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¿Ventanas entornadas? El fin del ciclo de impugnación

César Rendueles

El filósofo, sociólogo y ensayista César Rendueles, autor, entre otros títulos, de Contra la igualdad de oportunidades. Un panfleto igualitarista (Seix Barral, 2020), analiza en este artículo cuál es el horizonte de la «ventana de oportunidad» que se abrió para las fuerzas progresistas en España en 2011 con la irrupción del 15-M.

En 2021 se cumple el décimo aniversario de las movilizaciones del 15-M, el epicentro simbólico de una serie de cambios que erosionaron un sistema político que, durante los cuarenta años precedentes, se había caracterizado por una rocosa estabilidad. En mayo de 2011, en las plazas de toda España, eclosionaron las tensiones acumuladas en la última fase del llamado Régimen del 78, un término sobreutilizado pero que sigue siendo útil para caracterizar de un modo impresionista los consensos, sobrentendidos y lealtades que definen tanto las peculiaridades de la democracia española como sus límites. En particular, el llamado bipartidismo se caracterizó por un considerable acuerdo entre los partidos mayoritarios y numerosos agentes sociales –incluidos los principales medios de comunicación– en materia económica, laboral y territorial, así como en las llamadas «cuestiones de Estado». Durante cuatro décadas, el terreno del conflicto político se circunscribió principalmente a cuestiones sociales y culturales o, en todo caso, relacionadas con derechos civiles. A menudo fueron reivindicaciones importantes e irrenunciables, pero siempre rotundamente encapsuladas para que no tuvieran un efecto expansivo sobre la estructura de privilegios de las élites sociales.

Desde la perspectiva actual, parece evidente que la descomposición del Régimen del 78 está relacionada con una serie de convulsiones políticas internacionales causadas por el agotamiento del paradigma neoliberal y el inicio de una enorme crisis de acumulación que aún sigue en curso. De Atenas a El Cairo, pasando por Nueva York, un amplio ciclo internacional de protestas puso de manifiesto la fractura de los consensos de la globalización neoliberal. Pero en España esa impugnación tuvo características peculiares: en primer lugar, se manifestó a través de movilizaciones ajenas a las organizaciones de izquierdas tradicionales y, en segundo lugar, la presencia pública de la derecha radical era, en ese momento, completamente marginal. Por eso, durante algunos años, tal vez hasta 2015, la esperanza de que se estuviera abriendo un espacio para un genuino cambio político liderado por las fuerzas emancipadoras fue, como mínimo, verosímil.

Las razones de esta excepcionalidad española son más heterogéneas de lo que algunos análisis dan a entender. Por ejemplo, en 2010, ETA declaró un alto el fuego que redujo drásticamente el peso de la lucha antiterrorista en la agenda política. Hasta entonces, el rechazo del terrorismo fue el principal elemento de unidad colectiva en un país con una relación muy compleja con sus símbolos nacionales y su organización territorial. A lo largo de la historia de la democracia moderna española, la condena del terrorismo proporcionó al Estado un importante mecanismo de legitimación que los grandes partidos tradicionales supieron aprovechar. Seguramente por eso, el grosero intento de manipulación partidista de los atentados del 11-M de 2004 por parte del Gobierno de José María Aznar despertó tanta hostilidad. Por otro lado, la crisis de 2008 coincidió con un momento en el que los liderazgos de numerosas instituciones conformadas durante la transición a la democracia afrontaban una urgente necesidad de recambio generacional: los partidos políticos mayoritarios, distintos medios de comunicación e incluso la monarquía.

El cierre de la ventana de oportunidad: populismo, transversalidad y nueva política

Este tipo de reconstrucciones retrospectivas se pueden enriquecer con muchos más factores, pero es importante no perder de vista que lo más característico de la oleada progresista que va del 15-M a la marea feminista del 8-M, pasando por las distintas iniciativas electorales de la «nueva política» y otras movilizaciones menores, fue lo extremadamente sorprendentes que resultaron todas ellas. Por eso, no es extraño que, durante los últimos diez años, tal vez la imagen más recurrente entre la izquierda política haya sido la de la «ventana de oportunidad»: la idea de que la crisis económica abrió de golpe la posibilidad de que las organizaciones de izquierdas impulsaran una impugnación del régimen vigente obteniendo un gran apoyo popular que se podía traducir en cambios electorales.

