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El reino por dos caballos

Lo único evidente es la injusticia

Patxi Lanceros
Fotografía Enrico Fedrigoli (Del Espectáculo De Marco Baliani, Kohlhaas)

El director, actor y dramaturgo italiano Marco Baliani presentó en el CBA una excelente versión teatral de Michael Kohlhaas, la paradigmática obra de Heinrich von Kleist en torno a un tema tan universal como la indignación ante la injustica –y que tantos y tan variados remakes ha conocido, desde Ragtime de E. L. Doctorow hasta la hollywoodiense Payback–. Patxi Lanceros, filósofo, ensayista y profesor en la Univerisdad de Deusto, nos ofrece las claves fundamentales para comprender un relato profundamente ambiguo y, quizá por eso, radicalmente actual.

«…ya había llegado el desollador con los
caballos que hicieran tambalearse el Estado.»
Heinrich von Kleist, Michael Kohlhaas.

El 22 de agosto de 1485 (o el 31 del mismo mes, según nuestro calendario) se libró la batalla de Bosworth –hito culminante de la «Guerra de las dos Rosas»– en la que Ricardo III Plantagenet, de la Casa de York, perdió la vida y cedió el trono al Tudor Enrique VII, de la Casa de Lancaster. Un fiel cronista del magno acontecimiento –William Shakespeare– afirma que el rey, rodeado y habiendo perdido su montura, gritó: «Un caballo, un caballo. ¡Mi reino por un caballo!»Tras el hallazgo del cadáver de Ricardo III en 2012, en Leicester, los trabajos realizados sobre el real difunto con el concurso de las más avanzadas técnicas forenses confirman punto por punto la escena transmitida por el cronista. Once heridas, tres de ellas letales, sufrió el rey peatón. Lo que de momento no confirman esas investigaciones son las famosas palabras que, a falta de otro, sirven como epitafio.. El caballo no acudió a la cita; y si el titular no cambió el reino, el reino sí cambió de titular.

Quizá sean menos célebres que el impuntual caballo de Ricardo III, pero los dos caballos de Michael Kohlhaas, tenaces, pacientes y discretos a lo largo del relato homónimo, tuvieron la capacidad de conmover un reino. O más de uno. El cronista, Heinrich von Kleist en este caso, presenta un detallado informe del intrincado proceso.

Aus einer alten Chronik se lee como subtítulo del relato Michael KohlhaasTan solo en su segunda versión, publicada en 1810 en el libro Erzählungen. La versión previa, que contiene únicamente la primera parte del relato, publicada en 1808 en la revista Phöbus, omite tal indicación. Tampoco se sabe a ciencia cierta si el subtítulo se debe a Kleist.. Y es cierto que, al menos, una crónica –vieja– transmite las andanzas de un tal Hans Kohlhase, que el lunes santo (Montags nach Palmarum) del año del Señor de 1540 (Anno Christi 1540) fue condenado al suplicio de la rueda y despedazado en Berlín: parece ser que, de camino a la feria de Leipzig, Hans Kohlhase, comerciante, padeció el alevoso ataque de los siervos de un noble sajón, que le robaron los caballos. Tras fracasar sus intentos de resolver el atropello en sede judicial, se rodeó de un grupo de hombres –bandidos a la postre– que, durante varios años, asoló el territorio de Sajonia. La insatisfecha justica, se intuye, alentó una inmisericorde venganza.

