Tamaño de fuente grande
Tamaño de fuente normal
Tamaño de fuente pequeña
Anterior
Pequeña
Normal
Grande
Siguiente

El feminismo no es para las mujeres

Clara Serra

Clara Serra es filósofa y autora de Manual ultravioleta. Feminismo para mirar el mundo (Ediciones B, 2019). Ha sido responsable del Área de Igualdad en Podemos y miembro de la Asamblea de Madrid hasta 2019, cuando dejó las instituciones políticas para volver a la vida académica. En este artículo, Serra reivindica la necesidad de «escapar y desactivar la trampa de la identidad» para alcanzar un feminismo verdaderamente transformador, cimentado «no sobre los agravios compartidos, sino en los deseos comunes».

En septiembre de 2020, a pesar del contexto pandémico, algunas personas nos reunimos en el Círculo de Bellas Artes, convocadas por los alumnos y las alumnas que organizaban el IV Congreso de pensamiento interdisciplinar: Fugas, Éxodos y Rupturas. Yo compartía mesa con César Rendueles y, siguiendo las sugerencias de quienes me habían invitado a hablar y habían considerado que tenía algo que aportar, me tocaba analizar «el giro de una izquierda materialista a una posmaterialista, (y) un éxodo de la izquierda buscando defender el ecologismo, la teoría queer o el feminismo, dejando atrás una retórica de clase que denuncian anticuada e insuficiente».

El interés de los organizadores era que me pronunciara sobre un conjunto de problemas que, a mi modo de ver, podríamos empezar agrupando en dos cuestiones o preguntas principales. La primera cuestión tiene que ver con la relación del feminismo con la clase y su posición dentro de la manida dicotomía entre reconocimiento y redistribución. ¿Supone el feminismo un abandono del análisis de clase? ¿O tiene el feminismo la capacidad de ser un movimiento anticapitalista que enfrente las formas actuales de desposesión y combata el empobrecimiento de grandes capas de la población? Esta cuestión supone entrar en debate con aquellas posiciones que defienden que el feminismo, junto a otras luchas sociales, tiene que ver con el campo del reconocimiento, pero no de la redistribución, con «lo simbólico», pero no con lo material, o con eso que Daniel Bernabé ha llamado «la trampa de la diversidad». ¿Tienen razón esas posiciones obreristas que han señalado al feminismo (junto a las demandas LGTBI, por ejemplo) como colaborador de las formas neoliberales de desarticular y neutralizar la autoconsciencia y la lucha de los y las explotadas por el capitalismo contemporáneo? La segunda cuestión que, en mi opinión, hay que hacer aparecer –y que no es, en realidad, otra cuestión– tiene que ver con el sujeto del feminismo, que no hace falta explicar hasta qué punto está siendo una discusión acalorada o explosiva en el feminismo español.

El feminismo o, más específicamente, el feminismo que yo defiendo, tiene dos frentes de crítica especialmente beligerantes en nuestros tiempos: una externa, procedente de posiciones obreristas que acusan a los feministas de traicionar la lucha contra la sociedad de clases y otra «interna», procedente del propio campo del feminismo, que nos acusa de disolver el sujeto-mujer –del que dependería la viabilidad misma del proyecto feminista– y que nos acusa, por tanto, de traicionar la propia lucha feminista.