Entre 2008 y 2011 esa alternativa fue puramente teórica, aunque intensamente debatida: se hablaba de crear una Syriza española o un Tea Party de izquierdas. Estas tentativas fueron infructuosas: los sindicatos y las organizaciones tradicionales no experimentaron un crecimiento significativo y la huelga general de 2010 tuvo un seguimiento limitado. Precisamente por eso, el amplísimo apoyo social que obtuvo el 15-M y la repentina irrupción de Podemos y las diversas confluencias electorales permitieron pensar que, por primera vez desde la transición a la democracia, un cambio político profundo podía abrirse paso en la sociedad española. El contenido o el alcance de ese cambio nunca estuvo del todo claro, pero apuntaba en dirección a una profundización democrática en distintos ámbitos de la vida en común. Seguramente esa indefinición alimentó la propia creencia en la posibilidad de la transformación histórica. Cada cual depositaba en el 15-M, en el municipalismo o en Podemos, lo que quería ver: más poder para las clases trabajadoras, una promesa meritocrática, una depuración de las instituciones públicas…

De hecho, el dilema central de la teoría de la ventana de oportunidad siempre fue en qué medida esos cambios en el sentido común, en la manera de entender la vida compartida y los compromisos colectivos, se podían traducir estratégicamente en reformas institucionales profundas. Es discutible si, en realidad, esa posibilidad existió realmente en algún momento. Pero, retrospectivamente, resulta claro que en la primavera de 2016 la estrategia de un cambio rápido a través de un asalto democrático a las instituciones políticas tenía ya pocas posibilidades de hacerse realidad. En cambio, las dimensiones expresivas de la impugnación del Régimen del 78 han tenido un recorrido más amplio y complejo. La explosión feminista del 8-M en 2018 y al menos una parte del proceso independentista en Cataluña fueron cambios profundos, veloces e inesperados en el sentido común que tenían que ver, de un modo u otro, con la crisis de legitimidad de la institucionalidad heredada. El apoyo de Podemos a un gobierno de coalición de izquierda moderada, la pandemia de 2020 y el ascenso de la extrema derecha parecen haber clausurado también esos procesos discursivos y simbólicos de impugnación relacionados con la subjetividad compartida. En los próximos años sabremos si la ventana de oportunidad está definitivamente cerrada o solo entornada.

Uno de los recursos conceptuales que se emplearon con más asiduidad para tratar de entender y desarrollar la estrategia de la ventana de oportunidad fue la noción de populismo. Es una elección muy cuestionable porque no hay el menor consenso científico acerca del sentido del término y mediáticamente tiene resonancias más bien siniestras. Pero es cierto que las teorías del populismo –con independencia de sus limitaciones– identificaron algunas características que, al menos de un modo vago, estaban presentes en muchas de las manifestaciones más novedosas de los movimientos sociales contemporáneos en España. En particular, un cuestionamiento de la organización política vigente –el bipartidismo–, señalando un nuevo campo de oposición: el pueblo (o las clases trabajadoras, o el 99%) y las élites.

Esa estrategia criptopopulista ha fracasado en términos propositivos. La idea de que es posible impulsar un proyecto emancipatorio construyendo una organización «más allá de la izquierda y la derecha» se ha demostrado básicamente errónea. La gente sigue identificándose en términos de izquierda y derecha hoy igual que hace veinticinco años y eso se refleja en la inmovilidad de los bloques electorales durante las últimas décadas. En todo caso, la aparición de un populismo larvado ha logrado introducir una cuña en el sistema de partidos, fragmentándolo. En lugar del bipartidismo tradicional, existe un nuevo sistema de partidos, con el PSOE y Unidas Podemos a la izquierda y Ciudadanos, PP y Vox a la derecha. Está por ver cómo de estable es este sistema: básicamente, si hay sitio para todos esos partidos, dados los sesgos mayoritarios del sistema electoral español.

