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Libros, vida y cicatrices en la memoria

Ricardo Piglia
Fotografía MINERVA

El pasado 2014, el CBA acogió la muestra de la Galería Jorge Mara - La Ruche, Ricardo Piglia - Eduardo Stupía. Fragmentos de un diario, que, partiendo de los textos del escritor de su diario iniciado en 1957, establece un diálogo con las obras del artista plástico que los acompañan. Coincidiendo con la exposición, Piglia dio la conferencia Los libros de mi vida. Ensayo de una autobiografía futura, que recogemos en el siguiente texto y que nos introduce en los recuerdos imborrables asociados a los libros de su vida, sobre todo durante su infancia.

Página manuscrita de los diarios de Ricardo Piglia, publicada en la exposición Ricardo Piglia - Eduardo Stupía fragmentos de un diario
Imagen de Eduardo Stupía, perteneciente a la exposición Ricardo Piglia - Eduardo Stupía fragmentos de un diario
Imagen de Eduardo Stupía, perteneciente a la exposición Ricardo Piglia - Eduardo Stupía fragmentos de un diario
Exposición Ricardo Piglia - Eduardo Stupía fragmentos de un diario, en la galería Jorge Mara - La Ruche, Buenos Aires
Página manuscrita de los diarios de Ricardo Piglia, publicada en la exposición Ricardo Piglia - Eduardo Stupía fragmentos de un diario

Estoy muy contento de estar aquí en el Círculo, es un lugar de referencia para mí en Madrid. Lo ha sido siempre. 

El título tentativo de la charla es Los libros de mi vida, pero no los libros que he escrito, sino más bien los libros que he leído. Y tiene que ver con lo que recién dijo Juan sobre las series«Mi vida se ordena en series discontinuas». Frase mencionada en la presentación a cargo de Juan Barja, director del CBA, e incluida en Fragmentos de un diario, de Ricardo Piglia y Eduardo Stupía, exposición que albergó el Círculo de Bellas Artes del 11/02/2014 al 18/05/2014 organizada conjuntamente con la Galería Jorge Mara - La Ruche.

Cuando uno escribe un diario, enseguida se da cuenta de que podría establecer repeticiones de acontecimientos. Las repeticiones son uno de los elementos más importantes en la vida de uno. Uno repite varias veces encuentros con amigos en los bares, repite muchas veces historias de amor, repite muchas veces idas al cine o lecturas de libros y, de esa maraña, yo he extraído algunas situaciones ligadas a la lectura de libros, basándome en un criterio que sería contrario al criterio del diario. Es decir, no aquello que está escrito en el diario, sino aquello que yo recuerdo, porque hay una imagen que me hace recordar el momento en el que he leído un libro.

Tengo algunos recuerdos muy fijos de situaciones en las que he leído un libro, ya sea que recuerdo la situación en la cual estaba cuando lo leí o el momento en el que me dieron ese libro. Estoy seguro de que cuando aparecen esas imágenes, ese libro ha sido importante para mí, más allá de que a veces yo no recuerde cuál es el tema de ese libro y solo recuerdo la escena de lectura. Entonces, yo he hecho una pequeña selección de esas imágenes.

Un poeta alemán decía «a veces la infancia me envía postales»En alusión a Michael Krüger, editor de la editorial Carl Hanser y poeta. «Manchmal schreibt mir die Kindheit / eine Postkarte: Erinnerst du dich?» De su poema Rede des Philosophen, incluido en el libro de poemas Reden und Einwürfe (Insel – Bücherei, 2008). El autor cuenta con algunas traducciones al castellano como Previsión del tiempo (E.D.A. Libros). También se publicaron libros de narrativa del autor: Cita en Corfú (Seix Barral); ¿Qué hacer?, ¿Por qué Pekín?, ¿Por qué precisamente yo? (Anagrama) y El final de la novela (Anagrama).. Serían como imágenes que vienen del pasado, y que han quedado fijas ahí y son un poco misteriosas también, porque seguramente algo las rodea y uno no recuerda bien qué es eso que las rodea. Entonces me parece que hay para mí una tensión entre ese mundo de imágenes que están presentes en la memoria sin que yo las seleccione ni las elija y aquello que he escrito en el diario, que no siempre se refiere a esos momentos en mi vida que han dejado una marca. Muchas cosas que recuerdo con mucha intensidad no están escritas en el diario, como si en ese momento en que las viví no las hubiera notado, y acontecimientos que en el diario están escritos como acontecimientos centrales, no los recuerdo. De modo que hay un vaivén entre ese mundo de los recuerdos que parecen formar parte de la estructura de la vida y aquellos recuerdos que, en el diario, parecen ser siempre mucho más firmes de lo que uno mismo piensa.

