Salir de los clichés, pensar la traducción
Traducción Ana Carrasco Conde | Ilustraciones Clara León
Minerva publica la conferencia de clausura que pronunció Philippe Forget en el congreso internacional Pensar la traducción: la filosofía de camino entre las lenguas que, organizado por la Universidad Carlos III de Madrid, reunió en el CBA a algunos de los principales teóricos de esta intersección entre filología y filosofía. Forget, germanista, filósofo, traductor y profesor en la Académie de Paris, ha realizado destacadas aportaciones a la teoría de la traducción –como los libros Il faut bien traduire. Marches et démarches de la traduction (Paris, 1994) y Textverstehen und Übersetzen/Ouvertures sur la traduction, junto a Fritz Paepcke (Heidelberg, 1981)– y ha vertido al francés la obra de autores como H. G. Gadamer, Goethe o E. T. A. Hoffmann.
Quisiera en primer lugar presentarles mis disculpas por no dirigirme a ustedes en su lengua. Me he esforzado en no complicar el trabajo del traductor, incluso si, para explicitar la perspectiva de esta intervención, recurro a lo que parece un juego de palabras. Puesto que para salir de los clichés, hace falta en primer lugar revelarlos con el fin de hacerlos aparecer en su lógica, al igual que se revela un negativo, que es otro de los sentidos de la palabra «cliché».
¿A qué me refiero cuando hablo de clichés? Un cliché está relacionado con lo que se denomina un «prejuicio»N. de la T. En el original «Idée reçue». El término remite a Le dictionnarie des idées reçues de Flaubert, publicado de forma póstuma en 1913, y en el que el autor trataba de conformar un catálogo de los «lugares comunes» o «tópicos» amasados por la burguesía francesa del siglo XIX.. Yo diría que un cliché es un prejuicio que está acuñado con una formulación concreta. Por ejemplo: «traduttore, traditore» es un cliché, mientras que afirmar que una traducción es siempre inferior al original, es un prejuicio.
Traduttore, traditore
Comienzo precisamente por este cliché que es, sin lugar a dudas, el más antiguo, el más extendido, el más radical y, sobre todo, el más pernicioso y que es bien conocido por todos: «traduttore, traditore». Me pregunto en primer lugar por aquello que parece constituir una anomalía: este cliché tradicional reposa sobre una forma, que en retórica se denomina paronomasia, mientras que la tradición misma reposa siempre sobre el primado del contenido. ¿Habría aquí una excepción? No lo creo en absoluto. El engaño que produce aquí la aproximación formal está en realidad guiado por la tradición del contenido, que ve el medio de cortocircuitar toda reflexión que vaya a su encuentro: es una especie de cuchilla, de juicio sin apelación, pero siempre en nombre del contenido, puesto que la identificación del traductor con un traidor solo tiene sentido si previamente se establece como compromiso producir un contenido idéntico. Y, como este no es el caso, esta lógica quiere que el traductor sea un traidor.
En Miseria y esplendor de la traducción, de Ortega y Gasset, este cliché aparece además, en el marco de un razonamiento sobre el cual volveré más tarde: para él, el traductor se convierte en un traidor porque, en lugar de comportarse como un autor en «rebelión», en lugar de «maltratar la gramática», «se encierra en la prisión de la lengua normal». Pero este razonamiento implica que existe otra posibilidad, y Ortega y Gasset lo confirma al final de su texto, cuando rinde homenaje a su traductora alemana, Helene Weyl.
Mi posición es aquí claramente diferente: planteo que el paso de una lengua a otra y, por tanto, de una cultura a otra, incluso en el caso de una traducción exitosa, implica necesariamente una transformación. Incluso, por ejemplo, el simple «je suis» francés no se comporta como I am, Ich bin, Io sono, Soy, porque el francés no distingue en el «je suis» entre el verbo «ser» [être] y el verbo «seguir» [suivre]. Lo que quiere decir que dos de los criterios de las teorías actuales de la traducción, ya sean estas funcionales o hermenéuticas, caen en la trampa: aquel de la «invariabilidad del contenido» y, por consiguiente, el del «efecto idéntico» sobre el lector.
Si se acepta este punto difícilmente discutible, se plantea una cuestión extraordinariamente sencilla, que encuentra a su vez una respuesta también muy sencilla: como el traductor no puede hacer otra cosa que modificar el contenido, ¿podemos tratarlo de traidor? Seguramente no: puesto que para que yo sea un traidor hace falta que haya elegido entre dos actitudes, lealtad o traición. Este no es el caso dentro de esta tradición que plantea y reconoce el «traduttore, tradittore». Así pues, el traductor no es un traidor.
¿El traductor falsificador?
Ha aparecido recientemente otro cliché, que bien parece haber tomado el relevo del precedente. La cuestión es saber si es más pertinente y por tanto, más admisible. Me refiero a la idea según la cual el traductor sería un falsificador. He encontrado esta imagen en dos traductores franceses de renombre, los dos grandes traductores de la literatura americana, Claro y Brice Mathieussent.
En una entrevista publicada en torno a su último libro, Le clavier cannibale, Claro se expresa de la siguiente manera: «Prefiero [...] la imagen del falsificador, que no reproduce de forma idéntica, sino "a la manera de"». Por supuesto este «a la manera de» solo corresponde a una parte de la realidad del falsificador. Claro está pensando indudablemente en la imagen del imitador, y puede comprenderse: un falsificador genial que reproduce de forma idéntica el Guernica de Picasso sería desenmascarado en seguida, puesto que no puede haber dos Guernica. Sin embargo, Claro habla del falsificador y no del imitador. ¿Por qué?
En cuanto a Brice Mathieussent, se declara a sí mismo «falsificador» en una entrevista concedida al periódico Le Monde. Es preciso hacer notar que ambos se reivindican como falsificadores, no contra la imagen de traidor, sino contra la de traficanteN. de la T. «Passeur» es, en este contexto, aquel que hace cruzar clandestinamente una frontera o zona prohibida. En buen castellano podríamos hablar del contrabandista.. Así pues, la imagen del traidor ¿habría desaparecido?, ¿se habría sobreestimado su poder? Creo que se trata aquí, más bien, de un acto de rechazo y que, como tal, vuelve, como siempre, con tanta fuerza como la que haya tomado de las formas más engañosas. Y, de hecho, ¿cómo no entender que el falsificador actúa en el mismo campo de ideas que el traidor? También él traiciona algo: la propiedad intelectual o artística, o la ley cuando se trata de un falsificador de monedas. E incluso si no reproduce de forma idéntica una obra lo hace para identificar mejor al propio autor: un falsificador no es un falsificador si no aparece como tal. En este sentido, el ideal de lo idéntico permanece como algo común al traidor y al falsificador: supuesto para el traidor, asumido para el falsificador.
