Funeral por un soldado muerto en Irak
Bernardo Atxaga es sobradamente conocido como narrador, poeta, autor teatral y ensayista. Ha sido galardonado con, entre otros, el Premio Nacional de Narrativa, el Premio Euskadi y, en numerosas ocasiones, el Premio de la Crítica Española. Minerva reproduce un adelanto de su próximo libro, escrito a partir del recuerdo de un viaje a Nevada.
Leí la noticia en el periódico local de Reno, en Nevada. El sargento Timothy Smith, un joven de 26 años nacido en el cercano pueblo de South Lake Tahoe, había muerto en Irak. Pensé enseguida, por asociación, en un pequeño monolito del centro de la ciudad en el que, desde el comienzo de la llamada «guerra contra el terror», se habían ido grabando los nombres de los nevadans caídos en Afganistán y en Irak. En aquellos días, mediados de abril de 2008, el monolito estaba a medio inscribir, y hablaba no sólo del pasado, de los que ya no volverían a casa, sino del presente y del futuro: las tropas seguían en combate, y habría más inscripciones en el espacio libre, en blanco, del monolito, habría más nombres. El próximo sería el de aquel joven: el sargento Timothy Smith.
Una semana más tarde, el 15 de abril, el periódico publicó en primera página una foto tomada en el aeropuerto de Lake Tahoe. Al fondo, las montañas de la sierra que separa Nevada de California y un bosque de abetos. En primer plano, una bandera americana ondeando al viento, una docena de soldados en posición de firmes, un avión blanco, y el féretro. A esa primera foto le seguían un retrato del fallecido –un chico de mirada apagada– y un aviso: los funerales se celebrarían a las once de la mañana del día siguiente, 16 de abril, en la Sierra Community Church.
Decidí ir, aunque después de algunas dudas. Al ser escritor, y al estar justo en aquel momento escribiendo un libro titulado Días de Nevada, no podía dejar de pensar en una frase que se atribuye a Lord Byron y que hace referencia a la inhumanidad de los de nuestro oficio: «Cuando un escritor acude a un funeral siempre hay un momento en que se lleva la mano al corazón. Lo hace para comprobar que la pluma sigue en el bolsillo de la chaqueta». Cualquier persona con un poco de mundo sabe que hay mucha verdad en esta humorada, y que los escritores inhumanos, es decir, los capaces de quemar Roma con tal de hacer un poema, no faltan. En nuestro mundo, en los días actuales, podría expresarse el asunto en términos de franquicia: hay muchos escritores o artistas que se acercan a los temas candentes y dramáticos con el mismo espíritu comerciante con que otras personas se asocian a una marca conocida.
No puedo decir que mis dudas quedasen resueltas. Pensé, sin embargo, como justificación, que el lago Tahoe –que visitaba casi semanalmente con mi familia– era uno de mis lugares en el mundo y que asistir a los funerales del soldado caído tenía, dentro de su inhumanidad, dentro de mi interés por capitalizar el sufrimiento ajeno, un lado honesto. La gente de los lugares que conocemos nos resulta más cercana. Así me pasaba a mí con Timothy Smith.
A las ocho de la mañana del día siguiente, viernes 18 de abril, salí de Reno en mi coche, un Ford Sedan de segunda mano, y me dirigí hacia South Lake Tahoe.
La sierra situada entre California y Nevada es extensa, y acoge entre sus montañas decenas de lagos que, por tradición y por pereza, pereza mental, siguen llamándose alpinos. El mayor de ellos, situado a casi dos mil metros de altura y con la suficiente agua como para cubrir toda la superficie de California, era precisamente el de mi destino, el Tahoe. Cuando se piensa en la profundidad de sus aguas, es fácil imaginar a peces como el chiasmodón, monstruosos, gigantes, abisales, nadando en la oscuridad. Pero no es posible. Las aguas del lago son demasiado frías. Ni siquiera en la superficie hay peces. O mejor dicho: apenas hay.
