Tamaño de fuente grande
Tamaño de fuente normal
Tamaño de fuente pequeña
Anterior
Pequeña
Normal
Grande
Siguiente

¡error!

Christopher Reed
Traducción Ana Useros
Elmyr de Hory, Señora con flores y granadas, 1944. Harvard Art Museums/Fogg Museum, Francis H. Burr Memorial Fund, 1955.94. Foto: Imaging Department © President and Fellows of Harvard College

Editor en jefe de la Harvard Magazine entre 1968 y 2007, Christopher Reed analiza en este artículo el fenómeno de la falsificación en el arte. Partiendo del sonado caso de Elmyr de Hory, Reed repasa otros casos de fraude artístico, analizando por el camino el papel y la evolución reciente de la figura del experto, así como las peculiaridades del mercado de arte que hacen de la falsificación una práctica enormemente rentable.

Ken Pereny, Gems of Brazil, after Johnson Heade, 2012

En junio de 1955, Agnes Mongan, por entonces adjunta al director y comisaria de la sección de dibujos del Fogg Art Museum de Harvard, adquirió un dibujo de Henri Matisse, Señora con flores y granadas, por 325 dólares, una transacción que se realizó por correo con una persona a la que ella previamente no conocía, E. Raynal, de Miami.

Raynal le escribió para acusar recibo del cheque del museo, le dijo a Mongan que era «très sympathique» y, como muestra de su agradecimiento, se ofreció a ceder algunos dibujos de su colección al Fogg para su exposición de aquel verano. En julio llegaron dos Modigliani, un Renoir y otro Matisse.

«Cuando llegaron los dibujos», recordaba Mongan en una carta de 1968 al escritor Clifford Irving, «comenzamos a sospechar. El Renoir tuvimos inmediatamente claro que era falso. Los Modiglianis los estudiamos y los rechazamos.» El museo retuvo los dibujos durante el verano y después los devolvió. Mongan no le dijo nada a E. Raynal acerca de sus sospechas. No lo conocía. Perfectamente podría haber tenido y ofrecido los dibujos con total buena fe. Y tampoco había solicitado opiniones. Mongan aún creía que Señora con flores y granadas era una obra auténtica y el museo la reprodujo en una postal.

Pero pronto volvieron a asaltarle las dudas. La comisaria adjunta de la sección de dibujos, Emily Rauh (hoy Emily Rauh Pulitzer), licenciada en arte en 1963, se encargó del caso. Laboriosamente, durante los años siguientes, ella y Mongan hablaron con cientos de coleccionistas privados, marchantes y comisarios de museos y reunieron fotografías de todos los dibujos que se le atribuían a Matisse. Después las dividieron en dos montones, «en uno los que creíamos que la atribución era correcta y en otro los que considerábamos errados», le contó Mongan a Irving. «Cuando las dos listas estuvieron terminadas, ya estábamos convencidas de que el nuestro era una falsificación». (Mongan, que después sería directora del Fogg, murió en 1996. Pulitzer, ahora en St. Louis, siguió colaborando activamente con los museos de la universidad de Harvard en tanto benefactora e integrante de las comisiones de las diversas colecciones.)

«En un momento dado», informó Mongan a Irving, «nos pusimos en contacto con un marchante de Nueva York, que nos dijo que Raynal había producido literalmente cientos de dibujos de Matisse, la mayoría agrupados en series y las distintas series, en muchos casos, basadas en dibujos auténticos... Un galerista de Chicago se había encargado, con toda inocencia, de gestionar muchos de los dibujos. En el mismo caso se encontraba Knoedler (una galería de la ciudad de Nueva York) así como el Museum of Modern Art. Como tú bien sabes, fueron totalmente engañados, al igual que nosotras».

Irving conocía bien a Raynal y sus hazañas porque estaba escribiendo su biografía, Fake! The Story of Elmyr de Hory, the Greatest Art Forger of Our TimeExiste edición en castellano: ¡Fraude! La historia de Elmyr de Hory, el pintor más discutido de nuestro tiempo, Barcelona, Norma Editorial, 2009., que se publicaría en 1969. De Hory/Raynal/von Houry/Herzog/Cassou/Hoffman/Dory-Boutin, expatriado húngaro rebosante de exuberancia y talento, vividor y canalla, nació en 1905, aunque él prefería decir que en 1911. Comenzó su carrera como falsificador en 1946, en París, cuando luchaba por ser artista y trataba sin suerte de vender sus De Horys, pero sí vendió un «Picasso» a su amiga, Lady Malcolm Campbell. Cuando se destapó el cotarro, en 1968, de Hory calculaba que entre él y sus delincuentes marchantes, Fernand Legros y Réal Lessard, que operaban en América del Norte y del Sur, Europa y Japón, habían colado como auténticos unos 1.000 dibujos y óleos suyos que fingían ser de Matisse, Picasso, Modigliani, Dufy, van Dongen y Derain.