¿Cuál es por tanto el beneficio que obtienen los traductores de hacerse pasar por falsificadores? Seguramente es una imagen más gratificante. Mientras que el traidor es rápidamente objeto de una condena moral, el falsificador es una figura que fascina. Así pues, puede pensarse que el paso implícito del traidor al falsificador apunta al intento de oponerse a la desvalorización con la que toda la tradición condena al traductor, y que, utilizando esta imagen, tanto Claro como Matthieussent piensan obtener una revaluación de nuestra actividad.
Y sin embargo, son falsos falsificadores puesto que esta imagen no resiste ni un examen rápido. Como he recordado, lo que caracteriza al falsificador (pero no al imitador) es que firma en lugar del autor, usurpando su nombre. Esto queda confirmado por el hecho de que, por ejemplo, tengo el derecho de copiar un cuadro bajo la condición expresa de no firmar en nombre del pintor. Mientras que, bien al contrario, el traductor, ha conseguido (al menos en Francia) ver aparecer obligatoriamente su propio nombre en las obras que ha traducido, e incluso también en los artículos que citan estas obras. Así pues ya no es más falsificador que traidor, puesto que ¿qué tipo de falsificador es aquel que firma sus imitaciones con su propio nombre? El traductor pretendidamente falsificador no puede sino parecerse a aquel falsificador de los cómics, Fenimore Buttercup, de El botín de los DaltonN. de la T. Se trata de un número de cómic, del año 1980 (el 70º), de la serie Lucky Luck, creada por Morris y Vicq., un genio falsificador ciertamente, cuyos billetes son de una calidad increíble, sí, pero que, rebelándose contra la injusticia de ver pasar desapercibido un genio como el suyo, a la coquetería de fabricar tan solo billetes de tres dólares le suma el hecho de firmarlos ¡con su propio nombre «de artista»!
Poniendo en evidencia la relación implícita que vincula estas dos falsas imágenes del traductor, y que Matthieussent confirma involuntariamente en el curso de la entrevista mencionada –puesto que él mismo dice situarse «entre el impostor y el traidor» –, procedo a realizar un gesto de una simplicidad radical, pero también de una violencia extrema: en efecto, rechazo toda ideología que se despliegue en torno a un concepto de lo idéntico, y sostengo que no hay pensamiento sobre la traducción que no sea a partir de la constatación siguiente: toda traducción es una transformación aceptada, es decir, que con ella se rompe definitivamente con toda aproximación explícita o implícitamente basada (idealmente) en la copia o la reproducción de lo idéntico; rechazo, pues, también la metáfora todavía tan frecuente de la traducción como «reflejo» del original.
Intento dar ahora un paso más y sostengo que la traducción es una detransformación. Con este neologismo es preciso entender la transformación y la deformación como su consecuencia inevitable, pero asumiendo además la posibilidad que ofrece el prefijo «de», que puede invertir el sentido como en el caso de «desplegar» o «desnuclearizar»: hablar de detransformación es por tanto recordar que con toda traducción, si transforma y por tanto deforma (da otra forma), se conforma también al original, el cual ciertamente le impone cierto número de exigencias: porque toda traducción es en este sentido una detransformación, lo que en la práctica significa que debe respetar al máximo los criterios formales del texto traducido, y en particular sus características estilísticas y su distribución léxica; otra forma de decir que la detransformación no autoriza en absoluto lo arbitrario y es por ello por lo que hablo, en este sentido, de una detransformación encuadrada (es decir, que se encuentra dentro del campo y de la perspectiva del texto traducido, del mismo modo que en francés hablamos de una foto «bien encuadrada»).
Encuadramiento de la traducción: el íncipit de Las Desventuras del joven Werther
He aquí como ejemplo el íncipit de la novela de Goethe, Las desventuras del joven Werther, que retraduje hace ya casi veinte años. El texto comienza así, con una carta dirigida a su amigo Wilhelm:
Wie froh bin ich, dass ich weg bin!
Las traducciones antiguas (de los siglos XVIII y XIX) traducen casi todas de la misma forma, la única diferencia es la traducción de «froh» bien por «aise» [alegre] o bien por «content» [contento], así:
Que je suis aise / content d’être parti !
Tan solo Jacques Porchat (1861) difiere:
Comme je suis joyeux d’être parti !
Entre las traducciones francesas actuales que se encuentran disponibles, dos retoman las traducciones dominantes:
Groethuysen/Helmreich: Que je suis aise d’être parti!
Eynault/Goldschmidt: Que je suis content d’être parti!
Otras dos traducciones introducen variaciones:
Buriot Darsiles: Comme je suis heureux d’être parti !
Angelloz: Quelle joie d’être parti !
Todas estas formulaciones son válidas en francés, pero en todas ellas sin excepción podemos apreciar la supresión que tiene lugar aquí: mientras que en el original el sujeto, el pronombre ich, se repite (Wie froh bin ich, dass ich weg bin!), solo aparece una vez en las traducciones, y la más reciente (Angelloz) consigue incluso hacerlo desaparecer completamente. Según la tradición dominante del traspaso o transmisión del contenido no habría aquí ninguna diferencia. Pero esta supresión está lejos de ser insignificante: ya que, en efecto, unifica la instancia-sujeto, mientras que en el original, la repetición implica un cambio de perspectiva: hay un yo que ha partido, y un yo que manifiesta su alegría, y como el yo que manifiesta su alegría no puede hacerlo sino por el hecho de que este yo ya no está más allí donde estaba, no es por tanto el mismo yo del que se está hablando aquí. Este desajuste, insignificante en apariencia, apunta a una posible división de la conciencia, con todas las posibilidades que ello implica. Es por ello por lo que es decisivo mantener la repetición no idéntica de esta instancia de la conciencia, que me ha llevado a traducir así:
Je suis parti, et j’en suis tout réjoui!
Otra traducción posible, bajo la condición de seguir este criterio formal, sería, por ejemplo:
Je suis parti, et comme j’en suis heureux!
Veamos ahora cómo funcionan otros idiomas. En italiano (I dolori del giovane Werther), la traducción más corriente es:
Come sono lieto di esser partito!
Con estas mínimas diferencias:
Come sono lieto di essere partito!
Y en otro caso, que se toma extrañas libertades:
Come sono lieto, ottimo amico, di essere lontano!
Esta traducción llama la atención unas líneas después por un gran contrasentido (¡la «desventura» que padece la pobre Leonor es atribuida a Werther!), lo que, por lo demás, es bien interesante para la interpretación de la novela.
En todo caso, en italiano, al igual que en las antiguas traducciones francesas, se suprime la repetición del yo.
