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Para sentir más, pensar más, saber más

Entrevista con Julio Llamazares

César Rendueles
Imagen José Manuel Navia y Minerva

Julio Llamazares es el creador de un rico mundo literario que –a través de novelas, ensayos, poesías, libros de viaje y artículos periodísticos– explora los puntos ciegos de los procesos de modernización. También colabora de modo habitual con directores de cine y fotógrafos, como José Manuel Navia, cuyas imágenes comentadas acompañan esta entrevista.

Cuando concertamos la entrevista, Julio Llamazares me pregunta cuánto tiempo creo que voy a necesitar. Se lo digo y obtengo por respuesta un silencio que me parece tenso. «Si es demasiado…», empiezo. «No, no… Lo que pasa es que estoy harto de escucharme». Así que la primera pregunta es inevitable.

¿Está harto de escucharse? No quiero ser maledicente, pero diría que no es una actitud muy frecuente entre los escritores.

Doy conferencias cada poco y me han hecho muchas entrevistas. Al final te conviertes en una especie de fraile predicador que va repitiendo lo mismo por distintos lugares. El problema no es lo que te preguntan, sino que siempre contestas con el mismo discurso. Y, la verdad, me canso de oírme. La mayoría de los escritores se toman demasiado en serio a sí mismos.

Ha criticado a menudo la confusión de lo que es esencial a la literatura con la dimensión social del escritor…

En la década de los ochenta, que es cuando empecé a publicar, los escritores se convirtieron en figuras públicas, algo completamente inédito en España. Cervantes, Pío Baroja, Valle-Inclán… eran personajes sin ningún glamour, más bien marginales. Salvo a Cela, por motivos extraliterarios, o a Delibes, que tenía mucho éxito de público, la gente no conocía a los escritores. La irrupción de los medios de comunicación, en concomitancia con los grupos editoriales, ha producido un terremoto en la vida literaria. Hace unos veinte años entrevisté a Cela en Mallorca, fue antes de que le dieran el Nobel. Aunque era bastante antipático, me dijo algo en lo que tenía toda la razón: «Cuando yo empecé a escribir, la mayor desgracia que le podía pasar a una señora decente era tener a un escritor por yerno». Las cosas han cambiado mucho. Periodistas, políticos, actores… todo el mundo quiere escribir novelas. Esto tiene aspectos positivos, no lo voy a negar. Ha permitido que mucha gente vivamos de la literatura y podamos dedicarnos a escribir sin tener que llevar una doble vida, como la mayor parte de los escritores anteriores (Benet era ingeniero, García Hortelano trabajaba en un ministerio…). Pero también ha tenido una parte perversa: algunos escritores se han dejado seducir por los cantos de sirena del mercado. La literatura es un oficio de soledad y todo lo que hay más allá de eso me incomoda.

El año pasado, tras mucho tiempo, publicó algunos poemas inéditos, bajo el título Las ortigas. Los describía muy crudamente como «hierbas inútiles en un huerto abandonado». Me acordé de una frase de Antonio Gamoneda, que decía que durante los años que estuvo sin escribir, no obstante, la poesía estaba en él.

Siempre se habla de cómo uno abandona determinados géneros, cuando a veces son ellos los que te abandonan a ti. Pero sí, como bien decía Gamoneda, la poesía siempre ha estado en mí, en el sentido de que la poesía es una manera de mirar el mundo y de enfocar la literatura. Lo que distingue la literatura de la simple escritura es el hecho de conseguir, a través de la manipulación de las palabras y del texto, que las palabras signifiquen más que de costumbre. Una novela en la que todas las palabras significan lo mismo que en la vida coloquial puede ser más o menos divertida, pero eso no es literatura. La literatura se hace y se lee para sentir más, para pensar más, para saber más. Por eso no todo el que escribe es escritor. Para mí el escritor es esa persona que seguiría escribiendo aunque no publicara, aquél para el que escribir es una necesidad porque es su forma de vida.

Aunque se le conoce principalmente como novelista, a menudo ha insistido en la necesidad de difuminar las fronteras entre los géneros literarios. Un poco como si quisiera minimizar el peso de la novela en su trayectoria.

