La filosofía ante la traducción
Coloquio Ana Carrasco Conde • Ramón Del Castillo • Antonio Gómez Ramos
Fotografía Miguel Balbuena | Edición Alberto Enrique Álvarez
Los profesores de filosofía y traductores Ana Carrasco Conde (Universidad Complutense de Madrid, traductora de autores como Baudrillard o Schelling), Ramón del Castillo (UNED, traductor de Frederic Jameson, William James o Terry Eagleton) y Antonio Gómez Ramos (Universidad Carlos III, traductor de Gadamer o Hegel), participantes de Pensar la traducción: la filosofía de camino entre las lenguas, se dieron cita en el CBA al margen de las sesiones del congreso para desgranar algunos puntos calientes de la compleja relación entre pensamiento filosófico y traducción.
CAROLINA DEL OLMO (CDO)
Empecemos por lo más básico: ¿qué tiene la traducción para que se haya convertido en un tema de interés para los filósofos?
ANTONIO GÓMEZ RAMOS (AGR)
Pero es que no ha sido un tema de interés. De hecho, a mí lo que me llama la atención es que la filosofía no haya prestado más atención a la traducción. Tan solo en el último siglo ha habido cierta preocupación: de vez en cuando algunos filósofos dejan caer alguna reflexión sobre la traducción, alguna frasecita, casi siempre con bastante mala idea. Pero, como tal, la traducción se ha tematizado muy poco. Y eso a pesar de que la filosofía, desde sus comienzos, desde que salió de Grecia, fue objeto privilegiado de traducciones. Incluso actualmente, en una clase de filosofía siempre aparecen en la pizarra palabras escritas en cuatro o cinco lenguas distintas: griego, alemán, latín, inglés, francés... Está el ensayo de Walter Benjamin, está Schleiermacher, el famoso ensayo de Ortega, pero no hay de hecho una filosofía de la traducción, como sí hay una filosofía del lenguaje o una filosofía de la historia.
RAMÓN DEL CASTILLO (RDC)
Ha habido pensadores que no pasaron por filósofos pero dijeron cosas muy interesantes sobre la traducción. Depende entonces de qué entendamos por filosofía, porque para mí algunos estudiosos en ciencias sociales o en teoría literaria, así como escritores y adaptadores han hecho contribuciones tan interesantes o incluso más interesantes que los filósofos. Tal vez no tenían una teoría de la traducción, pero su aportación indirecta al problema de la traducción, así como al de la interpretación, ha sido muy llamativa.
ANA CARRASCO CONDE (ACC)
Yo, sin embargo, diría que aunque no ha habido un intento por reflexionar filosóficamente sobre la traducción como tal y sus problemas, sí ha habido un intento por pensar desde la filosofía lo que implica la interpretación, y la interpretación está íntimamente ligada a la problemática de la traducción. Es decir, que aunque explícitamente no ha habido efectivamente una «filosofía de la traducción», implícitamente sí podemos encontrar en diferentes momentos de la historia de la filosofía una preocupación por la importancia que implica la traducción, en particular, la traducción de obras filosóficas –estoy pensando en las famosas escuelas de traducción medievales– y de conceptos filosóficos concretos, no solo porque se sabe de la importancia asociada a un enriquecimiento de los contenidos filosóficos a través de un «trasvase» a otra lengua y, por tanto a otra cultura, sino también por lo que conlleva un concepto por sí mismo, como si el término empleado fuera una entrada, una oquedad a una concepción filosófica y a una interpretación del mundo. De hecho, el traductor lo que hace es interpretar, y un texto traducido no deja de ser la combinación entre la interpretación de un traductor y la interpretación del mundo que hace un autor. De esa tradición implícita, por volver al tema, se nutren esos escasos ejemplos de una «filosofía de la traducción» más explícita y reciente. Hay autores clásicos que aunque no han tratado expresamente el tema, han servido como referencia a autores contemporáneos para argumentar aquello que se quería decir, y que tenía que ver justamente o bien con la relación entre lenguaje y mundo (por ejemplo el Crátilo de Platón), entre el lenguaje y la pérdida del origen y la Ursprache (La tarea del traductor de Benjamin) o incluso con desmontar el tópico, desmontar el cliché, y enfocar los anteojos filosóficos hacia el problema concreto de verter una lengua a otra, de por qué es necesaria determinada traducción y qué contenidos filosóficos se pueden readaptar a una determinada tradición filosófica. Esos clásicos y no tan clásicos se preocuparon también por la equivalencia de términos filosóficos en idiomas diferentes y por lograr que, cuando en una lengua se utiliza un término, este sea una equivalencia lo más certera posible al original. Por ejemplo: qué implica el concepto de diké o de nomos, o cómo traducir al «cristiano» tò ón.
