Tamaño de fuente grande
Tamaño de fuente normal
Tamaño de fuente pequeña
Anterior
Pequeña
Normal
Grande
Siguiente

"La derecha va ganando en el campo cultural: han entendido muy bien a Gramsci"

Entrevista con Santiago Alba Rico

Víctor Lenore

Santiago Alba Rico (Madrid, 1960) es un intelectual de referencia de la izquierda española. Comenzó cuestionando el discurso triunfal del PSOE ochentero a través de los guiones de La bola de cristal (1984-1988) y de los panfletos Dejar de pensar (1986) y Volver a pensar (1989), coescritos con su amigo el filósofo Carlos Fernández Liria. Su posición no es la del intelectual comprometido, sino la del militante, siempre dispuesto a implicarse en proyectos antagonistas aunque suponga mancharse. Entre sus títulos emblemáticos, podemos citar Las reglas del caos (1995), Leer con niños (2007), Islamofobia (2015), Ser o no ser (un cuerpo) (2017) y el reciente España (2021).

Parece que la izquierda atraviesa un mal momento. En Francia e Italia, cunas de tantos pensadores y revueltas históricas, apenas tienen opciones de gobierno. En España manda una coalición izquierdista, pero con una vicepresidenta neoliberal y un ministro de Interior al que la extrema derecha alemana felicita por sus políticas migratorias.

La dificultad para ponernos de acuerdo sobre el concepto mismo de izquierda ya indica ese retroceso. Pero si nos ceñimos a la divisa de 1789 más que al número de gobiernos izquierdistas, podemos decir que es la humanidad la que está atravesando «un mal momento». La libertad ha quedado definitivamente absorbida en el régimen de propiedad y distribución capitalista, de manera que ha acabado por convertirse –pensemos en Ayuso en Madrid– en una amenaza para la democracia. Hace ya diez años, en un magnífico ensayo, el helenista marxista italiano Luciano Canfora advertía sobre esta oposición libertad/democracia en el contexto neoliberal, que nos obligaba a elegir entre una y otra. Por desgracia, la libertad resulta mucho más atractiva que el Estado de derecho. En cuanto a la igualdad, no hace falta leer a Thomas Piketty para comprender que hemos vuelto al siglo XIX, con el agravante de que hoy tenemos más riqueza y más recursos y, por lo tanto, más medios objetivos para la justicia económica. En cuanto a la fraternidad, si medimos su alcance a partir del hermoso e indispensable análisis de Toni Domènech, el neoliberalismo ha impuesto la domesticación y la soltería a través de un horizonte libidinal tecnológico y consumista. La libertad neoliberal, la desigualdad y la domesticación soltera son, por lo demás, el poderosísimo motor de la destrucción del planeta, cuestión inaplazable que la izquierda no acaba de abordar con la suficiente firmeza.

¿Se abren caminos para la mejoría?

No lo sé. Parafraseando al intelectual sirio Yassin Al-Haj Saleh, podemos decir que el capitalismo ha construido una civilización-bomba que no puede tocarse sin que salte todo por los aires. Todo el mundo lo acepta, de manera que el capitalismo, emancipado de sus propios gestores, se ha blindado en su misma autoconciencia; no se siente amenazado ni siquiera por el conocimiento, que era el último refugio de la izquierda.

Sus ensayos se caracterizan por un enfoque izquierdista militante, pero también por el aprecio de la tradición conservadora. Se ha hecho célebre su fórmula «Revolucionario en lo económico, reformista en lo institucional y conservador en lo antropológico». El problema es que la izquierda global no incorpora fácilmente este tipo de matices.

