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El espacio utópico

Una conversación con Raymond Trousson

Juan Calatrava

Si la construcción de la modernidad estuvo acompañada de propuestas espaciales que trataron de materializar la nueva forma de habitar del hombre nuevo, el mundo contemporáneo se ha nutrido de una amplia diversidad de espacios específicos que representan el triunfo de la racionalidad técnica. Precisamente por ello tienen mucho de verdaderas antiutopías en las que cristalizan las formas modernas de la alienación y la dominación. Las historias de los espacios fabriles o de los universos concentracionarios se ven acompañadas, en fechas más recientes, por la explosión de esos espacios que Marc Augé ha definido como «no-lugares» y que, frente a la idea de estabilidad tradicionalmente ligada al concepto mismo de espacio, aparecen como el marco de circulaciones desenfrenadas en el nuevo mundo de las redes. Sobre estos temas dialogan Juan Calatrava, profesor de Historia de la Arquitectura en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Granada y Raymond Trousson, profesor emérito de la Universidad Libre de Bruselas y miembro de la Academia de la Lengua y Literatura Francesa.

Juan Calatrava: Parece clara la oportunidad, o incluso podría decirse la exigencia, de volver a hablar de la utopía y del horizonte utópico en el momento actual, y no sólo como mera cuestión académica. En el contexto de la crisis de los «grandes relatos» políticos y de los cantos de sirenas –por otra parte cada vez más desmentidos por la tozuda realidad– acerca del «fin de la historia», el descrédito que en el debate político ha estado generalmente asociado al término «utópico» parece en claro proceso de revisión, y la utopía se nos presenta ahora no tanto como un bloque monolítico, un género cerrado y bien delimitado, sino como un haz complejo de discursos entrelazados y de propuestas que –en positivo o en negativo– permiten todavía imaginar un futuro más allá de la globalización del pensamiento único. Podría pensarse, así, que este convulso inicio de milenio ofrece una coyuntura adecuada para repensar la utopía y, sobre todo, para hacerlo en clave rigurosamente histórica y para recuperar el filón utópico en toda su complejidad y riqueza.

Raymond Trousson: Está claro que la utopía ha estado siempre estrechamente ligada al contexto social, político o religioso. Desde el siglo XVI, algunas obras son intentos de proponer soluciones alternativas. La misma Utopía de Thomas More constituye, de hecho, la prueba de ello. Su primera parte es un cuadro espantoso de la situación social: miseria del pueblo, riqueza insolente de la aristocracia, un sistema penal implacable, política de guerras y de conquistas de los reyes de Francia y de Inglaterra... More denuncia, como hombre de Estado que era, las debilidades de un estado de hecho, en tanto que la segunda parte edifica una sociedad tal y como debería ser si estuviera basada en la justicia y la igualdad. Desde sus inicios la utopía quiere ser correctiva de una realidad decepcionante en nombre de un deber-ser. Lejos de ser una quimera sin relaciones con la historia, la utopía es, por el contrario, suscitada por la historia. Más tarde, en los siglos XVII y XVIII, por ejemplo, se convertirá en portadora de las reivindicaciones de tolerancia religiosa y de libre pensamiento. Fueron la persecución de los protestantes en Francia y la revocación del edicto de Nantes, en 1685, las que dieron lugar, entre 1676 y 1714, a La Terre australe connue de Gabriel de Foigny, a la Histoire des Sévarambes de Denis Vairasse o a las Aventures de Jacques Massé de Tyssot de Patot. Más tarde, en el siglo XIX, son las derivas de un capitalismo industrial salvaje las que engendran las utopías comunistas o socialistas de Etienne Cabet o William Morris. En conjunto, la proliferación de utopías es la respuesta a los períodos de crisis. En nuestros días es la situación del planeta la que suscita la utopía ecológica.