Entonces, son unas notas de un trabajo en marcha, se llama Los libros de mi vida, ensayo de una autobiografía futura. Ensayo más bien en un sentido teatral, es como si estuviera ensayando con ustedes algunos momentos de la memoria, de mi relación con algunos libros.

El primer recuerdo

Mi primer recuerdo es la imagen de mi abuelo Emilio, sentado en un sillón de cuero, aislado, ausente, con un libro en la mano. Parecía dormido con los ojos abiertos. Yo estoy parado ahí, en la zona más secreta de la casa sin saber qué hacer, tengo tres años. 

Mi abuelo abandonó el campo y vino a vivir con nosotros a Adrogué cuando murió mi abuela Rosa. Dejó para siempre sin cambiar la hoja del almanaque en el tres de octubre de 1943, como si ese día el tiempo se hubiera detenido para siempre. Y el aterrador calendario, con el bloc de números fijo en esa fecha, estuvo en casa durante años. 

Esa tarde, sin que nadie me vea, me trepo a una silla y bajo de una de las estanterías de la biblioteca un libro azul. Me bajo a la calle y me siento en el umbral con el libro abierto sobre las rodillas. Vivíamos en una zona tranquila, cerca de la estación de ferrocarril y cada media hora pasaban frente a nosotros los pasajeros que habían llegado en el tren que venía de la capital. Yo estaba ahí, como si leyera, cuando de pronto una larga sombra se inclinó sobre mí y me susurró que tenía el libro al revés. 

Pienso que debe de haber sido Borges, en ese entonces solía pasar los veranos en el hotel Las Delicias de Adrogué. Porque ¿a quién si no a él se le puede ocurrir hacer esa maliciosa advertencia a un chico de cuatro años que no sabe leer?
 
¿Y qué libro sería ese?, le pregunté una vez a mi padre. «Sería el libro azul del peronismo»,En 1945, el embajador estadounidense en Buenos Aires, Spruille Braden, escribió el Libro Azul contra el General Edelmiro Farrel y el Coronel Juan Domingo Perón a los que tachaba de filonazis. Perón respondió con el Libro Azul y Blanco denunciando las ingerencias estadounidenses en las políticas de América Latina y su polémica fue parte de la campaña para ganar las elecciones en 1946. me dijo.

La ausencia total de literatura que hubo en mi infancia fue lo que hizo de mí el escritor que soy; sin embargo, una biblioteca –y el acto de leer– es el primer recuerdo de mi vida. 

¿Existe el primer recuerdo? Freud lo llama «recuerdo pantalla». La emoción queda fijada y se desplaza hacia lo que se ve en la imagen. A mí no me interesa lo que ocultan los recuerdos, lo que puede haber atrás, sino la intensidad inolvidable de la imagen que se refleja en la memoria: como una cicatriz. Lo que se ve no es el contenido del recuerdo, sino su forma. 

Recuerdo la primera vez que vi llorar a mi padre. 
Recuerdo la primera vez que fui al teatro. 
Recuerdo la voz de mi madre cantando un tango. 
Recuerdo la primera vez que estuve con una mujer. 