En realidad, sólo he escrito cuatro novelas. Los géneros no son más que instrumentos para transmitir lo que piensas y sientes, si lo logras mejor utilizando varias herramientas paralelamente, a nadie debería importarle. No es que yo minimice la novela, sino que creo que la sociedad la magnifica. La novela parece el género por excelencia porque es el que más vende y el que más pide el público, pero eso no quiere decir que sea el que más potencia tiene para transmitir. A mí, en el fondo, lo que me gusta es tocar todos los palos, como los flamencos. Por ejemplo, ahora estoy acabando un libro de cuentos, estoy escribiendo una novela y estoy trabajando en la segunda parte de un libro de viajes por las catedrales de España…

También ha reivindicado el periodismo como un espacio literario legítimo.

Tengo claro que el periodismo y la literatura no sólo no son antagónicos sino que resultan complementarios. Decía García Márquez, y debe ser de las pocas cosas en las que no estoy de acuerdo con él, que el principal enemigo de la literatura es el periodismo. Pero intuyo que él estaba pensando en que muchos escritores se han dedicado al periodismo para ganarse la vida y, como es una actividad tan absorbente, al final no escribían novela, poesía o lo que quisieran hacer. Pero a mí me ha ocurrido lo contrario. Durante mucho tiempo viví del periodismo, y en el momento en el que pude dedicarme sólo a la literatura sentí la necesidad de continuar escribiendo en la prensa.

Hay variaciones sobre ciertos elementos que reaparecen en los distintos territorios literarios que frecuenta. Por ejemplo, su visita de niño a la catedral de León da pie a un capítulo de Escenas de cine mudo y con ella empieza también Rosas de piedra; sus primeras impresiones del cielo de Madrid, que da título a una novela, se mencionan por primera vez en un artículo para una revista de arte…

A veces soy consciente de ello y a veces no. Hay una universidad suiza que organiza un congreso sobre literatura española que cada año está dedicado a un escritor y, como hay estudiosos de todo por todo el mundo, un año se centró en mi trabajo. En su momento me mandaron las actas. He de reconocer que sólo las ojeé, porque igual que me canso de oírme también me canso de leer sobre mí. Pero había una muy curiosa, no recuerdo el título, que hablaba de las concomitancias o los vasos comunicantes entre el periodismo y la literatura. Ponía ejemplos de anécdotas que cuento en un reportaje y que reaparecen en una novela, o de algo que aparece en un libro de viajes y vuelve a contarse en un relato, muchas veces sin buscarlo de forma premeditada.

A menudo le describen como un escritor preocupado por el campo. Es una idea extraña, ¿no le parece? Como si el entorno natural de la literatura fuera la ciudad.

Mi padre era maestro de escuela rural y crecí en un pueblo pequeñísimo. Pasé en el campo esa época de formación sentimental en la que ocurren las cosas realmente importantes. Pero desde los doce años, cuando vine a estudiar a Madrid, siempre he vivido en ciudades y mi cultura es mucho más urbana que rural. Lo que ocurre en España –no tanto en otros países europeos, como Suiza o Alemania–, es que existe una especie de mala conciencia por el origen campesino del país, se tiende a identificar lo urbano con lo moderno de un modo atrozmente simple. Parece que un drama rural, si es rural ya es menos drama, que los celos en un pueblo son menos celos que en Barcelona o Nueva York. Julio Caro Baroja decía que durante miles de años en Europa se vivió sustancialmente de la misma forma hasta el siglo XX, que fue cuando se produjo el éxodo rural y los procesos de industrialización. De algún modo soy un escritor muy español porque, como la mayoría de los habitantes de este país, me sitúo en la quiebra entre un mundo y otro. Mis abuelos eran campesinos pero mi padre ya no, y esa dualidad me ha marcado, renunciar a alguna de esas dos partes de mi personalidad me parecería absurdo. De vez en cuando alguien me define en tono más o menos despectivo como un escritor rural. Yo siempre respondo citando tres novelas profundamente rurales: el Quijote, Cien años de soledad y Pedro Páramo. Hay un escritor muy importante en España, que presume de ser muy cosmopolita y dice que cuando aparece una oveja en una novela deja leer, así que supongo que no se habrá terminado el Quijote. Es absurdo tener que recordar que Delibes, con independencia de dónde se sitúen sus novelas, es un escritor que ha trascendido lo local hasta el punto de resultar comprensible a un japonés o un chino. No me gusta decirlo, porque suena muy soberbio, pero La lluvia amarilla, que es mi novela más rural, está traducida a más de veinte idiomas, algunos tan improbables como el árabe o el coreano. La literatura ni es rural ni es urbana, no es de un sitio ni de otro. La creación de otra realidad se nutre de elementos de nuestra vida, pero eso no define el carácter de una novela.