Conviene recordar también que varios autores de utopías, lejos de ser soñadores sin contacto con las realidades políticas, sociales y económicas, eran, bien al contrario, hombres a los que su formación o sus funciones habían puesto en constante relación con ellas. Thomas More fue canciller de Inglaterra, al igual que Francis Bacon, cuya New Atlantis inspiró la Sociedad Real de Londres. Theodor Herzl es el autor de Tierra antigua, tierra nueva, pero también el padre del movimiento sionista, y también fueron hombres bien informados sobre las cuestiones económicas y políticas de su tiempo el economista Theodor Hertzka (Un viaje a Tierra-Libre), por ejemplo, o el abogado Edward Bellamy (Looking backward).

Así, pues, lejos de estar separada de la realidad, la utopía es más bien una emanación directa de ella. Tomarla por un sueño gratuito es olvidar que se encuentra inspirada y determinada por las circunstancias históricas en medio de las cuales nace. Podría muy bien decirse que es esencialmente histórica, puesto que está condicionada por sus relaciones con la realidad.

Calatrava: En este contexto, la reflexión sobre la historia de las utopías es también una reflexión sobre los modos de articulación del horizonte utópico en sentido estricto y los discursos políticos en los que la componente utópica interacciona con otros elementos. Así, la historia de las utopías, en todas sus variantes y grados, no puede entenderse de manera autista sino que se encuentra estrechamente ligada a la de las ideas y teorías políticas y sociales, de las que puede decirse que constituye un sector especialmente importante.

Trousson: Resulta evidente que la historia del pensamiento utópico se desarrolla paralelamente a las grandes corrientes del pensamiento político y social, ya sea para cuestionar un orden social que denuncia en tanto que desnaturalizado, como ocurre, por ejemplo, en Jean-Jacques Rousseau, y se desarrolla entonces un mito de la excelencia de un retorno a la naturaleza, a un universo sin leyes ni coerciones, como en La Basiliade de Morelly o en el Supplément au voyage de Bougainville de Diderot; ya sea para proponer al poder constituido los medios para mejorar la condición humana, idea conectada, en el siglo XVIII, a otro mito, el del «déspota ilustrado» que, aconsejado por los «philosophes», dispondría del poder necesario para imponer principios conformes a la felicidad de la mayoría. Tanto en Inglaterra como en Francia, el siglo de las Luces fue también la edad de oro de las utopías, en la que los relatos novelescos son contemporáneos a la eclosión de los grandes análisis políticos, como el de Rousseau o el de Montesquieu. Eso es lo que explica, igualmente, la presencia en un gran número de utopías del personaje mítico del Legislador, un sabio más que humano que reúne la clarividencia y el desinterés. En el caso de More, era el buen rey Utopus, y sus nombres son el Metafísico en Campanella, el gran Salomón en Francis Bacon, Sévarias en Veiras, Wolmar en La Nouvelle Héloise de Rousseau o Icar en Cabet. En una tonalidad ahora negativa, esta figura sobrevivirá en la contrautopía con el Benefector de Zamiatin o el Big Brother de Orwell.

Calatrava: Desde hace aproximadamente unas cuatro décadas se puede decir que asistimos a un renovado interés por la utopía. A lo largo de estos años a caballo entre dos siglos se han escalonado libros importantes que nos han revelado toda la riqueza y variedad de los discursos (la Histoire de l’utopie, de Jean Servier; el estudio de Bronislaw Baczko, de 1978, sobre las utopías del siglo de las Luces; tus propias contribuciones como Voyages aux pays de nulle part, de 1979, o el Dictionary of Literary Utopias, de 2000; el estudio monográfico de Antoine Picon sobre los sansimonianos...), coloquios y congresos, exposiciones (sobre todo, Utopie. La quête de la société idéale en Occident, en París en 2000), ediciones críticas modernas de textos utópicos, tanto de los bien conocidos como de otros prácticamente olvidados...