O el feminismo es transformador o es solo nuestro

Para colocarse con respecto a esas dos críticas, voy a empezar remontándome a 2014. En ese año, algunas compañeras entramos en Podemos con la tarea de poner en marcha el Área de Igualdad del partido, área que yo estaba encargada de coordinar. Muy pronto me di cuenta de que aquello tenía toda la pinta de poder acabar consistiendo en lo siguiente: un partido dirigido por hombres (muy hombres) que tendría, como todos los partidos u organizaciones de izquierda que se precien, su departamento de feminismo, o su «área de mujeres», un espacio de mujeres donde nosotras haríamos cosas que nos competen solo a las mujeres. El pacto que podría haberse reeditado es un pacto clásico en las organizaciones de izquierdas: los hombres no molestan, no interfieren, no se inmiscuyen en las áreas feministas de sus partidos y organizaciones y las mujeres nos dedicamos a nuestros asuntos, asuntos propios, asuntos particulares. Siempre me han llamado la atención esas parejas en las que él es un militante o intelectual de izquierdas que reflexiona sobre todo aquello que le debe preocupar a las izquierdas –la lucha sindical y los derechos laborales, el problema territorial, la Constitución y otros grandes asuntos– y deja el feminismo para su compañera, dedicada a una cuestión distinta que él desconoce por completo. No pretendo impugnar el sentido coyuntural y estratégico que han tenido los espacios de mujeres y la importancia de esa «doble militancia» que tantas llevaron a cabo, y siguen haciéndolo a día de hoy, pero la consideración de que el feminismo es un asunto de las mujeres, aislado y separado del conjunto de problemas y frentes políticos universales, ha sido la gran coartada para la indiferencia de muchos hombres. Esa entrega del feminismo a las mujeres, defendida con condescendencia por tantos dirigentes en nombre del respeto a lo que no les pertenece, supuso durante décadas el aislamiento del feminismo como un asunto particular, como una cuestión menor y como una lucha subalterna con respecto a la política con mayúsculas, de la que se siguen ocupando ellos.

Si el feminismo tiene una propuesta importante que hacer, que es transformadora y aspira a cambiar cosas para el conjunto de la sociedad, entonces nos debe importar y nos debe ocupar a todas y a todos. Y no es que los hombres puedan acercarse al feminismo, interesarse por él e incluirlo en sus análisis y sus proyectos políticos, como quien nos hace un favor, es que deben hacerlo. No como un acto condescendiente por el cual se ocupan generosamente de los problemas de otras, sino como una manera de entender problemas comunes y asuntos fundamentales para el conjunto de la sociedad, como una vía para pensar su propias servidumbres y malestares, como un modo de luchar por su propio bienestar y su propia libertad.

Durante los años en los que fui responsable del Área de Igualdad de Podemos, esta era una de las cosas que veía más clara. Si queríamos convencer a los dirigentes del partido de la importancia del feminismo, si queríamos hacer de Podemos una fuerza política que colocara el feminismo en el centro, teníamos que convencerles no de que nos dejaran «nuestros espacios» (eso estaba asegurado y no les suponía la menor incomodidad), sino de que el feminismo puede ser un terreno privilegiado para las izquierdas para dar algunas de las principales batallas políticas que tenemos por delante.

En nuestro contexto actual, con precarización generalizada del trabajo, con la crisis del sindicalismo clásico, con el maltrato a los servicios públicos, es especialmente importante sacar a la luz la feminización de la precariedad laboral y las formas en las que las mujeres, expertas en sectores desregulados como el del cuidado, pueden organizarse para reivindicar sus derechos. Luchar por la igualdad de género es luchar por la educación pública (cuya falta de acceso universal, principalmente en el caso de la educación infantil, resulta especialmente lesiva para las mujeres), por la sanidad pública, por un sistema público de dependencia o por una red de residencias públicas de calidad. En definitiva, los efectos de las políticas de austeridad propias de las derechas y gestionadas también por el PSOE, especialmente a partir de los recortes que sucedieron al cambio del artículo 135 de la Constitución, las reformas laborales regresivas que han tenido lugar en nuestro país y la pérdida de derechos laborales y sociales para la gran mayoría de la población, tienen también un rostro femenino, y eso convierte al feminismo en un terreno privilegiado para sacar a la luz las desigualdades y para combatirlas. El feminismo, lejos de ser una traición a la lucha de clases, puede ser hoy una de las mejores apuestas estratégicas para las izquierdas para hacer una política anticapitalista, siempre y cuando estemos dispuestos y dispuestas a renunciar a ciertos lenguajes, categorías de análisis y fetiches obreristas que tienen más que ver con un izquierdismo o identitarismo político que con las posibilidades actuales de transformar las desigualdades de nuestro presente.