Creo que tiene que ver con dos confusiones inscritas en la tradición marxista acuñada en el siglo XIX. La primera es la que identifica economía y materialismo y, por lo tanto, lucha de clases con lucha por el pan. Se entiende mucho mejor, sin embargo, lo que es materialismo leyendo Costumbres en común, de E. P. Thompson, que Materialismo y empiriocriticismo de Lenin; o viendo –diré algo en apariencia provocador– las películas de John Ford, por no hablar de los libros de Chesterton. La segunda confusión es la que identifica liberación con desarrollo de las fuerzas productivas y, por lo tanto, izquierda y progreso, una confusión que está ya en el Manifiesto comunista de 1848. Esa concepción mecánica de la liberación presupone la retirada de todos los obstáculos humanos interpuestos en el camino del progreso; es decir, de todos los vínculos ajenos a las solidaridades de clase. La idea de izquierda que nos ha llegado generación tras generación viene ya empaquetada en un kit de supervivencia que ata de manera indisociable la lucha de clases y la lucha contra la familia, la religión, las banderas, la moral burguesa, las comunidades filiativas e incluso, en sus versiones más puritanas, los placeres de la bebida y la comida en común.

¿Cómo se enderezan estos malentendidos?

Tiene razón Ferrajoli cuando remonta comunismo y liberalismo a una misma fuente. Ambas fuerzas han sido igualmente revolucionarias –miento, el liberalismo lo ha sido mucho más– y han descuidado, por eso, los otros dos ejes: el reformista y el conservador. Ni el comunismo ni el liberalismo se han tomado muy en serio la democracia y el derecho porque ambos, para condenarlos o para reivindicarlos, han pensado libertad y propiedad en una sola pareja; y ambos han despreciado, como enemigo común, el conservadurismo antropológico, que hemos entregado una y otra vez al pensamiento reaccionario para los usos más dañinos. El benjaminiano freno de emergencia, si es posible aún activarlo cuando se viaja en avión y no en tren, tiene que ser, al mismo tiempo, económico, jurídico y antropológico. Eso lo han entendido bien el feminismo de los cuidados y el ecologismo.

Activistas e intelectuales de izquierda a los que he entrevistado durante la pandemia coinciden en denunciar el ascenso del magufismo de izquierda: feministas tránsfobas, clubes de fútbol popular de ideología terraplanista, ecologistas que proclaman que el virus es la venganza de la Tierra por nuestros pecados…

La intelectualidad del siglo XX hablaba desde el concierto, es decir, desde la organización, lo que a veces llevaba a cometer errores gravísimos, pero siempre dentro de un orden mental tranquilizador. Nosotros hablamos hoy desde el desconcierto, es decir, desde la desorganización, lo que hace que nuestros aciertos no se traduzcan en nada histórica y realmente apreciable o decisivo. En ese sentido, el siglo XXI, con menos muertos (por ahora), nos parece ya mucho más oscuro e inestable que el siglo XX con todos sus horrores. En el siglo XX hubo dos revoluciones enfrentadas –fascista y comunista–, dos sistemas enfrentados –capitalista y socialista– y dos bloques enfrentados en la Guerra Fría –Estados Unidos y la URSS–. Era muy difícil pensar fuera de esos marcos de pensamiento bastante nítidos. Una vez desaparecidos, el hecho de pensar sin marcos de pensamiento no nos convierte en librepensadores sino en no-pensadores. Nos descarriamos y, cuando nos sentimos intelectualmente descarriados, enseguida acuden en nuestro auxilio atavismos supersticiosos, esos que llevamos instalados en el chasis de nuestra humanidad común y que siempre reactivan formas primitivas de ver el mundo: el empirismo, el animismo y la expiación. Así que tenemos, por un lado, una izquierda que sigue empeñada en aplicar los viejos marcos de pensamiento y que piensa aún en términos de conspiraciones geopolíticas bipolares y, por otro, una izquierda despeñada fuera del pensamiento, que interpreta el mundo en términos de conspiraciones metafísicas. El desafío, por tanto, es el de localizar y generar nuevos marcos de pensamiento.

Me llama la atención que líderes de izquierda que se forjaron políticamente en el movimiento antiglobalización –pienso, por ejemplo, en Pablo Iglesias– hayan terminado dirigiendo la Agenda 2030, un plan burocrático globalista defendido por magnates como Bill Gates. ¿Cómo es posible este volantazo sin debate ni explicación?