Trousson: Es, en efecto, hacia principios de los años sesenta cuando vemos cómo se multiplican los estudios dedicados a un género literario que durante largo tiempo había sido considerado como secundario y literariamente mediocre, en cuanto que comprendía relatos en principios novelescos pero que resultaban condenados desde el punto de vista estético por la necesidad de describir minuciosamente instituciones imaginarias. Paralelamente se ha desarrollado el estudio histórico no de la utopía propiamente dicha, sino del «utopismo», que es algo que desborda a la utopía al englobar proyectos puramente teóricos, como en el caso de los análisis consagrados por Bronislaw Baczko al período revolucionario y por otros investigadores a las teorías de Cabet, Fourier, Owen o Saint-Simon. Por otro lado, se ha reflexionado más sobre la influencia que algunos de estos autores quisieron tener sobre la realidad, puesto que, ya desde la Antigüedad, algunos proyectos fueron presentados como realizables a determinados soberanos u hombres del poder: es así como Platón se dirigió a Dionisio, tirano de Siracusa, Campanella al rey de España o Harrington a Cromwell.

Calatrava: Todo este renovado interés por parte del mundo académico nos permite conocer ahora mucho mejor no sólo la historia de las utopías sino también –y yo diría que sobre todo– la complejidad y riqueza de su papel en la construcción de la cultura moderna. Pero, en mi opinión, y no sé si estarás de acuerdo, una exigencia urgente en el debate contemporáneo sobre la utopía es un esfuerzo por «historizarla». Con demasiada frecuencia la «utopía» es tratada como una especie de constante al margen del tiempo y de la historia, sin establecer las diferencias existentes entre las diversas «utopías» del mundo antiguo, del milenarismo medieval, del Renacimiento, del período de las guerras de religión, de las Luces, del mundo industrial naciente del siglo XIX o de la época contemporánea. No son, en absoluto, la misma cosa, y quizás convendría empezar a hablar de «utopías» o de «horizontes utópicos», en plural.

Trousson: En efecto, se habla abusivamente de utopía en el caso de obras que pertenecen, en realidad, a otro registro diferente y a un conjunto que podríamos designar como el de los «géneros emparentados», próximos por sus tendencias y, sin embargo, diferentes. Diversas categorías podrían considerarse cercanas en ciertos aspectos a la utopía, pero se diferencian de ella por su espíritu y su finalidad.

La Edad de Oro es, sin duda, la forma más antigua, que aparece ya en Hesíodo: sueño pasadista, mundo liberado del mal, sueño de un tiempo anterior a la decadencia y a la caída, un tiempo en el que los hombres vivían en paz con la naturaleza y con los dioses. Pero se trata de un mundo dado al hombre por la Divinidad y perdido por la culpa del hombre, Pandora o Eva. La utopía es construcción humana, vuelta hacia el progreso y el futuro, representación de una felicidad realizada a pesar del pecado original y con voluntad de modificar el curso de la historia.

Próximo al mito de la Edad de Oro está el del País de Cucaña, surgido en el siglo XIII: paraíso de los perezosos, de los glotones y de los bebedores, sueño compensatorio sin estructura social, materialista y anárquico, resultado de una huida ante las frustraciones alimentarias, las hambrunas y las condiciones de trabajo de la época.

La Arcadia, más refinada, se opone a la utopía por su defensa del individualismo. Universo artificial, pastoril y campestre (Sannazaro, Sidney, Lope de Vega) que se opone a la Ciudad, tema clásico del Renacimiento y del Barroco. Estos paraísos constituyen una desconexión con respecto a la historia, mientras que el utopista pretende conferir a la aventura humana una finalidad puramente terrenal y propone una redención del hombre por el hombre nacida de un sentimiento trágico de la historia.

Citemos, también, el viaje imaginario, desde la Odisea, Luciano de Samosata y tantos otros. Es un género en el que se puede, en efecto, ubicar una utopía, pero que procede sobre todo a partir del extrañamiento y del exotismo, y el viaje extraordinario, a la luna o al sol, como en Cyrano de Bergerac, constituye más bien el pretexto para la representación de un «mundo al revés», que da lugar a sátiras del mundo tal y como es, y no a construcciones complejas y positivas. En cuanto a la robinsonada, no se trata ya de la pintura de una sociedad sino, por el contrario, de la aventura de un hombre aislado, o de un pequeño grupo de hombres civilizados apartados de la sociedad. Ciertamente puede ocurrir que diversos elementos se encuentren en algunas obras pero, en cualquier caso, aunque estos temas y géneros emparentados tengan que ver con un modo de reflexión utópica –una proyección en otra parte–, no corresponden al género utópico propiamente dicho.