AGR
Sí, pero justamente la filosofía no tolera los términos técnicos. Si tienes términos técnicos es muy fácil traducir. Es lo que sucede, por ejemplo, con un manual de instrucciones de una nevera –que, curiosamente, suelen estar muy mal traducidos–. Pero la filosofía no funciona con términos técnicos, y por eso es tan importante y tan complicado dar con términos equivalentes. Precisamente la gran acusación de Heidegger es que la filosofía se traicionó el día que se tradujo del griego al latín. Desde Boecio, desde que se forjó el vocabulario filosófico, se traicionó lo que Heidegger pensaba que era el sentido originario griego –si es que existió algo así como un sentido originario–.
ACC
Precisamente por eso decía que esa preocupación por la interpretación y la posibilidad de conservar los sentidos de un determinado término, conduce a tratar filosóficamente la cuestión de la traducción.
EL TRADUCTOR COMO MOLESTIA
RDC
Probablemente el problema está en que, a veces, si eres buen traductor no puedes ser filósofo, o al menos cierto tipo de filósofo. De hecho, ha habido una especie de debate tradicional entre filólogos y filósofos, como el que suscitó Heidegger, al que algunos filólogos acusaban de inventarse el griego. Me da la impresión de que lo que Antonio sugiere aquí (y de hecho ha sugerido en algunos de sus libros), a partir de su experiencia como traductor, es que si traduces, te la juegas de una forma que la filosofía misma no puede controlar. A la filosofía le gusta decir la última palabra, su arrogancia es esa, y no es compatible con la humildad y la precaución de la traducción. Quedarse sin palabras como traductor es algo más fascinante y a la vez modesto que lo que la filosofía quisiera. La traducción te pone necesariamente en el juego del malentendido –del que se puede aprender mucho–, y hay que aprender a entenderse malentendiéndose. Y en ese juego, las propias teorías sobre el malentendido no sirven de tanto.
CDO
Por ahí iba justamente mi pregunta: ¿por qué la filosofía se empeña en problematizar algo que de hecho se da? Si la filosofía ha descansado sobre el hecho de la traducción desde el principio de los tiempos, ¿a qué responde esa línea que se empeña en hablar de la imposibilidad de la traducción?
RDC
Es todavía más complicado. Hoy día se enseña a la gente a hablar muy sesudamente de imposibilidades e inconmensurabilidades, pero ya no se aprecia tanto que los filósofos tengan que practicar la traducción como una especie de ejercicio de mantenimiento. Se considera un juego sin muchas ganancias (ni académicas ni económicas). Lo curioso es que cierto tipo de filósofos-traductores, acaban resultando incómodos para los filósofos de altos vuelos que se dignan a traducir, pero también acaban siendo incómodos y prescindibles para un sistema educativo apresurado que priva a todos del tiempo necesario para traducir en condiciones. Mi generación pensaba que no hay forma de ser filósofo sin traducir. La situación actual es muy diferente, ahora es como si nadie necesitara traducciones porque parece que ahora todos vamos sobrados de idiomas, o porque parece que no necesitamos más idiomas que el inglés filosófico, que en la mayoría de los casos ni es inglés ni es filosófico, sino una aburrida y mecánica lingua franca, una jerga de trueques académicos. En esos contextos el traductor que crea incomodidad pero que también da juego, está o fuera de juego, o en peligro de extinción…
AGR
El traductor es incómodo porque la traducción marca la alteridad, marca la pluralidad. Lo que se da por hecho en una palabra resulta que se puede decir mucho mejor de otra manera; sin embargo, resulta que esa palabra viene de otra lengua con una tradición muy distinta, cualquier palabra ya es una traducción, y eso siempre descoloca. Pierdes la seguridad de la propia lengua. Por eso la existencia de la traducción es incómoda, y en discursos muy establecidos molesta, tiende a ser ignorada.