El motor de los coches sufre mucho cuando se sube a la sierra desde la parte de Nevada. La carretera es estrecha, y parece muy poca cosa en comparación con las rocas y peñascos que la flanquean, y cosa más pequeña aún, obra débil, obra provisional, cuando se observa el cielo y se recuerda que de allí cae la nieve que, durante muchos días de invierno, la entierra a cuatro o cinco metros de profundidad. Los abetos dan fe de dónde está la fuerza: muchos están tronchados, y parecen haber sufrido un bombardeo; otros, a más altura, muestran el color oxidado de los vegetales destruidos por el hielo.
En primavera la nieve caída parece sin embargo amable, y cubre laderas en donde los niños de las escuelas de la zona, con anoraks y gorros de colores, se familiarizan con el esquí o con la tabla. De lejos, cuando se vislumbran las figuras, figuras diminutas moviéndose con frenesí en un rectángulo blanco, la escena parece extraña, discordante con la sierra en la que tiene lugar, la sierra monótona, la sierra negra; pero la escena se vuelve real cuando el coche se aproxima y, a través de las ventanillas abiertas, comienzan a percibirse los chillidos, las voces, las risas de los que han caído y rodado por la ladera sin hacerse daño.
Pensé en aquel momento, cuando pasé por delante de los niños camino del funeral en memoria de Timothy Smith, que la escena podría ser convertida en poesía siguiendo la tradición de los haikus, al estilo quizás del poemita de Masaoka Shimi:
En medio del estanque,
recobra la vida,
una hierba.
Haciendo la traslación debida, el poema podía quedar así: Niños en la nieve. Vuelve la vida a la sierra triste. Era una de las posibilidades. Otra, relacionar los sonidos, el de los niños y el de los blue bird, la especie de urracas vocingleras de color azul que abunda en el oeste americano. En este caso el poemita sería: Chillidos en los árboles y en la nieve. Urracas y niños.
Con todo, el camino hacia el Lake Tahoe ofrece otras realidades a quien lo recorre con el ánimo de pensar, de pensar para escribir un texto, y una de ellas, probablemente la principal, empieza a desvelarse cuando se sabe que la línea que corta la sierra a media altura, línea que parece hecha con regla y lápiz, línea que a veces desaparece para luego reaparecer igual de derecha que antes, es sencillamente la vía del primer ferrocarril transcontinental de los Estados Unidos, construido en los años sesenta del siglo XIX; obra gigantesca, monstruosa, abisal; chiasmodón que desgarró la vida de miles de emigrantes chinos. Resulta imposible observar aquella raya o pasar al lado de la vía, y no acordarse de un poema de Bertold Brecht, de sus preguntas a la historia:
«Tebas, la de las Siete Puertas, ¿quién la construyó? En los libros figuran los nombres de los reyes. ¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra? Y Babilonia, destruida tantas veces, ¿quién la volvió a construir otras tantas? (…)».
No puede dejarse de pensar en el poema porque, cuando se narra la historia del ferrocarril, se cita la Union Pacific y la Central Pacific, las compañías que financiaron y organizaron la obra, y se hace constante referencia a la ceremonia final, celebrada en Promontory, Utah, el 10 de mayo de 1869, cuando la locomotora que procedía del Oeste y la que lo hacía del Este se encontraron de frente y se colocó el llamado Golden Spike, el clavo de oro, el último de la vía; pero poco se dice de los miles de emigrantes chinos que se encargaron de la peor parte, del tramo más duro, el de la sierra entre Nevada y California; de los que se enfrentaron al chiasmodón. En la foto que recoge la ceremonia del Golden Spike o clavo de oro, se ven las locomotoras, se ve la botella de champagne, se ven sombreros de copa, sombreros vaqueros y gorras; pero no se ve un solo sombrero chino.
En general, no se dice nada de los que más sufren. O se dice algo, pero con engaño, borrando, suavizando, quitando manchas. Una de las fotos que ilustra la historia del ferrocarril transcontinental, Sombras negras en paisaje blanco, lleva un pie que dice: «Trabajadores del ferrocarril chinos realizando sus labores en la nieve». Podían haberlo puesto en forma de haiku: «Nieve blanca, raíles negros. Los chinos laboran». De este modo habría quedado aún más suave, tan suave como la representación que puede contemplarse en el Museo Histórico de Carson City. Se trata de un poblado chino en miniatura, una especie de belén en el que los niños juegan, los ancianos cuidan sus pajaritos, las mujeres cocinan o recogen flores, los hombres pasean por la vía del tren ya terminada.