Durante la década de los sesenta, De Hory vivía en Ibiza, una isla española en el Mediterráneo, donde pasaría también dos meses de 1968 en una prisión bañada por el sol. Los cargos que se presentaron contra él, en aquel tribunal madrileño de los tiempos de Franco, fueron relativamente triviales e iban, escribe Irving, «desde la homosexualidad y la asociación con criminales notorios, a no tener medios de subsistencia conocidos». Un juicio más sonado, más ajustado a los hechos, habría puesto en evidencia a los numerosos expertos que habían declarado que las falsificaciones de De Hory eran auténticas, a los marchantes que las habían vendido con ansia, y a los coleccionistas y comisarios de museos que habían envenenado sus posesiones al añadirles esos fraudes. Tras su excarcelación, se le expulsó de España y se trasladó al sur de Portugal. De Hory falleció, probablemente un suicidio, o desapareció (hay cierta incertidumbre) en 1976.

«De Hory se hacía pasar por un noble húngaro y, cuando tenía dinero, vivía como un caballero ocioso», nos cuenta William Robinson, el actual comisario de la sección de dibujos en el Fogg. «Intentó una y otra vez ganarse la vida con su propia obra, pero no conseguía venderla. Cuando se quedaba sin dinero, recurría a la falsificación. Sus marchantes no quisieron nunca darle un porcentaje demasiado grande de las ganancias, por miedo a que dejara de trabajar. Así que lo engañaban».

Sin duda, a Agnes Mongan no le gustó nada que la torearan Raynal y su Matisse, pero eso no quiere decir que considerara que el dibujo no valía nada. Ella enseñaba «conocimiento del arte», lo que Ronald D. Spencer, editor de The Expert versus the Object: Judging Fakes and False Attributions in the Visual Arts define como «esa sensibilidad de la percepción visual, conocimiento histórico, conciencia técnica y experiencia empírica que requiere el experto para atribuir un objeto». Un Matisse malo colocado junto a un Matisse bueno puede ser una potente herramienta educativa, que ilumina la obra auténtica y ayuda a que el aprendiz de experto afine su mirada. Las falsificaciones también nos enseñan sobre la falibilidad de los expertos; son, quizás, una necesaria lección de humildad.

Mongan acogía voluntariamente fraudes en la colección de Harvard. Un artículo sobre falsificaciones publicado en 1960 en el New York Times señalaba que «la Fogg paga cinco dólares por cada cuadro si le parece que es una obra especialmente interesante o bien hecha, independientemente de si pretende ser un Leonardo da Vinci o un Abuela Moses». Hoy la colección de dibujos contiene otros cinco aspirantes a Matisse, que se donaron conscientemente como falsificaciones, incluyendo al menos otro De Hory más y un dibujo que el verdadero Matisse pintarrajeó por encima en 1951 porque era falso.

Las falsificaciones nos dan lecciones sobre la historia del gusto, y esa es otra de las razones por las que son apreciadas por los museos de arte de las universidades. La falsificación es, en general, una respuesta del mercado ante una demanda. A lo largo de los siglos, cuando la demanda de determinado tipo de obra de arte supera a la oferta, los falsificadores se meten en faena. Cuando los antiguos romanos se empeñaron en que el poseer una escultura clásica griega original era un requisito para ascender en la vida, la oferta de piezas genuinas enseguida se agotó y los artesanos romanos produjeron estatuaria griega en masa hasta el punto que el poeta Horacio pudo exclamar en el siglo I d.C.: «Quien conoce mil obras de arte, conoce mil fraudes». En los primeros años del siglo XX, la admiración por los cuadros de Corot condujo a un aluvión de Corots de pega, tantos que, en 1940, Newsweek podía bromear diciendo que «de los 2.500 cuadros que Corot pintó durante su vida, 7.800 se encuentran en América». Cuando a primeros del siglo XVIII los británicos, en su gran tour por Europa, llegaban a Italia, nos cuenta Robinson, se volvían locos por los dibujos de los grandes maestros, que se llevaban como recuerdo. «Fue el momento de la historia del gusto en el que los dibujos empezaron a coleccionarse por derecho propio». Los viajeros británicos apreciaban especialmente los paisajes y las obras figurativas de Giovanni Francesco Barbieri, Guercino, y los falsificadores se dejaban la piel tratando de complacer a los visitantes. Un estudioso italiano ha recopilado recientemente los falsos Guercino y el resultado ha sido un extenso catálogo de dos tomos. Harvard posee algunos ejemplos.

