Tamaño de fuente grande
Tamaño de fuente normal
Tamaño de fuente pequeña
Anterior
Pequeña
Normal
Grande
Siguiente

Tiempos de incertidumbre

Cambios en el trabajo, las protecciones y el estatuto del individuo

Robert Castel
Imagen Juan de Sande   /   Traducción Fernando Álvarez-Uría

El sentimiento que podemos tener en la actualidad respecto a lo que nos reserva el futuro está marcado por el crecimiento de las incertidumbres. El futuro es incierto, y conlleva sin duda tanto amenazas como promesas. Esto significa un cambio considerable respecto a la situación que prevalecía hace tan solo treinta años en los principales países de Europa occidental.

El sentimiento que podemos tener en la actualidad respecto a lo que nos reserva el futuro está marcado por el crecimiento de las incertidumbres. El futuro es incierto, y conlleva sin duda tanto amenazas como promesas. Esto significa un cambio considerable respecto a la situación que prevalecía hace tan solo treinta años en los principales países de Europa occidental.

A comienzos de los años setenta la mayoría de la gente, al menos en Francia, pensaba, por servirnos de una expresión familiar, que el futuro sería mejor que el presente. Para expresarlo de un modo más elaborado podríamos decir que entonces nos encontrábamos insertos en una dinámica de progreso económico y social. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial se había producido un desarrollo considerable desde el punto de vista económico. Por ejemplo, entre 1953 y 1975, la productividad de las empresas, el consumo de las familias y las rentas salariales prácticamente se triplicaron. Paralelamente, en el plano social una seguridad social generalizada protegía casi al conjunto de la población. Entonces los derechos de los trabajadores progresaban, había estabilidad laboral y se daba una situación de prácticamente pleno empleo. En la actualidad ya no es esta la opinión dominante, más bien al contrario, todo un enjambre de encuestas de opinión muestran el temor que se manifiesta ante el futuro. El porvenir es vivido como una amenaza. Voy a poner tan solo un ejemplo. En la actualidad, alrededor de las tres cuartas partes de los franceses piensan que la situación de sus hijos, que acceden en este momento a la edad adulta, será peor que la que ellos tienen hoy. El escenario que se presenta es, por tanto, lo contrario del progreso social.

Mi hipótesis es que esta fuerte reversión que se produjo en lo que se refiere a la posibilidad de controlar el futuro, es el efecto de una gran transformación, por retomar una expresión de Karl Polanyi, que denomina así el cambio profundo de las relaciones sociales que se produjo en el momento de la implantación del capitalismo industrial en Europa occidental. Así pues, la gran transformación actual sería la salida de ese capitalismo industrial y de sus modos de regulación, es decir, el paso a un nuevo régimen del capitalismo, más agresivo, en el que la competencia exacerbada se juega ya en todo el planeta, con la mundialización, bajo la hegemonía del capital financiero internacional.

Esta gran transformación ha afectado a casi todos los sectores de la vida social, pero no voy a caer en la tentación de hacer un balance completo de este cambio sobre el conjunto de la sociedad, sino que voy a referirme únicamente a tres sectores. En primer lugar, a las transformaciones de la organización del trabajo, en el sentido de la desregulación del estatuto del empleo. A continuación, al sector de la protección social, con el incremento de la inseguridad social. Y, en tercer lugar, a las consecuencias de estos cambios sobre el estatuto del individuo, o al menos de un número cada vez mayor de individuos que se encuentran desestabilizados y amenazados de invalidación social.

