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La nueva vida. Apocalipsis arquitectónico

Paul Scheerbart
Traducción Pedro Piedras

El escritor alemán Paul Scheerbart (1865-1915) es el autor de algunas de las intervenciones más originales en el contexto del expresionismo arquitectónico y un exponente privilegiado de la recepción del utopismo en la época de las vanguardias. Su obra más conocida, Glasarchitektur –una exaltación radical de la arquitectura de cristal–, tuvo una gran influencia sobre arquitectos como Bruno Taut o filósofos como Walter Benjamin. Scheerbart es un producto genuino de la Centroeuropa de principios del siglo XX: poeta experimental y dibujante, después de dedicar algunos años a la invención de un perpetuum mobile, murió de inanición tras una huelga de hambre que inició como protesta personal por el estallido de la Primera Guerra Mundial. Recuperamos aquí dos textos inéditos en castellano extraídos de su novela fantástica sobre los hipopótamos Immer Mutig (1902), en los que Scheerbart plantea una utopía arquitectónica de intensa potencia onírica.

Lentamente gira la vieja esfera terrestre alrededor del viejo sol, que ya no brilla ni resplandece como antaño.

El viejo sol tiene un brillo violeta oscuro, así que ya nunca más volverá a hacerse de día... sobre la Tierra.

Noche apacible, por todas partes.

Hay mucho, mucho silencio.

El cielo está negro como terciopelo negro.

Pero las estrellas brillan con la misma claridad de siempre... incluso con más, pues son más grandes.

¡Son estrellas doradas!

¡La esfera terrestre está toda blanca –toda envuelta en blanca nieve– con nieve luminosa!

¡Noche estrellada de invierno en las alturas y en el valle!

La Tierra muerta gira cada vez más despacio.

Sin embargo, el cielo de negro terciopelo se vuelve más vivo.

Llegan los grandes arcángeles.

Con gigantescas alas blancas revolotean a toda prisa. Un susurro recorre el cielo.

El aire se llena de tanto ruido y tanto jaleo como si muchos millones de grandes multitudes de pueblos despertasen a una nueva vida.

Pero tan sólo vienen los arcángeles. Son doce de ellos. Son espantosamente grandes. Seis revolotean sobre una de las mitades de la esfera terrestre y seis, sobre la otra; así que apenas se ve nada más de ninguna de las dos.

Los ángeles se mueven con lentitud, batiendo las alas; las cabezas, hacia abajo. Sus pies flotan en lo alto, sobre ambos polos de la Tierra. Las doce cabezas pronto forman un esplendoroso anillo de cabello en torno a la tierra con sus ondeantes rizos rubios.

Para empezar, cada arcángel coge con las manos la gran catedral que llevaba consigo y la pone sobre una alta montaña nevada. Luego, los doce se quitan sus gruesos guantes de piel y, con sus delicados dedos, se ponen rápidamente a rebuscar en un morral que llevan, del tamaño de un océano.

De su morral, los ángeles sacan muchos cientos de palacios nuevos que destellan con el brillo del relámpago. Y, con los palacios, adornan la gran bola de nieve llamada Tierra, de forma que ésta se torna multicolor y centellea poderosamente; al mismo tiempo, los ojos de los arcángeles relumbran como si estuvieran sacando juguetes para niños que se han portado bien.

Una vez que los morrales están vacíos, los ángeles vuelven a remontar su vuelo planeando mientras charlan alegremente a una razonable distancia, arriba y abajo, describiendo unos bellos arcos gigantescos.

La Tierra parece tan multicolor como si estuviera sembrada de alas de preciosas mariposas, de heladas aves del paraíso y de centelleantes diamantes.

Y los palacios se iluminan. En su interior, se encienden millones de lámparas por todas partes; a través de las vidrieras policromas de las altas catedrales y de todos los numerosos castillos se difunde luz tamizada de mil colores sobre la noche violeta de nieve.

El sol violeta se vuelve aún más oscuro. Las lejanas estrellas doradas pierden también buena parte de su brillo. El cielo de negro terciopelo enmarca en derredor, con suntuosidad, la tierra suavemente incandescente.