De todo esto es de lo que hay que convencer a un viejo dirigente de izquierdas que piensa que el feminismo «es cosa de mujeres». Ahora bien, al mismo tiempo, como la otra cara de la moneda, hay algo de lo que hay que convencer a muchas feministas, especialmente a aquellas que llevan años asumiendo que el feminismo es un asunto que les pertenece a ellas y no a sus compañeros. Y es que, en efecto, el feminismo, tiene que empezar a ser un poco menos «nuestro» si queremos que sea más central. Y eso no supone regalar nuestra lucha a los hombres, sino conseguir implicarlos en ella. O el feminismo es una militancia con derecho de acceso restringido en la que, en efecto, muchas feministas acabamos encontrando una cálida identidad, o el feminismo se convierte en la lucha política de nuestros días y el proyecto del 99%, lo cual exige por nuestra parte la renuncia a que el feminismo siga siendo solo «nuestro».

Qué hay de lo mío

En el marco de los actuales debates en torno a la cuestión trans y su relación con el feminismo, algunas feministas, las que están preocupadas por «el borrado de las mujeres», suelen decir a menudo que, de un tiempo a esta parte, «el feminismo parece que tiene que ocuparse de todo en vez de ocuparse de la desigualdad que afecta a las mujeres». Hay una queja que, si se escucha, es recurrente por parte de algunos feminismos y que viene a decir que se está haciendo al feminismo responsable de resolver todos los problemas sociales, incluidos los de las personas trans, desvirtuando su sentido y su verdadero cometido: ceñirse a los asuntos de las mujeres.

Curiosamente, alguien como Daniel Bernabé, que acusa al feminismo y las luchas «por la diversidad» de entrar en una lógica neoliberal por la cual los sujetos se dedican a decir «qué hay de lo mío», ha manifestado en reiteradas ocasiones su apoyo a las posiciones del feminismo de Lidia Falcón y a su defensa de que el feminismo debe ceñirse a las mujeres y ocuparse solo de lo nuestro. Ahora bien, si el feminismo debe ser una lucha solo de parte, es incoherente acusarle, a la vez, de partir cualquier sujeto político común con capacidad de representar a las mayorías. A no ser que, de nuevo, le encomiendes al feminismo ceñirse a ser solo una cuestión de parte y a asumir que serán otras luchas y otros sujetos revolucionarios los que podrán representarnos a todos.

Las posiciones obreristas y el feminismo clásico comparten algo: una incómoda sensación de que el avance del feminismo les ha desplazado del lugar que les pertenecía. Y es que, en efecto, la hegemonía del feminismo ha supuesto que algunos viejos militantes de la izquierda sientan que ya no hablan desde un lugar central. Pero, igualmente, los avances que han revelado con más fuerza el potencial transformador del feminismo en la actualidad han mostrado la ineficacia y la subalternidad a la que está abocado un feminismo solo para las mujeres (así como de organizaciones o partidos solo para mujeres). No es solo la lucha trans, son muchas más cosas que han acontecido estos años las que han generado cambios incómodos. Las alianzas del feminismo con otras demandas, otras luchas y, por supuesto, otros sujetos, la capacidad de interpelar a las mayorías y salir de los espacios doctos en los que reina la autoridad de las más veteranas, la llegada al feminismo de las y los más jóvenes, a veces más por Beyoncé que por Beauvoir y, por supuesto, la participación cada vez mayor de los hombres, que empiezan a hablar del género y a escribir libros sobre las masculinidades (cosa que es, muchas veces, la manera de entrar en el feminismo por la puerta de atrás y evitando levantar ampollas); toda esa expansión del feminismo, que ha supuesto una ampliación de sus límites, ha supuesto también un corrimiento de tierra, a consecuencia del cual algunos y algunas se sienten damnificados.

Para mí, tanto la importancia de la cuestión trans como el creciente interés de muchos hombres por el feminismo, son muy buenas noticias. Y lo son, justamente, porque suponen una interesante manera de quebrar la identidad del sujeto del feminismo y ampliar sus márgenes. No comparto las posiciones de quienes, para defender los derechos de las personas trans, impugnan como irreal cualquier forma de borrado de las mujeres. Me parece evidente que, en efecto, la incorporación de las personas trans –por cierto, no solo de las mujeres– supone un desdibujamiento de su sujeto clásico. Porque, una vez incorporadas las mujeres trans al feminismo, ¿acaso vamos a dejar a los hombres trans fuera? Por supuesto que las mujeres trans forman parte del feminismo, pero la única manera coherente de dejar atrás las exclusiones identitarias no es defender que «las mujeres trans son mujeres», sino que el feminismo no es solo algo de y para las mujeres.