¿Qué pasa en español? En primer lugar señalo que el título mismo ha sido objeto de diferentes traducciones:
Las cuitas de Werther, Las cuitas del joven Werther, Las desventuras del joven Werther.
Para el íncipit se encuentran a su vez varias posibilidades:
¡Cuánto me alegro de haber marchado!
¡Cuánto me alegra haber partido!
Aquí, además, la supresión del yo es doble. Pero en una traducción de 1825 (que puntualiza estar «traducido al castellano»), encontramos:
¡Cuánto me alegro de mi viaje!
Únicamente aquí se encuentra, a través de la variación me/mi, una huella del doble yo del original.
Solo el inglés mantiene abiertamente la repetición:
How happy I am that I am gone! (R.D. Boylan, The Sorrow of Young Werther, 1902)
Procediendo de esta forma, el traductor cumple –conscientemente o no– con un criterio de traducción que ha sido eludido hasta aquí cuidadosamente: se trata de las posibilidades de interpretación que contiene un original. La buena traducción será aquella que preserva esta potencialidad de interpretaciones, es decir, que permite las mismas operaciones interpretativas que el original (sin, por supuesto, pretender el mismo resultado). Al suprimir el «doble yo» y al restituir así la tradición de la conciencia unificada y homogénea para sí misma, la mayor parte de las traducciones se privan sin embargo de una línea interpretativa contenida en este mismo primer parágrafo, en el cual Werther insiste de forma ambivalente sobre su culpabilidad o no-culpabilidad hacia «la pobre Leonor» para concluir con su voluntad de «gozar del presente, y que lo pasado sea para mí pasado por completo», pasajes que pueden y deben desembocar en una interpretación radicalmente novedosa del conjunto de la novela.
Hablamos con tranquilidad del original. Pero ¿qué es un original? En primer lugar no hay original si no es en relación con una traducción, más concretamente, a partir de la traducción. Además, un original se define por dos criterios: es único, porque es idéntico a sí mismo. En cuanto a la traducción, no es idéntica a sí misma dado que da siempre cabida a un otro: el original precisamente, razón por la cual ella no sabría ser única. Dado que transforma un original, puede ella misma ser siempre detransformada (modificada para adaptarse mejor al original).
Ideología del traductor
Después de un ejemplo que muestra la importancia de conservar la estructura sintáctica del original en la medida en que se revela pertinente para la interpretación, preguntémonos ahora sobre la actitud del traductor ante las formas que deberían permitirle decir en su lengua aquello mismo que el autor se permite decir en la suya. Por abreviar, tomaré aquí como ejemplo una sola palabra, extraída de la breve novela de Eichendorff, Aus dem Leben eines Taugenichts [De la vida de un tunante], que estoy traduciendo. Se trata de la palabra «Tremulenzen», que el narrador utiliza para describir los movimientos de su cabeza o, como lo describe una joven campesina, sus «muecas» mientras toca el violín, y que, según él, es lo que caracterizaría a los virtuosos. Esta palabra es un neologismo cuya formación es completamente transparente: se trata de una creación verbal, formada por el comienzo de la palabra «trémolo» y por la terminación de la palabra «turbulencia» en plural, que proporciona aquí la desinencia del verbo sustantivado tal y como es empleado por el narrador («mit dem Kopftremulenzen»). El movimiento desordenado (turbulencias) conforma así pues una unidad con la actividad musical (trémolo). Con el mayor rigor y la mejor lógica, la traducción francesa debería ser, pues, «trémulences» [«tremulencias»]. Sin embargo, todas las traducciones francesas existentes hasta la fecha evitan la construcción del «mismo» neologismo y proponen una paráfrasis que, en uno de cada dos casos, no hace referencia a ninguno de los dos términos iniciales:
Legras, 1872: Quant aux balancements de ma tête [En cuanto a los balanceos de mi cabeza]
Suchet, 1872: Quant au trémolo de tête [En cuanto al trémolo de mi cabeza]
Budelot, 1932: Pour ce qui concerne mes mouvements de tête [Por lo que concierne a mis movimientos de cabeza]
Mousset, 1944: Pour ce qui est un mouvement de la tête [Por lo que es un movimiento de la cabeza]
Laureillard, 1973: Quant au trémolo de tête [En cuanto al trémolo de cabeza]
Laval/Strick, 1990: Quant aux trémolos de ma tête [En cuanto a los trémolos de mi cabeza]
¿Qué es lo que está pasando aquí? ¿Por qué todos los traductores se echan para atrás ante un neologismo que se impone por sí mismo? ¿Será un ejemplo de eso que Ortega y Gasset denomina la «timidez» de los traductores? Para él, en efecto, lo que impide al traductor reproducir las «pequeñas transgresiones» cometidas por el autor en «la disposición gramatical, el uso establecido o la norma vigente de la lengua» –y que califica como «rebelión constante, una especie de subversión» que exigiría una «osadía radical»– sería «una personalidad que tiende a la subordinación», una «timidez», un temperamento «temeroso». De ninguna manera creo que este diagnóstico psicológico sea la explicación correcta, puesto que contradice otro de los comportamientos de los traductores: el de tomarse numerosas libertades con el original, llegando incluso a suprimir pasajes enteros, y no respetando las estructuras significativas de los textos que traducen (acabamos de ver algunos ejemplos significativos al respecto). Lejos de exteriorizar así un rasgo de carácter que les sería común, esta presunta «personalidad» consistiría más bien en la interiorización ideológica de una ley que dictamina que el traductor no sea un creador. Y como el traductor está en contacto con un creador en la persona del escritor al que traduce, se encuentra en una posición de «subordinación»; fenómeno que no se explica a través de una actitud psicológica, sino por una postura ideológica. Lo mismo sucede con aquellos topoi bien conocidos que ponen por delante la «modestia» o la «humildad» del traductor. Estos son los equivalentes morales de la timidez, pero tienen la engañosa ventaja de darle la vuelta a la situación y transformarlos en conceptos supuestamente positivos: tanto la modestia como la humildad son, para el sentido común, cualidades cuya función consiste en substraer a la crítica la desaparición del traductor.
Aquí estamos en las antípodas de la ilusión alimentada por Stefan Zweig, cuando afirmaba que el autor debía ir a la escuela del traductor: «todo escritor debería antes de nada pasar por la traducción ya que antes de escribir hace falta haber torturado a la propia lengua». Como acabamos de ver, en la inmensa mayoría de los casos, el traductor evita cuidadosamente «torturar» su propia lengua. Es necesario recordar aquí que todavía se alude regularmente a la «elegancia» cuando se habla de las exigencias de la traducción. Ahora bien, la elegancia no es otra cosa que un efecto de naturalidad (no «sentir la traducción») que hunde sus raíces, por un lado, en la creencia clásica del «genio de la lengua» y, por otro, en la de los estereotipos culturales.
