Alberto Zedda
Una vida dedicada a Rossini
El pasado mes de mayo, el Círculo de Bellas Artes concedió su Medalla de Oro al musicólogo y director de orquesta Alberto Zedda (Milán, 1928), que ha destacado sobre todo por su atención al repertorio del siglo XIX italiano, y muy en especial, por su labor de investigación y reivindicación de la figura de Gioachino Rossini. A continuación Minerva reproduce parte de las palabras que pronunció Zedda en conversación con el ensayista y crítico musical Juan Ángel Vela del Campo, así como un artículo de este último, en el que nos presenta a este maestro de la musicología, la dirección de orquesta y la docencia.
Es para mí muy emocionante recibir este homenaje, y más en esta sede tan ilustre. Entiendo que con este galardón se me está premiando a mí como músico, pero también como embajador de Rossini, que ingresa en la cultura contemporánea con la autoridad, la importancia y la potencia que puede ofrecernos su inmenso patrimonio.
Creo que este reconocimiento va a ser de gran ayuda en mi batalla a favor de Rossini y me va a proporcionar nuevas fuerzas para seguir librándola. Es una batalla que empecé hace muchos años y en la que he conseguido ganar algo de terreno, aunque todavía muy poco. Porque hoy en día Rossini es todavía para mucha gente, para demasiada gente, el gran compositor de ópera bufa. Y por supuesto que Rossini es un gran compositor de ópera bufa, pero lo es porque, ante todo, es un gran compositor de ópera, de ópera seria. Hasta que no se reconozca esta vertiente seria, incluso dramática de Rossini, no entenderemos su verdadera importancia, el mensaje extraordinario, original y único que transmite con una fuerza, una personalidad y una originalidad aplastantes.
Somos muchos en todo el mundo quienes tomamos parte en esta batalla, también aquí en España, entre ellos Juan Ángel Vela del Campo, que escribió sobre Rossini comprendiendo plenamente su espíritu. Quiero, pues, dar las gracias por este honor en mi nombre, en nombre de los «rossinianos» e incluso en nombre del mismo Rossini, que ha alcanzado aquí el merecido reconocimiento a su obra, que otras veces se le ha negado.
Rossini y la educación musical del intérprete
Rossini tiene una técnica especial de canto y vocalización. Eligió una vocalización abstracta que quizá estuvo un tanto fuera de su tiempo. Pero no fuera del tiempo: hoy día, por ejemplo, la estructura abstracta de Rossini resulta mucho más cercana a nuestra sensibilidad que la escritura de los grandes compositores románticos. Gracias, en parte, a la enseñanza de la pintura abstracta, con la que hemos aprendido que los signos pueden expresar los sentimientos de formas más complejas que con el metro cotidiano de la vida común.
En ocasiones, los signos de Rossini no son solo poéticos, abstractos; son también simples, signos que comunican con gran facilidad. Pero esa simplicidad no debe ser confundida con pobreza: la diferencia entre «pobre» y «simple» es inmensa. Ser capaces de decir grandes cosas con palabras sencillas para mí no es una limitación sino un plus. De ahí que Rossini pueda considerarse hoy día un compositor muy contemporáneo, muy moderno. Sobre todo porque, en un mundo que se va especializando cada vez más, impera una visión del virtuosismo como algo que va antes de la expresión, que obliga al intérprete a dominar perfectamente la técnica antes de ser capaz de llegar a la expresión, algo particularmente necesario en el caso de la música contemporánea. El límite técnico se ha desplazado a tal altura, ha alcanzado tal complejidad que, una vez alcanzado, le permitirá dominarlo todo. El virtuosismo vocal consiste en ser capaz de infundir una imagen en las notas que se está cantando, transformando así un signo –un signo simple, como el de Miró– en algo complejo y profundo.
Pienso que esta es la modernidad de Rossini. Obliga al intérprete a conquistar una técnica muy sólida para poder obtener los colores necesarios, el verdadero dominio para poder insuflar ese sentimiento dentro de la música. El «belcantismo rossiniano» es una educación musical formidable para un cantante: un intérprete que canta bien a Rossini cantará mejor que nadie cualquier repertorio, Wagner incluido. ¡Hay pruebas! Imposible olvidar a Maria Callas interpretando Armida en 1952, el único papel rossiniano dramático que cantó y que nos dejó una grabación fabulosa.
