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A fondo

Entrevista con Salvador Espriu

Joaquín Soler Serrano
Fotografía Toni Vidal

El 19 de septiembre de 1976, el reputado periodista Joaquín Soler Serrano entrevistaba en el mítico programa de televisión A Fondo, a Salvador Espriu, «figura señera de la intelectualidad catalana y de sus letras, probablemente la figura con la que más profundamente se compenetra el pueblo catalán», según anunciaba Soler Serrano en la presentación del programa. Minerva recupera ahora unos fragmentos de aquella entrevista, una de las pocas que concedió Espriu para medios audiovisuales.

Páginas del texto de Espriu dedicado a Josep Pla y su libro Les hores, en las que se aprecia la constante reelaboración de sus escritos
Breve nota sobre Josep Pla, redactada a lo largo de más de trece años (23.02.67 - 07.12.80)

Comencemos con un breve recorrido por su vida. Nació usted en 1913, en Santa Coloma de Farnés, donde su padre ejercía de notario.

Es verdad. Pero a los dos años pasé a residir en Barcelona porque mi padre ganó una oposición muy notable, y he vivido toda mi vida en esta ciudad.

Quisiera que nos hablara un poco de sus padres. De su padre, que era un hombre de talante liberal, aficionado a las artes y a las letras y que, al parecer, tenía una especial habilidad para las caricaturas.

En efecto. Yo creo que como caricaturista era muy interesante. Quizá no desde un punto de vista estrictamente artístico, pero sí psicológico. Actualmente las caricaturas, que están todas en nuestro poder, tienen un valor de época.

A parte de eso, su padre amaba la comunicación con los demás. Tenía una tertulia, me parece que era en el Círculo Ecuestre.

Tenía tertulias en diversas partes, pero especialmente en casa. Yo me formé en esa tertulia. Porque mi padre, como dice usted, era muy liberal y quería que desde nuestros primeros años frecuentáramos la comunicación y el diálogo con sus amigos, que eran, en general, gente inteligente y muy interesante.

Parece que en esa tertulia los asistentes asistieron a las primeras apariciones del muchacho Salvador Espriu, que decía cosas que les dejaban perplejos y que ya comenzaba a dar muestras de una sagacidad y una sensibilidad que habrían de cristalizar más tarde en su obra. ¿Recuerda usted esas primeras apariciones suyas entre esos contertulios adultos?

Mi padre me quería mucho y me dejaba hablar con gran libertad, siempre compatible con la discreción. Lo de si asombraba o no a los asistentes a la tertulia, quizá no sea exacto. Tal vez los enojaba, pero disimulaban. No creo que llegara a ser el repelente niño Vicente.

Los Espriu vienen de Arenys de Mar, ¿no es así? Arenys es una constante en la obra del señor Espriu aunque, de una manera un poco cabalística; está escrito siempre al revés.

Y convirtiendo la «y» en «i»: con la «y» me resultaba un nombre un tanto pedante, demasiado helenizante, mientras que así queda más latino.

¿Qué recibió usted, aparte del amor y el afecto, como herencia digamos intelectual y humana de su padre?

Es difícil saberlo, pero yo debo mucho a mi padre y también a mi madre, que era el reverso de la medalla. Era una mujer tan inteligente o quizá más que mi padre. Era reservada, muy religiosa, muy católica. De una severidad tal en su concepto de la vida, que yo para hacerla enrabiar le decía que no era católica sino calvinista. Mi padre era un hombre mucho más abierto. Le gustaba mucho hablar y era, si no un hombre genial, sí al menos genialoide. Era muy divertido y de mucha atracción personal. Muy simpático, cuando quería. Cuando no quería –tenía rachas de mal humor–, entonces era realmente temible. Sobre todo cuando a su lado se decía alguna estupidez, cosa que ocurría a menudo. Entonces era casi… Si no intratable, sí que asustaba. Al estúpido no le quedaban ganas de continuar hablando después de la tajante intervención de mi padre, que lo dejaba aplastado, pero sin crueldad, porque mi padre era un hombre esencialmente bueno.