¿POR QUÉ TRADUCIR?
AGR
A mí me gustaría saber por qué se traduce y qué es lo que se hace al traducir. Como dice Ramón, para la generación anterior –a la que todavía, hasta cierto punto, pertenecemos nosotros– parecía que solo se podía entrar en la filosofía si antes se había traducido. Hay grandes nombres de la filosofía del siglo XX que comenzaron por la traducción: Derrida traduciendo a Husserl, por ejemplo… Así que, en parte, se traduce para entrar en la filosofía o porque uno está fascinado con un determinado autor. Se traduce –y aquí se junta todo– también porque hay que ganarse la vida y comenzar a publicar. O se traduce, como dice Javier Marías, porque uno siente que en la propia lengua falta algo que ha visto en otra y aparece una voluntad de traerlo, de trasladarlo –un sentido originario de «traducir»–. Cuando se traduce, se pasa –al menos transitoriamente– por un momento de servidumbre, de ligarse a un texto. Por ahí surge la diferencia entre traducir e interpretar. Está el viejo tópico hermenéutico de que cuando interpretamos, comprendemos a un autor mejor de lo que se ha comprendido a sí mismo. Y el traductor por supuesto que puede estar comprendiendo al autor mejor de lo que él se comprendía. Desde luego, el traductor actual de Kant sabe mucho más sobre Kant de lo que sabía Kant. Pero a la hora de traducir no puede escribir más que lo que escribe Kant. Tampoco menos, claro, pero no puede escribir más. Hay una especie de autolimitación en ese plegarse a otro autor, a otro texto, no se sabe muy bien para qué. Para mí, ese impulso de traducir sigue siendo un misterio.
ACC
Pero la traducción, sea un acto de humildad y de plegarse al autor, siempre implica lo quieras o no un acto de interpretación que permite que podamos hablar, en un caso extremo, de «traducciones de autor»: las que proporcionan al texto traducido un valor estilística o filosóficamente relevante. Es el caso de la traducción de Antígona de Hölderlin, eliges esa traducción porque es de Hölderlin. O la traducción de Cortázar de los cuentos de Poe. En toda traducción siempre queda algo del traductor en el texto, y ese algo es su forma de interpretarlo. Un original plantea siempre una serie de posibilidades de interpretación y el buen traductor debe dejar abiertas las máximas posibles. Pero eso no significa que cuando está traduciendo no se inocule su interpretación. Cuando leemos Ser y tiempo de Heidegger en la versión de José Gaos, sabemos que es Gaos. Y lo mismo cuando leemos la Fenomenología del espíritu en tu traducción, Antonio, sabemos que tu lectura de Hegel está ahí, determinando tu elección de conceptos. Es la interpretación, la lectura y el conocimiento del traductor lo que le lleva a elegir un concepto y no otro; un concepto que tiene unas implicaciones en la lengua de destino que, a veces, no se corresponden con las de la lengua de origen. Y esos nuevos sentidos que aporta la lengua de destino hacen la nueva versión, si no más rica, sí diferente de la original. Por lo tanto, una traducción, en el fondo, sería una forma de remake.
CDO
Pero, ¿dónde está el límite? No sé si era Leopoldo María Panero quien, defendiendo su traducción del Rey Lear, que había recibido duras críticas, decía algo así como: «el hecho de que en mi traducción el rey Lear sean dos personas diferentes...» ¿Cuándo una traducción deja de ser una traducción y empieza a ser una, digamos, versión libre?