El humanismo latente en la obra de Rossini
El proceso de idealización es común a todos los artistas, sean compositores o creadores de cualquier forma de arte. Todos ellos quieren idealizar la realidad en alguna medida. Rossini lo hace de una forma muy particular: empieza por una palabra muy sencilla y la transforma gracias a un código vocal que no es en absoluto natural. En efecto, el código del bel canto es artificial porque está basado en figuras fijas, escalas, arpegios, que siempre se repiten y que en sí mismas no tienen ningún valor musical.
En el caso de la escala, (Ermione, por ejemplo, comienza con una), lo que la transforma en algo significante no es la música en sí misma, sino lo que aporta el intérprete. ¿Qué quiero decir? Que en Rossini el intérprete tiene que participar en un sentido creativo, tiene que transformar una palabra anodina, que no tiene un particular valor semántico; tiene que ser capaz de insuflárselo. Puede resultar sorprendente apreciar cómo Rossini utiliza a veces la misma palabra para reír y para llorar. Y es que, como digo, no es la palabra en sí misma, sino el contexto en el que la palabra se inserta y la fuerza que el intérprete le otorga, lo que le da un sentido u otro.
Obviamente Rossini coloca la palabra en el sitio correcto y la transforma en un gesto musical, un gesto teatral. La palabra tiene una cierta potencia, una infinidad de posibilidades. Pero la fuerza y el valor particular que adquiere, se lo insufla el intérprete gracias a la pauta que le ha dejado preparada Rossini. Y, ¿cómo la prepara? Con un contexto formal particular que tiene una estructura muy calculada, o tal vez instintivamente calculada (porque Rossini tiene el don de la proporción áurea de forma natural) pero, sobre todo, animándola con una determinada rítmica.
La rítmica de Rossini es muy particular: no es una rítmica ordinaria, es una rítmica creativa, que funciona como fuente de energía con la que todo se anima. Yo digo que es una rítmica melódica. En efecto, la auténtica melodía de Rossini está en el ritmo. Sus melodías propiamente dichas suelen ser breves, con poco significado e incluso, digámoslo, con poca belleza en sí mismas. La belleza surge en la construcción, en la utilización de estos fragmentos y, sobre todo, en la animación rítmica que les da. Es entonces cuando la libertad rítmica, la creatividad y la invención fluyen…
Esta es la gran enseñanza rossiniana, por eso es tan importante y por eso hay que estudiar a Rossini: no solo para cantar las notas que escribió, sino para hacerlas vivir, para darles sustancias, para aprender a animar una estructura musical que en sí misma no tiene un recorrido y un significado preestablecido.
Es lo contrario que sucede, por ejemplo, con la música romántica: con ella todos lloramos al mismo tiempo, la emoción es obligada, es común para todos. Con Rossini esto no pasa. Dirigiendo a Rossini me ha pasado muchas veces sentir que un fragmento un día significa una cosa y otro día cambia de significado, incluso hasta tener un sentido diametralmente opuesto. Este discurso abierto me parece una fuente constante de riqueza. La prueba es que yo me ocupo de Rossini durante el 90% de mi tiempo musical –y no solo musical– y jamás me canso. Y no solo es que no me canse, es que sigo descubriendo cosas, sigo sorprendiéndome continuamente. Si no fuera así, sería imposible vivir 40 años trabajando con un solo compositor, olvidando todo lo que uno estudió antes.
Antes de ser «rossiniano» yo había dirigido otras cosas y, sobre todo, tenía una relación cotidiana con mis amigos compositores de música contemporánea. Y esto es lo que echo en falta, esta ausencia de contacto con la música de mi tiempo es el gran sacrificio que he tenido que hacer para ocuparme de Rossini. Pero por suerte, se trata de un compositor tan moderno que, en parte, me compensa esa falta de música contemporánea que añoro. De hecho, para interpretar a Rossini, por fuerza tengo que servirme de algunos aspectos y herramientas de la cultura más contemporánea.