De sus años infantiles, ¿cuáles son sus recuerdos más importantes?

De mi infancia he de recordar el gran amor que tuvieron siempre para conmigo mis padres, tanto mi padre como mi madre. Enseguida entró el infortunio en casa en forma de enfermedades que han dejado huella el resto de mi vida. Hasta ahora estoy sufriendo las consecuencias de una enfermedad que cogí a los nueve años, un simple sarampión, pero con complicaciones muy graves. Desde entonces mi salud ha sido siempre precaria. Actualmente, una de las cosas que me acongojan más, es que padezco de un temblor casi continuo de mi mano derecha que me dificulta mucho, a veces casi me impide escribir, porque nunca aprendí a escribir a máquina. Y también padezco de unas, llamémosle, dislalias. Es decir, que a veces me encuentro con dificultad inesperada de pronunciar determinadas palabras, como si fuera tartamudo sin serlo. No hay ninguna falta de conexión entre mi pensamiento y mi habla. Es una cosa puramente motora, pero que me impide a veces decir palabras tan sencillas para mí como Barcelona o Espriu. Después que pasa esto –puede ser algo relacionado con las neuronas corticales– hablo otra vez fluidamente hasta que vuelvo a encallarme, que aunque es un verbo que parece catalán también es castellano, aunque menos usado y con una extensión semántica más restringida que en catalán.

Ese infortunio que llegó a la casa de los Espriu se llevó a su hermano mayor, Francisco, a los catorce años, y también a su hermana María Isabel. Salvador y los hermanos sobrevivientes, José y María Luisa, sintieron a partir de ese momento una protección todavía mayor y más afectuosa de sus padres. Su padre, Francesc Espriu, crecido en el clima de la Regencia, envió a sus hijos a la escuela laica.

Sí, primero fui a la escuela Montessori cuando era muy niño. Después estuve un tiempo en el colegio alemán, y ya para hacer el bachillerato pasé al colegio de San Luis Gonzaga, que regentaba un pariente lejano de mi padre que se llamaba precisamente como usted, Joaquín Soler.

Siendo usted un muchacho, con quince años apenas, escribe su primer libro, titulado Israel, y, cosa curiosa, no lo escribe en catalán, su lengua materna, sino en castellano. Me parece que no ha reincidido usted nunca más, ¿no es así?

Así es. Pero no es tan curioso como parece, porque yo hice el bachillerato bajo la dictadura de Primo de Rivera y la lengua oficial era la castellana. Entonces, aunque en casa siempre hablamos en catalán, la educación era en castellano. Y es natural que al comenzar a escribir lo hiciera en castellano. No se vendió ningún ejemplar de este libro. Lo editó mi padre en Oliva de Vilanova, en una magnífica edición de 110 ejemplares. Quisiera ahora volverlo a escribir en catalán, pero todavía no lo he hecho. Dijeron que había influencias de Gabriel Miró. Entonces yo no había leído a Gabriel Miró, pero sí había leído la Biblia.

1932 es el año en que aparece Laia.

En efecto. Yo tenía entonces 18 años, casi 19.

Parece ser que los críticos no se portaron demasiado piadosamente con el libro, del que hay algunas ediciones o reediciones relativamente recientes, y que más tarde sería llevado al cine en una película que interpretó Nuria Espert. Algunos críticos decían que su idioma estaba muy influido por el castellano primigenio que había aprendido usted en la escuela.

Sí, algunos de esos críticos fueron innecesariamente duros conmigo. Y, sin ninguna pretensión, he de decir que, si bien es cierto que entonces todavía no sabía bastante catalán literario, en realidad de lo que no se daban cuenta esos señores es que eran los epígonos de un movimiento literario llamado Noucentisme, y que con Josep Pla y conmigo comenzaba otra época del catalán. Después esto se fue poniendo de relieve con el paso de los años. También es verdad que tuve muy en cuenta aquellas críticas que se me hicieron y he estado rehaciendo constantemente Laia hasta llegar a esas ediciones que menciona y que ya no voy a tocar.