Calatrava: Habría que hacer referencia, igualmente, a una variante utópica que ha ido adquiriendo cada vez mayor relevancia a lo largo del siglo XX: la utopía negativa, que se plasma en un discurso «en negro», de tintes con frecuencia apocalípticos y que, con hitos como 1984, de George Orwell, Wir, de Zamiatin, o Heliópolis, de Ernst Jünger, por citar sólo tres ejemplos, terminará estando presente de manera especial en un género que se ha revelado particularmente apto como «contenedor» de la utopía contemporánea, la ciencia ficción.

Trousson: La utopía ha sido considerada durante mucho tiempo como una respuesta positiva a las insuficiencias de la sociedad real. Desde la Antigüedad, una voluntad de racionalización del orden social y político ha llevado a la construcción de esos universos compensatorios considerados como el «mejor de los mundos». Es la larga historia de las llamadas utopías «normativas», que se extiende hasta finales del siglo XIX, alimentada por la convicción de que la estabilidad, la regla y el orden son susceptibles de asegurar el bienestar. El dirigismo es el principio fundamental de estos universos. Ya se trate de More, Campanella o tantos otros, el ciudadano ha asimilado la coerción necesaria para el buen funcionamiento del conjunto. Aquí se le obliga a cambiar de domicilio cada seis meses, allá las comidas se hacen obligatoriamente en común; no puede casarse más que a tal o cual edad y según tales o cuales reglas, y no tendrá hijos más que en el momento prescrito por la ley; toda propiedad queda abolida. En nombre de una felicidad obligatoria y conforme a la regla, el hombre queda encadenado, responsable ante la colectividad de sus actos e incluso de sus pensamientos.

Así, estos textos desarrollan siempre los principios de una felicidad colectiva que se realiza a expensas del individuo y en la que la igualdad implica la desaparición de la libertad individual. No se trata, sin embargo, de mundos marcados por un control policial: la pedagogía enseña desde la infancia a interiorizar la regla. Con buena fe, y no sin una cierta ingenuidad, los utopistas creen poder modelar la naturaleza humana adaptándola a las instituciones y desembocando, así, en universos que hoy día nos parecen concentracionarios. En la mayoría de las ocasiones, el derecho a la felicidad no es más que la obligación de vivir como los demás, según la regla y el control del Estado.

Será a partir del siglo XVIII cuando ciertos autores comiencen a interrogarse sobre estos paraísos perfeccionistas. El primero en cuestionar la perfección de las construcciones utópicas es, sin duda, el inglés Bernard Mandeville, en su célebre Fábula de las abejas, donde desarrolla la idea de que los paraísos virtuosistas ignoran los instintos, los intereses, la emulación y la competencia y no son viables en la medida en que niegan la dinámica humana y social. Esta desconfianza con respecto a la utopía culmina en Los viajes de Gulliver (1726), de Jonathan Swift, quien desacraliza la utopía mostrando que la sociedad perfecta no existe más que en el seno de una raza de caballos «razonables», porque el hombre es esencialmente malo y corrupto. La conclusión pesimista se impone: la sociedad ideal existe, quizás, pero para realizarla habría que salir del género humano, descubrir otra especie exonerada del pecado original. Encontraremos las mismas reflexiones en Francia, en el Cleveland (1731) del abate Prévost o en la Histoire des Galligènes (1765) de Tiphaigne de la Roche. La utopía se ve, pues, cuestionada, denunciada como absurda, nefasta o inaccesible. Se había franqueado así el paso de la utopía a la antiutopía. Habrá que esperar todavía un siglo para pasar a la contrautopía, que llevará al nivel de lo absurdo y de lo trágico las intenciones de los utopistas tradicionales y mostrará el peligro de los sueños de perfección y de uniformidad. Las utopías «negativas» sólo tendrán que acentuar esta tendencia para transformar los paraísos utópicos en infiernos: en Nosotros, de Eugeni Zamiatin (1920), las propias casas son de vidrio, idealmente transparentes y simbólicas de la vigilancia constante ejercida sobre el individuo; en 1984 de George Orwell, pantallas de televisión espían los menores gestos y, en los carteles, el ojo del Big Brother parece volcarse sobre cada uno gracias a un artificio de perspectiva; en el Brave New World de Aldous Huxley, el ocio se realiza obligatoriamente en común y la gente está condicionada para experimentar horror ante la soledad. La experiencia de las guerras mundiales y de las grandes dictaduras gravita pesadamente, en el siglo XX, sobre el imaginario utópico.