AGR
Pues yo diría que es algo que depende del tiempo también. Las traducciones de Hölderlin que ha mencionado Ana quizás sean de autor, yo no estoy seguro. De hecho, en su tiempo, más que de autor, eran de un loco: nadie las entendía y, sin embargo, a partir del siglo XX se las considera las buenas. Las traducciones también tienen una historia, necesitan su tiempo para hacerse visibles…
ACC
Acabas de introducir un tema importante, el del tiempo. Si se traducen los diálogos de Platón en el siglo XV, la traducción será muy diferente a la que se haga en el siglo XVII o en el XX o en el XXI. Aunque el original permanece, se produce una constante necesidad de reactualizar el lenguaje. Lo que, de nuevo, significa que existe una ruptura entre el texto original y la traducción, que está inoculada de tiempo. Esa temporalidad es la que lleva al traductor a intentar volcar en un texto el contexto cultural, el contexto de interpretación en el que se encuentra, para así revitalizarlo.
AGR
A mí me gustaría subrayar el carácter efímero de las traducciones, que es algo que también dice Benjamin. De algún modo, son una tangente al texto, apenas lo tocan. Las traducciones duran solo un poquito, y ya está. Envejecen fácilmente. Otro tema fundamental es el del original. Porque hay dudas razonables de que los originales lo sean. La mayor parte son traducciones o reelaboraciones de otros textos. Cualquier original puede descomponerse en una serie de textos previos. Ningún original es sagrado, y precisamente eso es lo que permite convertir al rey Lear en dos personas, o convertir a Hamlet en mujer, que eso también se ha hecho y es otra forma de traducir.
RDC
Se puede hacer una traducción de autor para demostrar que uno sabe hacer con el texto algo que otro no sabe. Pero hay también una traducción modesta que lo que se propone es, sencillamente, poner al alcance de otros un texto que no podrían leer en la lengua original. Olvidamos este espacio de educación y de comunicación que es modesto, pero crucial. En ese espacio aparentemente sencillo es donde uno descubre que nada es tan fácil. El que ha traducido un libro puede explicar cosas sobre el libro que otros no pueden entender. Yo diría que todas las traducciones son de autor, pero algunas se hacen pensando en el lector, mientras que en otras se juega de manera más narcisista con el autor del original. Habría mucho que decir sobre los modos de producción de cada traductor. A mí me parecen interesantes sus aspectos más paródicos, sus manías… Yo no he hecho traducciones de la entidad de las de Antonio, pero he sido tan pesado y obsesivo con lo que traduzco como si tradujera a Hegel. A veces pasamos todo un día buscando sinónimos para, a las doce de la noche, volver a la misma palabra que teníamos por la mañana, solo que «ahora me suena bien». Eso de pasarte un día buscando sinónimos para volver al «mismo» punto suena a círculo hermenéutico pero también tiene mucho de círculo vicioso (pues da placer). En ese vicio hay una temporalidad extraña, pero gozosa, que es la que ya no nos dejan ni practicar ni enseñar. El sistema educativo de hoy no te permite enseñarle a una persona a dar vueltas. Se considera una pérdida de tiempo, cuando probablemente se trata de un tiempo extraordinariamente aprovechado.
PARTITURAS Y MELODÍAS
AGR
Como lector, y esto nos pasa a todos, hay una tendencia a ser mucho más inmisericorde con el traductor que con el escritor. No se le perdona nada. A Luis Gago todavía se le reprocha que haya traducido El ruido eterno en lugar de El resto es ruido. A pesar de que lo hizo bien y con razones que argumentó. Pero más allá de esa crítica de la traducción que suele ser muy simplona, y que básicamente sirve para que el lector se reconforte en sus propios conocimientos del idioma original, discutir la traducción es un modo de entrar en un texto, de entenderlo. Recuerdo que en alguna clase de filosofía, en la universidad, la profesora a veces venía con un texto y, simplemente, discutíamos si estaba bien traducido o no. En esa crítica aparecían todas las posibilidades del original y, por supuesto, habríamos cambiado la traducción, habría sido otra…
RDC
Yo siempre uso el ejemplo de la música. Hacer filosofía a veces es como tocar. Hay quienes manejan mejor un repertorio, unos tocan mejor a los rusos, otros a los franceses… otros lo tocan todo igual, otros solo tocan un periodo histórico... Pero se toca filosofía con otros, se quiera o no. Antes había gente que te enseñaba a tocar filosofía, cosa que hoy en día tampoco pasa (el verbo to play se presta a este chiste). Como les decía a unos estudiantes de música hace muchos años, los filósofos podemos «tocar» libros, igual que los músicos tocan partituras. Antonio, por ejemplo, sabe sacarle un sonido único a Hegel. Si yo toco a Hegel se cuelan demasiados acordes de republicanismo, algo mucho menos fascinante. Cuando toco a hegelianos americanos me sale una especie de idealismo sincopado. Cuando toco a William James, en cambio, a muchos colegas norteamericanos no les gustan las disonancias, y dicen que suena demasiado a Nietzsche. Y ahora que toco más y más a Wittgenstein (estoy acabando un pequeño libro), me está saliendo música del absurdo, pero nada solemne, sino bastante patética y cómica. Los filósofos tocamos textos, sí, como una partitura, pero igual que la partitura no es la música, la filosofía no es el texto.