Llega usted a la universidad en 1930. Por esos tiempos, la universidad era un hervidero de gentes llenas de inquietudes políticas, literarias, etcétera. ¿Qué fue para usted la universidad?

Los mejores años de mi vida pasaron en la universidad, realmente autónoma, de Barcelona desde ese año de transición, 1930-1931, hasta la plena labor de transformación y modernización de la universidad bajo el patronato de Pompeu y Fabra y el rectorado casi unamuniano, en el sentido de permanente, del gran doctor D. Pedro Bosch y Gimpera, que recientemente ha fallecido en México, a quien yo quería muchísimo y que fue mi maestro directo. Porque yo, además de ser licenciado en Derecho, soy licenciado en Historia Antigua. Por lo tanto, recibí el magisterio directo de Bosch y de su escuela que tenían una fama internacional muy merecida que Bosch mantuvo hasta el fin de sus días. Entre sus discípulos y maestros míos, se cuenta Alberto del Castillo y otros que ya han fallecido. Sobrevive el Dr. Luis Pericot y García, que es un hombre de fama internacional y a quien quiero y respeto muchísimo. Tengo un gran recuerdo de todos mis maestros y también de mis condiscípulos. Lo pasamos muy bien en la universidad. En aquella universidad.

Las horas su primer libro de poesía, de 1934. Es el libro que entronca su quehacer poético con su juventud. En estos años de aprendizaje de 1931 a 1936, encuentra usted en los libros lo que ha llamado alguna vez «una inútil sabiduría sin amor».

En realidad, la versión actual de Las horas poco tiene que ver con ese libro del 34. Yo cuento como primer libro de poesía Les cançons d’Ariadna, que es un libro todavía abierto. Quiero que llegue a los cien poemas. Estoy en los ochenta y no sé cuántos, no recuerdo exactamente el número, y quiero cerrarlo con cien poemas.

Es curioso ese tesón, ese afán de ir siempre trabajando sobre cosas ya hechas, ampliándolas, complementándolas. No cabe la menor duda de que, además, persigue usted siempre en todas sus obras una unidad esencial. Diríamos que no hay ni un solo poema que pueda considerarse ajeno al espíritu de los primeros con que usted inició Las canciones de Ariadna.

Eso es cierto. Y, además, no solamente en relación con mi poesía sino a toda mi obra. Si yo pudiera realizarla tal y como la tengo prevista, entonces, leyéndola de una manera metódica, se entendería lo que he querido expresar con la totalidad de mi obra literaria, tanto poética como dramática y narrativa.

¿Por cuál de esos géneros siente usted realmente una mayor inclinación?

Por ninguno de ellos. Yo creo que los géneros literarios son intercambiables. Hay cosas que deben y pueden decirse en prosa y otras que deben y pueden decirse en verso. Pero fundamentalmente se pasa de un tema –y la forma de tratarlo– a otro, de un género a otro, casi sin solución de continuidad, por lo menos intelectual.

En años difíciles para la lengua catalana parece que usted encontró en la poesía una manera de quintaesenciar un poco sus ideas, sus pensamientos. Y no sé si es cierto, pero he oído contar que, generalmente, imaginaba o construía mentalmente las poesías en la cama, por la noche, las archivaba en su memoria y las escribía al día siguiente.

Es verdad. Escribía en verso porque el ritmo, incluso físico, de escribir en prosa es muy distinto del ritmo que implica escribir en verso. Y por el tiempo, además, que no me sobraba. Estaba yo entonces, cuando falleció mi padre, al frente de una notaría a la que aporté la clientela de mi padre y eso me robaba prácticamente todas las horas del día e incluso parte de la noche. Y tenía que escribir en verso porque el verso, que se concreta en poemas –en breves poemas–, conlleva, como decía antes, otro ritmo diferente al de la prosa, que requiere mucha más constancia y dedicación y, por tanto, tiempo.