Y repican las grandes campanas de las catedrales; todas ellas.

Un estremecimiento de nostalgia corre por los anchos campos de nieve; por la corrosiva melancolía de la fría esfera terrestre, se abre paso una nueva vida... ¡la vida eterna!

Los muertos se ponen en pie.

Por todas partes se levanta el manto de nieve. Y todos los seres humanos que una vez vivieron sobre la Tierra y murieron, salen de sus tumbas, se sacuden la nieve y observan atónitos. Cuando se dan cuenta de que han resucitado, se echan los unos en los brazos de los otros y se sienten tremendamente conmovidos.

¡Sí! ¡Sí! ¡Quién no habría empezado con gusto una nueva vida!

La Tierra gira a más velocidad.

Sin embargo, este gran momento crítico se asemeja a un divertido baile de máscaras, pues todos los humanos llevan puestos vestidos que se parecen a aquéllos que solían llevar en la época que les tocó vivir. Los mendigos van junto a los reyes, los sacerdotes junto a los guerreros, los artesanos junto a los sabios... con todos los múltiples trajes de todas las numerosas épocas. Allí hay de todo, desde el escudo de cuero hasta la camisa planchada.

Los resucitados ascienden los peldaños dorados hasta los castillos y las catedrales. ¡Todo es hormigueo!

Todas las lenguas de la Tierra se arremolinan unas con otras de forma que por el cielo entero resuena un zumbido y ya no pueden oírse las campanas.

Arriba, pero delante de las puertas de los castillos y las catedrales, hay muchos miles de ángeles que no son mayores que los seres humanos, que llevan finos ropajes verde claro, azul claro y rojo claro, y esperan.

¡Recibimiento festivo! ¡Apretones de manos y palmadas en las mejillas! ¡Inclinaciones de cabeza y aspavientos con los brazos! ¡Muchas carcajadas! ¡Y mucho risueño bienestar!

Las fortalezas grandes, que están hechas de diamantes gigantes puros, lanzan festivamente al ocaso los destellos de su fuego de colores. Y las otras piedras preciosas de los restantes pabellones de columnas compiten en fulgor con los diamantes gigantes puros. Y las espléndidas plantas de piedra que florecen en las catedrales son también maravillosas. Las cúpulas de esmeraldas de algunos castillos se iluminan desde el interior y lanzan al negro cielo de terciopelo vastos haces verdes de luz que se mueven con lentitud. Las torres de zafiro se elevan a más altura que las demás torres. Y la plácida luz que sale por doquier a través de las vidrieras de miles de colores, refulge sagradamente multicolor y llena de promesas. Las gigantescas montañas palaciegas se hallan rodeadas por arcos gigantes de ópalo. Si el ojo va de polo a polo, se extasía con el fulgor de todo aquel brillo. El hechizo de la construcción es tan poderoso que uno se pregunta asombrado cómo es posible que los seres humanos resucitados no se vuelvan sencillamente locos. Ahora bien, por más espantosa que parezca, la verdad es la siguiente: la mayoría de los seres humanos piensan tan sólo en la cena que, en su opinión, les será servida por solícitos sirvientes, en las catedrales y los palacios.

¡Qué desconcertados se han quedado los resucitados cuando en el interior de todas aquellas fortalezas refulgentes no han encontrado cena alguna! Los hombrecitos y las mujercitas miran en torno asombrados pero no descubren nada. Fuera han percibido ya penosamente la completa falta de árboles, frutas y verduras... y ahora ¡dentro también es todo tan sólo piedra estéril! Sí que hay mármol y rubíes, oro y plata, lámparas multicolores y paredes multicolores, cúpulas primorosamente dispuestas, un poco de terciopelo y seda, poderosas columnas de granadas, refulgentes grutas de cristal y cosas similares en una cantidad inabarcable... ¡pero ni rastro del cordero asado, la ensalada de caracoles y el ardiente vino!

«¿Ángel, dónde está la cena?»

Eso va a ser por tanto lo que, con bastante unanimidad, se va a poner a clamar de inmediato la gran especie humana.