Me entran ganas de defender la Agenda 2030, aun a riesgo de defender también a Pablo Iglesias. Después de todo, es un plan de la ONU que admite distintos desarrollos y aplicaciones locales y que tiene el valor mínimo de hacer un inventario de lo que está mal en el mundo. La cuestión es que la relación de fuerzas y el propio contexto civilizacional parecen dejar a la izquierda solo dos opciones. La primera es la de mantenerse revolucionariamente al margen de toda intervención, invocando el dios del materialismo en un templo cerrado y predicando ante pocos fieles la verdad irrefutable de que para acabar con el capitalismo hay que acabar con el capitalismo. La segunda es la de intentar gobernar con resignación tremendista, a sabiendas de que lo harás por última vez; pensemos en Tsipras. El problema de Unidas Podemos, a mi juicio, no es que haya aceptado esa coalición de gobierno, es que lo haya hecho demasiado tarde y en una muy desfavorable relación de fuerzas en la que los pequeños y acertados remiendos propuestos por UP los rentabiliza el PSOE y las decisivas políticas neoliberales del PSOE penalizan a UP. Al mismo tiempo, hay una cuestión, si se quiere, de estilo. Pablo Iglesias ha querido ser al mismo tiempo revolucionario en el discurso y reformista en la práctica y ha perdido –creo– las dos partidas. Añadiré, en todo caso, que tenemos que alegrarnos de que la pandemia haya golpeado a España bajo este Gobierno. Se podía y se puede hacer mucho más, incluso en el marco del capitalismo, como lo demuestran las reformas de Joe Biden en Estados Unidos, pero la alternativa en España son el PP y Vox, no el Che Guevara, y no cuesta mucho trabajo imaginar dónde estaríamos hoy si hubiese gestionado la ultraderecha la crisis sanitaria.

Creo que uno de los intelectuales que mejor retratan los problemas de la izquierda actual es el geógrafo francés Christophe Guilluy, autor del ensayo superventas No Society. El fin de la clase media occidental. Denuncia fenómenos como este: «Cuando surgieron los chalecos amarillos, la intelligentsia de izquierdas fue presa del pánico. Primero les insultaron llamándoles fascistas. Hoy la nueva burguesía, lo que llamo burguesía cool, utiliza el antifascismo como un arma de clase». ¿Ha perdido la izquierda conexión con las clases populares?

Yo lo que veo es una desconfianza típicamente liberal hacia la espontaneidad y la autoorganización del pueblo menudo. Lo vivimos también en España en el 15-M, un movimiento de impugnación general del régimen del 78 que dejó fuera a la izquierda clásica, que reaccionó de manera crispada y despectiva. Forma parte, asimismo, de ese legado liberal el elitismo asociado al concepto de vanguardia, desde el que los partidos comunistas enganchaban con las clases populares. Hay razones para temer la espontaneidad popular, que en condiciones de capitalismo soltero y consumista se puede inclinar en cualquier dirección. Pero hay un mayor peligro en no acercarse a ella para intentar comprenderla y moldearla. Digamos que, roto el enganche a través de los partidos clásicos, ha quedado la vanguardia en el aire, sin vínculos ni siquiera elitistas con las clases populares. Todos estamos ahí. Suponiendo que fuera deseable –no lo creo–, hay que descartar la posibilidad de restaurar los viejos enganches organizativos. Pero la izquierda debería hacer algo con el dato evidente de que las mayorías sociales no son de izquierdas o no lo son, al menos, de la manera en que a la izquierda le gustaría. Esto, en todo caso, lo ha comprendido un poco mejor la izquierda populista que la izquierda obrerista.

Guilluy defiende que el eje izquierda/derecha ha muerto, dando paso a otros como arriba/abajo y centro/periferias. Usted escribió ¿Podemos seguir siendo de izquierda?, un libro pequeño pero muy sustancioso, haciéndose una pregunta similar.