Calatrava: Al hilo de esta conversación hay otro tema que surge de manera natural: el de las «arquitecturas» de la utopía, los modos de cristalización de los discursos utópicos en un imaginario arquitectónico y urbano. En una paradoja que es sólo aparente, toda u-topía está, de hecho, estrechamente ligada a la idea misma de espacio, supone una organización espacial. Ello ha hecho posible algunas tentativas de trazar la historia de las ciudades y de las arquitecturas utópicas. Pero quizás también en este caso habría que distinguir cuidadosamente entre las ciudades soñadas (del tipo de la Amaurota de More), estrictamente utópicas, y la presencia, tan rica como compleja y contradictoria, del hilo de la utopía en numerosas propuestas arquitectónicas y urbanísticas contemporáneas, desde el expresionismo alemán y el futurismo italiano a los sueños hipertecnológicos de los años sesenta y setenta (recuérdese, por ejemplo, Archigram) o, finalmente, al cuestionamiento de la moderna relación cultura-naturaleza que se produce desde el horizonte de los ecologistas.

Trousson: Existen, sin lugar a dudas, un urbanismo y una arquitectura «utópicos», ya sea en las visiones de Piranesi o en los proyectos de Boullée y de Ledoux. Y es posible trazar su historia, desde los tratados del Renacimiento a la «ciudad industrial» de Tony Garnier, las invenciones de la escuela futurista italiana y la Glasarchitektur del expresionismo alemán. Pero la construcción utópica novelesca descansa también sobre la representación de una ciudad, lo que implica forzosamente la concepción de un urbanismo y de una arquitectura que no se limita a trazar vías de acceso y a construir edificios sino que pretende pensar el entorno en función de la organización de la existencia social y del sistema político y organizar la ciudad según nociones cosmológicas de proporción, número y armonía. Ya desde la Antigüedad, con Hipodamo de Mileto, urbanistas y arquitectos toman parte en la concepción del universo utópico, realizado según normas racionales que se oponen al desarrollo urbano anárquico de la historia. La geometrización del espacio no es inocente: impone al mundo la racionalidad humana y organiza un urbanismo que condicionará el modo de vida. Arquitectura y construcción están así ligadas, desde el comienzo de la historia, a la utopía. En adelante, el hombre crea su hábitat y lo organiza a su antojo. Cuando, con el Renacimiento, vuelve el tiempo de los sueños de las ciudades ideales, serán una vez más arquitectos y urbanistas quienes den la señal de salida.

En general, el utopista se preocupa menos por la estética y por la diversidad que por la funcionalidad y la organización. Ya la Utopía de Thomas More imaginaba cincuenta y cuatro ciudades perfectamente idénticas, hasta el punto de que bastaba con describir una de ellas para conocerlas todas, y este principio dominará la organización utópica hasta Étienne Cabet. Esta monótona similitud es el símbolo de la igualdad rigurosa entre los ciudadanos. Y esa es también la razón de que las viviendas individuales sean sobrias y modestas en tanto que, por el contrario, los edificios públicos se caracterizan por su grandeza y suntuosidad. No se trata, en absoluto, de lujo, que es algo generalmente proscrito de todas las utopías, sino de una manera de manifestar la grandeza y la dignidad del Estado, del que cada cual puede así sentirse miembro.