ACC
Esa metáfora de la música incide en la interpretación. Y es oportuna para retomar el planteamiento sobre los límites de la tarea del traductor. El límite, para mí, es respetar todas las posibilidades implícitas de traducción que contiene un texto concreto, de forma que permitas que los diferentes lectores de ese texto puedan tocar su melodía. Más que aquello que nos permite meternos en el texto, la traducción nos permite meternos en el contenido mismo de ese texto. Se trata de separar diferentes notas y volcarlas a la partitura en castellano. La interpretación me parece que está sumamente vinculada con eso, y me refiero a la interpretación implícita en el acto mismo de traducir el texto, no a lo que luego el traductor pueda opinar o escribir sobre el texto traducido.
RDC
Otra similitud entre música y traducción es la discusión recurrente sobre fidelidad a las fuentes. Es algo que va por modas. Por ejemplo, cuando se tocaba a Bach de manera historicista, se decía que era más auténtico. A muchos filósofos también queremos tocarlos con instrumentos originales y volviendo a las fuentes. Pero no funciona. Pensar que los que recurren a las partituras originales están más cerca de Bach es una auténtica tontería. Cuando se dijo que Bach tenía más movimiento y articulación, la influencia de Stravinski era obvia. En filosofía nos pasa igual. Se consideran algunas traducciones más fieles al texto original y otras se consideran más libres. Pero el propio concepto de fidelidad y su aplicación está sometido a modas y a enfoques.
EL TALLER DEL TRADUCTOR
CDO
Mi impresión es que, mientras la filosofía se empeña en problematizar la posibilidad misma de la traducción y la relación con el original de una manera, digamos, profunda, se tiende a dejar sin pensar lo que Ramón ha llamado el «modo de producción» del traductor. Por ejemplo, ¿qué significa ser más fiel? En la tarea de traducir no hay nada deductivo ni exacto, es muchas veces una cuestión práctica en la que tienes que elegir entre opciones igualmente defectuosas (o adecuadas), recurriendo a muy diversas herramientas y criterios: a veces prima el rigor en la elección del término, otras es mejor elegir una palabra que no significa lo mismo que la original, pero tiene la virtud de generar en el lector una familiaridad que, por lo que sea, aparece como el valor o el criterio que hay que privilegiar en ese momento… Es un vaivén constante, al menos en traducción literaria. Recuerdo haberme parado en un pasaje en el que aparecía un prado con una flor que en Italia puede ser perfectamente común, pero que aquí, en cambio, no le suena a nadie. Si dices que el campo está lleno de aulagas, el lector se va a detener en una palabra en la que el lector italiano no se hubiera fijado. Pero no sé si puedo, simplemente, poner margaritas, porque, de hecho, son aulagas lo que dice el autor que hay en ese campo. ¿Qué hacer? En cierto sentido, ninguna de las dos opciones es más correcta que la otra. ¿No os parece que reflexionar sobre ese modo de producción que requiere herramientas muy distintas –a veces necesitas rigor y diccionario, otras veces pensamiento lateral o incluso un chiste– nos acercaría mejor a la idea de qué es traducir que seguir dándole vueltas a la relación entre original y traducción?
