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Goethe y gueto

Viktor Ullmann
Traducción Javier Arnaldo
Vista del gueto. Dibujo de Bedrich Fretta, digitalizado y almacenado en la página de Ghetto Fihgters House Archives

Hay modelos eminentes que imprimen su habitus, su carácter vital, en las generaciones que les siguen. El comportamiento del europeo culto está determinado desde hace 150 años, a mi parecer, por Goethe en todo lo que tiene que ver con lenguaje, visión de mundo, relación del hombre con la vida y con el arte, con el trabajo y con el placer. Es sintomático que todo el mundo nombre a Goethe de buen grado, por diferente que sea la ideología dialéctica. (La segunda influencia, en cierto modo la antítesis, la corriente opuesta, viene de Darwin y de Nietzsche).

Es así que el enigmático sentido del arte siempre me pareció desvelado por la máxima de Goethe: «Vive el instante, vive la eternidad». La pintura arrebata, como en el bodegón, la cosa efímera, pasajera o la flor que sin tardanza se marchita, como también el paisaje, el semblante y el cuerpo humanos o el instante eminente del pasado histórico; la música consuma lo mismo para todo lo espiritual, para los sentimientos y pasiones del hombre, para la libido, en su sentido más amplio, para Eros y Tánatos. En adelante, la forma, como la entienden Goethe y Schiller, se convierte en vencedora de la materia.

Theresienstadt ha sido y es para mí una escuela de la forma. Antes, cuando no se sentían la pujanza y el lastre de la vida material, porque el confort, esa magia de la civilización, los eliminaba, era fácil crear la bella forma. Aquí, donde también en la vida diaria tenemos que vencer la materia por medio de la forma, donde todo lo múseo está en total contradicción con el entorno, aquí se encuentra la verdadera escuela de maestría, si con Schiller decimos que el secreto de la obra artística consiste en extinguir la materia por medio de la forma: lo que presumiblemente constituye la verdadera misión del ser humano, no sólo estética, sino ética también.

En Theresienstadt he escrito bastante música nueva, casi siempre para satisfacer las necesidades de directores de orquesta, cineastas, pianistas, cantantes y con ello las necesidades de aprovechamiento del tiempo libre en el gueto. Enumerarlas me parece tan inútil como resaltar que en Theresienstadt no se podía tocar el piano, puesto que no había instrumentos. También la ostensible carencia de papel pautado debería ser un dato carente de interés para generaciones futuras. Solo he de resaltar el hecho de que mi trabajo musical se vio fomentado por Theresienstadt, y no algo así como impedido, de que nosotros no nos sentamos en ningún caso a lamentarnos junto a los ríos de Babilonia y que nuestro deseo de cultura se adecuó a nuestro deseo de vida. Y estoy convencido de que me darán la razón cuantos pusieron su empeño en arrancar la forma en la vida y en el arte a la terca materia.