Concebidas a partir de este mismo espíritu, las ciudades utópicas se edifican sobre el mismo modelo: calles rectilíneas, orden impecable, salubridad, fuentes, espacios verdes, edificios públicos monumentales. Todo está regulado, ya que se piensa que el urbanismo y la arquitectura reflejan el estado moral de la ciudad, basado en la racionalidad. Las formas cuadradas, circulares o hexagonales y las líneas rectas son los signos visibles del posicionamiento racional, que se manifiesta también en la gestión de la ciudad, que consagra la victoria del hombre sobre el desorden natural o político, definitivamente dominados.

También en este aspecto las distopías modernas o utopías negativas no tendrán más que retomar este tema de la utopía clásica para explotarlo en su beneficio. Ya desde el Segundo Imperio los utopistas denuncian la degradación de un París «modernizado» de una manera bárbara por Haussman. En el caso de Wells se describe la situación de un proletariado miserable confinado en el subsuelo de una ciudad gigante.

El Nosotros de Evgeni Zamiatin pone en escena, en el siglo XXX, una ciudad sin nombre, recubierta por una gigantesca cúpula traslúcida, aislada de la naturaleza exterior por un muro de vidrio. El ideal de esta ciudad de arquitectura futurista es la absoluta transparencia: nadie tiene nada que ocultar en un mundo en el que cada uno debe ser semejante a todos. Universo helado en el que el urbanismo y la arquitectura son la representación de una existencia deshumanizada y despersonalizada, mundo de la dictadura y del totalitarismo. El Brave New World de Aldous Huxley remitirá, con sus rascacielos de treinta y cuatro pisos, sus inmensas avenidas cruzándose en ángulo recto y sus formas geométricas, a ciertas representaciones inquietantes del mito americano. A la inversa, George Orwell, en 1984, opta por traducir las maldades del régimen imperante a través de la descripción de una ciudad miserable, sucia y deteriorada.

El rechazo de los universos urbanos concentracionarios se había manifestado, sin embargo, muy tempranamente, ya desde las célebres News from Nowhere (1890) de William Morris. Después de la Revolución, un nuevo urbanismo ha puesto de manifiesto la victoria del proletariado. Los tugurios del East End han sido arrasados y la ciudad destruida ha dejado sitio a nuevas maravillas arquitectónicas, en tanto que han desaparecido las nefastas aglomeraciones industriales. La arquitectura nueva se ha fundido poco a poco en un decorado natural al que ha cesado de destruir o perjudicar, ya que la diferencia entre la aglomeración y el campo ha quedado abolida. Inglaterra se ha convertido en un inmenso jardín, sin fealdades industriales ni suburbios malditos, y tal será todavía el sueño de los utopistas «ecológicos» de finales del siglo XX.

Manifestación por excelencia del individualismo, el arte, bajo todas sus formas, perturba y molesta, rompe la perfecta igualdad social y la uniformidad de las conciencias. Sólo la arquitectura encuentra un lugar en la utopía, precisamente porque tiene como misión decir la ciudad en su conjunto. Arquitectura grandiosa, inserta en un urbanismo geométrico, encargada de celebrar la grandeza, la virtud y los méritos de una ciudad que no debe nada más que a sí misma y que no aceptaría envilecerse poniéndose al servicio de los egoísmos y las vanidades.

Sciences, techniques et utopies, París, L’Harmattan, 2003

Religions d’utopie, Bruselas, Ousia, 2001

D’utopie et d’utopistes, París, L’Harmattan, 1998

Jean-Jacques Rousseau: gracia y desgracia de una conciencia, Madrid, Alianza, 1995

Historia de la literatura utópica, Barcelona, Península, 1995