Mi libro fue escrito y publicado en 2014, al mismo tiempo que, sin que yo lo supiera, se estaba gestando Podemos, fuerza que apoyé desde el inicio y que tuvo la perspicacia de dejar a un lado ese eje para tratar de interpelar a la mayoría potencial que había mirado con simpatía el 15-M. Mi libro anticipaba esa dirección, apoyándose, por ejemplo, en citas y razonamientos de Jean-Claude Michéa, pero también en los diez mandamientos y en la propuesta, antes citada, de una intervención revolucionaria en lo económico, reformista en lo institucional y conservadora en lo antropológico. El libro tenía como título una pregunta y como subtítulo una especie de respuesta: «Panfleto en sí menor», que a su vez implicaba otra pregunta: ¿cuán de izquierdas nos podemos permitir ser en un mundo en harapos sin renunciar a introducir en él un poco de justicia social, un poco de igualdad, un poco de democracia? Mejor ser de izquierdas con otro nombre, al lado de más mujeres y hombres, con más géneros, con más sujetos de derecho, en otros ejes igualmente espaciales, pues esa diferencia de clase tiene que ser recogida, en todo caso, mediante una metáfora corporal o espacial: las diferencias se siguen apoderando de los cuerpos, por muy financiera que sea la economía y muy aérea que sea la tecnología. Por desgracia, y no solo en España, ese eje izquierda/derecha se ha restablecido con la irrupción de las diferentes ultraderechas y la desdemocratización planetaria, que ha inhabilitado el significante populismo. En España, no me cabe duda, el restablecimiento de ese eje izquierda/derecha es la condición de la restauración del régimen del 78.

La izquierda actual no parece muy cómoda con los igualitarismos que no surgen de sus propias filas. Usted mismo sintió la necesidad de intervenir cuando la publicación digital Ctxt acusó al papa Francisco de sintonía con la extrema derecha, justo después de publicar la encíclica antielitista Fratelli tutti. Espacios de izquierda como Traficantes de Sueños vetaron a su amigo Juan Manuel de Prada por ser un igualitario ajeno a la izquierda.

La pureza, explicaba la antropóloga Mary Douglas, es siempre la forma de defenderse de un peligro. Es, por tanto, un signo de debilidad, pero un signo de debilidad que, al mismo tiempo, nos debilita aún más. Mientras mantenemos esta conversación, las dos fuerzas con más potencial frenativo y, por lo tanto, democrático-social del planeta son, sin duda, el papa Francisco y la Casa Blanca. Eso puede indicarnos cuán mal están las cosas, sí, pero ¿qué hacemos con eso? Lo más inquietante, en todo caso, no es que las izquierdas no estén dispuestas, en medio del naufragio, a dialogar y eventualmente apoyarse en cristianos y liberales sensatos, es que no están dispuestas a dialogar con otras izquierdas. La multiplicación de los sujetos –feministas, racializados, decoloniales– no se ha traducido, como se esperaba, en una mayor pluralidad y más espacios de deliberación, sino en una multiplicación de los izquierdismos; es decir, de metástasis deprimentes de los viejos nichos elitistas, identitarios y victimistas, alimentados ahora por el paradigma antiletrado de las redes sociales. No se trata de ponerse de acuerdo, sino de discutir, con arreglo a ese certero aforismo chestertoniano que cito siempre: «lo malo de una pelea es que pone fin a una discusión». Eso es lo que me gusta de mi amigo Juan Manuel: que es inevitable discutir con él, pero muy difícil pelearse. No hay nada más empobrecedor que una pelea, que solo sirve para tener cada vez más razón y cada vez menos mundo. Dicho esto, permíteme que aclare que Nuria Alabao, a la que contestamos Gorka Larrabeiti y yo en Ctxt, es una de las feministas más discutidoras que conozco. Y Traficantes, que se empobreció no escuchando a Juan Manuel de Prada, que hubiese jugado, además, en campo contrario, es un proyecto tan interesante como amistoso.