La primera lectura

La noción de primera lectura es inolvidable, porque es irrepetible y es única. La vez primera que leemos a Roberto Arlt, la primera vez que leemos ¡Absalón, Absalón! de Faulkner¡Absalón, Absalón! Una de las últimas traducciones de la novela de Faulkner corrió a cargo de Miguel Martín – Lage para la editorial La otra orilla, publicada en 2008., la emoción persiste con el aura del descubrimiento.

Escuela número uno de Adrogué. Clase de lectura. La señorita Yolanda ha creado una especie de concurso: se lee en voz alta y el que se equivoca queda eliminado. La competencia de las lecturas desde el principio. 

Me veo en la cocina de casa, la noche antes, estudiando «la lectura». ¿Por qué estoy en la cocina? Quizás mi madre me toma la lección. No la veo a ella en el recuerdo: veo la mesa, la luz blanca, la pared de azulejos. Pero recuerdo de memoria todavía la primera frase: «Llegan barcos a la costa, trayendo frutos de afuera…». Los frutos de afuera, los barcos que llegan a la costa… parece Conrad. ¿Qué texto es ese, año 1946?

Aprendemos a leer antes de aprender a escribir. Eran las mujeres las que nos enseñaban a leer (y a escribir). 

Escribir a mano es una práctica arcaica, anterior incluso al lenguaje oral. Signos grabados en la piedra, en el caparazón del las tortugas, en la tierra, en papiro, en pergamino, en papel. Los instrumentos han cambiado a lo largo de los siglos: espinas, huesos aguzados, astillas, punzones, cálamos, escalpelos, plumas de animales, plumas metálicas, estilográficas, biromes... Pero el gesto es el mismo: se usa la mano hábil para trazar las letras y la otra como ayuda ocasional. Y eso es, en principio, aprender a escribir: mover la mano y darle forma a signos que ya conocemos.

Soy un zurdo contrariado, solo uso la derecha para escribir y en todo lo demás la mano izquierda. La inolvidable señorita Tumini, maestra del grado superior en la misma escuela número uno me obligó a aprender a escribir con la mano derecha. 

Estoy solo, es el atardecer, me veo en el aula vacía, después de horas copiando palabras con el furor de un pequeño disléxico demente. Recuerdo: en el altísimo pizarrón estoy escribiendo trabajosamente con tiza blanca la palabra «lámpara».

La copia

Mi cumpleaños de 1948. Natalia, una amiga de mi abuelo, italiana, recién llegada. Su marido ha muerto en el frente. Bellísima, sofisticada, fuma cigarrillos rubios americanos. Habla con mi abuelo en italiano, en piamontés en realidad, de la guerra, imagino. Me trae de regalo Corazón, de Edmundo de AmicisAmicis. Edmundo de, Corazón: diario de un niño, Madrid, Gadiz, 2009. (Primera publicación, 1886)., un libro amarillo de la colección Robin Hood. Recuerdo nítido el momento: estamos en el patio de casa, hay un toldo, ella tiene un vestido blanco, me entrega el libro y me dice algo cariñoso que no entiendo bien, con mucho acento, con sus ardientes labios rojos. 

Lo que me impresionó en esa novela que no he vuelto a leer fue la historia del «pequeño escribiente florentino». 

El padre trabaja de copista. El dinero no alcanza. El chico se levanta de noche, cuando todos duermen y, sin que nadie lo vea, copia en lugar de su padre, imitando –todo lo que puede– su letra. 

Lo que fijó, creo, esa escena en el recuerdo es que nadie sabe que es él quien escribe. Duerme mal, de día se mueve como un sonámbulo.

Hay una serie con la figura invisible del copista: el que lee por escrito textos ajenos. Son la prehistoria del autor. El novelista norteamericano John Barth cita a un escriba egipcio del 700 a.CBarth, John. The Friday Book, Nueva York, Putnam, 1984.. La historia de los copistas continúa en Grecia y más tarde en Roma, donde los señores hacen copiar a sus esclavos los libros. Son los monjes luego los encargados de reproducir los libros copiándolos. Hay muchos más amanuenses a lo largo del tiempo, pero recordemos a Bartleby, el espectral escribiente de Melville; a Nemo, el copista sin identidad de Casa desolada de Dickens; a Shem, (the Penman), el alucinado escriba que confunde las letras y los idiomas en el Finnegans Wake de Joyce. 

