Un sindiós
A primera vista, pareciera como si Amanece, que no es poco (1989) hubiese engullido toda la obra humorística del cineasta y escritor José Luis Cuerda (Albacete, 1947). Ninguna de sus otras películas, ni siquiera sus tres compañeras de su cuatrilogía albaceteña, provocan en la población española un fenómeno fan equiparable al de las norteamericanas La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977), Star Trek (Gene Roddenberry, 1966- ) o, en comedia, El gran Lebowski (Joel & Ethan Coen, 1998). Existen, en territorio nacional, algunos humanos que repiten sus frases de guion como letanía («¡Alcalde: todos somos contingentes, pero tú eres necesario!», «Supongo que me respetarás, ¿eh, Teodoro?»...) e, incluso, un grupo, los «amanecistas», que celebra el filme disfrazándose de sus protagonistas y reviviendo su imaginario. Pero el universo de Cuerda va muchísimo más allá, y empieza antes que Amanece. Se sitúa el mediometraje Total (1983) en un pueblo manchego cualquiera, que un pastor (Agustín González) nos presenta como «Londres, 2598». En este filme ya aparecen las características que marcarían la cuatrilogía albaceteña con una viveza que se mantiene a pesar del tiempo: como si, más que una serie de películas, Cuerda hubiese firmado unas películas seriales.
Hasta comparten estos largometrajes el desprecio o la indiferencia de la crítica de su tiempo. Firma, por ejemplo, Fernández-Santos en El País un contundente «Total, nada» hablando de la primera, y concluye sobre la segunda, Amanece, que no es poco, que «el carácter coral de su película es solo epidérmico y aparente» y que «la película se agota y desaparece». Hasta los mejores críticos, y ahí incluyo a Fernández-Santos, se mueven en la contradicción permanente, presos de un gusto que se realiza en un tiempo, en una sociedad y con una voz determinadas. Tanto cineastas como críticos hablan desde el frente de batalla, en el sentido del filósofo Zygmunt Bauman en el prólogo de su ensayo Vida de consumo (2007): «Inevitablemente, la historia que pretendemos contar aquí será incompleta –o más bien tendrá un final abierto– como ocurre con todos los informes que llegan desde el frente de batalla». Este final abierto se hace evidente cuando determinadas películas se convierten inesperadamente en «de culto». Y luego te repiten sus mejores frases por la calle.
Tanto Total como Amanece, que no es poco, que sería el perfeccionamiento del discurso cuerdiano «re-pasado» por Fernández Flórez, abren un universo en el que conviven la tradic(c)ión literaria española del Siglo de Oro; una suerte de psicodelia albaceteña; una narración intencionalmente fragmentada (eso que Fernández Santos veía como «aparente»); y la extraña sensación de que lo que tiene Cuerda son unas ganas locas de romper las reglas del juego. Pienso en una motivación psicoanalítica: su padre, jugador profesional/matemático de póker, y ese niño que, mediante sus ficciones, le quiere joder todos los cálculos.
Lo asombroso de la cuatrilogía albaceteña es que crece hacia arriba. Primero, hacia el cielo de Así en el cielo como en la Tierra (1995), una representación materialista de toda la metafísica que hay en el nacionalcatolicismo. El Cielo del paleto pobre (Luis Ciges) es un pueblo manchego y los grandes tótems de esta religión conviven allí, en un feliz politeísmo que aguarda materializarse en tierra, Apocalipsis mediante. Una película sabia y teológica, que celebra el conocimiento bíblico y lo transmite, adecentado, a la población. Crece hacia arriba también Tiempo después (Pepitas de calabaza, 2015), la extraordinaria novela que acaba de publicar Cuerda sobre lo que queda de la humanidad en el año 9177. Un edificio, quizá el hotel vacío de la Plaza de España de Madrid, que representa, literalmente, las clases sociales, y en el que el autor se mueve con la misma increíble soltura faltona que en sus tres filmes anteriores. Fuera quedan, cómo no, los pobres, que son siempre los que quedan fuera: de la comida, de la casa, ojalá de la vista, los muy cabrones.
Al final, quizá toda la filmografía cómica de Cuerda sea un homenaje al pobre, porque solo mostrándolo en este género se le puede admirar en todo su bellísimo esplendor. Esto lo entiende José Luis con claridad meridiana en su adaptación de El bosque animado (1987) de Fernández Flórez. Al ser un juego ajeno, se ve obligado Cuerda a introducir la desgracia total (esa niña muerta por un duro, contra la dura piedra) que combina con humor, amor y esa psicodelia que hay siempre en lo gallego. Manejan Cuerda y Azcona a Fernández Flórez como si lo hubieran parido y lo adaptan al cine, que parecía imposible, como recuerda Alfredo Landa en sus maravillosas memorias Alfredo el Grande (2008), escritas por mano de Marcos Ordóñez. Entre las alabanzas que le dedica el actor a su director, aparece solo un pequeño reproche con respecto a su segunda película juntos, La marrana (1992): «muy larga y escatológica», afirma. Se pueden encontrar en La marrana irregularidades que parten de una idea inicial asombrosa: relatar al pobre, la mínima mierda, durante 1492, la máxima mierda. Y la mierda y la escatología es la que hay en toda la Historia de la Higiene, que mató cientos de millones: esos bebés mal desumbilicados; esos médicos que privilegiaban una vestimenta sucia para demostrar su maestría; ¡ah!, y la mierda de sistema digestivo que no cesa y que no se limpia; y dormir con animales, que luego se comen; y la sangre parada, esa sangre sucia de la que Alfredo Landa habla en La Marrana.
Con Tocando fondo (1993) también se trataba de colocar, 500 años después, a una pareja, un caradura, Resines, y un joven aprendiz, Jorge Sanz, en medio de una crisis. Se advierten las intenciones de Cuerda, pero no tanto el tiento: queda de su hora y media esa extraña presentación en la que Resines se funde con imágenes documentales y nos explica que gente como él, un empresario timador, es la que sale adelante. También comedia de presente, de aquel presente, fue la primera película de Cuerda, Pares y nones (1982), urbanísima y de pareja, y que podrían firmarla Colomo, Fernando Trueba u otros contemporáneos. Cuarenta años más tarde, al bendito José Luis Cuerda no se le puede colocar en una generación determinada. Cuerda tiene una extraña virtud, solo al alcance de unos pocos cineastas y de nuestro Señor Jesucristo: que su filmografía cómica sea él. Que, al abrir la boca, casi todo lo que dice José Luis pueda ser cine, su cine.