En mi opinión, lo que comparten tanto las posiciones más reacias a entender que las luchas trans forman parte del feminismo, como las posiciones obreristas que apoyan que el feminismo vuelva a ser ante todo un asunto solo de mujeres –o de algunas mujeres–, es la búsqueda de unos supuestos verdaderos sujetos políticos de las luchas, ya se trate de la autenticidad de la clase obrera o de la pureza de las mujeres.

Más allá de los agravios

En La trampa de la diversidad, Bernabé describe esa competición entre los sujetos que siempre reclaman su diversidad y su especificidad y la lógica solipsista que hace imposible cualquier unión. Los hombres nunca podrán hablar de las mujeres, como las payas no pueden hablar de racismo o las mujeres cisgénero no pueden entender a las mujeres trans. Estoy de acuerdo con el análisis del problema, pero en modo alguno con sus soluciones. El problema, o la trampa, no tiene nada que ver con la diversidad, no es la diversidad la que construye muros infranqueables entre los sujetos. El problema es, justamente, una metafísica de la identidad por la que los unos somos esencialmente distintos de los otros.

Un feminismo que hace suya la metafísica de la identidad descansa en tres hipótesis profundamente discutibles. La primera es la idea de que «las mujeres» son una mismidad. Si los límites del sujeto mujer son perfectamente delimitables es porque hay una identidad, una esencia, porque unas y otras somos lo mismo. La segunda idea es que los límites que rodean a las víctimas del patriarcado coinciden exactamente con los límites de «las mujeres». La tercera es que los sujetos de las luchas políticas son las víctimas. Todas estas suposiciones son imprescindibles para afirmar que el feminismo es una lucha solo de las mujeres y, por mi parte, creo que cualquier feminismo que aspire a ser radical y transformador debe poner en duda cada una de ellas. La última de las afirmaciones, la de que la política la hacen las víctimas, es decir, que es la condición de víctima la que constituye la vía de acceso a la posición de sujeto del feminismo, descansa en la extraña y metafísica creencia de que, siendo las mujeres las más dominadas y constreñidas por el patriarcado, son, a la vez, los sujetos privilegiados para entender con clarividencia, y sin interferencia del poder, el propio patriarcado. Por mi parte, creo que cualquier proyecto emancipador debe incluir en las luchas políticas a las víctimas, que no pueden no estar, pero no sacralizarlas. Son agentes del feminismo quienes tengan una crítica al sistema patriarcal, quienes defiendan una sociedad alternativa, quienes tengan la fórmula para construirla, no solo quienes comparten un dolor y un agravio.

Pero, además, debemos poner profundamente en cuestión que solo las mujeres sean víctimas del patriarcado y el sistema de género. Si gran parte de los estudios de la masculinidad resultan incómodos para una parte del feminismo es porque el tratamiento de los hombres no solo como sujetos de la dominación, sino también como objetos de esta, puede ser una china en el zapato. El feminismo que descansa en una metafísica de la identidad necesita ignorar que hay muchos otros damnificados por el sistema de género y la masculinidad patriarcal más allá de las mujeres.

La última de las tesis en juego, en realidad aquella sobre la que descansan las demás, tiene que ver con no poner en cuestión la identidad de las mujeres. Y gran parte de la violenta reacción que ciertos feminismos descargan contra las luchas trans es porque, de modo inevitable, lo trans supone una quiebra interna de la identidad y un relativo –y positivo– borrado de las mujeres. Podemos decir que «las mujeres trans son mujeres» como si con eso se restituyera un sujeto-mujer pretendidamente intacto, pero creo que la única respuesta coherente a los feminismos excluyentes es la asunción de que no sabemos muy bien qué son las mujeres, de que es un sujeto problemático, de que trabajamos con una ficción y de que no creemos en la mismidad de ese sujeto.