Hay gente que le adora de una manera casi fanática y hay otras personas que dicen que su poesía es un poco hermética, que hay demasiadas claves escondidas. ¿Cree usted que realmente hay tantas claves?

Creo que se ha exagerado un poco sobre esto. Mi poesía pretende ser difícil, pero clara, como lo eran las matemáticas antes de Russell. Porque ahora ya no sabemos qué cosa son las matemáticas y quizá nunca hemos sabido lo que es la poesía.

Antes de seguir hablando de su obra, me gustaría conocer su impresión personal en torno a su aventura de hombre de letras a través del idioma. Es decir, me gustaría saber cómo ha sido su conocimiento, su compenetración, su dominio de esa herramienta poderosa y rica que es el idioma.

Mire, yo nunca he tenido profesor de catalán. Lo he hecho a mi aire y con un esfuerzo terrible, enorme. No reconozco maestros en este largo, duro aprendizaje que no ha terminado todavía y que no va a concluir nunca hasta mi muerte. Yo me considero un artesano de la lengua, un simple aprendiz. El único maestro que puedo reconocer es el gran escritor catalán, del que tan poco saben ustedes, los castellanos, Joaquim Ruyra, cuya obra, a su vez, estaba enraizada en el trabajo enorme en prosa de Mossèn Jacint Verdaguer. Pero, en general, he tenido que hacerlo todo a base de una especie de intuición y estando muy atento a la evolución literaria y hablada de mi lengua. Yo estoy absolutamente dedicado a mi pueblo catalán, a mi nación catalana, a mi lengua y a mi cultura.

Eso es obvio y es algo que todo el mundo sabe y reconoce. En este sentido, se puede considerar que ha seguido una línea absolutamente rectilínea, de una rectitud indesmayable. Ariadna en el laberinto grotesco apareció en 1935, como Espejismo en Citerea. Después prepara usted una licenciatura en lenguas clásicas y recibe una beca para estudiar egiptología. ¿No es así?

Tenía que recibirla, pero vino la Guerra Civil. Era una beca del Conde de Cartagena, pero no llegaron a dármela porque la Guerra Civil lo estropeó.

Durante la Guerra Civil usted no se colocó al margen de la contienda, sino que estuvo –como casi todos los españoles– inserto en ella.

Doblemente inserto, porque padecí por unos y por otros. Me sentía un tercero en la discordia, o en la concordia, que era imposible. Padecí por los unos y por los otros, aunque mi actitud fundamental, aunque muy moderada, es republicana. Era republicano en el año 1931, soy republicano en el año 1976 y pienso seguir siendo republicano hasta que me muera, sin que ello signifique menosprecio alguno por cualquier otra ideología que no sea la republicana y mucho menos por los monárquicos, así como tampoco siento ningún menosprecio, sino muchísimo respeto, por los marxistas, aunque yo no lo sea.

¿Tiene usted alguna visión acerca de cómo terminar, de cómo zanjar o dar por liquidadas las diferencias entre Cataluña y otras partes del país? ¿Cómo cree usted que podemos dar por terminado un día, ojalá que cercano, el llamado problema catalán?

No me atrevería a responder a esto porque probablemente nos llevaría demasiado tiempo. Pero este problema –como todos los demás– hay que solucionarlo a base de mucha comprensión y de mucha generosidad por ambas partes, a mi entender. Todo lo que no sea así, no nos va a llevar a buen puerto, a ninguna parte. Yo, aunque quizá resulte un poco pedante decirlo, recuerdo en estos momentos el maravilloso verso de la Antígona de Sófocles: «Yo no he nacido para el odio sino para el amor».