Naturalmente, la verdad es otra. La nieve y el hielo que congela los abetos, congela a las personas. Los novelistas chino-americanos que, como Hong Kingston, están llevando a cabo la revisión de la historia del oeste americano, lo dicen: eran infinidad los trabajadores que se quedaban sin nariz o sin dedos. Además, para mayor dureza, tenían prohibido hablar entre ellos, incluso en inglés. Y a nadie importaba, porque los chinos eran considerados una subespecie humana y habían sido apartados de la sociedad por la Exclusion Act de 1867.
Eran realidad los niños esquiando y jugando en la nieve, y la vía del ferrocarril con su historia. Pero, por otra parte, también era realidad el motor de mi coche, un Ford Sedan de segunda mano que a duras penas podía con las últimas pendientes de la carretera antes de empezar a bajar hacia Incline Village, una de las urbanizaciones de la orilla del lago Tahoe. Esta última realidad también admitía un poema en forma de haiku, aunque al estilo bufo de Valle-Inclán: «Huelen los abetos, huele el motor. Pronto se oirá un tracatán».
De las tres realidades había una que parecía más propicia, no ya para pensar, sino para escribir, para ser materia poética, la de los emigrantes chinos. Sin embargo, ¿para qué intentarlo, cuando ya está escrito? Podría ensayarse una variación, y en lugar del verso que dice «En los libros figuran los nombres de los reyes, ¿arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra?», escribir otro en estos términos, «En los libros figuran los nombres de Stanford y otros dueños de las compañías, ¿arrastraron ellos los rieles y las traviesas?». Pero no es el modo de superar un poema como el de Bertold Brecht, ya clásico. Quiero decir: el modo de hacerlo más significativo, más profundo, más emocionante. La única posibilidad de lograrlo sería escribir algo desde el interior del asunto, desde la experiencia, y revelar aspectos que ni siquiera Bertold Brecht, con toda su imaginación, podía vislumbrar. Es lo que hace un novelista como Hong Kingston. Descendiente directo de quienes sufrieron en carne propia las penalidades de la construcción del ferrocarril, sabe que había más castigos que la nieve y el hielo, y que uno de ellos era el que he citado, la prohibición de hablar.
Prohibición de hablar. Es curioso pensarlo, pero el castigo no se me hace lejano. No puedo decir que tenga una experiencia directa, porque soy bilingüe desde la primera infancia y siempre pude hablar en la segunda lengua. Pero muchos compañeros de escuela, muchos vecinos, algunos familiares, pasaron por ese trance, el de no poder expresarse, el de no poder usar su primera y casi única lengua por estar prohibida o menospreciada. Y, además, aguantar a los chistosos, a Chomin del Regato o a Pello Kirten, literalmente «Pedro el Tonto». Por decirlo así, en los novelistas como Hong Kingston sí hay una aportación, porque revelan algo a lectores de otros lugares del mundo. Desde que leí el texto sobre la prohibición de hablar a los trabajadores del ferrocarril, mi punto de vista sobre mi experiencia con la lengua es distinta. Creo ahora que lo ocurrido fue muy grave. Naturalmente –volviendo a citar a Brecht– hablar sobre este asunto sería nombrar «el árbol deforme», tema desagradable, tema que nadie quiere oír.
Las otras realidades que ofrecía la subida al Lake Tahoe –los niños, el motor del coche–, parecían en principio, por más particulares, propicias para la poesía. El problema, en este caso, era la forma que me había venido a la mente. El haiku fue novedad hace medio siglo; ahora es fórmula, repetición mecánica. Lo prueba, no sólo la fijeza de su métrica y de su extensión, sino, asimismo, su especialización temática. Los haikus parecen siempre una instantánea de la naturaleza, un momento de la contemplación. Sin embargo, no debió de ser así en su origen. Entonces eran una suerte de epigramas, y tenían que ver con la sátira.
