Elena en las gradas
Fotografía Xavi Torres. Cortesía de la editorial Seix Barral
En calidad de Premio Cervantes 2014, Elena Poniatowska acudió como es ya tradición a inaugurar la XVIII edición de la Lectura Continuada del Quijote que cada año organiza el CBA coincidiendo con las celebraciones del Día del Libro. Yuri Herrera, uno de los nombres más destacados de la literatura mexicana reciente –autor de Trabajos del reino (Tierra Adentro, 2004 / Periférica 2008), Señales que precederán al fin del mundo (Periférica, 2009) y La transmigración de los cuerpos (Periférica, 2013)– dibuja en las páginas de Minerva una semblanza de Poniatowska, a través del recuerdo de una peculiar tarde con ella en el teatro.
Cada jueves el taller se reunía en la casa de Alicia Trueba en San Ángel, donde Elena dirigía la crítica a los textos aunque en ocasiones había escritores invitados (Juan Villoro, Agustín Monsreal, entre otros), profesores que daban breves cursos (Raúl Ortiz sobre Flaubert, Tatiana Espinasa sobre Los hermanos Karamazov) y otros que conversaban sobre astrología, cine, historia. Casi todas las participantes eran mujeres treinta o cuarenta años mayores que yo, con un colmillo afiladísimo para tallerear. El resto éramos hombres y mujeres que cubríamos las décadas en orden descendiente hasta llegar a la de los dieces, donde caía yo, que tenía 18.
Poco después de que llegué empezó a ir Adela, que era más o menos de mi edad, y casi por descarte empezamos a juntarnos. Un día, al terminar el taller, Adela y yo decidimos ir a escuchar a William Golding, que daría una conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Elena nos escuchó y dijo «Voy con ustedes». No recuerdo mucho de la conferencia, salvo que Golding me parecía un viejito hermosísimo que decía cosas muy sosas, y que Elena cada tanto comentaba la conferencia en voz alta desde las butacas, alternando entre inglés y español. «Ah, qué bonito» sobre alguna imagen que ofrecía Golding, o «I don’t know about that», sobre algo que sonaba inverosímil, o corregía a la persona a cargo de la traducción simultánea, quien tropezaba a cada frase.
Al final se acercó a proponer a Golding una entrevista, volvió con nosotros y ya nos íbamos cuando se presentó una persona a recogerla. Elena había olvidado que a última hora había pedido que la fueran a buscar a la Facultad para ir a cumplir con un compromiso hecho previamente.
—¿Vienen? —dijo—. Ahorita les explico.
Seguimos al hombre a una camioneta y ahí Elena nos contó que un amigo de un amigo de un amigo la había contactado para pedirle que fuera a ver una obra de teatro que según era muy buena. La cosa es que, a pesar de que era tan buena, no había tenido mucho público, estaban a punto de cancelarla y esperaban que una reseña elogiosa de Elena ayudara a impedirlo.
Yo acababa de llegar a la Ciudad de México y sólo me percaté de que nos dirigíamos al sur, más al sur del campus todavía, y de repente ya estábamos frente a las ruinas de unas pirámides. Las pirámides de Cuicuilco. Un señor trajeado y de rostro afligido nos condujo a nuestros asientos. El lugar estaba desierto. Literalmente, no había ni una sola persona a la vista, fuera del señor.
—¿Siempre no va a haber obra? —preguntó Elena.
—Sí, señora, es que es solo para ustedes. La obra se presenta los fines de semana, pero como usted indicó que hoy podía pedimos a los actores que vinieran aunque no sea día de función. Empezamos cuando usted diga.
Elena parpadeó confundida y dijo:
—Bueno, pues ya entonces. Muchas gracias señor.
El señor se retiró. Nos quedamos a esperar en las gradas. Ya eran quizá las seis de la tarde, oscurecía y un vientecillo frío pegaba en ráfagas breves. No teníamos idea de qué se trataba la obra. De súbito, fue claro por qué era representada en ese lugar cuando apareció un caballo, y sobre el caballo un hombre en armadura. Una voz en off describió su paso como el excitante inicio de la epopeya por la jungla de Veracruz, el aventurero descubriendo algo insólito a cada paso. Más adelante el hombre se topaba con los aztecas, y ahora la voz en off narraba los sentimientos de estos al encontrarse con seres tan improbables.
La obra duró al menos dos horas. Tenía muchos diálogos, pero eran tantos los actores que no había suficientes micrófonos, y a veces aztecas e invasores debían pasarse el mismo micrófono de mano en mano cuando terminaba cada cual su parlamento. La trama incluía una historia de amor y al final una batalla en la que participaban todos los actores, docenas de ellos, más los caballos. También había explosiones.
Al terminar, el señor que nos había recibido, que ahí supimos era el productor, se acercó a las gradas a preguntarnos qué nos había parecido. Detrás suyo venían varios actores todavía en ropas del siglo XVI, cansados y expectantes. Elena manoteó suavemente sin saber qué decir, Adela y yo poníamos cara de póquer.
—Miren —titubeó Elena, y se dirigió a los actores—, muchachos, me da mucha pena porque es tanto trabajo y sus trajes están muy bonitos, pero la verdad es que es una obra muy aburrida.
Ni el productor ni los actores parecieron sorprendidos de que se los dijera pero un barniz de tristeza que parecían haber contenido les cubrió la cara. Elena continuó:
—No es una obra bien escrita. Los diálogos son solemnes y tiesos, todos hablan igual, como si hubieran crecido en la misma casa. Y es demasiado larga. Discúlpenme muchachos, pero para qué les voy a mentir.
Siguió un momento en el que productor y actores asintieron tímidamente, Adela y yo mirábamos al suelo, el aire comenzaba a pegar recio.
—Bueno, pues muchas gracias —dijo Elena.
—Gracias señora —dijo el productor, y los actores también dijeron gracias, y nos dimos media vuelta hacia la salida.
Fuimos en silencio de regreso al campus, donde nos esperaba el auto de Adela. Quizá era que sentíamos pudor de hablar enfrente del conductor porque era parte de la compañía teatral, o que se nos había contagiado la tristeza de los actores, pero hasta que estuvimos en el estacionamiento de Filosofía y Letras Elena dijo:
—A ver si no tuvieron que faltar al trabajo por ir a actuar nomás para nosotros.
Ya luego nos fuimos cada cual por su lado. No volví a oír de la obra. He regresado a Cuicuilco, sin poder ubicar exactamente dónde estuvimos sentados. Pero recuerdo claramente otros detalles de esa tarde, el estoicismo de los actores, la cara de póquer compartida con Adela, y esas dos características de Elena: que no sabe decir que no, y que siempre intenta entender qué le pasa a la persona que está frente a ella.
© Yuri Herrera, 2014. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
23.04.14 > 25.04.14
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