¿No era la copia –en la escuela– el primer ejercicio de escritura «personal»? La copia antes del dictado, y antes de la composición (tema: la vaca). 

Estudio inglés con Miss MacKensey, viuda de un alto empleado de los ferrocarriles del sur, que habita sola en una casa de dos pisos y ha publicado en el diario La Prensa dos o tres traducciones de Hudson. Nos daba clases particulares (se ganaba la vida de ese modo porque la jubilación –se quejaba– le llegaba a desgano). Lo primero que leemos con ella es el libro de Hudson sobre los pájaros del Plata y una tarde nos llevó a visitar Los Veinticinco Ombúes, la casa natal del escritor, que estaba a pocos kilómetros de Adrogué. Fuimos en bicicleta, ella, con sus bellas faldas al viento, parecía ir de perfil, como si montara a caballo, la pollera de medio luto flameaba. ¡Oh, la imaginación! ¡Oh, los recuerdos! Tiene nostalgia de Londres, pero sobre todo de Sudáfrica, Rodesia, donde su marido estuvo un par de años. La sabana infinita, los monos de cara blanca y los pelícanos de gráciles patas rojizas. Nos muestra fotos de su casona de troncos cerca de un río, al costado de un muelle; debemos describir en inglés lo que vemos.

Era una viejita simpática, irascible, anticonvencional: si alguno de nosotros se tiraba un pedo, sorry, nos hacía parar en fila y nos olía el ass, uno por uno hasta descubrir al culpable, que de inmediato era llevado de una oreja al patio. Parece una escena de Dickens, un repentino cambio de tono en una novela de amor de Muriel Spaak.

El viaje

Voy leyendo en un tren. Tengo el libro abierto sobre una pequeña mesa contra la ventanilla. Leo Los hijos del capitán Grant de Julio VerneVERNE, Julio: «Les enfants du Capitaine Grant» Magasin d’Éducation et de Récréation, 1865-1867..

Al terminar el colegio primario mi abuelo me lleva con él en un largo viaje al sur. Viajamos en el vagón dormitorio, las camas se convierten en asientos. Hay un pequeño lavatorio que baja de la pared, plateado, minúsculo. En el compartimento vecino viaja, sola, Natalia. Hay una puerta corrediza que comunica los dos camarotes. Desayunamos y comemos en el coche comedor: vajilla inglesa, soperas de plata. 

Natalia, en el vertiginoso pasillo del vagón, me acaricia el pelo. Un olor inolvidable viene de su cuerpo; usa una solera floreada y no se afeita las axilas. 

En la novela de Verne el aristócrata escocés Lord Edward descubre un mensaje dentro de una botella lanzada al mar por Harry Grant, capitán del bergantín Britannia, que ha naufragado dos años antes. La principal dificultad consiste en que los datos del mensaje lanzado por los náufragos son ilegibles, excepto la latitud: 37º Sur. 

Lord Edward, los hijos del capitán Grant, y la tripulación de su yate parten para Sudamérica, ya que el mensaje incompleto sugiere la Patagonia como lugar del desastre. 

Cuando cruzamos en tren un alto puente de acero sobre el río Colorado, yo leía en la novela que del otro lado del caudaloso río de aguas rojizas empezaba la Patagonia. 

El libro de Verne me explicaba lo que yo veía. El relato estaba dilatado por largas explicaciones de la flora y la fauna y por el detallado relevamiento de los accidentes geográficos. La literatura popular es siempre didáctica (por eso es popular). El sentido prolifera, todo es explicado y aclarado. En cambio, lo que yo veía por la ventanilla era árido, ventoso, los pajonales, el arenal, los yuyos aplastados, las piedras volcánicas, el vacío.