La fragmentación de la izquierda y la guerra del último contra el penúltimo no tienen que ver con la diversidad de los sujetos o la pluralidad del espacio social, sino con la metafísica de la identidad. Y ninguna posición política que defienda la búsqueda de sujetos claros, privilegios epistemológicos y autoridad exclusiva a las víctimas va a dejar de alimentar la misma lógica. Es precisamente el identitarismo, la gran trampa para las izquierdas, el que ha arruinado en el pasado las potencialidades políticas de los movimientos, incluyendo, por supuesto, al marxismo. Y es que, obviamente, la identidad no es un invento del siglo XXI, y el marxismo tuvo, qué duda cabe, sus derivas identitarias, su búsqueda de la pureza y sus carnés a los verdaderos camaradas. Podemos llamarlo, por resumir, estalinismo.

Si el problema no es la diversidad de los movimientos, sino la identidad mitificada, la solución pasa por defender la diferencia no solo entre colectivos o sujetos políticos, sino como diversidad interna de esos movimientos, como diferencia constitutiva de los mismos. La solución pasa por quebrar internamente a los sujetos, es decir, poner en duda su identidad. Judith Butler argumenta en esta dirección cuando sostiene que «la diferencia no se reduce simplemente a las diferencias externas entre los movimientos, entendidas como las que distinguen un movimiento de otro, sino, por el contrario, a la propia diferencia en el seno del movimiento, a una ruptura constitutiva que hace posibles los movimientos sobre bases no identitarias». Las mujeres no son idénticas a sí mismas, las personas trans no son una esencia delimitada, los hombres no están determinados. La identidad, por tanto, es solo una ficción política, tan necesaria para hacer estrategia con ella como peligrosa cuando es esencializada.

El feminismo ha de ser capaz de analizar y combatir las desigualdades estructurales que recorren a la sociedad y no solamente la desigualdad que separa a los hombres de las mujeres; ha de ser capaz de revelar los estragos del capitalismo no solo en las mujeres, y los daños del patriarcado no solo hacia las mujeres. Y ese feminismo, que solo podrá combatir esas desigualdades renunciando a reunirnos solo entre nosotras, las mujeres, es necesariamente un feminismo que, a la postre, sabe que no sabemos del todo muy bien lo que son las mujeres. Y es que la potencia política del feminismo depende, al final, de que pongamos un poco en duda la identidad de las mujeres porque solo relativizando las categorías que nos separan a los distintos sujetos podemos construir un proyecto que nos convoque a todos.

El gran reto que tiene hoy el feminismo es escapar, como se escapa de las trampas, de los posibles repliegues identitarios que amenazan con desactivarlo. Rebelarnos contra el solipsismo y la fragmentación, contra las formas de subjetividad neoliberal y contra la política de «qué hay de lo mío», pasa por poner un poco más en duda quiénes somos y abandonar la búsqueda de los verdaderos sujetos. Cuanto más dedicado está un movimiento a patrullar las fronteras de su sujeto menos capacidad de transformar el mundo tiene. Necesitamos reconquistar para las izquierdas la certeza de que las diferencias que nos separan de los otros no son abismos infranqueables, que podemos construir proyectos políticos basados no en lo que somos, sino en el mundo que queremos. La trampa de la que tenemos que escapar es la de la identidad, y desactivarla pasa por hacer política no sobre los agravios compartidos, sino a partir de los deseos comunes. Para ese proyecto político el feminismo puede ser una oportunidad llena de promesas para todos y para todas. Pero únicamente lo será si escapa a lo que esperan del feminismo no solo las feministas que patrullan las fronteras del feminismo y reparten carnés de entrada, no solo los obrerismos que recuerdan con nostalgia supuestas luchas más verdaderas y esenciales, sino también toda esa reacción de la ultraderecha que recluta a hombres asustados y describe al feminismo como un lobby que representa solo los intereses de una parte.

El feminismo únicamente conseguirá ser radicalmente transformador si se hace cargo de las batallas que la izquierda tiene que librar hoy para el 99% y si deja atrás los peores errores del marxismo más dogmático y las trampas del izquierdismo, es decir, si no solo es para las mujeres.