No cabe duda de que Kleist conocía el episodio, o su narración. Y apenas cabe duda de que el episodio, de no haber sido (re)conocido por Kleist, hubiera pasado inadvertido: testimonio menor –uno entre tantos– de una época turbulenta en la que se alternaban guerras de religión y furores campesinos, en la que se cuestionaban los privilegios y se exigían derechos, en la que el descontento social se interpretaba en clave teológica y en la que las injusticias, palmarias, clamaban literalmente al cielo. Arrancada del discreto cobijo de la vieja crónica, la escueta noticia procesal se convierte en relato. Y el héroe –antes Hans Kohlhase, ahora y siempre Michael Kohlhaas– se eleva a ineludible figura del curioso panteón de los mártires de la justiciaDeliberada es, por supuesto, la ambigüedad que sugiere el genitivo. O la oscilación que permite. Sé que puede parecer hiperbólico el estatuto de mártir. Si lo es, la imputación ha de hacerse a Rudolph von Ihering, que hace de Kohlhaas «mártir de su sentimiento del derecho (o de su sentimiento legal)» y que produce, además, toda una filosofía del martirio: «Aber auch derjenige, den seine edle, sittliche Natur gegen diesen Abweg schützt, wie Michael Kohlhaas, wird Verbrecher, und indem er die Strafe desselben erleidet, Märtyrer seines Rechtsgefühls. Man sagt, daß das Blut der Märtyrer nicht umsonst fließt, und es mag sich das bei ihm bewahrheitet und sein mahnender Schatten noch auf lange ausgereicht haben, um eine solche Vergewaltigung des Rechts, wie sie ihn getroffen hatte, unmöglich zu machen». Rudolph von Ihering, Der Kampf um’s Recht, Propyläen Verlag, Berlín, 1992 (la edición original data de 1881)..

Figura compleja, en cualquier caso, que con un pie en las circunstancias (sociales, políticas, religiosas…) de una determinada épocaCon un pie. Y tal vez solo con uno. Pues si es cierto que Kleist re-produce algunas de las tramas sociales, políticas, jurídicas y morales que concurrían en una delimitada zona de la actual Alemania hacia 1540 (An den Ufern des Havel lebte, um die mitte des sechzehnten Jahrhunderts…reza el comienzo de Michael Kohlhaas), también es cierto que la (auto)conciencia de Michael Kohlhaas parece modelada sobre criterios y esquemas de finales del XVII y comienzos del XVIII, quizá relacionados con la denominada Kant-Krise: el impacto que causó en Kleist el «conocimiento» de la filosofía de Kant («Vor kurzem war ich mit der neueren sogennanten Kantischen Philosophie bekannt…»), no se sabe si a partir de su lectura directa. La cita pertenece a la larga y francamente interesante carta de Kleist a Wilhelmine von Zenge del 22 de marzo de 1801. Esta referencia, como cualquier otra del autor que nos ocupa, en: Heinrich von Kleist, Sämtliche Werke und Briefe, Deutscher Taschenbuch Verlag, Munich, 2008, p. 634 en este caso., parece atravesarlas todas. Y figura que, elaborada a través y a partir de tensiones, tanto internas como externas (tanto objetivas como subjetivas, podría decirse), elude cualquier tentativa de simplificación. Y así, si desde el punto de vista literario, la narración del expediente-Kohlhaas parece a algunos escasamente conseguida, inconstante y abrupta, dependiente en última instancia de casualidades y contingencias, e incluso de una indebida incursión en el sortilegio y la magia (Goethe, no especialmente afín a la prosa kleistiana, y Tieck, que sí supo reconocer el genio de Kleist, se adhirieron, diversamente, a esos juicios), desde el punto de vista del contenido, ese «drama legal» (la expresión es, de nuevo, de Rudolph von Ihering) multiplica la controversia: en cuyos extremos se hallan la idea de un Kohlhaas instruido por una estricta moralidad y por un acentuado sentido del derecho –que explicarían la totalidad de sus actos– y la imagen de un Kohlhaas no solo tenaz sino obstinado, o decididamente fanático, un Kohlhaas recalcitrante que desdeña cualquier suerte (o desgracia) de reconciliación con la sociedad, con la moral, y en el extremo con el mundo y cuya deriva criminal se explica(ría) mejor en términos de venganza que de justicia.