Los ángeles, callando, en el interior de los palacios y las catedrales, abren pequeñas puertas laterales que hasta entonces se habían ocultado a las miradas de los humanos. Naturalmente, todos piensan: ¡Ahora viene la comida, la bebida y el tabaco! ¡Vaya, cómo se alegran!

No obstante... esta vez la decepción es mucho mayor aún.

La «vieja» vida mira sardónicamente a los humanos.

«Todo» vuelve a ponerse en pie del mismo modo.

Pues tan malo como entonces, cuando el sol brillaba aún radiante, es no contemplar la vieja miseria. ¡Ella se enmarca ahora de un modo distinto! ¡Con un gusto palaciego! Las salas y las habitaciones en las que se han de retomar las viejas ocupaciones se hallan rodeadas de tanta y tan fina suntuosidad que las «buenas» personas sí que se meten con gran alegría en las viejas aguas aun cuando sean tan poco apetecibles como unos trapos sucios.

¡Sí! ¡Sí! ¡La vieja vida!

Uno ha de cuidar de nuevo a su mujer enferma, que gime y se queja sin parar; éste comienza de nuevo, desde el principio, la danza de la angustia con frío sosiego, como tantas veces había hecho... ¡Una persona buena de verdad! Otra buena persona empieza de nuevo a visitar a grandes grupos de gente y se vuelve a lamentar no obstante de su anhelo de soledad eterna, nunca suficientemente logrado... justo como en otra época. Un tercero vuelve de nuevo a no estar satisfecho con su fama; siempre quiere hacerse famoso de un modo diferente, lo que como es natural no consigue pues ni siquiera él mismo sabe cómo querría tenerla. Un cuarto combate con el valor de antaño su enorme concupiscencia y se convierte en un verdadero líder ascético; hace que se admire de nuevo su férrea fuerza de voluntad aunque, en cada rato de calma, ha de burlarse de sí mismo pues toda su fuerza no es más que una consecuencia natural del vicio y el hastío. Un quinto sigue esperando siempre encontrar un saco con oro... y ¿qué es lo que encuentra? ¡Un saco con bromas emponzoñadas! Un sexto ha de procurarse «dinero» siempre en vano... es decir, ¡nunca lo consigue! Y un séptimo ha de decirles a todos «sí» y «amén», lo que le resulta más difícil de todo. Y los millones restantes trabajan y gobiernan, mandan y obedecen... también exactamente igual que antaño. Las máquinas vuelven a hacer ruido y las mentes pensantes vuelven a echar humo, los campos de patatas vuelven a tener sus harinosos frutos, los borrachos siguen bebiendo tal cual, a la antigua usanza, y los delincuentes asaltan otra vez a las gentes que poseen algo.

¡Todo es como antaño!... sólo que se desarrolla bellamente enmarcado en palacios señoriales y catedrales, que son tan grandes que de ningún modo pueden abarcarse con la mirada. Por lo demás, no hay diferencia.

Las personas buenas, naturalmente, están satisfechas con todo... pero las personas malas, como es natural, no están satisfechas con nada... a ellas no les basta con el sol de la arquitectura que todo lo vivifica... quieren cenar con ostras y bebidas fuertes... placer ininterrumpido, con teatro de variedades y paseo en trineo.

Los ángeles buenos quieren ablandar y consolar a las personas malas, y dicen amablemente: «¡Niños, no sabéis nada de lo que os conviene! En la vida de cada ser humano se han repartido a partes iguales la pena y la alegría. La una no es concebible sin la otra. ¡Sed razonables! No todos los deseos pueden cumplirse. ¿No basta con que os hayamos procurado un entorno agradable? Tan sólo queréis estar siempre contentos... y eso no puede ser.»

«¿Por qué no?», gritan los malos.

«¡Porque ello os aburriría!», responden los ángeles y bostezan mientras piensan en una felicidad «eterna».

Ahora bien, los malos se ríen... con tanta fealdad que los ángeles buenos se enfadan de veras.