De hecho, ha propuesto escenarios rurales enteramente diferentes. Nada tiene que ver la aldea de La lluvia amarilla con el pueblo minero de Escenas de cine mudo o ese campo modernizado de la película Flores de otro mundo.

Lo de Flores de otro mundo no fue idea mía sino de Icíar Bollaín. Como ella siempre ha vivido en Madrid y tenía poco conocimiento de la vida en los pueblos, me llamó para escribir el guión. Lo que me atrajo de su propuesta fue que iba más allá de la anécdota carpetovetónica de las caravanas de mujeres. En su momento me molestó cómo todo aquello se convertía en motivo de broma, como cuando salen los humoristas con faja y boina. En 1982 sólo aparecieron dos noticias relacionadas con España en The New York Times: la muerte de Paquirri y la primera caravana de mujeres… A nadie parecía importarle qué realidad había tras la imagen berlanguiana: la dimensión mayoritariamente femenina del éxodo rural, la soledad, los problemas de las mujeres inmigrantes... Algo parecido ha pasado ahora con el asunto de los cementerios nucleares. Hay diez o doce pueblos que se han ofrecido a acogerlos. Entre toda la polémica que se ha levantado, nadie se ha planteado a qué grado de desesperación se tiene que haber llegado en el mundo rural para que la gente pida que le pongan un cementerio nuclear junto a su casa. Prefieren ser cementerios nucleares a ser cementerios sin más.

En su última película ha vuelto a un campo más tradicional.

Es una película que hemos realizado Felipe Vega y yo, se titula Elogio de la distancia. Es un encargo de la Xunta de Galicia para promocionar una de las zonas más olvidadas y bonitas de Lugo. Es una especie de película documental que cuenta la vida de toda esa gente perdida de la mano de Dios, que viven en el siglo XXI sin que el siglo XXI se acuerde de ellos.

También ha colaborado con algunos fotógrafos.

Siempre me ha interesado la fotografía por su capacidad para emocionar de una manera muy directa. En cierto modo me parece, al igual que la pintura, superior a la literatura: una imagen no necesita traducción, te llega o no te llega. Todo arte, al fin y al cabo, trata siempre de parar el tiempo o de recuperarlo, nos pasamos la vida perdiendo el tiempo y la otra mitad queriendo recuperarlo. La fotografía es la mejor expresión de ese deseo de lograr que el tiempo no nos destruya, por eso se identifica con la felicidad: siempre que hay un momento feliz en una familia hay alguien que dice «haz una foto», es decir, detén el tiempo en este momento. En cambio, nadie hace fotos familiares en los momentos dramáticos. Como periodista he trabajado con muchos fotógrafos y con algunos, como José Manuel Navia, me he entendido muy bien. Lo conocí cuando fuimos a Bolivia para hacer un reportaje sobre la búsqueda de los restos del Che. Cuando nos sentamos en el avión y empezamos a hablar me di cuenta de que se había leído todo lo que había caído en sus manos sobre el Che. Hay fotógrafos que piensan que hacer una foto simplemente es una cuestión técnica y que la información sobre lo que estás retratando no aporta nada. Navia, en cambio, sabe que todo ese conocimiento se trasluce luego en la mirada del fotógrafo.

El cielo de Madrid, su última novela, tiene por protagonista precisamente a un pintor que llega a la ciudad en los años ochenta. En su momento me sorprendió, porque siempre se ha mostrado muy crítico con esa época de la que, en cambio, en esta novela da una visión relativamente amable.