El ejemplo de la no-traducción de «Tremulenzen» nos permite ir más lejos en el diagnóstico: no solamente el traductor rechaza el derecho a crear, sino que llega incluso a rechazar su propio estatus de segundo creador: ya que traduciendo «Tremulenzen» por «tremulencias» no creo por mí mismo, ya que no hago otra cosa que reproducir un modelo que se encuentra funcionalmente también en mi lengua; algo particularmente fácil dado que el neologismo alemán se sirve de términos extranjeros que son próximos a «mi» lengua, en este caso el francés.
Paradójicamente este doble rechazo –de naturaleza ideológica, y no psicológica o moral, insisto– es el que induce a los traductores a permitirse tantas «libertades», aunque únicamente en un registro de lo ya validado y reconocido (así pues, se trata de cualquier cosa ¡salvo de libertades!), en el registro de lo ya dicho (disfrazado por las maravillas de la «elegancia»). Se suman así a este registro, algo que es la consecuencia lógica del retorno de lo rechazado. Tal es la explicación de esta aparente contradicción que quiere que el traductor sea a la vez subordinado y (falsamente) libertario.
Sobre la intuición
Con la intuición, permanecemos en el dominio de los clichés y los prejuicios. En primer lugar recordemos que el término intuición es en sí mismo una imagen vinculada a la mirada, a la visión: el verbo latino intueri significa «mantener la mirada sobre un objeto, mirarlo atentamente», con un sentido especialmente decisivo, el de «mirar con los ojos del pensamiento»; su derivado directo intuitus significa «un vistazo, una mirada» y, en sentido figurado, «una mirada que reconoce el valor de» (y que encontramos en el [término] francés «égard» [respeto]), y finalmente el sustantivo intuitio significa «una imagen reflejada en un espejo», dicho de otra manera, un reflejo. En resumen se puede decir que la intuición consiste en «ver» algo a través de un acto de pensamiento no reflexivo.
En francés, se distinguen tres sentidos: un fenómeno general (como la expresión «tener intuición»), un proceso («proceder con intuición») y su resultado («es una intuición afortunada»). Es interesante hacer notar que estas tres etapas corresponden rigurosamente a tres usos semánticos del término alemán Erkenntnis (cognitio).
En relación con otras imágenes que ya he desarrollado, la intuición marca una diferencia en la medida en que es la más reivindicada por los propios traductores (por ejemplo, cuando se habla de un «hallazgo»), mientras que el discurso traductológico desconfía profundamente de ella porque la considera señal de un déficit metodológico. Así pues la intuición es rechazada con frecuencia en nombre de un discurso que se pretende científico. Es por ello que Radegundis Stolze (que representa la perspectiva hermenéutica) habla de un «temor casi patológico a mencionar incluso el concepto de intuición». Sin embargo, cuando se presta atención a las diferentes tomas de posición, la primera cuestión que se plantea es la de saber si los adversarios de la intuición saben realmente de lo que hablan. La citas de Wolfram Wilss que Stolze propone en nota son muy crueles para con su autor: Wilss comienza distinguiendo entre «conocimiento racional» y «conocimiento intuitivo», lo que corresponde exactamente a un cliché común y no a la supuesta mirada científica a la que dice pertenecer; a partir de ahí se despliega un programa inalterable en el que la intuición no puede sino ser rechazada: Wilss la define como «una zona gris difícil de captar conceptual y metodológicamente» y como una posibilidad «a la que se recurre cuando no se ha alcanzado un resultado válido sobre la base de estrategias racionales». Así pues, según él la intuición no puede ser sino un mal menor, y Wilss no le da ninguna oportunidad, incluso aunque él mismo emplea este término: esta «oportunidad», en efecto, solo tiene cabida «cuando la estructura reflexiva cuidadosamente puesta en escena de los procedimientos de traducción fundamentados en un método se muestra insuficiente». Esta es, por lo demás, la única realidad reconocida por Wilss en nombre del discurso científico. Así pues, en realidad la intuición no tiene ninguna «oportunidad» de encontrar su lugar en un discurso semejante, y no es sorprendente verla rechazada a partir de categorías como la de «subjetivismo», e incluso «esoterismo» o «misticismo».
Se trata de una actitud no científica, sino cientificista, que excluye de antemano todo aquello que no puede ser controlado. Para hacer esto se procede con una primera distinción de la que se deriva todo lo demás de forma casi automática, distinción que constituye también la del «buen sentido», el cual, como se sabe, no reflexiona, puesto que es el «buen» sentido. Como prueba, propongo dos ejemplos de hace varias décadas: a) una entrevista de los años sesenta en que Georges Simenon dice de su célebre comisario de novela: «Maigret no es un tipo inteligente, es únicamente intuitivo» y b) una observación reciente de un presentador de televisión: «la inteligencia está bien, la intuición es a veces mejor». Todavía aquí la intuición queda separada arbitrariamente de «la inteligencia» (para Wilss: la racionalidad) y no es ensalzada («a veces mejor») si no siguiendo un esquema ideológico bien conocido que conjetura siempre el rebajamiento implícito de aquello que pretende elevar.
Como se comprenderá, no me adhiero a la explicación médico-psicológica de R. Stolze («temor casi patológico») y hablo de un cliché o topos ideológico que induce un rechazo a reflexionar sobre lo dado por la intuición, bloqueo que implica manifiestamente un déficit de reflexión filosófica, cuya función efectiva sería la de permitir el desarrollo de un discurso pseudo-científico. Ahora bien, la intuición está bien reconocida por la tradición de la filosofía racional (Descartes, Leibniz) como algo que constituye siempre una síntesis que supone la relación entre las cosas. Así, en las Regulae, Descartes plantea que no puedo percibir la relación entre dos términos separados, salvo si reflexiono sobre ellos muchas veces y acabo por tener resumidamente la intuición del conjunto de todas las relaciones a la vez (Regla VII: «rem totam simul videor intueri»). En cuanto a Leibniz, denomina «cognitio intuitiva» a la capacidad de pensar simultáneamente todas las nociones cuya combinación constituye el objeto de pensamiento. Hemos visto que el conjunto de estas descripciones corresponde a la intuición en traducción, y no es ni indiferente ni sorprendente que un gran científico moderno, el matemático Henri Poincaré, reivindique la intuición como aquello que nos «enseña a ver», y que si «es por la lógica que se demuestra, es por la intuición por la que se inventa». Poincaré prosigue afirmando que «sin ella, el geómetra sería como un escritor aferrado a la gramática, pero sin ideas». La intuición es la facultad que se debe cultivar, y es necesario por tanto aprender a no perseguirla, a no «proscribirla» o «desconfiar antes de saber qué se puede sacar de bueno». Es evidente que un gran número de traductólogos no han leído a Poincaré y prefieren identificarse con el geómetra sin ideas para producir un discurso sin valor.