Acabé la ascensión hasta Incline Village y empecé a descender hacia el lago. Pensé que no tenía nada nuevo para mi libro sobre los días de Nevada, que ninguna de las realidades que había tomado en cuenta durante el viaje iba a convertirse en texto. No me importó, porque, al pensar en los epigramas, me acordé del que escribió José-Miguel Ullán a cuenta de un prolífico poeta que, por cortesía, llamaré Santerbás. Decía el epigrama: «¡Hostias!, exclamó el cartero. Otro libro de Santerbás, y aún estamos a 3 de enero».
Una buena advertencia, sin duda. Cuando no hay convicción, mejor dejarlo.
Beau comme le premier jour, bello como el primer día, el primer día del mundo, de la creación. Es la idea que viene a la mente cuando por fin, después de más de una hora de viaje, se abre el panorama y aparece el lago, el Lake Tahoe. Los abetos esconden los caminos próximos a su orilla: al agua azul le siguen las montañas cubiertas de nieve. Podría pensarse que es una paisaje de postal, pero tampoco: el espacio es inmenso, y las máquinas fotográficas parecen allí cacharritos. Por un instante, parece que lo que se va a imponer en el espíritu es precisamente esa inmensidad; pero no, es la impresión anterior la que triunfa, la que nos hace suspirar y decir beau comme le premier jour, bello como el primer día.
Los paneles informan de que el agua del lago tiene la pureza del agua destilada, y la afirmación es fácil de creer. También hablan de los osos y de los leones de montaña o pumas, de los blue birds, las cotorras de color azul intenso, y las ardillas. Todo parece inocente, primordial, y todo está en calma, todo es silencio.
Pronto aparecen, sin embargo, las salpicaduras del mundo. A un par de kilómetros del cruce de la carretera de la sierra, un cartel indica que nos encontramos frente al rancho La Ponderosa, y que allí se rodó buena parte de la serie de televisión Bonanza. Luego vienen las casas ricas junto a las playas y los roquedales, los poblados de casitas pobres con camionetas de tercera o cuarta mano aparcados a la puerta, y más allá, ya en la zona de California, el centro urbano más importante del lago, South Lake Tahoe. El lugar debe su existencia a los casinos: Harvey’s Casino, Big Pines Mountain, Caesars, Montbleu, Harrahs. De una de las habitaciones de este último –de la 417, precisan las crónicas de sucesos– secuestraron en 1963 al hijo de Frank Sinatra, liberado semanas más tarde tras el pago de 240.000 dólares. Hubo también, en ese mismo South Lake Tahoe, una salpicadura aún más siniestra, un secuestro que no tuvo que ver con el dinero sino con el sexo, el de la niña Jaycee Lee Dugard. Aquel día, el 18 de abril de 2009, cuando marchaba al funeral, todavía quedaban algunos carteles con la foto de la niña y con la indicación de que llevaba diecisiete años desaparecida, y pesaba en mi ánimo el recuerdo de la estudiante Brianna Denison, secuestrada dos meses antes en Reno mientras dormía en una casa vecina a la nuestra, y encontrada muerta un mes después en un descampado.
Fondo humano, fondo de aguas oscuras, fondo habitado por seres abisales.
Me costó encontrar la Sierra Community Church, una pequeña iglesia medio escondida entre los abetos. Para cuando llegué ya eran las once de la mañana y todo estaba preparado para la ceremonia. Los bomberos habían creado un arco de honor con las grúas de dos camiones. Policías vestidos de gala cubrían la calle. Más numerosos, los Patriot Guard Riders esperaban junto a las Harley-Davidson, provista cada motocicleta de un mástil; en cada mástil, a media altura, una bandera americana. Junto a la puerta principal de la iglesia, una doble fila de soldados con cara de niño sujetaba sus fusiles con convicción. Además, no allí mismo sino en el lateral donde estaba instalada una mesa con fotografías del fallecido, había un grupo de unas cien personas, algunas sentadas en sillas de tijera, la mayoría de pie. Se oía de vez en cuando el berrido de algún niño, el canto agrio de las cotorras. Nada más. Los altavoces adosados a las columnas de madera estaban desconectados.