Como casi siempre, la solución no está en el medio. Entiendo que Michael Kohlhaas, pieza resueltamente inquietante, seguirá interrogando al lector por su resistencia a la univocidad, por su insistencia en los extremos, por la insatisfacción ineludible que provoca. E incluso por el (al menos relativo) fracaso de todas las mediaciones. Porque es cierto que Kohlhaas es un mártir de su sentimiento legal, y que aparece –a la vez, a su vez– como un ángel exterminador tocado de fanatismo; también es cierto que es víctima de flagrante injusticia (continuada, reiterada, plural) y que su crescendo incendiario y homicida apenas conoce compasión: por la ley al margen del derecho, por la justicia fuera de la ley. Y, paulatinamente, habla en nombre de una ley más alta, de una justicia divina, más allá de los códigos y de su infracción. Terrible y fascinante: esos dos calificativos de tan luterana raigambre que, famosamente, Rudolf Otto atribuye a lo sagrado se ajustan a la creación de KleistRudolf Otto, Das Heilige. Über das Irrationale in der Idee del Göttlichen und sein Verhältnis zum Rationalen, Verlag C.H. Beck, Munich, 1991 (edición original de 1917).. No solo «el pueblo» los declina en el relato, no solo el omnipresente narrador describe la fascinación y el terror y decide –con drásticas o sutiles oscilaciones en el juicio– a su respecto. También la crítica (y tanto la literaria como la filosófica, o sociológica, o jurídica…) se afilia a uno y a otro, alternativa o simultáneamente. Y así, Kohlhaas es tratado en una ya larga historia de la crítica como santo, héroe, revolucionario, partisano y mártir, sí, pero también como terrorista, e incluso es ubicado en la vecindad –a todas luces (y sombras) incómoda– de Adolf HitlerLa última imputación, debida a Jean Cassou, es evidentemente crítica, pero es cierto que ideólogos afines al Movimiento, o integrados en él, estimaron la obra de Kleist hasta el punto de afirmar que se había convertido en «un clásico de la Alemania nacionalsocialista»: así Georg Minde-Pouet, en 1936. Hay que recordar que este último fue, desde 1921, presidente de la Kleist-Gesellschaft y editor de las obras de Kleist. Otras figuras de la literatura alemana, no cabe duda, ascendieron a la misma –siniestra– dignidad. Pero el caso de Kleist no deja de interesar: todavía en 2008 tuvo lugar en Frankfurt a. O. una doble exposición con el título Was für ein Kerl! (algo así como ¡Qué gran tipo!) que versaba sobre el (ab)uso de Kleist por parte del nacionalsocialismo. El título se extrae de los diarios de Joseph Goebbels: «Was für ein Kerl ist doch dieser Kleist gewesen!». Obviamos –por falta de espacio, no por falta de interés– la mención de la inmensa bibliografía sobre Kleist..

Lo único evidente es la injusticia. El drástico sintagma podría valer como (aparentemente) excesivo axioma general de la vida en común, de lo que se suele llamar sociedad. Por cautela, no por otras razones, se aplica aquí tan solo a la narración de Kleist.

Lo único evidente es la injusticia, el agravio. Unas disposiciones caprichosas y abusivas dictadas (sin derecho, sin razón, sin previo aviso) por el «joven» Junker Wenzel von Tronka, representante (in)digno del hidalgo campesino, o de una nobleza menor, corrupta, inútil, ociosa y decadente. Puede entenderse que Kleist narra en su relato la confrontación entre esta clase resistente (aún no residual) y la de una «burguesía» orientada al comercio, representada por el tratante de caballos Michael Kohlhaas, que opone a la ociosa disipación del Junker una vida laboriosa y productiva, basada en sólidos valores y en una inquebrantable rectitud moral. La barrera física que hace instalar el hidalgo sería, pues, el símbolo de todas las barreras que una clase en proceso de (merecida) extinción opone a la burguesía naciente. No hay duda de que así es. No hay duda, sin embrago, de que Michael Kohlhaas no es solo una reescritura, o preescritura, de la «lucha de clases».

La injusta (e ilegal) disposición del Junker hace que Kohlhaas tenga que dejar como señal, fianza o garantíaA la postre, las señales lo serán de la incuria. Y quebrarán todas las garantías, todas las (con)fianzas… en la ley, en el derecho, en la justicia. Nada menos. dos caballos (y un criado) mientras tramita un inexistente salvoconducto. Maltratados tanto los animales como el desventurado Hense (el sirviente), retorna herido el último mientras los equinos, dañados, languidecen en el castillo de Tronka. Muerto Hense, los caballos serán el signo permanente de la ofensa, el testimonio –obstinado, contumaz– de la injusticia.