Claudio Abbado fue el primero en descubrir la grandeza de Rossini con sus espectáculos en el Teatro alla Scala de Milán a finales de los años 60 y principios de los 70. La gran revolución de Abbado fue haber entendido a Rossini como gran músico contemporáneo. Su grandeza consistía, precisamente, en que cualquier partitura que afrontara la veía con los ojos de un contemporáneo, no solo porque él amaba la música contemporánea, sino porque ese era su diálogo, su pan de cada día. Para él un verdadero músico no podía no conocer o no practicar la música contemporánea, la música de su tiempo. El pasado no existe si no tiene la capacidad de hablarnos hoy. Abbado también descubrió la importancia del virtuosismo, no del virtuosismo mecánico puramente técnico, sino de un virtuosismo en sentido extremo, espiritual.
Ahora bien, mi forma de acercarme a Rossini es muy distinta de la suya. Abbado tenía miedo del Rossini dramático. Él creía que el virtuosismo «rossiniano» era especialmente apto para esa música chispeante, cómica, bufa, alegre. Y siempre eligió dirigir Il Viaggio a Reims, memorable por supuesto, la Cenerentola, Il Barbiere di Siviglia, La Italiana in Algeri…
Pero cuando yo le dije: «Claudio, haz La donna del lago o el Maometto II, porque las grandes obras necesitan un director de tu grandeza y tu fuerza», siempre se negó, porque aunque fue él quien descubrió y otorgó verdadero valor al virtuosismo de Rossini, no llegó a comprender que ese virtuosismo, lejos de ser un límite para el drama, era un arma necesaria para alcanzar el tipo de drama que Rossini buscaba, y que no es el drama del corazón únicamente, sino que habita y se desarrolla sobre todo en el cerebro (por más que pueda comenzar en el corazón).
Y es que Rossini es muy cerebral, pero en el buen sentido, es decir, no es que sea frío. Tiene una particularidad que quizás Claudio no apreciaba mucho: una cierta amoralidad que es, en realidad, una renuncia a hacer juicios. Rossini nunca juzga a sus personajes, no hay buenos ni malos en Rossini. O sí los hay, porque en la historia siempre hay buenos y malos, pero para Rossini no es una diferencia moral, es una constatación: la vida es así, tanto en la naturaleza –donde hay un atardecer maravilloso y luego un tsunami, o alguna otra forma de destrucción– como entre los hombres. Rossini nunca elabora un juicio moral, mientras que en la música romántica el malo es el malo, como puede apreciarse en Rigoletto.
También en este sentido es muy moderno. Pero, claro, está siempre un poco fuera, al margen de lo que es la ideología común. Porque lo cierto es que conservamos una estructura ética que deriva del monoteísmo judeocristiano y constituye una suerte de cultura oficial dominante, en la que siempre hay juicio moral.
Lo que resulta maravilloso de Rossini es que puede tomar como punto de partida el hedonismo, un hedonismo verdadero, fácil, humano, simple, y alcanzar a partir de ahí una gran trascendencia. Para mí trascendencia quiere decir religiosidad. Y Rossini llega a la trascendencia sin juzgar, en una forma de libertinaje espiritual que queda totalmente al margen de la cultura oficial impuesta por la iglesia católica o el monoteísmo judeocristiano, y que resulta extraordinariamente moderna y lo emparenta con Montaigne. Rossini no es solo un gran músico, es un personaje importante también desde el punto de vista de la comunicación humana.
Lo cierto es que Rossini puede ser un músico aburrido, artificial, mecánico, o puede ser un trasformador que te ofrece una carga que difícilmente te dan otros compositores u otras músicas. Y eso se advierte cuando te encuentras con una gran ejecución «rossiniana», con un gran cantante. Rossini puede salir vencedor o perdedor en el escenario, y la responsabilidad recae sobre los cantantes. Una responsabilidad muy grande, mucho mayor que en la obra de otros compositores. Por eso es tan importante la técnica: para disponer de una paleta de colores que permita encontrar miles de matices a un sentimiento.
Ni en los personajes ni en la música de Rossini hay psicología; no hay desarrollo, los temas son demasiado cortos. Hay repeticiones y contraposiciones, pero no un desarrollo musical ni psicológico. El necesario claroscuro, la riqueza de colores, queda en manos del intérprete, si es suficientemente capaz de producirlo. El arma que el intérprete tiene a su disposición es esta libertad rítmica que es pura energía, que es una creación continua. Con su fuerza, el intérprete puede transformar una escala en un golpe de puñal que te mata o en la dulzura de una caricia. La misma escala puede ser la más erótica o la más dramática. Es la misma escala, pero esa capacidad que queda en manos del intérprete «rossiniano» es incomparable. Naturalmente, tiene que aprender a utilizarla: en esto consiste el virtuosismo «rossiniano».
