En el Círculo, un espacio de deseo
Entrevista con Christoph Marthaler
La muerte es a veces la única que puede poner fin a un deseo irrefrenable. La fatalidad no quiso que Gerard Mortier viera cómo su querido Círculo de Bellas Artes se convertía en el escenario de Los cuentos de Hoffmann, ópera que Offenbach no terminó por la misma causa. Dos deseos individuales frustrados que, sin embargo, sí satisficieron los del público que la presenció en el Teatro Real en la primavera de 2014. A través del texto del dramaturgo Malte Ubenauf –quien también trabajó en la producción– a raíz de una entrevista con Christoph Marthaler, director de escena, y de otro elaborado por Joan Matabosch, director artístico del Teatro Real, comprendemos cómo los anhelos inacabados de Mortier y Offenbach sí terminaron por encontrarse en el CBA para dotar de más surrealismo, si cabe, a esta ópera sobre pasiones humanas incontrolables.
Tal vez existían varios motivos por los cuales Gerard Mortier se citó con Anna Viebrock en la calle Alcalá, 42, de Madrid, hace más de un año. Sin embargo, hay uno que debió resultar determinante: la intuición. Desde el día en el que hablamos por primera vez, cuando estábamos todos juntos en el Teatro Real, de llevar a la escena Les contes d’Hoffmann, Mortier insistió varias veces en que debíamos visitar un famoso edificio en el centro de la ciudad, una institución cultural privada de muy rica tradición llamada Círculo de Bellas Artes.
Cuando finalmente guio a Anna Viebrock a través de la arquitectura, al mismo tiempo colosal y laberíntica, y le mostró las salas de dibujo, el teatro, el salón de billar, la biblioteca, el café, la terraza, le contagió su entusiasmo. Y lo mismo me ocurrió a mí cuando visité el Círculo en compañía de Sylvain Cambreling. Este espacio reunía los aspectos a la vez: inspiración espacial y de contenido para nuestra futura puesta en escena, además de ofrecer –y eso fue lo más sorprendente– una fascinante alegoría sobre el pensamiento, la sensibilidad y la forma de actuar de aquella persona que nos había llamado la atención sobre el Círculo. En aquel lugar reinaba una absoluta simultaneidad entre la productividad intelectual y artística: formación, invención, bosquejo, proyecto, desarrollo... todo ello en el mismo momento y en todas las plantas.
El apasionamiento con el que las personas reunidas en el Círculo trabajaban en la invención y realización de la expresión artística, parecía una especie de traducción directa del ideario de Gerard Mortier. Al parecer, él mismo no había pensado en esta coincidencia. A él le interesaban las líneas de enlace entre la estructura espacial del Círculo y los escenarios de Les contes d’Hoffmann. Y le interesaron porque no resultaban evidentes. O tal vez sí, si se considera la ópera de Jacques Offenbach como una obra de arte que trata sobre el exceso de pasiones humanas incontrolables. De un espacio, por tanto, en el que el permanente e indistinguible conjunto de estados amorosos de muy diversa índole se convierte en una exigencia desmesurada: el artista sumido en una crisis creativa ama a una mujer llamada Stella. Pero precisamente ella no se encuentra ahí, y el que la deseada unión se produzca en algún momento es algo que solo está escrito en las estrellas. Se podría decir por tanto que al principio de la ópera de Offenbach, Hoffmann se encuentra con las manos vacías en el sentido más literal del término: no hay ninguna obra artística a la vista ni tampoco la mujer amada. En lugar de eso, un exceso de anhelos.
Lo que ocurre a continuación no es fácil de explicar. Por lo que parece, un par de parroquianos allí presentes lo distraen y, con ayuda de bebidas espirituosas, lo animan a relatar las tres grandes historias amorosas de su vida. Por otra parte, tampoco habría que excluir que, precisamente esta secuencia introductoria de la ópera de Offenbach, fuera el resultado de una desesperada ensoñación. Una fantasía alejada de un tiempo y un espacio comprensibles, que Hoffmann inicia de forma consciente para abrirse a nuevas posibilidades de pensamiento y acción. Es un espacio surrealista aquel al que el artista accede, un lugar sin reglas en todos los aspectos. Y un poco parece como si Hoffmann, a través de esta acción, pusiera a prueba aquel talento especial que le ha convertido en lo que es: la propia capacidad de invención. Hoffmann se ha convertido en miembro de su personalísimo Círculo de Bellas Artes. Rodeado de otras innumerables figuras a las que ha facilitado, sin preguntar, todo tipo de carnets de miembro disponibles, pone a prueba, en las salas unidas sin solución de continuidad, los distintos juegos de la entrega apasionada.
Su primera invención trata del amor por un aparato mecánico (Olympia), un objeto pues al que el intercambio humano le resulta no solo ajeno sino imposible y Hoffmann experimenta, por tanto, de ese modo, un estado de proyección absoluta. Una variante perfecta, de un modo muy particular, de una entrega amorosa. A continuación Hoffmann establece una relación en la cual una joven de nombre Antonia, ligada a él por una profunda inclinación, decide entregarse al canto y por tanto al arte, y renuncia al amor. Esta situación parece ser la que mejor refleja la contradicción en la que se ve sumido, en realidad, el propio Hoffmann. Hace tomar una decisión a Antonia para la cual él no se halla preparado. El que esta elección tenga consecuencias mortales para Antonia es todo menos una casualidad.
Finalmente Hoffmann experimenta otra forma de pasión en la que el amor solo se finge para obtener algo a cambio que sirve exclusivamente al propio bienestar. En este caso, la cortesana Giulietta, inventada por Hoffmann, quiere adueñarse de la imagen del artista en el espejo. Para que este se entregue, ella le confunde y deslumbra con falsas señales amorosas. En su narración, Hoffmann se convierte en víctima de tales artes de la traición, de las que (¿quién lo pondría en duda?) a menudo se ha servido en un intercambio inverso, para, a través de un amor aparente, acercarse a una meta (¿una obra de arte?) que solo le concierna a él.
Influenciado una y otra vez por otros personajes que actúan como los antagonistas de su conciencia (el ángel y el diablo en diversas encarnaciones), Hoffmann recorre los escenarios deformados de su invención. Y tal vez cabría suponer que en estos sueños artificiales intenta separar, y de este modo visualizar y comprender, aquellas variantes de la sensibilidad apasionadas que, en la así llamada «vida real», se presentan como nudos confusos y caóticos y garantizan una absoluta incapacidad de actuar.
¿Puede semejante invento funcionar y posibilitar el movimiento deseado? Offenbach se resiste a dar una respuesta. Su ópera permaneció inacabada, incluso aunque todas las condiciones históricas constaten que eso no fue una decisión consciente del compositor. Y de este modo, la realidad fragmentaria y misteriosa de la partitura de la ópera está en absoluta sintonía con aquellas condiciones de la realidad de las que Hoffmann intenta huir a través de la inmersión en sus invenciones surrealistas. Y del mismo modo, aunque nunca lo haya expresado así, Gerard Mortier sabía en qué lugar de Madrid se encontraba una imagen de esa simultaneidad incontrolable de deseo, observación, decepción, invención, felicidad e imperfección. Y exactamente, hasta allí nos condujo, al Círculo de Bellas Artes, que era su Círculo. Y tal vez podría convertirse en el nuestro, gracias a él.