RDC
Se piensa poco en la práctica de traducir. Los filósofos no dan clases sobre cómo traducir un texto, pero deberían aprender de gente que explica cómo traducir películas o hacer subtítulos, o cuentos infantiles. Hay mucha traducción fuera de la filosofía que tiene mucho que decir a la filosofía. De hecho, muchos traductores, resuelven el problema de la traducción y encuentran soluciones, aunque sean extrañas, de «bricolaje», diría yo. A la filosofía, en cambio, no le gusta el bricolaje, y hay un sentimiento purista de que en la traducción tiene que haber una transferencia espiritual o una cierta experiencia. En mis conversaciones con traductores, lo que he encontrado es humor, risas, y soluciones de compromiso. Lo curioso entre amantes de la filosofía (algunos verdaderos energúmenos) es que olvidan las diferencias que hay entre tipos de textos (cosa que no se hace en literatura, teatro o cine). Tienden a creer que todos los textos filosóficos tienen el mismo registro. No distinguen entre una conferencia, un tratado, un ensayo periodístico o un epistolario. Yo he traducido textos de norteamericanos que no fueron libros en su origen, y algunos lectores se quejan de cierta incoherencia. Pero habría que recordarles que ese texto nunca fue un libro, sino una mezcla entre un borrador y una transcripción de unas charlas con un tono exhortativo, así que no se le puede pedir cierto tipo de precisión, porque se trataba de provocar a un auditorio. He traducido un montón de cartas entre George Santayana y William James y son eso, cartas. Hasta en sus momentos de más intimidad, James parecía escribir en tono exhortativo, como queriendo movilizar al lector. Y Santayana era justo lo contrario (por eso nunca se entendieron). Eso es lo difícil de traducir para mí: tienes dos textos, en uno el tono es el de una orden, en el otro, el tono es atmosférico, evocador. Pero por mucho que hagas en la traducción, el texto lo «interpretas» cuando lo vuelves a leer para otros. Siento decir que ya no hay profesores que cojan el texto y expliquen a sus estudiantes con qué ritmo, con qué tono hay que leerlo. No hay «tocadores» de textos, y a solas es muy difícil que el libro, por sí mismo, te proporcione todo lo necesario para sacarle sonido…
ACC
Precisamente por eso incidiría en la idea de que el traductor tiene que tratar de recrear –no crear– la experiencia estética o intelectual que tiene el lector en la lengua original. Tiene que intentar que, de alguna manera, el texto en la lengua traducida despierte en el lector de la lengua de destino la misma sensación, la misma riqueza. Por eso, a veces, no hay que ser tan literal…
AGR
Estoy muy de acuerdo con esa idea de que traducir es transmitir una experiencia. Se desea transmitir la experiencia de la lectura del original al lector de otra lengua. Y todos sabemos lo difícil que es transmitir una experiencia, porque una experiencia es algo muy personal, es algo muy distinto de trasvasar unos contenidos o de reproducir un sentido. En el fondo, muchas veces el sentido es lo de menos. Es algo que se advierte más en poesía donde, de hecho, se permite a la traducción una libertad mucho mayor que en otros campos, precisamente para transmitir la experiencia, aun a costa de traicionar las palabras del original. En filosofía la relación entre el sentido y la letra, o entre el cuerpo y el espíritu, si se quiere, es bastante más compleja. En parte porque la filosofía vive con la ilusión de que solo le interesa el espíritu y el sentido, de que la letra es lo de menos. Sin embargo, cuando transmites experiencias tienes que transmitir también relaciones corporales, relaciones con la letra, con el cuerpo del texto. O con el contexto, como decía Ramón.