Hay un hiato entre lo real y las palabras, un desequilibrio entre la literatura y la vida. 

«Debemos recordar –decía Renoir– que un campo de trigo pintado por Van Gogh puede despertar mayor emoción que un campo de trigo tout court». Puede ser, depende de lo que uno haga en el trigal... 

A la noche me asomaba y veía en la oscuridad la luz de los pueblos. Oía el lento y angustioso suspiro de los frenos en estaciones vagamente entrevistas; la cortina de cuero que, al levantarse, dejaba ver un andén desierto; un changador que empujaba el carro de equipajes; un reloj circular con números romanos, el sonido de la campana que anunciaba la partida nocturna. 

Encendía la pequeña luz en la cabecera de la cama y leía. Mi abuelo estaba en el compartimento de al lado.

La fugaz visión de Natalia, sola, al amanecer que hurga entre objetos de vidrio en su neceser sobre la felpa gris de su compartimento iluminado.

Viajamos dos días y dos noches por la Patagonia hasta Zapala y, de ahí, en un coche de alquiler hasta un casco de estancia en el desierto. Visitamos a un amigo de mi abuelo que había hecho con él la Primera Guerra Mundial. Era un hombre alto y desgarbado, de encendida cara rojiza y ojos celestes. Llamaba a mi abuelo coronel y juntos recordaban las difíciles posiciones de combate en las laderas heladas de la montaña y las interminables batallas en las trincheras. El hombre tenía grandes bigotes de cosaco y le faltaba el brazo izquierdo. «Ese muchacho –me dijo mi abuelo– es un valiente, me rescató herido de la tierra de nadie y perdió el brazo en la maniobra». 

Varias veces pensé volver a la estancia en la Patagonia, viajar a ver al hombre que había perdido el brazo y preguntarle por la verdadera historia de mi abuelo. «Pues bien –hubiera podido decirme– voy a contarte cómo fue». Pero nunca fui… y solo tengo de esa guerra personal rastros aislados: una foto de mi abuelo vestido de soldado y los papeles, libros, mapas, cartas y notas que me dejó como su única herencia al morir. Alguna vez escribiré un libro con él, porque a veces todavía escucho su voz.

«El idioma, esa frágil hebra delgada –decía mi abuelo–, que une las pequeñas aristas y los ángulos superficiales de la secreta vida solitaria de los seres humanos, los une, –decía–, pero solo los une por un instante fugaz, confuso, antes de que vuelvan a hundirse en las misma tinieblas en las que el espíritu clamó por primera vez sin ser oído en la lejanísima niñez y desde donde lanzará también su último grito antes del fin, sin que llegue tampoco a otro ser». Así hablaba mi abuelo.

El cortejo

Un tiempo después, a los dieciséis años, yo cortejaba, digamos, a Elena, una bella muchacha, muchísimo más culta que yo, con la que cursaba el tercer año del Colegio Nacional de Adrogué. Una tarde veníamos por una calle arbolada, junto a un muro pintado de celeste, al que todavía veo con nitidez, y ella me pregunto qué estaba leyendo. 

Yo, que no había leído nada significativo desde la época del libro al revés, me acordé de que había visto, en la vidriera de una librería, La peste de Camus, otro libro de tapas azules, que acababa de aparecer. «La peste de Camus», le dije. «¿Me lo puedes prestar?», dijo ella. 

Me acuerdo de que compré el libro, lo arrugué un poco, lo leí en una noche y al día siguiente se lo llevé al colegio... Desde entonces, si no me engaño, no he hecho otra cosa que leer literatura. 

De Camus no me interesa La peste, y no he vuelto a leerla. Pero recuerdo el viejo que le pegaba a su perro y, cuando al fin el perro se escapa, lo busca desolado por la ciudad.

