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Pasión por la música, pasión por la vida

Juan Ángel Vela del Campo
Fotografía Minerva

A Alberto Zedda (Milán, 1928) se le identifica de inmediato con Gioachino Rossini (Pésaro, 1792 - París, 1868). Su alegría de hacer música –y de vivir–, su curiosidad por lo que sea, su infatigable dedicación a causas que rozan la utopía, facilitan esa asociación con un compositor que transmite una imagen de irrenunciable hedonismo al lado de lo específicamente musical. Se dice, y se piensa, que Zedda es el embajador a perpetuidad de Rossini en este mundo. Lo es, desde luego, pero el universo musical de Zedda no se limita a las óperas, escenas líricas, obras religiosas a su manera y pecadillos de vejez del ingeniosamente apodado «Cisne de Pésaro». Zedda se identifica con Rossini, dialoga, divaga e incluso ejerce de diletante a lo Stendhal, pero su universo musical va más allá, como a él mismo le gusta reconocer. Un día ya bastante lejano le pregunté cuáles eran sus óperas preferidas y me contestó, sin dudarlo demasiado, que L’incoronazione di Poppea, de Claudio Monteverdi, y Falstaff, de Giuseppe Verdi. No venía a cuento incluir a Rossini en estas afinidades electivas. A Rossini lo llevaba dentro, era –es– en realidad una parte sustancial de su propia existencia.

En el terreno musical, conviven en el maestro Zedda al menos tres ocupaciones básicas, que ejerce obsesivamente a modo de vocación multidimensional: la dirección de orquesta, la musicología y la enseñanza. En la primera desprende ilusión, en la segunda, rigor, y en la tercera, generosidad. Su vinculación al Rossini Opera Festival, una cita anual con 35 ediciones a sus espaldas, y a la Academia rossiniana de Pésaro, la gran cantera de voces «belcantistas», han sido fundamentales. Por la Academia, sin ir más lejos, han pasado infinidad de cantantes españoles en periodo de formación. Zedda tiene una debilidad por España que no sabe –ni quiere– disimular. Cuando las condiciones son mínimamente favorables, protege a nuestros músicos. A su casa de las afueras de la villa natal de Rossini han sido invitados españoles de todo tipo y condición, desde poetas, filósofos o cocineros, hasta profesores, médicos, pintores e incluso músicos. Y además, la vida de todos los días la comparte con una mujer de Galicia: Cristina, ¡ay, qué bendición de los cielos para un agnóstico sin ninguna posibilidad de redención! (al menos en sentido «wagneriano»).

Su condición musicológica se plasma sobre todo en las ediciones críticas de las óperas de Rossini y en la lucidez de su ensayos. Da igual que escriba o diserte sobre Rossini, sobre la comicidad teatral absoluta o relativa, sobre la música contemporánea o sobre la aportación de Verdi al conocimiento de la condición humana. Zedda deslumbra por su lado científico. Sus aproximaciones analíticas están además llenas de pasión. Como sus aportaciones didácticas. La admiración por Arturo Toscanini precipitó su vocación como director de orquesta. Debutó en el mítico Teatro alla Scala de Milán a mediados de la década de los 50 del siglo pasado, con la ópera El barbero de Sevilla. Por razones de afinidad «rossiniana» Zedda estableció su capital operística en Pésaro, pero su actividad se fue multiplicando poco a poco hasta el último rincón del planeta. Lugares como Madrid, La Coruña, Bilbao y Sevilla; Gante y Amberes; Wildbad y Berlín; Tokio y Moscú, fueron ensanchando sus horizontes y llenando de afecto su sensibilidad. En todas partes, las muestras de cariño hacia el maestro se redoblan a cada nueva visita. En Berlín o en Tokio, Zedda es como un dios; en Moscú y los Países Bajos, algo así como su profeta. Es una forma de hablar, pero les aseguro que no me estoy pasando.

Y es que a Alberto Zedda se le admira, pero también se le quiere. En España, en el contexto de los Premios Líricos Campoamor de Oviedo, es el único artista que ha sido distinguido en dos ocasiones, en la primera edición de 2006 como mejor director musical del año en España por su lectura de La cenerentola, de Rossini, y en la séptima edición, de 2012, como reconocimiento a toda una carrera. Poner de acuerdo un par de veces a un jurado de procedencias e ideologías tan distintas, como el que allí dilucida, tiene su miga. Pero Zedda lo ha conseguido. Es un tema para reflexionar, desde luego. Y también para festejar. El diálogo es posible en nuestro país, por mucho que se empeñen en lo contrario la mayor parte de nuestros gobernantes.

En su reciente libro Divagazioni rossiniane, editado en Italia por Ricordi y en proceso de traducción al español, Zedda escribe, al hilo de su experiencia y dedicación, sobre los detalles más sorprendentes de la música de Rossini. Es un tomo de referencia y, sin embargo, Zedda lo presenta como «divagaciones». En su sencillez se percibe de hecho su sabiduría. Los asistentes a la lección magistral que nos regaló en el Círculo de Bellas Artes, saben de lo que hablo. Aquí al lado hay una selección de lo que dijo. Les invito vivamente a su lectura. Sentirán a Rossini más próximo e intensificarán su afecto por Alberto Zedda, un «extraterrestre» en el sentido más afectuoso, un humanista en su concepción más renacentista, una buena persona por encima de todo, que se incorpora ahora a este club de músicos con Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes en el que militan, entre otros, Claudio Abbado, Pierre Boulez, Luis de Pablo, Gerard Mortier o Carles Santos. Vaya cuadrilla.