Dos caballos: pérdida notable para un comerciante desde el punto de vista meramente económico. Dos caballos secuestrados y maltratados en un lugar recóndito. Dos caballos que atraviesan el relato agotados y macilentos, a un paso de la muerte. Y que, sin embargo, cuando aparecen al final –al fin se hace justiciaQuizá porque la injusticia es lo único evidente, o porque la justicia nunca es el don o el dato. La justicia «se hace» mal que bien, más mal que bien. Curiosa expresión, en cualquier caso, esa de «hacer justicia». Más curiosa, y más relevante, en los actuales sedicentes «Estados de Derecho» en los que se vive bajo el «Imperio de la Ley». Mero apunte que no cabe desarrollar aquí.– de nuevo espléndidos, como resucitados, cierran un círculo en el que se han puesto en cuestión los fundamentos del Reino. Tal vez la sospecha que ese círculo proyecta sea más pertinente que la calificación, jurídica, política o moral del héroe del relato.

Porque, si no me equivoco, a Heinrich von Kleist le habrían sorprendido –no necesariamente irritado– muchas de las (im)posturas unilaterales de la crítica. Claro que Kohlhaas es un héroe y un mártir, claro que es un defensor a ultranza del derecho y de la ley. Incluso de la justicia. Y claro que es un criminal, un asesino, un bandido. Claro que es «una de las personas más rectas y, al mismo tiempo, más terribles de su época». Todo eso es claro, desde el principio y por principio, para el narrador (al que solo con injustificable osadía cabría identificar con el autor)Toda esa claridad no evita variaciones –¿de matiz?– en el texto. Una es aquí significativa. En la primera versión (parcial) publicada –1808– se dice «einer der ausserordentlichsten und fürchterlichsten Menschen seiner Zeit»; en la segunda versión –1810– «einer der rechtschaffensten und zugleich ensetzlichsten…». Igualmente el «Dieser merkwürdige Mann» de la primera pasa a ser «Dieser ausserordentliche Mann» en la segunda edición. Los extremos de lo extra-ordinario consienten, pues, correcciones: o las exigen. Que afectan, en este caso, tanto al autor –Kleist– como al narrador: otro –inmnominado– personaje del relato.. Lo oscuro, lo turbio, es todo lo restante. Lo que se halla entre los constatables extremos.

Porque de hecho es el narrador, personaje a buen seguro bien conocido por Kleist, el que enuncia esos extremos en el primer párrafo del relato. Y en el medio tan solo están el hecho injusto –lo único evidente– y el exceso en una virtud: el sentido de la justicia.

El hecho injusto –lo único evidente es la injusticia– se expande hasta atravesar toda la longitud y toda la latitud del Reino, hasta tocar el mismo centro o la misma cúspide del Estado: la corte imperial. Y a la vez la sólida conciencia –que desde el principio se insinúa como el más exigente, y acaso el único, tribunal– hace un doble movimiento: primero se contrae, se encierra en un retiro solipsista en el que se blinda frente y contra el mundo hasta alcanzar una casi insoportable concentración, una densidad metálica, o una dureza –y pureza– de diamante; luego estalla, con una violencia que apenas conoce límites.

La pregunta que atraviesa el relato, o una de ellas, es: ¿cuál es el destino de una conciencia insobornablemente justa en un mundo irredimiblemente injusto? ¿Cómo se resuelve la contradicción –no dialéctica– entre el alma y el mundo, entre el orden del alma y el desorden del mundo? Esas preguntas las formulan –casi a la vez– el narrador y Michael Kohlhaas cuando este último se inclina ya a dejar su esforzada y apacible vida de comerciante de caballos para convertirse en instrumento de la justicia. Porque, como dice Kohlhaas, esta vez en primera persona: «…no quiero vivir en una tierra en la que no se protegen mis derechos (…) Si van a pisotearme, prefiero ser un perro y no un hombre»La traducción, adecuada, se toma de Heinrich von Kleist, Relatos completos, Barcelona, Acantilado, 2011, p. 32. Hay que apuntar, sin embargo, que la edición española no respeta la puntuación original; y procede –supongo que por deferencia para con el lector– a fragmentar los larguísimos, los casi extenuantes párrafos del relato, característicos de la prosa de Kleist y esenciales, entiendo, para la economía del texto: por el ritmo que exigen, por la atmósfera que producen..