Ciertamente pienso que esa es la condición fundamental para zanjar las diferencias entre hermanos: el amor, la comprensión y el deseo de entenderse y acercarse. Pertenece usted a la llamada generación del 36, que Joan Fuster define como la de los que al estallar la Guerra contaban entre 20 y 26 años y estaban en plena etapa de iniciación de su carrera literaria. También pertenecen a esa generación Joan Teixidor, Joan Vinyoli, Agustí Bartra, Pere Calders, Joan Sala, Rosa Leveroni o Bartolomé Rosselló, que fue su amigo íntimo y falleció precozmente. Usted lo ha recordado mucho a lo largo de su obra.

Sí. Bartolomé Rosselló Porcel, mallorquín, de Palma, de la ciudad de Mallorca como nos gusta llamarla a nosotros ya desde los tiempos del rey don Jaime, falleció prematuramente de una granulia a los 24 años de edad en el sanatorio del Brull. Yo siempre lo he recordado como un amigo fraterno, de estos amigos que se adquieren solo en la universidad. Tiene una obra muy breve, pero de una belleza maravillosa. Son solo cincuenta poemas, de los cuales treinta, por lo menos, son absolutamente magistrales, antológicos.

¿Qué es la catalanidad, esa cosa de la que se habla tanto?

Es una manera de ser y de ver las cosas. Unos determinados matices sobre unos determinados valores de la vida. La catalanidad se funda, quizá por encima de todo, sobre una cierta sobriedad de visión de lo que en catalán se llama seny, que a veces no tenemos tanto como debiéramos –por lo menos colectivamente–, y sobre una cierta actitud austera, sobria y valorativa del trabajo ante la vida.

Desde su catalanidad, ¿cómo se asoma al resto de los pueblos hispanos?

Me asomo a través de un acento inconfundible: mi fonética revela mi origen, del que no me avergüenzo. El acento, la fonética es una cosa que no se puede borrar. Tal vez yo podría esforzarme en hablar un castellano que les pareciera a ustedes menos abrupto, pero entonces tendría que hacer las eles vibrátiles y poner quizá la boca en forma de culo de gallina y creo que es mejor no hacerlo así. Me asomo a los demás pueblos ibéricos, incluyendo el portugués, con la máxima cordialidad y con el máximo deseo de que nos encontremos todos en paz y en armonía, en inteligencia y en una profunda comprensión de lo que nos separa indudablemente, pero también de lo que nos une.

Hablemos un poco de su obra poética, por la cual ha sido candidato al premio Nobel en varias ocasiones. Se dice que, en profundidad y en altura, su obra es semejante a Quasimodo, a Neruda, superior –dicen algunos– a Montale. Los títulos de esta obra poética son, entre otros, Les cançons de Ariadna, del que ya hemos hablado, Cementiri de Sinera, Les hores o El caminant i el mur, que es un libro que ha sido recientemente seleccionado por los libreros como único libro disponible durante una jornada de protesta por los atentados a las librerías. También está Final del laberint, de 1955, y uno que es ciertamente muy importante, yo diría clave en la bibliografía de Espriu, que es La pell de brau, es decir, la piel de toro, esa piel de toro que es, naturalmente, España. Se dice que es el libro que le ha consagrado como poeta definitivo. Dice Espriu en unas notas sobre el libro: «Cómo un hombre de la periferia ibérica intentó comprender tiempo atrás el complejo enigma peninsular». Pero empiece explicándonos qué es Sinera, qué significa Sinera para usted.

En un momento, Sinera, partiendo de la realidad geográfica de Arenys de mar, era una especie de patria ideal. Actualmente este mito quizá se haya ido alejando un poco de mi contemplación y de mi sentimiento. Las cosas pasan, envejecen y el hombre también cambia.

Diríamos que Sinera ha sido una de las claves en cierto modo humanas o emocionales en su obra. Hay otra clave que es Sefarad, el nombre con el que se está dirigiendo a la península, a España.

Cuando hablo en serio, sí. Cuando hablo satíricamente es Konilosia, o sea, tierra de los conejos.

¿Que más claves podríamos encontrar en su obra? Porque me consta que hay otras muchas.