Trabajo

Vamos a comenzar por el trabajo, que a mi juicio se encuentra en el epicentro de esta transformación. La implantación del propio capitalismo industrial fue, desde luego, salvaje. Si nos aproximamos a la condición de los proletarios durante la primera mitad del siglo XIX vemos que eran a la vez miserables y despreciados, personas que perdían literalmente su vida en trabajar para ganarse el sustento, y todo ello en el contexto de una inseguridad social total. Sin embargo, como consecuencia de una larga historia de más de un siglo marcada por luchas y conflictos, en ocasiones muy violentos, se llegó a un equilibrio. Es lo que se ha denominado el compromiso social del capitalismo industrial, un compromiso que culminó a finales de los años sesenta y comienzos de los años setenta del siglo XX. Compromiso quiere decir aquí un cierto equilibrio entre, por una parte, los intereses del mercado de capitales que permitieron la rentabilidad y la competitividad de las empresas y, por otra, los intereses del mundo del trabajo que aceptaron finalmente el sistema capitalista, la subordinación salarial, pero que, en contrapartida, se beneficiaron de una cierta seguridad y de determinadas protecciones. Como todos los pactos, el compromiso era de naturaleza desigual. No impedía la existencia de conflictos, ni eliminaba injusticias y desigualdades considerables pero, al mismo tiempo, aseguraba a la gran mayoría de la población una seguridad social extensa, así como condiciones de independencia económica y social. No se trataba de una solución heroica, y sin duda la revolución no se había producido en Europa occidental. Para comprobar las diferencias basta sin embargo con comparar la situación de un asalariado medio en los años sesenta, en Francia, pero también en Alemania o en Gran Bretaña, con lo que era la situación de un proletario en los inicios de la industrialización. Estas diferencias no son marginales, se trata de un cambio de naturaleza cualitativa. El proletario miserable y despreciado se había convertido en un asalariado protegido y, al mismo tiempo, en un ciudadano de pleno derecho que contaba con recursos que constituían las condiciones de base de su independencia económica y de su protección social. Tal era la estructura de lo que se denominó la sociedad salarial. Hablar de sociedad salarial no quiere decir simplemente que la mayoría de la población activa se compusiese de asalariados, aunque efectivamente ese era el caso, sino que la gran mayoría de esa sociedad obtenía a partir del trabajo protecciones y derechos en sentido fuerte, derechos que protegían tanto al trabajador como a su familia.

En los márgenes de esta sociedad salarial permanecían algunas categorías de individuos que no habían podido o no habían querido entrar en esta modernidad caracterizada por la preponderancia de los asalariados. Es lo que en Francia algunos denominaban, de un modo despectivo, la escoria, como si en el seno de las sociedades más desarrolladas permaneciesen algunas bolsas de subdesarrollo del tipo de las que existen en el tercer mundo. Hasta los años setenta se pensaba, en general, que estas poblaciones eran islotes residuales que irían progresivamente reabsorbiéndose a medida que avanzase el progreso económico y social. Pero no fue esto lo que se produjo, sino más bien lo contrario, es decir, que el estatuto del trabajo estable, que parecía hegemónico en un periodo de pleno empleo, se fisuró, y con él las protecciones fuertes a él vinculadas. El paro de masas y la precarización de las relaciones laborales se convirtieron en las características de un nuevo sistema en el que se tendía a disolver el soporte sobre el que se había construido la sociedad salarial.

Podríamos desarrollar todavía más el análisis, pero me gustaría, sobre todo, subrayar que no sólo se ha producido un paro masivo. En nuestras sociedades europeas, el nuevo capitalismo parece incapaz de asegurar el pleno empleo. La prueba es ese porcentaje de al menos un 10% de paro que se mantiene en los países económicamente más dinámicos. Pero hay otra característica que me parece al menos tan importante como ésta y que a menudo no se tiene en cuenta en los análisis: la proliferación de actividades que están más allá del empleo, es decir, actividades mal remuneradas, mal protegidas. Es como si este nuevo capitalismo tuviese efectivamente necesidad de actividad, e incluso de plena actividad, pues no se ha encontrado nada al margen del trabajo que contribuya a incrementar la riqueza, pero una buena parte de esas actividades se desarrollan más allá del empleo en el sentido fuerte del término.