La discusión sobre la intuición en traducción ha alcanzado relieve recientemente en una obra consagrada a Hermenéutica y traducción, algo que no es una sorpresa dado que la hermenéutica siempre ha luchado contra una visión cientificista de las ciencias humanas. En su introducción, Larisa Cercel recuerda que, si bien parece que esta perspectiva ha sido descubierta en la actualidad, Fritz Paepcke y yo mismo la habíamos tratado mucho antes «desde los años setenta del siglo XX».
Cercel alude a un texto crítico de Bernd Stefanink, referido a la concepción de la intuición que precisamente yo no había desarrollado en la obra en común con F. Paepcke en 1981. Leyéndolo me he dado cuenta de que, por una parte, la actitud de Stefanink hacia mi propósito no es tan dura como dice Cercel, y que, por otra parte, repite el defecto que él mismo encuentra (con razón) en los traductólogos, no solo a propósito de la intuición, sino también del discurso metafórico en general. Esto merece un pequeño comentario.
En su estudio de 1997 titulado «Esprit de finesse» - «Esprit de géométrie»: Das Verhältnis von «Intuition» und «übersetzerrelevanter Textanalyse», Stefanink alude en efecto en numerosas ocasiones a mi reflexión sobre la intuición traductora (hace ya de esto más de treinta y cinco años, puesto que este capítulo fue escrito en 1976, distancia temporal gracias a la cual mi propio texto me parece casi ajeno, lo que facilita la relectura).
Si en un primer momento Stefanink se centra en la expresión «intuición fulminante» que yo había empleado en aquella época, es en primer lugar porque constata que funciona como referencia implícita a otro trabajo, el de Hans G. Hönig, que comparte el reconocimiento total de la intuición y habla de un estado en el que el traductor «espera una intuición» que, «tras un cierto tiempo de incubación», le aporta una «solución válida», y ello «repentinamente». De este modo, Stefanink identifica demasiado la postura de Hönig (que él denomina «apología de la intuición») con la mía, cuando existen diferencias palmarias, especialmente por lo que toca a la concepción de Hönig de la intuición como «revelación».
Aun reconociendo que yo había tenido el cuidado de explicar que la intuición no es fulminante, sino solamente en apariencia, Stefanink considera que «la metáfora del relámpago», que en mi exposición efectivamente se contextualizaba, confirma la impresión de que la intuición sería un fenómeno «incontrolable» que «caería» de alguna manera sobre el traductor. Razón por la cual considera el uso de semejante metáfora como «un poco desafortunado» porque «refuerza la aversión de los traductólogos hacia una intuición incontrolable». Subrayando deliberadamente el prejuicio de los traductólogos, que tienden en exceso a considerar la intuición de esta manera, Stefanink aconseja «tratar tales metáforas con prudencia».
Si he leído bien, esto significa que no es necesario evitar esta metáfora porque sea falsa, sino porque refuerza los prejuicios negativos de los traductólogos, en cuyo caso me pregunto si no sería quizá mejor combatir esos prejuicios, en lugar de suponer que mi concepto de intuición corresponde exactamente a aquello que dice Stefanink.
Más adelante Stefanink vuelve sobre el carácter no-inmediato de la intuición y me cita de nuevo: «la intuición no está dada inmediatamente», y me hace terminar: «la intuición así entendida es ascética intelectual, no se aparece sino ante quien ya la lleva dentro de sí». Pero sin detenerse en el sentido de esta fórmula, considera que aquí falta un criterio que es para él más importante si queremos considerar la intuición como un «instrumento de captación de sentido», a saber: la contextualidad («Kontextgebundenheit»). Dicho de otra manera, esta noción no estaría presente en mi concepto de intuición como «ascética intelectual». Y aquí no puedo sino sorprenderme, puesto que esta presentación oculta gran parte de mi descripción, lo que me lleva a pensar que, finalmente, Stefanink comparte el prejuicio negativo de nuestros colegas traductólogos, y que no se trata tanto de que yo trate de evitar semejantes metáforas, como de que él –y ellos– las lean correctamente.
Así pues es necesario volver más detenidamente sobre aquello que escribí hace más de treinta y cinco años. Esta imagen se encuentra al final de mi capítulo de introducción general, en el que intento plantear un espacio en donde el traductor evoluciona «en la confluencia entre exégesis y escritura». Para ello, distingo entre la actitud del traductor ante su texto y del científico ante su objeto de estudio: siempre ya inmerso en el lenguaje del que además está constituido el texto, el traductor no pone el texto ante sí como un objeto. La perspectiva hermenéutica que defendía sobre este punto disuelve la escisión científica entre sujeto y objeto, y con el fin de hacer comprender mejor esta idea, recurrí a la metáfora del juego, más concretamente al modelo proporcionado por el fútbol. En el juego el verdadero sujeto no es el jugador, sino el juego mismo. El sujeto es tomado como un conjunto de movimientos que constituyen el juego como jugador. Para ser aún más preciso: el buen jugador, aquel que tiene lo que se denomina precisamente «el sentido del juego», no se desplaza por el terreno a su antojo, sino que se mueve en función de las fases del juego, del posicionamiento de sus compañeros y adversarios, que no solamente observa, sino que también (y sobre todo) anticipa, al igual que el traductor que observa los diferentes términos, sus vinculaciones y la naturaleza de estos, propone una solución para retomarla eventualmente y volver a observar (en el contexto futbolístico, esta fase de observación se denomina «jugar el balón»). Dicho de otro modo: el jugador tiene en cuenta todo el contexto que constituye el juego y eso determinará su comportamiento. Es esta dimensión la que Stefanink piensa no haber encontrado en mi presentación porque no la ha buscado y se ha concentrado únicamente en la última parte de la imagen.
Describo a continuación una fase del fútbol que se corresponde muy íntimamente con la intuición: el «pase largo, arma absoluta del fútbol moderno calificada de total porque todos los jugadores están en movimiento al mismo tiempo»; cito este pasaje porque en él insisto una vez más en la noción de contexto. El «pase largo» se caracteriza por su carácter repentino tras una fase de juego más o menos prolongada durante la cual los jugadores buscan desestabilizar la estrategia rival, así como por el hecho sorprendente de que este pase está dirigido hacia un lugar (siempre en dirección a la portería) donde no se encuentra (todavía) ningún compañero.