Desde el punto de vista geográfico, yo le diría a usted que Sinera es la transposición ideal de Arenys de Mar. Lavinia es una transposición, generalmente satírica, de Barcelona. Alfaranja es una transposición que todavía no he desarrollado suficientemente de Cataluña, y Konilosia-Sefarad es una transposición de España. Pero Sefarad tiene un alcance mayor. Yo quisiera que se comprendiera en Sefarad toda la Península Ibérica, Portugal incluido, un país por el que siento una admiración y un amor inigualables, porque es uno de los grandes países de la civilización mundial.

Hablaremos ahora del teatro, que es probablemente una de las vocaciones que más profundamente ha sentido.

Me gustaría mucho poder dedicarme al teatro, a escribir teatro. Si uno acierta, es algo que da un poco de dinero, aunque no lo haría por eso sino para expresarme en forma dialogada. Yo creo que la acción puede ir servida, conducida por la palabra, y esto quise demostrarlo de una forma extrema en la Primera història d’Esther en la que no hay ni una sola acotación escénica y los personajes van entrando y saliendo según lo que van hablando los unos y los otros, de manera que se sigue al pie de la letra toda la acción del Libro de Esther, incluidas sus partes deuteronómicas.

Don Salvador, ¿qué escritores en lengua catalana le llegan más profundamente?

Mire, creo que hay muchos y grandes escritores catalanes actuales vivos, pero como la lista sería interminable y probablemente y sin quererlo me olvidaría de alguno, no voy a nombrar a ninguno. Sí me gustaría designar, como amigos míos, a María Aurèlia Capmany, al fallecido Rosselló Porcel, a Joan Vinyoli y a un muy querido amigo que me lleva doce años, pero que está en la plenitud magnífica de su lucidez mental, que es don Tomás Garcés.

¿Y más atrás?

Más atrás hay grandes escritores catalanes gracias a los cuales nosotros podemos responder ante la historia o ante el juicio de Dios, si es que existe. En primer lugar, el más grande escritor que ha existido nunca en Cataluña es precisamente un hombre nacido en la ciudad de Mallorca, hijo de padres barceloneses, a raíz de la conquista del rey don Jaime, que ustedes llaman Raimundo Lulio y, en realidad, se llamaba Ramon Llull. Este hombre escribió la más maravillosa e insuperable prosa que se ha producido en catalán, comparable con las mejores creaciones intelectuales de cualquier otra literatura. Después vienen, como valores indiscutibles, lo que nosotros llamamos «las cuatro grandes crónicas». Hay también un hombre que como poeta es el más grande que ha producido Cataluña, Ausias March. A su lado, como valor universal, señalaría yo a Joanot Martorell, el admirabilísimo creador de Tirant Lo Blanc, que tan apreciado fue por Cervantes. Y quizá el hombre que cierra con un valor extraordinario esta parte clásica –que se produce en plena Edad Media y que acaba al iniciarse el Renacimiento– sería, junto con el satírico Jaume Roig, también valenciano, Joan Roís de Corella, que escribe la célebre Tragèdia de Caldesa y también un Canto de la Virgen con su hijo en la falda que es una cosa portentosa en la que aparece este verso verdaderamente escalofriante: «Crida lo sol plorant amb cabells negres», un verso que se puede comparar a los mejores versos que haya producido cualquier literatura: «Grita el sol llorando con sus cabellos negros».

«Alguna vez es necesario y forzoso / que un hombre muera por un pueblo, / pero nunca ha de morir un pueblo entero / por solo un hombre: recuerda siempre esto Sefarad. / Haz que sean seguros los puentes del diálogo / y busca comprender y estimar / la razón y las hablas diversas de tus hijos. / Que la lluvia caiga poco a poco en los sembrados / y el aire pase como una suave mano / extendida y benigna sobre los anchos campos. / Que Sefarad viva eternamente / en el orden y en la paz, en el trabajo, / en la difícil y merecida / libertad» [Canto XLVI, La pell de brau].

Amén, amén, amén.