En la actualidad, al menos en Francia, se nos dice constantemente que es preciso trabajar, pues si uno no lo hace es un mal pobre que vive parasitando la ayuda de «la Francia que madruga», por citar a nuestro Presidente. De este modo se acusa a los parados de estar parados por propia decisión, lo que es una forma de decir que los parados son meros holgazanes. Así pues, si es preciso trabajar a cualquier precio, no hay que ser muy mirado a la hora de buscar empleo. Así es como uno pasa a convertirse en trabajador pobre. La realidad del trabajador pobre resurgió en Francia hace una decena de años, pero no es algo nuevo, más bien al contrario, se podría decir que la pobreza fue el destino secular de la mayoría de lo que en otro tiempo se denominó el pueblo, pero esa situación se había visto superada por la sociedad salarial. Vemos por tanto que la situación del mundo del trabajo avanza en la línea de la desregulación, en la línea de la precarización. Estamos asistiendo a una gran transformación en el orden del trabajo, pero esas transformaciones tienen una incidencia directa en el régimen de protecciones. Me voy a centrar ahora en este segundo punto.

Protecciones

La existencia de una relación directa entre el régimen del trabajo y el régimen de la protección resulta casi evidente, en la medida en que, al menos en Francia, las protecciones sociales, o en todo caso las protecciones mas fuertes, fueron construidas sobre la base de las condiciones estables del trabajo. Así funcionaba el sistema de seguros que cubría al conjunto de los trabajadores contra circunstancias tales como la enfermedad, los accidentes, la vejez sin recursos, etc. Es obvio que este sistema se ha visto gravemente dañado por el paro masivo y por la precarización del empleo. Se ha visto afectado en su financiación, pues en último término los trabajadores que cotizan deben pagar la seguridad de una mayoría de inactivos, o de trabajadores precarios, que cuentan con pocos recursos y que no pueden asegurarse a sí mismos. Pero el sistema se ve aún más gravemente afectado en su estructura, pues una población cada vez más numerosa no puede ya beneficiarse de la protección, bien porque no trabajan, bien porque trabajan en condiciones tan degradadas que no tienen derecho a protección. Y no es una casualidad que a mediados de los años setenta se multiplicaran tipos muy diferentes de protecciones que obedecen a la lógica de lo que se denominó los mínimos sociales. Son protecciones en forma de ingresos otorgados a personas en situación de necesidad. Hay una lista amplia de estos dispositivos de protección, y no voy a repasar ahora todo el inventario, pero se puede observar que esas protecciones son inferiores a las que están construidas a partir del trabajo. Por otra parte, estas protecciones están supeditadas a determinadas condiciones, es decir, los beneficiarios deben probar que se encuentran en situación de necesidad, que se encuentran al margen del régimen común, con todos los efectos estigmatizantes que ello conlleva.

No digo todo esto para condenar todas estas medidas que son útiles, e incluso necesarias, para personas que se encuentran en dificultades, pero al menos es preciso reconocer que estas protecciones son con frecuencia mediocres, y que están lejos de asegurar una verdadera independencia económica y social de los beneficiarios. Y añado también que estas medidas construyen situaciones que podríamos calificar de bastardas, situaciones bastante curiosas y sobre las que a mi juicio vale la pena detenerse a reflexionar. Voy a referirme rápidamente a la última de estas medidas, que se denomina Ingreso de Solidaridad Activa, un dispositivo que ha sido presentado por el gobierno francés como la gran medida social y está dirigido a algunos de los beneficiarios de esos mínimos sociales que acabo de evocar, los que reciben por ejemplo la Renta Mínima de Inserción. El Ingreso de Solidaridad Activa tiene por objetivo estimular a los beneficiarios de esos mínimos sociales a retomar un trabajo. El menor trabajo, por mínimo que sea, les será pagado. La intención es buena, pues no es muy agradable ser pura y simplemente un asistido, pero hay que comprender que se va a multiplicar el número de personas que serán, por decirlo así, mitad trabajadores, mitad asistidos. Tendrán un empleador, cobrarán un salario por las horas de trabajo que realicen –aunque evidentemente ese salario será demasiado bajo para permitirles subsistir– y, al mismo tiempo, van a continuar recibiendo el subsidio de solidaridad financiado por la seguridad social. Esto quiere decir que se desdibuja la frontera entre asistencia y trabajo, de modo que se puede ser en un porcentaje de un cuarto, de la mitad, de tres cuartos, un trabajador, y se puede ser en distintas proporciones alguien que se beneficia del subsidio público. Y una vez más no digo esto para condenar estas medidas, no tengo derecho a condenarlas ya que pueden ser útiles a toda una serie de personas que las necesitan, pero al mismo tiempo comprobamos que constituyen una regresión extraordinaria tanto respecto al régimen del trabajo vinculado al estatuto del empleo, como respecto al régimen de protecciones aseguradoras que proporcionaban un derecho incondicional a la protección.