Existe un tópico que dice que la izquierda está ganando la batalla cultural, mientras la derecha domina la estructura económica. Me parece un mal diagnóstico: la derecha también es hegemónica en el plano cultural, sobre todo por su eficacia para aniquilar espacios de encuentro social, además de que ahora muchas relaciones humanas están mediadas por aplicaciones comerciales de Silicon Valley.

Tengo muchas dudas sobre la diferencia entre batalla cultural y batalla económica, diferencia que viene a recoger la vieja y reduccionista doctrina marxista de los dos niveles, el estructural y el superestructural, y que por eso ignora o interpreta mal el concepto gramsciano de «hegemonía». La derecha, como dices, va ganando las dos batallas, y las va ganando porque ella sí ha entendido muy bien, con Gramsci, que forman una sola. Cuando se habla de guerra cultural se olvida que es la guerra por poner nombre a las cosas. Y que este poner nombre a las cosas es la operación mediante la cual, precisamente, las materializamos. La izquierda ya no tiene el nombre de las cosas porque las que antes nombraba ahora no existen (el proletariado, la fábrica, la Guerra Fría) y las que sobreviven desde hace siglos nunca le han interesado y no sabe cómo nombrarlas (la familia, la religión, la nación).

¿No hay guerras culturales ni guerras materiales?

No comparto plantear la cuestión como si las guerras culturales fueran ficticias y las materiales reales. Siempre han sido indiscernibles entre sí y bajo el capitalismo posindustrial mucho más. El capitalismo es una civilización sin exterior; es decir, como lo formulaba Kafka, «un estado del mundo y un estado del alma», una articulación compleja de objetos, relaciones y deseos. No hay nada más material en el capitalismo que sus representaciones, nada más económico que nuestra subjetividad, fuente directa de extracción de beneficio a través de lo que Stiegler llama la «proletarización del ocio». Las políticas neoliberales han destruido materialmente, de manera minuciosa, todos los vínculos simbólicos, es decir, los vínculos comunitarios, y han construido un hombre nuevo cuya subjetividad no se forja ya en la identidad común del espacio laboral, sino en la miseria mental de la dispersión tecnológica. Ya no somos proletarios cuando sufrimos juntos, sino cuando gozamos por separado. Los proletarios, en definitiva, ya no están en las fábricas, sino en Mercadona, en Tinder y en la red. Este es el cambio decisivo, revolucionario, que comienza tras la Segunda Guerra Mundial, en el periodo que el historiador Eric Hobsbawm llama la «edad de oro», y que se consuma en la «era del derrumbamiento», la época sucesiva en la que aún vivimos, caracterizada por la volatilidad de los nombres y la solubilidad de los placeres en un mundo de crecientes desigualdades sociales, en el que, al mismo tiempo, la explotación económica se ha extendido del ámbito del trabajo al ámbito del ocio.

¿Cómo se llega a ese punto?

Cuando el estado de bienestar se hace añicos, en los años ochenta, no hay ya ninguna comunidad –desde luego, no la hay en Europa– capaz de afrontar el tsunami neoliberal, acelerado también por la derrota de la URSS. En ese contexto, la derecha se queda al mismo tiempo con las cosas y con los nombres y monopoliza tanto los vectores de la destrucción globalizadora como las reacciones nostálgicas frente a esa destrucción. Es dueña del presente y dueña del pasado, como lo demuestra esa nueva ultraderecha que es, de manera simultánea, neoliberal y tradicionalista, una contradicción perfectamente coherente con el carácter anfibio de nuestro deseo contemporáneo: deseo que es pulsión de muerte asociada a la libertad del ello, y que es también voluntad enfática, fanática, de freno y represión. Pensemos, por ejemplo, en eso que los especialistas en terrorismo llaman «radicalización exprés» para referirse a la conversión de jóvenes no creyentes, sexualmente promiscuos y normalmente consumistas que, de un día para otro, sin transición, adoptan las formas más rigoristas, puritanas y violentas del islam. Lo propio del hombre nuevo capitalista es la radicalización exprés. Frente a eso la izquierda no tiene nombres ni nada con qué producirlos. Su pasado despierta pocas nostalgias y no es capaz de intervenir en el presente. Solo le queda el futuro, esa penumbra en la que nadie quiere entrar y de la que todos huimos muertos de miedo. Por eso no es fácil dar la vuelta a una situación así. No es fruto, o no solo, de los muchos errores de la izquierda, es el resultado de un radical desconcierto material; es decir, de la imposibilidad material de generar concierto, organización. Sin los peligros de la organización no hay nombres y, por lo tanto, tampoco pensamiento. Ni siquiera errores.