Una limusina blanca pasó lentamente bajo el arco de los bomberos. La siguió una segunda, igualmente blanca. Los policías se cuadraron, los Patriot Guard Riders ordenaron sus filas. Un hombre alto, con traje negro y melena, salió al medio de la calle sollozando y haciendo aspavientos. Parecía trastornado. Una mujer lo cogió del brazo y lo reintegró al grupo.
Sacaron el féretro de la primera limusina. De la otra, bajó la familia: los padres, los hermanos, la esposa y el hijo, un niño de año y medio o dos años de edad. Los soldados de la puerta principal saludaron militarmente, y la comitiva entró en la iglesia. De los altavoces surgió la música de un armonio. Poco después, una voz melodiosa dijo: «Nos hemos reunido aquí para dar el último adiós a un héroe americano, el sargento Timothy Michael Smith». Siguieron varios discursos. Primero hablaron los compañeros de la escuela, mal, chillando histéricamente; luego sus hermanos, muy conmovidos; a continuación, con gran serenidad, un compañero de batallón venido de Irak expresamente para la ceremonia.
El hombre alto de traje negro y melena no podía controlar los sollozos, y se acercaba una y otra vez a uno de los altavoces, como si quisiera beber de aquel cáliz, del dolor de aquellas voces. Su actitud debía de resultar molesta para los que deseaban concentrarse en los discursos. Pero nadie protestó.
Volvió a hablar el sacerdote de la voz melodiosa, repitiendo una y otra vez, como un estribillo, las tres palabras claves de la ceremonia: «honor», «deber», «sacrificio». A veces, melodía sobre melodía, le acompañaba el armonio. Siguieron otras voces, otros discursos, entre ellos el de un general. Pero, por mi mal inglés, me resultaba fatigoso seguir escuchando, y decidí acercarme a la mesa donde habían colocado las fotografías.
En muchas de ellas Timothy Smith aparecía junto a su madre, una mujer bastante guapa. En otras, en bastantes, salía con el niño, en la camioneta, en una de las playas del lago, vestido de Papa Noël. Sólo en dos de ellas sonreía de verdad, con alegría: en una de las que salía con su madre y en la única en que se veía a su esposa. Con todo, la foto central era otra, la del día de graduación en la Escuela Militar.
Cogí un par de folletos de la mesa. Uno de ellos reproducía las fotos y contenía textos cariñosos, y un poema titulado «A través de los ojos de un niño»:
«Hay un tiempo en nuestras vidas en que debemos hacer frente a los hechos, y mirar hacia nosotros mismos bien, porque no hay vuelta atrás. Todos podemos aprender la lección de la gente que es pequeña. Cuando parecen no saber nada, es cuando empiezan a saberlo todo. Tienen rostros maravillosos. Así que echa una mirada a la vida cuando las cosas no han ido bien, mira a través de los ojos del amor, desde la cara de un niño».
El segundo folleto era el oficial, e incluía, además del programa del acto, la biografía militar de Timothy Smith, sus medallas y merecimientos. En el dorso, en letras grandes, venía un texto en forma de poema titulado «El Credo del soldado»:
«Soy un soldado americano. Soy un Guerrero y un miembro del equipo. Sirvo al pueblo de Estados Unidos y vivo según los valores militares. Para mí, la misión será siempre lo primero. Nunca aceptaré la derrota. Nunca cederé. Nunca abandonaré a un compañero caído. Soy disciplinado, mental y físicamente fuerte, entrenado y competente en mis tareas y ejercicios guerreros. Mis armas, mi equipamiento y yo mismo estamos siempre a punto. Soy un experto y un profesional. Estoy preparado para desplazar, hacer frente y destruir a los enemigos de los Estados Unidos de América en combate conjunto. Soy el guardián de la libertad y del estilo de vida americanos. Soy un soldado americano».