Bueno, también hay una parte crítica… Tal vez sea a causa de la melancolía. Al fin y al cabo es una especie de memoria camuflada de novela, no es una autobiografía pero hay mucho de mí, como en todo lo que escribo. Es una novela con muchos componentes generacionales en la que hablo de los bares a los que iba, la gente a la que traté… Posiblemente la distancia haya endulzado el recuerdo.

En otros textos ha sido mucho más duro. Recuerdo un artículo de 1993 titulado «Parque Jurásico» en el que se limitaba a colocar uno detrás de otro una sucesión de espeluznantes titulares recogidos de la prensa del momento. Era una crítica de la pseudomodernidad mal digerida de aquellos años. Terminaba usted diciendo, «¿quién soy yo?, ¿qué hago aquí?».

Durante toda la transición, como veníamos de donde veníamos, el becerro de oro de la sociedad cultural española ha sido la modernidad, confundiendo a veces la modernidad con el tocino. En esa época escribí otro artículo más explícito que se titula «Vista parcial de Cangas de Narcea». Hablaba de un bar que había en la calle Fernando VI en el que hace veinte años solían acabar los chavales al terminar la noche. El dueño, un asturiano mayor, tenía una foto aérea muy grande de Manhattan y debajo había puesto un cartelito que decía «vista (parcial) de Cangas de Narcea». A mí me pareció una metáfora de toda aquella época, porque de repente parecía que todos habíamos estudiado en Nueva York, pero detrás de toda aquella falsa modernidad se veía que esto era Cangas de Narcea. Ni me acuerdo de la cantidad de veces que me perdonaron la vida cuando escribí Luna de lobos, que recogía las historias de la Guerra con las que yo me crié; con La lluvia amarilla ni te cuento, una novela rural sobre un pueblo que desaparece era casi una herejía localista… España es un país muy acomplejado, y a veces los complejos se combaten con aires de grandeza en cualquier dirección. En ese sentido siempre me he sentido un extranjero que vive en España, y no lo digo con orgullo sino con pena: pongo la televisión y no entiendo nada de lo que dicen. Si uno lee con cierta distancia los titulares del periódico, y eso es lo que hacía en aquel artículo, se da cuenta que está viviendo en un país completamente absurdo.

JULIO LLAMAZARES

NARRATIVA

El cielo de Madrid, Madrid, Alfaguara, 2005

Tres historias verdaderas, Madrid, Ollero y Ramos, 1998

Escenas de cine mudo, Barcelona, Seix Barral, 1994

La lluvia amarilla, Barcelona, Seix Barral, 1988

Luna de lobos, Barcelona, Seix Barral, 1985

POESÍA

Memoria de la nieve, Burgos, Consejo General de Castilla y León, 1982

La lentitud de los bueyes, León, CSIC, 1979

ENSAYO

Entre perro y lobo, Madrid, Alfaguara, 2007

Los viajeros de Madrid, Madrid, Ollero y Ramos, 1998

Nadie escucha, Madrid, Alfaguara, 1995

En Babia, Barcelona, Seix Barral, 1991

El entierro de Genarín, León, Ediciones del Teleno, 1981

VIAJES

Las rosas de piedra, Madrid, Alfaguara, 2008

Trás-os-Montes (un viaje portugués), Madrid, Alfaguara, 1998

El río del olvido: viaje, Barcelona, Seix Barral, 1990

GUIONES CINEMATOGRÁFICOS

Elogio de la distacia, 2009 [con Felipe Vega]

Flores de otro mundo, 1999

El techo del mundo, 1995 [con Felipe Vega]

Luna de lobos, 1986

JOSÉ MANUEL NAVIA

Un Madrid literario, Barcelona, Lunwerg, 2009

Antonio Machado: miradas, Salamanca, Caja Duero, 2008

Territorios del Quijote, Barcelona, Lunwerg, 2004

Marruecos: fragmentos de lo cotidiano, Barcelona, Edicola-62, 2003

Desde la catedral, Álava, Fundación Catedral Santa María, 2003

Navia, Madrid, La Fábrica, 2001

Pisadas sonámbulas: lusofonías, Madrid, La Fábrica, 2001