [1934]. Fue Casona quien te dijo: «Eres la heredera de Margarita Xirgu». Vino después Bertolt Brecht, La bona persona de Sezuán, bajo la dirección de Ricard Salvat. En una entrevista te preguntaron: «¿Qué le hace reír?». «Los militares», respondiste. Entonces recibes cartas amenazantes y empiezan los tropiezos con la España franquista. Vienen después los problemas con las obras de Jean-Paul Sartre, A puerta cerrada y La puta respetuosa, con dirección de Adolfo Marsillach. Era la España intransigente.
No se sabe por qué, estas dos magníficas traducciones de Alfonso Sastre, que era un autor detestado por «el régimen», habían pasado la censura. Entonces, Adolfo y yo nos tiramos sobre los textos como posesos. Y él, como Salomón, dijo «hacedlos los dos». Y no hubo más remedio que aceptar la propuesta y fue una aceptación feliz. Casi no nos conocíamos, pero nos llevamos divinamente. Fue un gran éxito.
Después vinieron Las criadas y la prohibición de Los dos verdugos, que os llevó a enfrentaros con Robles Piquer, que dijo: «La señora Espert es una locomotora, pero nosotros somos otra».
Eso se lo dijo a Armando. «Y tenga usted cuidado de que no choquemos», remató. Pudimos hacer Las criadas [Jean Genet, 1947] porque sólo vieron el ensayo de Los dos verdugos [Fernando Arrabal, 1956]. La aparición de un tanque en una escena de la obra hizo que los censores nos impidieran su representación. Cuando terminamos de ensayar nos encontramos con la prohibición en la puerta. Por la mañana, Armando se fue a ver a Robles y fue cuando le dijo esa frase tan bonita y tan poética.
Tercer escenario. El exterior
En alguna ocasión has dicho que el escenario es la mejor escuela.
Bueno, eso sirve para justificar que yo no pasé por una. En realidad, me hubiera gustado ir a una escuela, un profesor te puede enseñar en un segundo cosas que tardas años en descubrir por tu cuenta. Pero en mi época no existían. Ahí está esa generación de actores cuya mera mención me emociona: Rodero, Bódalo, Dicenta, Mari Carrillo, Asunción Sancho, Elvira Noriega…Todos venían de la nada como yo, y éramos individualidades. El teatro que hacíamos en ese momento tenía menos calidad porque las individualidades crecían solas, como una flor que brota de una semillita pero no representa nada en medio del paisaje. He trabajado con actores ingleses formados en escuelas de arte dramático, y puedo decir que consiguen actores portentosos.
También has explicado que la labor del actor consiste en sentir, pensar y analizar lo que ocurre sobre el escenario.
Sí, al menos esas tres cosas. Yo soy géminis, un signo dual, que tiene mucho que ver con la interpretación: cuando actúo hay una hermanita que llora, siente, se entrega, tiembla y se hace puré; pero, al mismo tiempo, hay otra que la analiza, la examina, la corrige, y juzga la atención y los silencios del público. En el teatro dramático son los silencios los que te indican lo que estás haciendo y esto no lo puede estar pensando la que actúa. Ésa es Nuria, la otra es Bernarda Alba, que está en lo que está.
Tu salida al exterior se produjo con Víctor García, con el que hiciste Las criadas y Yerma. Víctor García, has dicho, te arrojaba al agua directamente, te ponía en peligro. Ante el duelo con Julieta Serrano, dijo que erais «dos gatas en celo peleando a muerte».
Víctor había hecho, en París, El cementerio de automóviles [Fernando Arrabal, 1957] y le invitaron a participar en el Festival de Belgrado, el Bitef. Llevó esta obra de Arrabal y ganó el premio al mejor director. Al año siguiente, estábamos representando Las criadas en el Poliorama de Barcelona, sin gran acogida por parte del público; y de pronto llegó una invitación del Bitef para Víctor y nuestra compañía. Interpretamos Las criadas y ganamos el gran premio. La noticia se publicó en España y eso nos permitió debutar en el teatro Fígaro de Madrid. Después, de la mano de Víctor y el Bitef, fuimos a Londres y a París. Empezó una cosa impensable. En aquellos momentos, hablando castellano sólo se iba a Andorra, y de pronto se nos abrieron las puertas de Viena y Berlín. Por primera vez una compañía española estaba presente en festivales internacionales. Yerma [Federico García Lorca, 1934] y Lorca nos llevaron por todo el mundo: Irán, Egipto, Rusia y las tres Américas. Divinas palabras [Ramón María del Valle-Inclán, 1920], que no era tan deslumbrante como Las criadas y Yerma, viajó por inercia por todos los festivales internacionales. Definitivamente, Las criadas es el mejor espectáculo que he hecho en mi vida, aunque a Yerma le debo más.
El director de teatro Peter Brook dijo que eres como un vaso de agua, que en un segundo se congela y al segundo siguiente se pone a hervir. También dijo que en el teatro contemporáneo hay un antes y un después de la lona de Yerma.
Lo del vaso de agua lo dijo en París, con Víctor y Armando, después de ver Las criadas. Estábamos sentados en una terraza y él iba a formar su grupo, Les Bouffes du Nord, y le apetecía que yo formara parte de él, y le dije que sí. Pero cuando me llamó ya estaba con Yerma y no pudo ser. Hubiera cambiado mi vida privada y profesional, pues el grupo de Brook es una familia, es una manera de vivir.