«Habré examinado unas 50.000 obras de arte de todos los campos», escribe Thomas Hoving acerca de sus quince años en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, diez de ellos como director. «Un amplio cuarenta por ciento de ellas eran o bien falsificaciones o bien obras restauradas tan hipócritamente o mal atribuidas que, para el caso, es como si fueran falsas». En su apasionante relato de toda una vida persiguiendo el fraude –False Impressions: The Hunt for Big-time Art Fakes–, Hoving afirma: «Lo que muy pocos profesionales del arte parecen querer admitir es que el mundo del arte en el que hoy vivimos es en realidad el nuevo mundo de la falsificación artística, muy activo y carente de principios».

Theodore E. Stebbins Jr., comisario de arte americano en el Fogg asiente con presteza. «El mercado del arte es engañoso, desorganizado y no está regulado», dice. «Y en este mercado es muy rentable que la gente venda objetos que no son lo que afirman ser. Un cuadro modernista americano, que en la década de 1960 valía 2.500 dólares podría ahora valorarse en 3 millones o 5 millones de dólares. Y lo único que se interpone entre los marchantes y los coleccionistas son algunos profesores y comisarios que están dispuestos a dar su opinión».

A la hora de autentificar un objeto artístico, los expertos cuentan con la procedencia, el análisis técnico y su propio conocimiento. La procedencia o la pretendida procedencia (las vicisitudes previas de un objeto) a menudo tiene poco valor y lo único que demuestra es que la cosa en sí no se fabricó ayer. Una pieza mala puede tener una buena procedencia y los documentos que testimonian quién tuvo qué y cuándo también se pueden falsificar. El análisis técnico, mediante un examen por rayos X, infrarrojos o ultravioletas, puede ser útil para demostrar los apaños físicos que hayan sufrido los objetos, por ejemplo, para detectar cualquier tipo de reparación o las peculiaridades que haya bajo la superficie. Pero Stebbins opina que el análisis técnico, en la mayoría de los casos, no proporciona conclusiones definitivas. La mejor manera de distinguir lo bueno de lo malo, afirma, «es una mirada atenta, entrenada y con experiencia previa».

Stebbins, autor de dos catálogos razonados de las obras de Martin Johnson Heade, el pintor estadounidense del siglo XIX, es reconocido en el mundo del arte como el experto en Heade. Por tanto, en 1980, cuando Sotheby Parke-Bernet sacó a subasta una obra desconocida, recientemente descubierta, que se atribuía a Heade, naturalmente pidió la opinión de Stebbins. Este examinó una fotografía en color que le enviaron de Two Hummingbirds and an Orchid y afirmó que sin duda era de Heade y que la incluiría en la siguiente edición de su libro. Pero le asaltaron las dudas, sin embargo, y se fue a Nueva York el día de la venta para examinar el cuadro en carne y hueso. Y la carne le resultó sospechosa. Los colores eran calizos y demasiado brillantes y las pinceladas no le parecieron propias de Heade. Le pidió a Sotheby’s que retirara la obra, a pesar de que solo quedaban veinte minutos para que saliera al estrado y que el consignante estaba ya en la sala. Sotheby’s la retiró. Las pruebas científicas posteriores respaldaron el veredicto de Stebbins. Resultó que el lienzo y el bastidor eran indicios de una falsificación bastante reciente y que algunos de los pigmentos del cuadro no habían empezado a emplearse hasta después de la muerte de Heade. Desde entonces Stebbins exige siempre un examen directo de la obra antes de emitir su opinión y, en los casos difíciles, requiere la ayuda de un restaurador y de un científico. Cree que posiblemente haya en estos momentos dos hábiles falsificadores de Heade en activo.

En un mar de tocomochos, necesitamos más y mejores conocedores del arte para poder fiarnos de ellos, pero los expertos son un talento en vías de extinción. Stebbins es abogado, además de historiador del arte, y ha aportado un capítulo a The Expert versus the Object titulado «The Art Expert, the Law and Real Life». «A partir de la década de 1980 –escribe– muchos de los intelectos más brillantes de la historia del arte se han alejado de la "anticuada" disciplina del conocimiento de las obras de arte para dedicarse a una variedad de enfoques teoréticos que definen la "nueva historia del arte" (...) En el futuro, los marchantes, coleccionistas y el público en general lo tendrán aún más difícil que ahora para encontrar expertos experimentados y objetivos capaces de analizar las obras de arte». De hecho, «estos servicios que se prestan al mercado son una de las razones principales –escribe Stebbins– por la que los historiadores más jóvenes han vuelto la espalda a los dictámenes expertos».