Es lo que se denomina en términos deportivos «encontrar el camino del gol». El jugador ha anticipado el final de la jugada, y esta solo podrá terminar exitosamente si uno de los compañeros ha entendido su intención y ha anticipado también la acción de la jugada para encontrarse en disposición de recibir el pase. Escribo entonces: «es exactamente así como surge del interior de la intuición la comprensión global del texto».
Para responder a la pertinencia de la metáfora del relámpago (y, finalmente, al uso de toda metáfora), Stefanink se dedica a una manipulación bien interesante, que consiste precisamente en suprimir todo contexto: en efecto, habla de una intuición «imprevisible» que «parece sobrevenir en un cielo despejado» [«die aus heiterem Himmel zu kommen scheint»]. Sigue aquí una locución alemana: «wie ein Blitz aus heiterem Himmel» que se emplea para referirse a algo que llega sin preaviso alguno, sin signos precursores que hayan permitido anticiparlo: Die Nachricht traf uns wie ein Blitz aus heiterem Himmel = «La noticia nos pilló de improviso, nos ha dejado patidifusos». Ahora bien, nada en mi texto permite pensar que la metáfora del relámpago se inscribe dentro de esta expresión acuñada, en este cliché de la lengua, al cual Stefanink cede sin ningún control, ¡y siguiendo una mala intuición! Lo que se ve es, por supuesto, la conocida situación en la que un relámpago desgarra un cielo agitado por nubes de tormenta. Y era imposible equivocarse puesto que concluyo citando al filósofo Eugen Fink que, en su comentario al fragmento 64 de Heráclito, escribe «en la noche, el rayo resplandece algunos segundos y en la claridad del resplandor muestra la articulación de las cosas tomadas en su contorno, del mismo modo en un sentido más profundo el rayo hace aparecer las múltiples cosas en su agrupación articulada»: he aquí una imagen que expresa muy claramente hasta qué punto se toma en cuenta el contexto, pues solo contando con la guía del contexto puede la intuición, a través de la fórmula que ella profiere y únicamente si es justa, hacer aparecer más nítidamente la naturaleza de las conexiones entre los términos que la habrán producido, más concretamente, «las cosas múltiples tomadas en su agrupación articulada».
Así concluía un razonamiento que mostraba que en ningún caso puede afirmarse, como lo hace Stefanink, que la debilidad de la intuición, tal y como yo la desarrollo, es la de ser «incontrolable». Tras el desarrollo sobre el «pase largo», continúo de este modo: «hace falta ir más lejos todavía: la intuición no exime de verificación. Mejor: su riqueza metodológica se revela precisamente en su vuelta sobre sí misma. Retomando a partir del resultado de la intuición los elementos constitutivos del sentido del pasaje, son las articulaciones vivas del texto las que aparecen con mayor nitidez, y llevan así, eventualmente, a modificar la fórmula».
La lectura de Stefanink no es realmente malévola, pero trata mi descripción de la intuición exactamente como los traductólogos tratan la intuición misma: en el preciso momento en el que me reprocha no tener en cuenta la noción de contexto, él mismo la descontextualiza para hacer lo que le conviene con el fin de rechazarla mejor. Si Stefanink aconseja evitar «este tipo de metáforas» a los traductólogos, sugiriendo con ello que él mismo se sitúa por encima del conflicto, es porque en realidad comparte los prejuicios y las prácticas de sus colegas en lo concerniente a la intuición, lo que explica que reproduzca su gesto reductor, reproduciendo su visión truncada de la intuición.
Así, a quienes acusan a la intuición de todos los males arrojados sin reflexión por el cientificismo (subjetivismo, esoterismo, misticismo, falta de método, etc.), temo que debo mostrarles que simplemente no saben de qué están hablando, y que sería un gran beneficio para ellos leerme, puesto que también anticipo sus malvados ataques, escribiendo con todas las letras que la intuición no llevaría jamás a encontrar alguna cosa que «no hubiera preexistido en la conciencia lingüística pasiva del traductor».
No es pues inútil ofrecer un nuevo ejemplo, muy sencillo y muy reciente, que confirma claramente este último punto: en el curso de una lectura me encontré por primera vez la combinación de dos adjetivos corrientes: «nüchtern [sobrio] - luxuriös [lujoso]», aplicados simultáneamente al estilo de las habitaciones de un hotel. El alemán a menudo hace uso de esta posibilidad, que constituye a menudo una dificultad de traducción para las lenguas que carecen de la misma facultad. Rápidamente me vino a la cabeza la expresión: «un luxe épuré» [un lujo depurado]. Era una intuición que podía no ser adecuada y, evidentemente, no me habría venido a la cabeza si no hubiera tenido conocimiento del adjetivo «depurado» y de su sentido, al menos aproximado. Una vez más: la intuición no inventa nada ex nihilo, hace aparecer aquello que ya está ahí pero que no aparece todavía como tal (es el sentido del latín inventio), y esto basta para refutar el extraño reproche de esoterismo.
Para refutar la crítica de incontrolable, falta verificar la pertinencia de este «hallazgo», algo siempre necesario en el caso de la intuición, dado que siempre va acompañada de un sentimiento de certeza que puede ser engañoso. Volviendo sobre la expresión alemana a partir del resultado obtenido, es posible validarla subrayando los contornos semánticos de «nüchtern [sobrio] - luxuriös [lujoso]»: en efecto, «un lujo depurado» contiene los siguientes semas: sobrio y (sin embargo) lujoso [luxueux]. El verbo «épurer» [«depurar»] significa en primer lugar volver «más puro eliminando los elementos extraños» (Robert), y por extensión «perfeccionar», lo que en el campo de la estética desemboca en: «más belleza». Un «lujo depurado», es entonces un lujo que obtiene su belleza no de una acumulación o de un exceso, sino al contrario, de una especie de ascetismo que hace sobresalir la pureza de las líneas. Una austeridad que no empobrece, sino que enriquece.
Y esto es exactamente lo que significa «nüchtern [sobrio] - luxuriös [lujoso]»: puesto que el adjetivo «nüchtern [sobrio]» se define semánticamente como «una ausencia de...», sea cual sea su utilización. El resultado de la intuición está así pues perfectamente conforme con aquello que significa este grupo de adjetivos: un lujo (luxuriös) obtenido no por acumulación, sino por reducción (nüchtern).
Del lenguaje metafórico en traductología
He aquí que hemos llegado al último punto de mi exposición, que recupera el conjunto, puesto que el tema va a ser ahora, de forma no ilustrativa pero fundamental, la metáfora en el discurso traductológico.