Toda ceremonia supone una cesura, un corte, una interrupción en la corriente de la vida. Las horas que, en general, tanto se parecen, las horas monótonas que punto a punto forman una línea sin gracia ni sorpresas, de dibujo geométrico, sufren de pronto una transformación, y todo es distinto. Una persona anónima se convierte en el centro de atención; se convierte en héroe, en ser superior, ser sin fondo, sin maldad, sin oscuridad, ser irreal. A su alrededor, el mundo cambia: los relojes marchan más despacio, serenamente; la palabra y el silencio se combinan de una forma nueva: «deber», dice el sacerdote, y hace una pausa; «sacrificio», dice. Pausa. «Honor», dice. Pausa. Y ahí siguen las limusinas blancas, los policías y bomberos vestidos de gala, las Harley Davidson relucientes de los Patriot Guard Riders, los soldados de cara de niño con sus armas. Extra-tiempo, extra-espacio. El trastornado de traje negro y melena no tiene fuerza suficiente para aguantar la situación, y solloza. Pero no es el único.
Yo pensaba en la falsedad de los poemas de los folletos. El primero, sentimental, apelaba a un refugio que no existe, abogaba por una vía de consuelo que, en realidad, era una contravía: «Echa una mirada a la vida cuando las cosas no han ido bien, mira a través de los ojos del amor, desde la cara de un niño». Pero el niño real, el hijo de Timothy Smith –Riley de nombre, según se decía en el mismo folleto– actuaría en el futuro como un recuerdo de la tragedia. Además, en el mejor de los casos, ¿cómo se mira desde los ojos de un niño, cuando ya no se es un niño? Sólo en el tiempo irreal de la ceremonia podían tener sentido aquellas palabras.
En cuanto al segundo poema, fiel al estilo elusivo que suele florecer en las guerras, hablaba de la violencia y de la muerte sin nombrarlas.«Estoy preparado para desplazar, hacer frente y destruir a los enemigos de los Estados Unidos de América en combate», decía. Y añadía: «Soy el guardián de la libertad y del estilo de vida americanos. Soy un soldado americano». Ante palabras como éstas, sólo cabe el chiste malo: «Era una frase tan retórica tan retórica tan retórica que provocaba retortículis».
Guardé los folletos en el bolsillo de la chaqueta y me acordé de un poema que había escrito hace años, titulado «La vida es la vida». Decían sus primeros versos: La vida es la vida, y no sus resultados. No la casa grande en lo alto de la montaña, ni las coronas y medallas (áureas o de imitación) que ocupan las estanterías. No es sólo eso la vida. La vida es la vida, y es lo más grande, el que la pierde, lo pierde todo.
Por decirlo así, me sentí orgulloso de mi poema. Me parecía más realista, más verdadero que el credo militar o la poesía sentimental de los folletos. Pero, de pronto, desfallecí. Acababa de imaginarme a mí mismo tomando el lugar del sacerdote y recitándolo: La vida es la vida, y es lo más grande, el que la pierde, lo pierde todo. ¿Qué ocurriría cuando los altavoces difundieran aquellas palabras? Causarían consternación. Me vino a la mente una segunda imagen: el hombre alto de traje negro y melena, el trastornado que no había dejado de llorar desde el inicio de la ceremonia, se abalanzaba sobre mí y me golpeaba. Luego venía la policía en traje de gala y me llevaban detenido ante la severa mirada de los Patriot Guard Riders.
Pensé: «Harían bien, tendrían razón». Y era verdad: tendrían razón. Por muy verdadero que fuera mi poema, no tendría otro efecto que el de causar más dolor, sin aportar, además, ningún conocimiento. La vida es la vida, y es lo más grande, el que la pierde, lo pierde todo. Los familiares de Timothy Smith habrían dicho: «Ya lo sabemos. Lo sabe todo el mundo. Pero sabe también que no es el momento de recordarlo». Un miembro de los Patriot Guard Riders habría remachado el clavo: «¿Sabe lo que le digo? Que un poema que no vale para un funeral no vale para ningún sitio». Se habría acercado el trastornado de traje negro y melena: «Mire, amigo. Un poema circunstancial no tiene por qué valer para un libro. Pero un poema que ha merecido estar en un libro, debe valer para cualquier circunstancia». Por fin llegaría un policía vestido de gala: «Más vale que se dedique a otra cosa».