RDC
La filosofía sigue siendo muy reacia a esa materialidad. Cuando explico un libro de filosofía suelo preguntar a los estudiantes: «¿A qué velocidad caminaba la gente por entonces?» «¿Había coches o solo caballos?». Si la gente se movía de otra forma, a otro ritmo, su lenguaje tendrá que ver con todo ese mundo corporal, espacial, en el que se habla y se escribe. Y todo eso se pierde, de nuevo, sin intérpretes de libros. Puedes esforzarte todo lo que quieras por reproducir el sentido, el tono o la experiencia de un texto, pero el contexto exige mucho más, exige una especie de puesta en escena. Creo que hay cosas importantes a las que no se llega con una investigación puramente textual. Necesitamos saber cosas sobre el espacio que se habitaba cuando se fabricó un determinado texto.
ACC
Lo que señalas remite a lo que había dicho Antonio sobre la problemática de la traducción como enfrentamiento con lo otro, con la alteridad, e incluso con la alteridad de nosotros mismos con respecto al tiempo. Por eso decía que una traducción envejece. El original no envejece nunca, la traducción sí, y envejece porque cada traductor intenta recrear la experiencia original en diferentes momentos y contextos, incluso teniendo en cuenta aquello «exterior» al propio texto a traducir y al texto traducido.
RDC
No puedo decir nada nuevo. La intertextualidad es fascinante, pero también defensiva y muchas veces peca de manierismo. Lo confieso: veo la traducción como un ejercicio textual, pero también como una adaptación y actuación teatral, con sus logros y sus fallos.
POLÍTICAS DE LA TRADUCCIÓN
RDC
Quisiera referirme a un prejuicio que tiene que ver con las políticas de la traducción. Hay veces que traducir un libro puede ser peligroso, porque puede que acabe teniendo muchos lectores, y que eso no se hubiera contemplado. Hay traducciones que pueden cambiar la mentalidad de la gente o la situación social. Traducir puede ser un acto de sabotaje o de contaminación. Esto parece una perogrullada, pero sigue siendo importante. Por otro lado, hay muchos prejuicios ideológicos en la traducción al español. En alemán no se esperan bromas y en inglés no se espera dialéctica. Tomemos el caso de Fredric Jameson. Tiene un inglés fascinante, complejo pero asimilable. Llevaría mucho tiempo traducir bien el estilo de sus libros, tiempo que nunca se les da a los pobres traductores de sus obras, mal pagados. Pero además hay un problema ideológico: parece que de un señor que nació en Ohio la gente no espera dialéctica, así que se puede bajar la guardia y simplificar su estilo. Desde luego, ya no se da tiempo para traducir formas, que es precisamente lo que sobresale en escritores como Jameson: forma. Sin embargo, aún hoy se presupone que para traducir filosofía alemana (Adorno o Benjamin, pongamos) hay que poner mucho más cuidado. Para traducir a un marxista que escribe en inglés, sin embargo, parece que da igual. El inglés se suele considerar en la filosofía española el lenguaje de los aeropuertos y del turismo, o de la filosofía analítica corporativa, y por eso se aceptan traducciones del inglés insulsas y mecánicas. Pero los buenos editores españoles saben que sus traducciones del inglés marcan una diferencia, por bueno que sea su catálogo de traducciones del alemán, francés o italiano.
AGR
Por supuesto que hay prejuicios, por eso traducir no es neutral: traducir es entrar en esa batalla. Cuando uno decide traducir del alemán y conservar los chistes del original, también está ayudando a cambiar la percepción de la lengua. De hecho, algo ha cambiado, ya no es como hace treinta años, cuando la filosofía alemana solo podía ser profunda, solemne, aburrida… La Fenomenología del espíritu es uno de los libros más chistosos y cómicos de la historia de la filosofía. Está lleno de ironías, aunque muchas de ellas no hay manera de conservarlas en la traducción. Cuando uno traduce, transforma no solamente el original, como decía Ana, sino también el contexto de recepción: se puede cambiar la visión imperante sobre Alemania, o sobre EE UU…
ACC
A mí me ha interesado mucho lo que dice Antonio, al cambiar de perspectiva con respecto a la lengua de destino, de que el traductor, al traducir, hace una determinada presentación de una cultura que puede transformar a su vez la cultura a la que llega, la que recibe esa traducción. Me parece que cobra más sentido lo que estáis diciendo del poder ideológico de la traducción, no tanto porque transmita o rompa un cliché, sino por las propias ideas que introduce, ideas que pueden cambiar algo.