El padre de Elena era un marino mercante medio anarquista, que nunca estaba en la casa. La madre era rusa y tenía bellos ojos oscuros: en la casa circulaban los libros ácratas de la colección Américalee, la revista Reconstruir. Se leía a Martínez EstradaEn referencia al poeta, escritor y ensayista Ezequiel Martínez Estrada, dos veces Premio Nacional de Literatura. Las «catilinarias» eran escritos políticos del autor, en referencia a Las Catilinarias de Cicerón., que postulaba un liberalismo extremo, que lo acercaba a las posiciones libertarias y publicó con ellos algunos de sus demoníacos panfletos de los años cincuenta, sus catilinarias: ¿Qué es esto?, Las cuarenta

Fue el primer escritor al que conocí personalmente. Un sobrino de Martínez Estrada, que cursaba conmigo quinto año del secundario, me lo presentó una tarde. Entró en la habitación sosteniéndose de las paredes, frágil, vacilante, con su bella cara descarnada y se hundió dificultosamente en un sillón. Parecía enfermo y débil hasta que empezó a hablar y entonces su voz pareció rugir desde las catacumbas y los ritmos bíblicos de sus largas frases perfectas me hicieron percibir –por primera vez– la exaltación y el poder del lenguaje.

El destierro

Mi padre había estado preso, porque salió a defender a Perón en 1955. Se había criado en el campo, un médico de provincia que cuando tomaba y estaba alegre, enfurecía a mi madre cantando La pulpera de Santa Lucía con una variante obscena que había aprendido en un prostíbulo de Trenque Lauquen. Se hizo peronista en el 45 y fue peronista toda la vida. Los acontecimientos se encadenaron para hacerlo abdicar, pero él se mantuvo firme. Salió de la cárcel y se siguió reuniendo con los compañeros del movimiento, como lo llamaban, que venían a casa a imaginar la vuelta de Perón. 

El 55 fue el año de las desdicha y el 56 fue el de la cárcel y el 57 fue todavía peor. Las cosas siempre pueden empeorar. Esa es la tradición de los vencidos. 

Estaba acorralado y decidió escapar. En marzo del 57 abandonamos medio clandestinamente Adrogué, un suburbio de Buenos Aires donde yo había nacido y donde había nacido mi madre, y nos fuimos a Mar del Plata, una ciudad que está a 400 km al sur de la provincia de Buenos aires. Allí, el amigo de un amigo le consiguió un lugar donde abrir el consultorio. Me acuerdo del silencio de los últimos días, de los amigos de mi padre, que venían a medianoche a despedirnos. La cara esquiva de los que quieren darse ánimo y no encuentran las palabras.
Yo tenía dieciséis años. Viví ese viaje como un destierro. No quería irme del lugar donde había nacido, no podía concebir que se pudiera vivir en otro lado y de hecho, después no me ha importado nunca el lugar donde he vivido. 

Entonces en esos días, en medio de la desbandada, en una de las habitaciones desmanteladas de la casa, en un cuaderno empecé a escribir un diario. ¿Qué buscaba? Negar la realidad, rechazar lo que venía. «La literatura es una forma privada de la utopía». 

Escribía muy bien en esa época, dicho sea de paso, mucho mejor que ahora. Tenía una convicción absoluta y el estilo no es otra cosa que la convicción de tener un estilo.

Voy a leerles algunas de las primeras entradas de mi diario de aquellos tiempos. Confío en que al menos persistan la furia y la desesperación con las que fueron escritos.

EXTRACTOS DEL DIARIO

1957
Jueves 3 de marzo

Nos vamos pasado mañana. Decidí no despedirme de nadie. Despedirse de la gente me parece ridículo. Se saluda al que llega, al que uno encuentra, no al que se deja de ver. Gané al billar, hice dos tacadas de nueve. Nunca había jugado tan bien. Tenía el corazón helado y el taco golpeaba con absoluta precisión. Después fuimos a la pileta y nos quedamos hasta tardísimo. Me zambullí del trampolín alto. Desde tan arriba las luces de la cancha de paleta flotaban en el agua. Todo lo que hago me parece que lo hago por última vez.