Me sentí mal, derrotado. La visión de lo que podía haber sucedido de lanzar el poema por los altavoces me había desplazado, me estaba haciendo frente, estaba a punto de destruirme.
Una descarga de fusiles me rescató de los rigores de mi imaginación. Era la salva de honor por el soldado caído. No hubo aplausos; quizás sí una corneta, alguna música breve. Sacaron al féretro de la iglesia y lo volvieron a meter en la limusina blanca. En la otra limusina, los familiares seguían llorando. Todos menos uno, porque Riley, el niño, no lloraba. Se oyó el estruendo de las Harley-Davidson, y los Patriot Guard Riders formaron el séquito de honor. Alguien dio la salida, y la comitiva pasó por el arco de los bomberos como en un desfile, haciendo alarde de banderas. Luego desapareció entre los abetos.
De vuelta a Reno, intenté salir del atolladero en el que me había metido, y traté de encontrar un arreglo a lo que, definitivamente, ya me parecía un mal poema. Pensé que, si en lugar de decir La vida es la vida, y es lo más grande, el que la pierde, lo pierde todo, decía La vida es la vida, y es lo más grande, el que la quita, lo quita todo, el poema ganaría en el aspecto circunstancial y creí haber hallado una salida, un apaño. Pero un poema no podía tener el espíritu de esos perritos que siguen a cualquiera que les silbe o les dé un trozo de galleta, y en eso justamente se convertía el que yo había escrito con el cambio, con aquel lo quita todo. Los asistentes al funeral lo habrían interpretado como un reproche a los insurgentes de Irak, responsables de la muerte de Timothy Smith; pero en otras circunstancias, leído en una ciudad de Irak, la interpretación habría sido inversa. Habría sido entendida como un reproche a Timothy Smith y a los demás soldados americanos. Lo dicho, un poema perrito.
Las pendientes y curvas que horas antes habían recalentado el motor de mi Ford Sedan de segunda mano hacían la conducción difícil y eran, además, metáfora de lo que me estaba ocurriendo con el poema: curva a la derecha, curva a la izquierda, precipicio al frente, bache, curva a la derecha. Frené, es decir, decidí: el poema se iba a la basura, nunca sería publicado.
Cuando bajé de la sierra y entré en la autovía de Reno me acordé de una canción que había aprendido en un pueblo de Castilla: «Anoche fui al baile, por bailar y no bailé; perdí la cinta del pelo, mira qué jornal gané». Pensé que me servía para expresar lo que sentía, e improvisé una versión: «Crucé la sierra negra, por crear y no creé; perdí el poema que tenía, mira qué jornal gané».
Este texto forma parte de Un poeta en Nevada, el libro en el que está trabajando actualmente Bernardo Atxaga. Las imágenes se reproducen por cortesía de la revista Erlea, dirigida por el propio Atxaga.
NARRATIVA
Siete casas en Francia, Barcelona, Círculo de Lectores, 2009
El hijo del acordeonista, Madrid, Alfaguara, 2004
Cuentos apátridas, Barcelona, Ediciones B, 1999
Esos cielos, Barcelona, Ediciones B, 1996
Historias de Obaba, Barcelona, Ediciones B, 1995
El hombre solo, Barcelona, Ediciones B, 1994
Memorias de una vaca, Madrid, Ediciones SM, 1992
POESíA
Henry Bengoa inventarium, Vizcaya, Orain, 1995
Poemas & híbridos, Madrid, Visor, 1991
Etiopia, Donostia, Erein, 1983
ENSAYO
Marcas. Gernika 1937, Pamplona, Pamiela, 2007
Lista de locos y otros alfabetos, Madrid, Siruela, 1998
TEATRO
Lezio berri bat ostrukari buruz, Bilbao, BBK, 1994