Todos los ejemplos que he tratado hasta aquí eran metáforas, que tratan de designar al propio traductor (traidor, falsificador), su actitud (modestia, humildad), el resultado de su trabajo (reflejo, elegancia) o un procedimiento heurístico (intuición). Hemos visto que el rechazo del lenguaje metafórico sería extremo para los traductólogos sea en nombre de un cientificismo autoproclamado y mal comprendido, sea con el propósito de mantener los prejuicios de los propios traductólogos. Para concluir me gustaría mostrar que la cuestión no puede plantearse en estos términos y proponer una posición tan radical como aquellas que he defendido hasta aquí con el objetivo de poner término a una discusión tan vana como inútil, para mostrar la apuesta propiamente filosófica de esta posición.
En primer lugar debo decir que esta postura no es para nada algo nuevo, puesto que ya la defendí hace una decena de años para impugnar esa actitud de rechazo presente en el discurso de la Übersetzungswissenschaft [Ciencia de la traducción] y, en especial, en W. Wilss.
Hoy querría ampliar el alcance de mi argumentación al lenguaje en general. Como sostiene Gadamer contra Ricoeur y Derrida a la vez, pensar que la metáfora concierne únicamente al campo de la retórica es un grave error en el que incurre quien simplemente desconoce el funcionamiento del lenguaje. En efecto, la metáfora no es un simple complemento ornamental de un lenguaje preexistente (es precisamente la práctica inconsciente de esta antigua creencia lo que permite a Wilss y a sus consortes ataviarse con los ropajes de la cientificidad): si se entiende por metáfora un tras-paso (meta-pherein), entonces lo metafórico está en el origen tanto del lenguaje como de la significación. No solo el sentido de un texto se desprende de las relaciones entre los componentes del texto –esto es, del contexto–, sino que, como Saussure lo ha enunciado en su Curso de lingüística general, el sentido mismo de una palabra no se constituye si no es por la diferencia con respecto a otras palabras y, por tanto, por un rodeo, una relación metafórica. Una toma de conciencia semejante es ciertamente peligrosa, puesto que sacude las categorías heredadas más tradicionales, que, de pronto, se transforman en clichés, como sucede con la distinción canónica entre «sentido propio» y «sentido figurado». Para distinguir rigurosamente entre los dos haría falta poder imaginar dos sentidos cada uno de los cuales sería el producto de una instancia distintiva. Pero en realidad sabemos bien que el sentido propio es considerado como el primero, y el sentido figurado como el segundo, que viene a sumarse al primero: el orden metafísico está preservado, la noción original continúa determinando el conjunto. Pero si se considera que el movimiento metafórico es irreductiblemente el primero, entonces es el sentido considerado figurado el que determina el sentido propio, que no sabría por tanto ser ni primero ni propio. Es necesario entonces decir que aquello que denominamos sentido propio no es nada más que el más fuerte rechazo de lo metafórico.
Si esto es así, entonces ningún discurso puede escapar de lo metafórico, y aquel que pretenda hacerlo simplemente no sabe ni lo que dice ni lo que hace, práctica que está bastante alejada de la objetividad científica o del saber acerca de la literatura, tan reivindicadas sin embargo por unos y otros.
Ahora bien, existe al menos una tentativa manifiesta para limitar el recurso a la metáfora, no en el discurso traductológico sino, más radicalmente (al menos en apariencia), en el lenguaje crítico en general: el de nuestro colega suizo Harald Fricke, representante de la teoría analítica. A este esfuerzo ha consagrado una tesis, que resume en un artículoDie Sprache der Literaturwissenschaft, Beck, Munich, 1977, cuya tesis es resumida en el artículo «Suggestion statt Argumentation. Beobachtungen zur Wirkung literaturwissenschaftlicher Prosa». En Akten des VII. Internationalen Germanisten-Kongresses, Göttingen, 1985, vol. II, Tubinga, 1986..
Fricke ha señalado en cierto número de trabajos de germanistas alemanes lo que él denomina «elementos poetizantes», tales como la «metáfora» o el «juego de palabras» y llega a la conclusión de que una «poetización» semejante del discurso crítico tiene como objetivo imitar un «lenguaje amanerado» destinado a reemplazar la argumentación por la sugestión. Evidentemente no puedo sino seguir a Fricke cuando denuncia que la imitación (en realidad: la imitación de la imitación y el mimetismo) es una negación de responsabilidad y el síntoma de una fascinación, que no puede producirse jamás en un discurso crítico, puesto que ella misma es el síntoma de un fracaso a la hora de comprender (en el doble sentido de este verbo).
Pero ¿podemos, como hace Harald Fricke, solventar el problema formulando como una «exigencia simple» que la crítica hable «un alemán claro»? Este valor tan clásico de claridad va de la mano con el de la simplicidad y, de hecho, Fricke plantea «la exigencia simple de claridad» contra la tentación del discurso poetizante de muchos germanistas que reposa «en gran parte sobre la ocultación [Verschleierung] de sus presupuestos por los medios retórico-poéticos» con el fin de obtener el afecto del lector –en otros términos, la clásica captatio benevolentiae–.
Me limitaré a hacer los comentarios siguientes: en primer lugar, no puede sino darse cuenta de que él también basa su argumentación en la antigua definición de la metáfora como ornamento poético o poetizante, llevado desde el exterior al discurso, lo que, como mínimo, enmascara sus propios presupuestos al encubrirlos de una verdad intemporal.
Además, sería demasiado fácil oponer a los excesos justamente denunciados por Fricke que el lenguaje crítico que defiende en nombre de la «cientificidad» y de la «precisión» reivindica al mismo tiempo, sobre la base de una confusión cuidadosamente trazada entre «univocidad» y «verdad», el afecto del lector, que alimenta implícitamente al acordar de facto un certificado de seriedad, incluso de resistencia a otros modelos por naturaleza efímeros.
Finalmente, no podemos sino constatar la coherencia metafórica de su discurso: hablar de «Verschleierung» (literalmente: «velamiento») «de los presupuestos por medios retórico-poéticos», es decir por metáforas, supone volver a utilizar lo que no es solamente una metáfora (aquella del velo, Schleier), sino la metáfora de la metáfora (el velo, como la metáfora, es aquello que muestra ocultando).
Ciertamente, he leído bien a Fricke y no ignoro que no rechaza la metáfora misma, sino su empleo descarriado. Esa metáfora conforma, por supuesto, una unidad con la claridad, de la que es su opuesto (la Verschleierung es aquello que impide la claridad), que es difícil no ver (salvo, precisamente, ¡al estar cegado por ella misma para elevarla al rango de criterio antimetafórico!) sino haciendo uso de la más vieja metáfora de la metafísica occidental, aquella que opone la luz del pensamiento a la oscuridad de los sofistas.