AGR
Sí, es la potencia de introducir un cuerpo extraño. Muchas veces las traducciones que suenan raro, como las de Hölderlin, lo que hacen es introducir diferencia, es pura política de inmigración. ¿Aparece algo nuevo, algo extraño? Ya nos acostumbraremos…
CDO
Quisiera volver sobre la idea, recurrente en filosofía, de considerar la traducción como algo imposible, ya sea en la versión más profana de Quine o en la heideggeriana del original puro que nunca se puede alcanzar ni reflejar adecuadamente. El presupuesto ideológico que subyace me parece muy reac-cionario, como también me parece reaccionario el mito de Babel. Las traducciones, de hecho, se dan. Y lo verdaderamente llamativo es lo rápido que se entiende la gente, ¿no? Esa insistencia en la imposibilidad me resulta reaccionaria, como si negara nuestra capacidad de establecer un diálogo y entendernos, aunque el hecho de que la defienden muchos autores que no son para nada reaccionarios me lleva a dudar de mi propia apreciación…
AGR
Sí puede haber algo de reaccionario, y también de esa incapacidad de asumir, como se ha comentado antes, la idea de juego presente en la traducción. Traducir es como jugar en el sentido de interpretar, de tocar –to play–: jugar con las palabras, jugar con los significados. Y el hecho es que cuando nos comunicamos, cuando interactuamos, estamos en ese juego, del que también forma parte la traducción. Frente a esa insistencia en seguir rumiando el original ese que algunos dicen que existe, con su sentido perfecto, nosotros estamos aquí tratando con palabras, utilizándolas, transformándolas y en ese juego vamos manejando y modelando los conceptos con los que entendemos la realidad. Y para eso está la filosofía, para construir conceptos con los que entender la realidad. Pero es verdad que la filosofía tiene que jugar en dos niveles: en el del lenguaje, que es el de la traducción, y en el de la verdad, que no puede ser tan contingente como para depender de un mero juego de palabras…
RDC
Yo sigo pensando que hay filósofos que le dan demasiada importancia a la inconmensurabilidad. La inconmensurabilidad es algo que se negocia a diario, no es una revelación, ni nada que los filósofos entiendan mejor que otros intérpretes de palabras…
ACC
Quizá podemos afirmar que la traducción es imposible y, justamente gracias a esa imposibilidad, permite encontrarse con lo extraño, permite que exista la posibilidad de la philia, de que nos abramos a lo otro y lo asimilemos. A lo mejor esa imposibilidad de la traducción no es algo malo ni reaccionario. La imposibilidad no implicaría la existencia de una verdad o un original que no se puede alcanzar, sino que, simplemente, sería la constatación de que existe un ruido constante, una alteridad que nunca puede ser reintegrada en una identidad común, un ruido que es el que te permite darte cuenta de lo otro, que no es ni mejor ni peor, sino diferente. Y por eso la traducción enriquece.
© Minerva, 2014. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
DE CAMINO ENTRE LAS LENGUAS
24.09.12 > 26.09.12
PARTICIPANTES JESÚS ADRIÁN ESCUDERO • JUAN ARNAU • ANA CARRASCO CONDE • RAMÓN DEL CASTILLO • JOSÉ MANUEL CUESTA ABAD • PHILIPPE FORGET • ANTONIO GÓMEZ RAMOS • CARMEN GONZÁLEZ • DAVID HERNÁNDEZ DE LA FUENTE • MANUEL JIMÉNEZ REDONDO • MIGUEL MOREY • PATRICIO PEÑALVER • CRISTINA PERETTI • BEGOÑA SÁEZ TAJAFUERCE • DIEGO SÁNCHEZ MECA
ORGANIZA DEPARTAMENTO DE HUMANIDADES: FILOSOFÍA, LENGUAJE Y LITERATURA DE LA FACULTAD DE HUMANIDADES, COMUNICACIÓN Y DOCUMENTACIÓN DE LA UNIVERSIDAD CARLOS III DE MADRID
PATROCINA MINISTERIO DE CIENCIA E INNOVACIÓN
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