Pero Stebbins sigue en la brecha. «Cada pocas semanas recibo una carta de alguien que pide mi opinión sobre una obra. Les pido a cambio que firmen una declaración que dice que pidieron una opinión, que se dan cuenta de que es únicamente una opinión y que prometen no demandarme ni a mí ni a Harvard como resultado de ella». Se limita a su campo de conocimiento. No cobra nada. Cree que todos los comisarios de los Museos de arte de la Universidad de Harvard están dispuestos a hacer lo mismo. «Lo consideramos una parte de nuestra misión de ayuda a la gente». Pero Stebbins no opina si no se lo piden. Si ve un anuncio en una destacada revista del mundo del arte en el que se ofrece a la venta algún cuadro de Heade que no parece en absoluto un Heade, se calla. «La ley aborrece a los chivatos. Y yo no soy la policía de Heade. El marchante no me ha preguntado. Quien sea que haya comprado el cuadro no me ha preguntado. Aunque más tarde o más temprano, alguien me preguntará».

A Stebbins le complace contribuir a que no engañen a la gente, pero también le interesa mantener a raya los fraudes dentro de la obra reconocida de Heade. «Si un falso Heade se cuela en mi libro, le seguirán otros», dice. «Y entonces Heade se convertirá en un pintor peor, se le minusvalorará, porque se le atribuirá haber pintado esta cosa, y esta otra, y la historia quedará falsificada». El falsificador Eric Hebborn, un artista inglés del siglo XX y autor del libro de memorias Drawn to Trouble: The Forging of an Artist falsificó, según confesión propia, unos 500 dibujos de maestros clásicos. Su motivo era la codicia, por supuesto, pero también sentía un intenso deseo de pegársela a la institución artística: por el mero placer de sembrar la confusión, afirmó haber falsificado algunos dibujos de importantes colecciones que, de hecho, eran perfectamente auténticos.

La falsificación tiene sus matices. Estudiantes inocentes se han entregado a la tarea de copiar las grandes obras desde que el arte comenzara a enseñarse. Se dice que el joven Miguel Ángel fue capaz de copiar un dibujo antiguo de forma tan precisa que, de hecho, se quedó con el original, devolvió la copia en su lugar y nadie se dio cuenta. Al menos eso nos cuenta el cronista de arte del siglo XVI, Giorgio Vasari («puro sensacionalismo», afirma Hoving).

El Fogg tiene un cuadro del pintor veneciano del siglo XV Carlo Crivelli, Lamentaciones ante el cadáver de Cristo, un grupo de figuras amaneradas a ambos lados de un cadáver. La figura de Cristo había desaparecido casi por completo, probablemente debido a daños por agua, y se repintó a principios del siglo XX. El restaurador se esmeró en simular las marcas de las resquebrajaduras que el paso del tiempo había hecho en el lienzo con unas pinceladas negras extremadamente finas. «Los conservadores de hoy no eliminan las partes restauradas», nos dice Teresa Hensick, conservadora de pintura en el Centro Straus de Conservación y Estudios Técnicos, perteneciente al museo, «porque la pintura perdería su significado sin la figura central y porque es útil para la enseñanza. Su restauración es un ejemplo fascinante de una reconstrucción a cargo de un artesano reconocido y con talento, Luigi Cavenaghi». El museo posee fotografías de las Lamentaciones antes de la reforma. El veterano científico-conservador Naryan Khandekar ha acuñado un término para esos cuadros sobrepintados que buscan el engaño: «restaurificaciones».

Mark Jones, editor de Fake? The Art of Deception, una exploración profusamente ilustrada de las muchas formas de fraude, publicada con ocasión de una reveladora exposición en el British Museum, describe concisamente estos matices de la falsificación. «Un retrato completamente pintado por Rubens es más Rubens que uno en el que él haya pintado la cara y el resto un ayudante, mientras que un retrato que otros han pintado bajo su dirección y en su taller, ya no se describe como un Rubens, sino como "taller de Rubens". Una copia de un cuadro de Rubens es justamente eso pero, si se fabrica con la intención de hacerla pasar por un Rubens, entonces es una falsificación. Un cuadro de Rubens dañado, que se ha restaurado con la idea de engañar al comprador y hacerle creer que todo lo que ve lo pintó la mano de Rubens es también un fraude, aunque en algunos trozos y bajo la restauración, permanezcan aún las pinceladas de Rubens». Objetos como las copias fotográficas hechas tras la muerte del autor pero a partir de negativos originales, o los bronces extraidos de moldes originales, que puedan o no ser ediciones autorizadas, complican aún más nuestra comprensión de lo que es o no es un «fraude».