Estatuto del individuo

Pasemos ahora a una tercera implicación de esta gran transformación que afecta al estatuto del individuo mismo o, en todo caso, a un número cada vez mayor de individuos que propongo denominar individuos por defecto.

La degradación del trabajo, la degradación de las protecciones, puede implicar la degradación del propio individuo, de su capacidad de conducirse como un individuo de pleno derecho, es decir, con un mínimo de independencia, con la capacidad de ejercer sus responsabilidades en la sociedad.

Un individuo no es una especie de entidad que cae del cielo, equipado desde siempre con todas sus capacidades, y susceptible de conducirse de forma autónoma en la existencia. Para poder conducirse como un individuo de pleno derecho es preciso disponer de determinadas condiciones o soportes. La historia social muestra que el individuo moderno, para liberarse de las necesidades, para poder conducirse como un ser responsable, ha precisado previamente del soporte de la propiedad. Y es por esto que, por ejemplo, los primeros proletarios no gozaban, hablando con precisión, del estatuto del individuo. Eran seres humanos completamente despreciados, contemplados como los nuevos bárbaros, como se decía en la época. No tenían nada y, hablando socialmente, no eran nada. Poco o nada tenían que ver con la concepción del individuo libre y responsable que figura por ejemplo en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. Y estos proletarios miserables adquirieron el estatuto de individuos plenos cuando conquistaron derechos que les proporcionaban los medios necesarios para sentirse liberados de las necesidades inmediatas. Se podría decir que se produjo una generalización, una democratización, de la capacidad de ser verdaderamente un individuo a partir del momento en que la gran mayoría de la población de un país como Francia –pero esto sería válido para cualquier otro lugar– dispuso de recursos y de protecciones suficientes para poder conducirse en la vida social con un mínimo de independencia. Para los no propietarios, el estatuto del individuo estuvo ligado a la solidez de la condición salarial. El trabajador extraía lo esencial de sus recursos y de sus protecciones de la solidez del marco laboral. Esto explica que cuando ese suelo protector se vio erosionado fue el individuo mismo el que se fragilizó y el que, en último extremo, se encontró socialmente invalidado. Tal es el caso en la actualidad de muchos parados de larga duración. Todos los estudios sociológicos sobre el paro muestran que lo que pierde el parado no son únicamente recursos financieros, sino que, con mucha frecuencia, es su propia identidad social la que se resquebraja. Y como señalaba antes, esta situación no está únicamente vinculada al paro, sino también a la multiplicación de situaciones de precariedad. No se puede concebir la precariedad únicamente como una situación transitoria, como un mal momento más o menos difícil que hay que superar mientras se espera alcanzar un empleo duradero. Se puede producir una precariedad permanente, por decirlo así, y precisamente por esto he propuesto la expresión de «precariado» para designar el desarrollo de una especie de estrato de la división del trabajo que se encuentra por debajo de los asalariados normales protegidos por el estatuto del empleo. Creo que nos debemos plantear la siguiente pregunta: ¿qué es lo que significa ser un individuo en estas condiciones? Esto no implica ningún menosprecio por todos aquellos que son individuos como todo el mundo, en el sentido de que tienen placeres, penas, necesidades y deseos. Con mucha frecuencia estas personas manifiestan efectivamente la voluntad de ser individuos, de conducir sus vidas de un modo autónomo, pues casi nadie escapa a esa exhortación compartida en nuestra sociedad. Sin embargo, son muchos los que no tienen los medios para ser los individuos que tendrían que ser, es decir, que carecen de los recursos mínimos para realizar esta aspiración, de modo que están condenados a vivir en la incertidumbre. Viven al día, no pueden hacerse cargo de sí mismos en el presente y, por tanto, aún menos pueden organizar su porvenir. Creo que es imprescindible reconocer la existencia de estos individuos, proporcionarles un espacio, pues la tendencia hoy dominante es la celebración del individuo emprendedor que asume sus responsabilidades y al que hay que liberar de las coacciones estatales y burocráticas para que pueda desarrollarse plenamente.