5 de marzo

Salimos a la madrugada, furtivos, avergonzados. Había una luz encendida en la cocina del yugoslavo, del otro lado de la calle Bynon. No duerme nunca, vigila, es un espía y mañana dirá que escapamos como «ladgrones pegonistas».

Subimos los muebles a un camión, yo viajé entre las sogas y los bultos; sentado en un canasto de mimbre miraba pasar las poblaciones, las vacas, la mansedumbre idiota de la llanura. 

Nos paramos a mediodía en un bosque. Mi padre dice, «ves, en este pozo un croto ha hecho un fueguito», toca las cenizas con el revés de la mano. A lo lejos, como un punto oscuro en la inmensa claridad, se ve la remota figura del linyera que avanza a pie por el campo hacia otro bosque donde prender un fuego para hacer mate. 

No siempre recuerdo con nitidez lo que está escrito en los cuadernos, pero ese acontecimiento mínimo: un linyera en el campo (y la palabra de mi padre), ha vuelto a la memoria varias veces en mi vida, sin relación con nada que esté sucediendo en el presente, nítido en el recuerdo, inesperado, como si fuera un mensaje cifrado que escondiera un sentido oculto.

A veces, cuando releo los cuadernos, me cuesta reconocer lo que he vivido. Hay episodios narrados ahí que he olvidado por completo. Existen en el diario, pero no en mi recuerdo. Y a la vez ciertos hechos que permanecen en mi memoria con la nitidez de una fotografía están ausentes en el diario, como si nunca los hubiera vivido.

Casi no hay rastro, por ejemplo, de aquellos días, cuando llegamos a Mar del Plata, abatidos y en fuga. Me acuerdo con claridad de mi padre que abre la puerta de la casa de la calle España donde vamos a vivir y da vuelta a la cara para sonreír, resignado, antes de empezar a elogiarnos las virtudes del lugar. Se había puesto una bufanda azul y el aire húmedo le empañaba los anteojos, y trataba de parecer despreocupado y alegre, mientras mi madre entraba por el pasillo. ¿Dónde estoy yo? Quizás detrás de mi madre, quizás ya he entrado en la casa. Invisible en el recuerdo, soy el que mira la escena.

Al principio las cosas fueron difíciles. No tenía nada que contar. Mi vida era absolutamente trivial. Me gustan mucho los primeros años de mi diario, justamente porque allí lucho contra el vacío total. No pasaba nada, nunca pasa nada en realidad, pero en aquel tiempo me preocupaba. Era muy ingenuo, estaba todo el tiempo buscando aventuras extraordinarias. Entonces empecé a robarle la experiencia a la gente conocida, las historias que yo imaginaba que vivían cuando no estaban conmigo.

Tengo la extraña sensación de haber vivido dos vidas. La que está escrita en los cuadernos y la que está fija en mis recuerdos. Son figuras, escenas, fragmentos de diálogo, restos muertos que renacen cada vez. Nunca coinciden, o coinciden en acontecimientos mínimos que se disuelven en la maraña de los días. 

Confío en que las extraordinarias y enigmáticas imágenes de Eduardo Stupía, como las pantallas donde persisten mis recuerdos, me ayuden a entender la extraña manía de escribir mi propia vida.

Muchas gracias

EXPOSICIÓN RICARDO PIGLIA–EDUARDO STUPÍA. FRAGMENTOS DE UN DIARIO
11.02.14 > 18.05.14
ORGANIZA GALERÍA JORGE MARA • LA RUCHE • CBA
COLABORA EMBAJADA DE LA REPÚBLICA ARGENTINA. REINO DE ESPAÑA


CONFERENCIA LOS LIBROS DE MI VIDA. ENSAYO DE UNA AUTOBIOGRAFÍA FUTURA
12.02.14
AUTOR RICARDO PIGLIA