Cuarto escenario. La gestión
En junio de 1979, Alberto de la Hera te propuso que asumieras la dirección del Centro Dramático Nacional, junto con José Luis Gómez y Ramón Tamayo. Se hace Doña Rosita [Federico García Lorca, 1935], creáis una asociación de espectadores, con veinticinco mil abonos en seis meses, se representan Los baños de Argel [Miguel de Cervantes, 1615] de Paco Nieva y La velada de Benicarló [Manuel Azaña, 1937] de Gómez… Pero en el Centro Dramático Nacional tendrás también algunos disgustos.
Programamos un recital con Alberti y Victoria de los Ángeles. Alberti acababa de llegar del exilio. Y se rompe un cristal y me arman tal escándalo que empiezo una relación malísima con la persona con la que me tengo que entender. Y yo tengo poco aguante para las malas relaciones y mucho para las buenas. Bueno, haciendo los números de la yaya Lola…, no me salían las cuentas y me fui del Centro Dramático Nacional, donde había sido completamente feliz, porque a mí la gestión me gusta mucho.
Y le dijiste al director general que sucedió a De la Hera: «Tú estás muy equivocado conmigo: te han dicho que soy una señora y yo lo que soy es una bestia parda». Haces La tempestad, interpretando a Próspero y a Ariel al mismo tiempo. Y habrá dos relaciones importantes, con Salvador Espriu y Lluís Pasqual, a raíz de Otra Fedra, por favor [Salvador Espriu, 1977].
Es otra cosa más que le debo a Terenci Moix. Yo quería hacer Fedra y le pedí a Salvador Espriu que me hiciera una adaptación teatral. Al mismo tiempo contacté con Andrei Servant para que la dirigiera. Pero cuando Espriu da el texto, me encuentro con que es muy breve y muy frío. Yo hice una traducción al francés como pude y Servant cuando la leyó me dijo: «Pero por qué no hacemos Fedra, la de verdad». Yo le digo que no, que tengo que hacer esta versión, pues se la he pedido al más grande poeta vivo español. Me quedé sin director y se lo dije a Terenci, que me comenta que hay un teatro que se llama el Lliure, que acaba de empezar y que tiene de director a un chico que vale muchísimo. Fuimos al teatro esa noche y vimos Leoncio y Lena [Georg Büchner, 1856], dirigida por Lluís Pasqual, que tenía 23 o 24 años, pero parecía que tenía 15. Lo elegí como director, tenía talento. Fue su llegada a Madrid.
Y de Espriu a Alberti. ¿Cómo surgió aquello?
Un día me invitaron a que leyera con él y con José Luis Pellicena, en la Biblioteca Nacional. Alberti leía sus poemas a Lorca y yo leía los poemas de Lorca. Cuando terminamos, nos fuimos a cenar con Bergamín al restaurante La Bola. Bebimos mucho vino, ellos dos se decían unas atrocidades tremendas, se morían de risa, recitaban…, y salimos de allí, cuando nos echaron, todos tan amigos.
Quinto Escenario. En la aldea global
Este escenario nos sitúa en Londres con La casa de Bernarda Alba.
Un día recibí una carta en la que me proponían dirigir La casa de Bernarda Alba [Federico García Lorca, 1936] en el Lyric de Hammersmith, y además con Glenda Jackson. La verdad es que pensé que era una broma de Terenci Moix. Cuando me llamaron por teléfono, empecé a pensar que era verdad.
La obra recibió el premio Olivier al mejor espectáculo del año, a los pocos meses llega al West End, al Globe, y luego, incluso, te hacen dirigir tu primera película para Channel Four, que se emitió por satélite para Europa y Estados Unidos. ¿Cómo fue esa experiencia?
La obra recibió el premio a la mejor dirección, al mejor espectáculo y Joan Plowright, que hacía de Poncia, se llevó el galardón a la mejor actriz del año. Ella contó que cuando le dieron el premio le dio un poco de pudor, ya que en el reparto estaba Glenda Jackson en el papel de Bernarda. Las Bernardas siempre se quedan sin el premio; lo mismo que me va a pasar a mí ahora con Rosa Maria Sardà. Bueno, pues Joan Plowright reunió a todas las actrices y dijo: «Este premio, que tanta ilusión me hace, no lo hubiera conseguido sin todas vosotras». A lo que Glenda Jackson respondió: «Of course!». La anécdota revela un poco cómo fueron los ensayos. Con el mismo reparto hicimos la película para la televisión, que ganó dos premios en Estados Unidos.
Y de ahí, a la ópera con Madame Butterfly en Glasgow, que luego va a la Royal Opera House, en Covent Garden, donde montarás también Rigoletto y Carmen. Y en medio Electra, en La Monnaie de Bruselas; luego, La Traviata en Glasgow… Y la depresión. ¿Qué pasó?
Nunca lo he sabido. Me curaron con unas pastillas, pero no sé lo que me pasó. Una mañana no me podía levantar de la cama y yo no encontraba ninguna explicación. Era feliz, estaba dirigiendo Rigoletto. No sé, fue como si algo se hubiera partido por la mitad, como si la energía fuera un hueso y se hubiera quebrado. Estaba incapacitada.
Tras la muerte de Armando, en 1994, vuelves a los escenarios con El cerco de Leningrado [1996], de José Sanchis Sinisterra, y tiene lugar tu reencuentro con Adolfo Marsillach, en ¿Quién teme a Virginia Woolf? [Edward Albee, 1962], su último trabajo.
La obra la dirigió Adolfo. Durante el tiempo que trabajamos nos hicimos profundamente amigos. Vi la grandeza de un actor, pues Adolfo estaba muy enfermo y cuando actuaba parecía que no lo estaba. Fue una gran lección.
© Ignacio Amestoy. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
MEDALLA DE ORO NURIA ESPERT
02.12.09
PARTICIPAN IGNACIO AMESTOY • NURIA ESPERT
ORGANIZA CBA