Confío en estar explicándoles por qué voy perdiendo años y años de mi vida en pos de este personaje maravilloso, imposible de conocer y abarcar en su totalidad.
Il Barbiere di Siviglia
Il Barbiere di Siviglia es una de las obras más misteriosas y más difíciles de Rossini. No es mi favorita, tengo que reconocerlo, pero es sin duda la más emblemática. El problema de Il Barbiere di Siviglia es que Rossini se enfrenta con un texto literario importante. No es una mera trama, un indicio que él pueda colmar con su música. Hay ya una historia, una historia bien contada con personajes de verdad, y Rossini tenía ciertas dificultades con el realismo. Decíamos que sus personajes no tienen desarrollo psicológico, de ahí la dificultad de musicar Il Barbiere, que siempre se queda en el medio. En el primer acto, Figaro tiene su personalidad, como también la tienen Rosina o Almaviva. Pero cuando todos han de cantar con el coro, los personajes pierden ese perfil y estamos otra vez ante una abstracción radical. Y es que el realismo del texto no casa bien con la abstracción «rossiniana», es muy difícil alcanzar el equilibrio. La única representación de Il Barbiere que me ha dejado enteramente satisfecho fue la que contó con la escenografía de Carmen Laffón y que se estrenó hará unos 15 años en Sevilla, una puesta en escena inmensa que no tuvo, ni por asomo, la repercusión que hubiera merecido.
Los pecadillos de vejez
¿Por qué escribió Rossini los Péchés de vieillesse? ¿Para sí mismo? ¿Para explicarnos a nosotros las profundas razones de su silencio, de su renuncia? Para un músico, y más aún para un músico como Rossini, que no solo había nacido para componer, sino que, además, disfrutaba de un prestigio y un éxito extraordinarios (creo que fue el primer músico de la historia que se hizo rico, muy rico como compositor), renunciar a su trabajo tuvo que ser muy duro. Y no fue una renuncia de cinco o diez años: ¡fueron 39 años de silencio! Fue un silencio aparente. Y nunca explicó nada, nunca quiso justificar su silencio. Pero sí escribió esos misteriosos Péchés de vieillesse, una gran cantidad de composiciones que forman un texto muy emblemático.
«Mi lagnerò tacendo della mia sorte amara» («me lamentaré callando de mi suerte amarga») esto lo musicó decenas y decenas de veces como un leitmotiv, bastante impresionante por cierto, pero nunca explicó su silencio. Ahora bien, los Péchés de vieillesse no eran solo ese lamento callado, eran también un comentario cotidiano de lo que pasaba alrededor de la música contemporánea, dirigido a los jóvenes que estaban empezando, a los nuevos compositores, y eran también una crítica a la sociedad, no solo a la musical sino también a la política.
Rossini siempre fue muy misterioso, de modo que nunca se supo si era tradicionalista, revolucionario, patriótico… La única cosa que se sabía, y que él admitía, es que no era creyente. Sin embargo, curiosamente, las únicas composiciones importantes que interrumpieron su silencio de décadas fueron composiciones religiosas como la Petite messe solennelle o el Stabat Mater. En estas obras se aprecia una religiosidad intensísima, una necesidad de transcendencia o una aspiración a un más allá extraordinario en un «no creyente», y que también hoy nos resulta muy moderna.
Nadie sabe explicarse el tormento, el misterio de este silencio «rossiniano». Es cierto que no estaba en consonancia con su tiempo. Por eso se ha pensado que su retirada se debe a que su música ha quedado obsoleta, a que no tiene ningún sentido que su música sobreviva más allá de Il Barbiere di Siviglia, que es tan alegre… En realidad, no es que su música fuera demasiado antigua, sino que era demasiado moderna. Y tal vez la llave de este misterio, o por lo menos una pista que nos puede ayudar a desentrañarlo, se encuentre justo en los Péchés de vieillesse.
© Alberto Zedda, 2015. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
09.05.14
PARTICIPANTES JUAN MIGUEL HERNÁNDEZ LEÓN • JUAN ÁNGEL VELA DEL CAMPO • ALBERTO ZEDDA
ORGANIZA CBA