Un concepto clave para entender los conflictos políticos actuales es el de «progresismo», incluso su declinación peyorativa «progre». ¿Dónde cree que reside la enorme fuerza de este paradigma que tanto cuesta desbordar?

Yo lo plantearía quizás al revés: ¿por qué ha vuelto un rótulo que en España sirvió para definir el perfil sociológico de los jóvenes antifranquistas, pero que se dejó de usar en los años ochenta? Creo que vuelve por dos motivos o desde dos sitios. Vuelve importado de Estados Unidos, donde ha servido para identificar, desde la derecha neocón y trumpista, a esas élites demócratas, culturalmente displicentes y políticamente correctas, que ignoran y desprecian la cultura castiza de los plebeyos. Cuando Vox habla de «dictadura progre», está copiando ese uso estadounidense. Pero, al mismo tiempo, el término «progresista», asumido desde la izquierda, expresa la dificultad creciente que tenemos para pronunciar las palabras «socialista» o «comunista» o incluso «izquierdista». Esto tiene que ver, a mi juicio, con la pérdida de los nombres de la que hablaba antes. No es falta de coraje; es conciencia de que esos nombres atrapan poca realidad y suscitan un grado de identificación y movilización muy débil. Así que, contra el pensamiento reaccionario, la izquierda se define vagamente como «progresista». No es un buen término.

El progreso no es siempre emancipador.

Puede que ser progresista tuviera algún sentido emancipador en el siglo XIX, pero el siglo XX debería haber desterrado toda ilusión en esa dirección. Lo decía antes: ya no podemos creer, como el Marx del Manifiesto, en el carácter íntimamente liberador del desarrollo de las fuerzas productivas. Bombas atómicas y devastación ambiental nos obligan a ser más bien ontológicamente conservadores, como sugería Günther Anders. De modo que si, al nombrarnos así, descartamos declararnos económicamente progresistas, asumimos que sí lo somos culturalmente, lo que nos encierra de nuevo en la estéril disyuntiva batalla cultural/batalla material y, de paso, parece dar la razón a todas las denuncias populistas de la ultraderecha. El único ámbito en el que tenemos que ser progresistas, porque es el único –diría también mi amigo Fernández Liria– en el que hay progreso, es el del derecho, tantas veces, sin embargo, despreciado desde la izquierda marxista.

Su último libro, España, constituye un esfuerzo por desmontar tabúes y analizar la parálisis de la izquierda, desde la incomodidad con los símbolos nacionales hasta la distancia con ciertos sectores del pueblo llano. ¿Hay que afinar el discurso tras la derrota de Podemos y el 15-M?

Sin duda alguna. El 15-M reclamó el cumplimiento de promesas que el régimen del 78 había dejado incumplidas. Diez años después, lo que se llamó «nueva política», tan importante a la hora de impedir o aplazar la irrupción del neofascismo europeo, tampoco ha cumplido las suyas. Si Vox no es el resultado de este fracaso, sí puede decirse que ha nacido de esta descomposición y en este fracaso. Como he dicho antes, el restablecimiento del eje izquierda/derecha solo sirve para una restauración radicalizada del régimen del 78 y aplaza, por tanto, esa reforma desde abajo que intentó el primer Podemos, interpelando a mayorías sociales que no se identificaban con los símbolos y los discursos de la izquierda tradicional, así como tratando de resignificar esos pivotes comunitarios: familia, patria, seguridad, etcétera.