«La verdad es que habría que torturaros» –prosiguen aquéllos en tono aún más agrio–, «con tenazas al rojo. A la estupidez, hay que erradicarla con fuego y espada. Nunca entenderéis que ‘habitar’ decentemente es mejor que ‘vivir’ decentemente. Lo mismo que las plantas de la tierra viven principalmente sólo de luz y de aire, ahora vosotros debéis vivir principalmente de la vida que os rodea... de la luz y del aire de la divina arquitectura, que es el ‘auténtico’ arte. ¿De veras no os resulta suficiente poder vivir en estas fortalezas resplandecientes? ¿Aún no sabéis lo que quiere decir estar en casa en un mundo de ensueño? ¡Ésa sí que es la ostra burbujeante de la pobreza! ¿Qué son, por el contrario todos los conejos de la riqueza? ¡Una gran idiotez... nada más! Vuestra vida tan sólo ha de ser un acorde en la música de las esferas del universo... no habéis de dejar de lado vuestro llanto de pena... de otro modo, la música de las esferas se volverá, desde luego, tan blandengue como el arroz con leche! ¡Vosotros, bárbaros hipopótamos!»

Los malos se mueren de risa; se tronchan. Los ángeles siguen, no obstante, completamente serios y aún dicen con tristeza: «¡No venís por poco tiempo! Las penas del mendigo se premiarán ahora con alegrías de las que los pobres reyes no tienen ni idea. Y para colmo hay que añadir aún este suntuoso mundo de ensueño de vuestros palacios maravillosos.»

«¡Son ellos precisamente los que nos hacen ser ante todo codiciosos! ¡No queremos ningún autoengaño!»

Los estúpidos malvados, que siempre quieren estar entretenidos y dichosos, gritan salvajemente al alimón y generan una gran confusión.

«Pues si no os cuadra el autoengaño», dicen los ángeles con voz atronadora, «podéis volver a vuestras tumbas. ¡Vuestra estupidez caníbal no ha de quitarnos la nueva vida que os brindábamos en este mundo refulgente!»

Y los ángeles verde claro avanzan con ramas de abeto de color verde oscuro y con las ramas de abeto de color verde oscuro rozan a todos los insatisfechos.

Y los que son rozados caen desmayados y están muertos.

Se los saca rápidamente y se los vuelve a enterrar en la nieve.

Todo rastro de los malos queda pronto borrado.

Ahora bien, las personas buenas que ya estaban agradecidas con tan sólo poder vivir en un mundo de ensueño, de resplandeciente dicha, por encima de todo, se toman con calma las penas de la vieja vida y no quieren más.

Cuando los ángeles verde claro vuelven, acarician cariñosamente las inteligentes cabezas de las personas buenas.

A través de las vidrieras multicolores la nueva alegría se irradia hacia la noche de nieve que se vuelve totalmente extraordinaria.

Las esferas de esmeralda iluminan con sus haces de luz verde a través del negro universo.

Las torres de zafiro se elevan aún más... como fantasmas traviesos.

Las gigantescas verjas de ópalo refulgen como millones de mariposas espantadas.

Los numerosos castillos más pequeños parecen luciérnagas sobre la blanca bola de nieve que se llama Tierra.

Y el conjunto es tan conmovedoramente ceremonioso en el eterno crepúsculo que todo logra calmarse.

Los arcángeles bajan a la Tierra por segunda vez.

Los rubios rizos gigantes forman un suntuoso anillo de cabello, igual que antes.

Los grandes ángeles, indescriptibles, vuelven a meter en su morral los palacios solemnemente iluminados, se ponen sus guantes, cogen en brazos sus catedrales... y se van de allí revoloteando.

Pronto toda la esfera terrestre gira tan lentamente como antes... como una gran bola de nieve a la que los niños dan vueltas al hacer un muñeco de nieve.

El sol violeta arde en la distancia como una vieja lamparilla en la que se agota el aceite.

Las estrellas doradas brillan en el cielo de terciopelo negro profundo... como felices castillos refulgentes.

¡Y la noche es tan serena... tan fúnebremente serena!