No se trata tanto de qué es Michael Kohlhaas, de qué representa (si de representación se tratara): justo o criminal, partisano o terrorista, mártir o bandido. Se trata más bien de que todo lo que él es, sucesiva y simultáneamente, expone la acaso irreconciliable tensión entre la aspiración a la justicia y la evidencia de la injusticia. Concedamos que la primera pertenece al negociado de la conciencia, pública y privada. La segunda es (d)el mundo.

Pues el mundo que atraviesan los reiterados intentos de Kohlhaas de reclamar derecho (el derecho que tiene) y de obtener justicia (la justicia que se ha de hacer) es el mundo en el que imperan (pero, claro, eran otros tiempos) la corrupción y la mentira, la artimaña, el ardid, la traición; un mundo en el que las relaciones de casta y de parentesco se imponen a cualquier consideración legal; un mundo en el que el acceso al centro del poder (al que durante gran parte del relato se le concede un aura de rectitud moral y legal) se distrae y se difiere. Como en los relatos de Kafka ese centro es esquivo, móvil, inquieto e inquietante; acaso inexistente. Y los círculos internos, los más próximos a ese centro indeciso y decisivo, también defraudan, también fracasan: comparten la misma corrupción, o se ausentan cuando más necesario es su concurso. Lo mismo que las mediaciones: la que ejerce la esposa de Kohlhaas, más inclinada a la transacción, que, casualidad o destino, concluye con su muerte; la que intenta y aparentemente consigue Lutero, y que termina con una promesa legalmente establecida y a la postre traicionadaSe puede leer con provecho, al respecto de la cuestión del acceso, el raro librito de Carl Schmitt Diálogo sobre el poder y el acceso al poderoso, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2010.. Ni la familia ni la Iglesia –que parecen estar en el mundo sin ser del, o de ese, mundo– acceden satisfactoriamente al poder para (a)traerlo a la justicia, como tampoco lo habían hecho los (más o menos) buenos oficios de profesionales del derecho y de aficionados a la leyBasten las apresuradas menciones que indican temas mayores –sobre todo en los casos de Lisbeth (que acaba casi en brujería) y de Lutero (que invoca toda una teología, o toda una teopolitología)– cuyo desarrollo excede estas páginas..

La confrontación entre el orden pretendido por la conciencia y el desorden fáctico del mundo –lo único evidente es la injusticia– condena a la primera a la desmesura: a hacer la guerra al mundo en nombre de un orden supuesto o superpuesto. Y en ese proceso, más allá o más acá de la justicia o de la venganza, en los márgenes de derecho y fuera de la ley, se ponen en cuestión los fundamentos del Estado. Se arriesga el Reino: por dos caballos.
«¡Bueno, Kohlhaas, hoy es el día en el que se te hace justicia!» dice –por fin, que no por principio(s)– el príncipe elector de Brandenburgo justo antes de que Kohlhaas sea, justamente, ajusticiado.

Siempre quedará la duda. Siempre una infinidad de dudas se agitarán en el espacio-tiempo de una certeza. Una conciencia recta arrojada al crimen y al oprobio, un mundo en el que la justicia padece venganza y la venganza parece justicia, una conciencia y un mundo citados únicamente en y con su mutua extrañeza. Y un sortilegio, una irrupción espectral que simula un armisticio. Que haya que recurrir a ellos no es debilidad del relato. No se trata de un Deus ex Machina sino de una desesperada ironía. O de un lúcido sarcasmo.

La injusticia es lo único evidente: de principio a fin. Por principio. Por fin.

CABARET CÍRCULO KOHLHAAS
15.03.13 > 17.03.13

DIRECCIÓN REMO ROSTAGNO • MARCO BALIANI
ORGANIZAN ISTITUTO ITALIANO DI CULTURA • CBA


CONGRESO MICHAEL KOHLHAAS
19.03.13 > 20.03.13

PARTICIPAN PATXI LANCEROS • EDUARDO ZAZO • MARCELA VÉLEZ • FÉLIX DUQUE • VALERIO ROCCO • LUCIANA CADAHIA
ORGANIZA CBA