¿Se pueden construir en 2021 espacios de concordia entre izquierda y derecha? ¿Puede existir una tercera España?

Construir espacios de concordia no es fácil y tampoco, quizás, necesario. La concordia implica a los corazones, la comunión de dos corazones. Pero espacios políticos republicanos sí se puede, y se debe. Se puede y se debe sustituir la lógica del enemigo por la lógica del antagonista, la lógica de la guerra por la de la discusión, y ello en el marco de esa «comunidad sin excluidos» de la que habla José Luis Villacañas como ficción constituyente. Se llama democracia, la cosa más rara de la historia. En España siempre ha sido muy precaria. Y en estos momentos tenemos una derecha que, ochenta años después, no quiere olvidar su victoria en la Guerra Civil y perdonar a los vencidos y un sector de la izquierda que entra al trapo. Ahí seguimos. Parafraseando a Sartre, la cuestión es saber qué queremos hacer con lo que la historia ha hecho de nosotros. Un hombre que pierde una pierna puede elegir entre ser un hombre que ha perdido una pierna o un hombre que aún conserva una pierna. Hay dos Españas, sí: una que se siente orgullosa de cojear, que reivindica con orgullo la pierna que le falta y otra que considera un destino fatal la cojera, un mancamiento incolmable que le impide sumarse a la historia normal. La tercera España es la que se pregunta: ¿qué podemos hacer con una sola pierna, adónde podemos ir con una sola pierna? La primera España es la de los energúmenos; la segunda, la de los melancólicos. Esta tercera debe ser la de los entusiastas, tal como el citado Villacañas interpreta este concepto: la unión precaria de la mente y el mundo en una conflictividad compartida.

Me gustaría terminar preguntando por América Latina. Siempre ha defendido los procesos populares, el llamado «socialismo del siglo XXI», que la derecha prefiere denominar «castrochavismo». Algunos de esos líderes han protagonizado episodios grotescos de autoritarismo.

Lo que me pareció interesante de Hugo Chávez, a principios de este siglo, fue esa tentativa de una democratización que disolviera la identidad natural entre liberalismo político y capitalismo. Eso fue Venezuela en el primer hervor constituyente, que dio rango de ciudadanía, no lo olvidemos, a millones de subalternos y excluidos. En ausencia de la URSS, rompiendo con una tradición poco edificante, intentó hacer lo que no consiguieron los húngaros en el 56, los checos en el 68, los chilenos en el 73 ni los rusos en el 87: construir el socialismo a partir de la democracia, como su consecuencia natural y no al revés, según el conocido modelo soviético, el de permitir tanta democracia como fuera compatible con el socialismo, que sobre el terreno era cero. Hoy esa tentativa se ha volteado en su contrario. En medio de muchas y muy sucias presiones estadounidenses, con una oposición ultraderechista radical e irresponsable, Maduro encarna la doble derrota de un régimen que ni ha profundizado la democracia ni ha salido del capitalismo: un régimen de continuidad estricta con el pasado, tanto en términos de clase como de corrupción. Personalmente me alejé completamente de Venezuela y, en general, de los llamados «gobiernos progresistas» latinoamericanos en 2011, cuando todos ellos apoyaron la dictadura de Bachar al-Asad, despreciando e incluso criminalizando los deseos de democracia del mundo árabe. En todo caso, y para cerrar un tema íntimamente doloroso, añadiré que me gustaría pensar que las democracias liberales también serán capaces –¿o no?– de desarrollar, como Cuba, vacunas nacionales contra la Covid-19, gratuitas y universales. Eso no basta para hacer una democracia, pero sin eso no puede haber democracia plena.