Me parece que el individuo es sin duda el valor de referencia en nuestra sociedad, y que ser un individuo libre y responsable, como nos propone la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, es un bello ideal. Sin embargo, desde una perspectiva sociológica se queda muchas veces tan sólo en eso, en un ideal, cuando en nuestra sociedad existen formas muy problemáticas de ser un individuo. Dicho de otro modo, la dinámica de la Modernidad puede también invalidar, descalificar, a los individuos. El papel de la sociología es explorar esa zona un tanto gris, oscura, vergonzosa que ha generado el proceso de descualificación del trabajo y debilitamiento de las protecciones.

Me parece que el último episodio de esta crisis que comenzó en los años setenta, es decir, el cataclismo financiero que se desencadenó en otoño de 2008, tiende a confirmar este análisis. Sin duda la crisis actual responde a disfuncionalidades relacionadas con el capital financiero internacional, con la especulación irresponsable de los bancos y con otros factores, pero para comprender lo que la hizo posible me parece que es preciso remontarse a contracorriente al debilitamiento de esas regulaciones del trabajo, de las protecciones sociales, que habían conseguido en cierta medida domesticar el mercado –por retomar otra fórmula de Karl Polanyi–, al final de la trayectoria del capitalismo industrial. Hemos asistido a una cierta remercantilización del trabajo y de la protección social. Se podría, de este modo, interpretar la autonomización del mundo financiero como la culminación de ese proceso. Hay un viejo proverbio chino que dice así: el pescado se pudre por la cabeza. La cabeza del actual régimen del capitalismo es el capital financiero internacional, y hay efectivamente algo profundamente patológico en su funcionamiento. Pero la cabeza del pescado no se pudriría si el cuerpo no estuviese ya enfermo, gangrenado, es decir, si eso que denominamos la economía real, el mercado de trabajo, no se hubiese visto ya desestabilizado por las desregulaciones.

La montée des incertitudes. Travail, protections, statut de l’individu, París, Seuil, 2009

Pensar y resistir: la sociología crítica después de Foucault [Robert Castel et al.], Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2006

Inseguridad social: ¿qué es estar protegido?, Buenos Aires, Manantial, 2004

Las metamorfosis de la cuestión social: una crónica del salariado, Buenos Aires, Paidós, 1997

La gestión de los riesgos: de la anti-psiquiatría al post-análisis, Barcelona, Anagrama, 1984

Espacios de poder, Madrid, La Piqueta, 1981

El orden psiquiátrico: la edad de oro del alienismo, Madrid, La Piqueta, 1980

El psicoanalismo: el orden psicoanalítico y el poder, México, Siglo XXI, 1980

CONFERENCIA CAMBIOS EN EL TRABAJO, LAS PROTECCIONES Y EL ESTATUTO DEL INDIVIDUO


09.12.09

PARTICIPAN ROBERT CASTEL • FERNANDO ÁLVAREZ-URÍA • JULIA VARELA
ORGANIZA CBA
COLABORAN EMBAJADA DE FRANCIA • DEMON