Rechazar la metáfora en el nombre de metáforas tan fundacionales, ¿es razonable? ¿No es un poco loco? Además, me arriesgo a sostener que Harald Fricke no se corta en tachar de locos a aquellos que faltan a su deber de claridad así comprendida: su propósito adquiere tintes de Cruzada cuando afirma que se trata de preservar el «Templo de la ciencia» de «un delirium tremens poético». Si se trata de desterrar de la lengua de la crítica literaria el «delirium tremens poético», sin duda podríamos comenzar por las sombrías acusaciones de delirio sobre fondo religioso (aunque es verdad que la «claridad» siempre ha tenido de entrada una relación esencial con lo divino, por no hablar del «velo»). En cuanto a la metáfora utilizada (y por tanto autorizada) del «Templo de la ciencia», desvela involuntariamente la clave de este discurso, que es la de reivindicar un idioma sagrado que, en realidad, solo se consagra a sí mismo. Vayamos entonces un poco más lejos: ella misma se muestra como «la lengua de la sociedad clásico-burguesa» para la cual la lengua no puede ser sino «decoración» o «instrumento».
Querer imponer semejante «claridad» al discurso crítico no es otra cosa que imponerle el espejismo según el cual la filosofía habría impuesto siempre su ley: un auto-lenguaje transparente y que no mancha el objeto, sino que lo restituye en su pureza, «tal y como es», y es, por esta razón, universal. Y, como un discurso semejante es rigurosamente insostenible, sus valedores no tienen otro recurso que la vieja arma desarmada de la exclusión teológico-psiquiátrica (el dogma contra el vagabundeo loco). ¿Nos sorprenderá entonces saber que si bien Harald Fricke ocupa una cátedra de germanista, es filósofo de formación?
Preciso –por no decir «clarifico»– mi propósito al proponer la siguiente distinción: este desplazamiento constitutivo de todo sentido y de todo lenguaje, denominémoslo la metaforicidad, es pues también aquello que posibilita la filosofía en general y la metafísica en particular. La metaforicidad no es ni una esencia ni una sustancia, ella no es, puesto que en cuanto se dice «hay», «hay» (movimiento de) la «diferencia». Por esta misma razón, la metaforicidad no es ni fenomenizable ni dialectizable.
Realizo ahora un desplazamiento analógico para plantear que la metaforicidad es al lenguaje lo que la metáfora es a las lenguas. No hay metáfora sin metaforicidad, evidentemente, pero tampoco filosofía. Ahora bien, la filosofía, para asentar su autoridad, tiene evidentemente necesidad de ser primera. Así pues, debe excluir o negar la metaforicidad. Como ella no puede percibirla, y su gesto es el de una negación, toma la metáfora como aquello que más se le parece. Haciendo esto, señala rigurosamente aquello que quiere suprimir (su origen), y el rechazo, una vez descifrado, aparece como la verdad de la metafísica al desnudo. Es esta lógica de la huida hacia delante la que le hace soñar con un lenguaje que describiría su objeto sin mancharlo, en la pura transparencia (que se retraduciría como «claridad» de la lengua o como «objetividad» de espíritu). La filosofía procede a un rechazo de lo dado y sueña con un lenguaje que escape de las contingencias del lenguaje: de ahí el escándalo desencadenado cada vez que se pretende mostrar que la filosofía funciona como todo lenguaje, con su retórica, sus tropos y sus déficit. Y como corresponde a su autoridad –dicho de otra manera, a su control del sentido–, sueña con una práctica de lectura que pueda detener el sentido fijando un punto de anclaje exterior al lenguaje mismo, a menudo encadenado con más fuerza todavía (son siempre la denegación y el rechazo los que hablan), puesto que se dirige a los textos que se le escapan más manifiestamente con una lectura semejante (Mallarmé y Trakl por ejemplo, contemporáneos de la fenomenología a la que escapan).
Filosofía y literatura se distinguirían entonces únicamente por su respectivo posicionamiento ante la metaforicidad: para la filosofía (y por tanto para la crítica analítica versión Fricke), todo el esfuerzo consiste en eliminar la opacidad del significante, asegurar la transparencia de su propio discurso y el control sobre todo discurso a partir de algún punto último de anclaje y, por tanto, negar, rechazar la metaforicidad y también la metáfora, que es su manifestación más vistosa, y parece permitir la distinción más segura con la literatura. En el caso de la literatura se trataría en cambio de aceptar esta opacidad del significante asumiendo una ausencia de punto de anclaje último, un deslizamiento constante aunque discontinuo, de aplazamiento en aplazamiento de todo y que se burlaría de todo agente de la ley que le viniera a decir: en el nombre del significado (trascendental: por ejemplo «la unidad»), en el nombre de la polisemia (siempre delimitable, gracias a dicho significado, contrariamente a la diseminación), «¡yo os detengo/arresto!»
Quizá ustedes piensen que nos hemos alejado mucho de la traducción y, sobre todo, de su práctica. Pero no es así, puesto que toda práctica de la traducción, toda elección (incluso si no se trata de una elección consciente) está predeterminada por una concepción del texto y de la constitución del sentido. Si los traductores se permiten a menudo tantas libertades injustificables con el texto que traducen, es porque no tienen conciencia de los fenómenos que he descrito y porque para ellos, dar sentido constituye una exigencia que concierne a la evidencia. Añadamos, para subrayar hasta qué punto la apuesta es concreta, por no decir práctica, que en esto los traductores se ven alentados a menudo, e incluso obligados a veces por los mismos editores, que no se posicionan ni a partir de la filosofía ni de la literatura, pero se dejan guiar por el significado trascendental del rendimiento –en concreto en las casas editoriales que pertenecen a los grandes grupos financieros, donde no pueden comprender el propósito de aquel gran editor que fue Samuel Fischer (1859-1934), para el que «la misión más importante y más bella del editor es imponer a los lectores valores nuevos que no quieran»–, razón por la cual auguro un empeoramiento de la situación más que una mejoría. Ignorando totalmente que la obra pueda ser aquel lugar en el que el lenguaje es el único sujeto, se trata para estos contarporáneos [comptemporains] de (hacer) traducir de forma que no inquiete al lector: ustedes habrán reconocido todo el interés que se puede sacar de la metáfora de la claridad, que no designa aquí más que lo familiar, lo conocido y lo admitido, en una palabra, lo tranquilizador, y que se impone aún más fácilmente cuando el traductor, lo hemos visto, permanece sobreexpuesto a los clichés ideológicos; y allí permanecerá mientras la crítica iniciada no permee su propio discurso para hacerlo acceder a la imagen de sí que le conviene, porque vuelva a él lejos de estereotipos.