Por otro lado, el populismo fue una estrategia organizativo-electoral, pero también una forma discursiva, un estilo novedoso de argumentación pública. Desde 2011 las fuerzas del cambio trataron de reelaborar la crítica de los déficits democráticos de la sociedad española mediante un discurso alejado de los lugares comunes de la izquierda clásica que no repeliera a quienes no compartieran ciertos códigos simbólicos. Esta apuesta por «la transversalidad» ofrecía la promesa de ampliar el apoyo social más allá de las lealtades ideológicas tradicionales a cambio de ciertas disyuntivas: de qué asuntos prescindir, qué aspectos limar o qué marcos asumir para llegar a toda esa gente y ganar su apoyo. Seguramente, esa apuesta por difuminar las dinámicas identitarias para intentar construir mayorías sociales amplias es una lección duradera que podría sobrevivir a las peripecias electorales y activistas de la última década.

El ataque populista a la partitocracia tenía, por último, una vertiente interna. La renovación de las fuerzas progresistas durante la década pasada se expresó a menudo como una propuesta de transformación organizativa. Frente al descrédito de los partidos tradicionales se ofrecía la promesa de una «nueva política». De nuevo, los detalles de esa renovación nunca estuvieron claros, pero, al menos, implicaba un cambio profundo de los partidos que acabara con las jerarquías y burocracias que los separaban de la gente corriente. En esa dirección iban el uso generalizado de elecciones primarias, el recurso a referéndums y consultas y la flexibilización de las formas de participación. Con muy pocas excepciones, estas innovaciones han concluido con un fracaso sin paliativos: han servido para concentrar el poder tanto o más que en los partidos tradicionales y han propiciado un faccionalismo autodestructivo que ha alimentando una crisis permanente. De hecho, los debates internos fruto de esos problemas han contaminado los análisis y las evaluaciones de las experiencias de gobierno: se ha dedicado mucha más atención a las desavenencias estratégicas o las luchas entre camarillas dentro de los llamados «ayuntamientos del cambio» que a los límites a los que se han enfrentado esos gobiernos y a los dilemas que han tenido que afrontar. La izquierda, acostumbrada a la oposición, carecía muchas veces de proyectos sustantivos rápidamente aplicables dentro de una orientación estratégica clara. Tampoco disponía de cuadros técnicos capaces de ponerlos en marcha y, sobre todo, no contaba con un movimiento social con arraigo territorial más allá de los núcleos activistas que presionara y colaborara con las propuestas de transformación.

La izquierda frente al contraataque de la derecha radical

El ascenso y la normalización de las opciones de extrema derecha en España han resultado traumáticos para las fuerzas progresistas. Desde la izquierda se ha percibido como una señal incuestionable del fin de ciclo impugnador y, por supuesto, han abundado los ataques entre diferentes familias políticas, reprochándose mutuamente la popularización de posiciones iliberales. Desde luego, la presencia de opciones de derecha radical en las instituciones políticas constituye una amenaza para nuestra democracia, pero conviene contextualizarla. La extrema derecha ha consolidado un apoyo que oscila entre el diez y el veinte por ciento del electorado en casi todos los países de Europa occidental. De hecho, la irrupción de Vox parece un fenómeno más limitado que otros procesos similares en otros países. Responde a una coyuntura marcada por dos factores: el conflicto catalán y la crisis de una derecha tradicional envejecida y desgastada por la corrupción. Aunque haya podido recoger un difuso «voto protesta», el apoyo de Vox proviene de la base social del PP y responde también a un cierto recambio generacional en el interior de las fuerzas conservadoras. En este sentido, la extrema derecha española parece peor preparada que sus homólogos europeos para atraer a quienes han sido o se han percibido a sí mismas como víctimas de la crisis económica. No ha logrado realizar una renovación discursiva similar a la del Front National francés para despojarse de sus aspectos más folclóricos y ampliar su base electoral politizando a grupos sociales generalmente refractarios a su mensaje.

Dicho esto, en España la extrema derecha ha logrado desarrollar dos estrategias diferenciadas con relativo éxito –la primera iniciada con la crisis catalana y la segunda con la pandemia– y las fuerzas progresistas están encontrando dificultades para confrontarlas. Por un lado, la derecha radical tiene una creciente capacidad de movilización social. No se trata ni mucho menos de procesos masivos, pero sí de iniciativas dinámicas y con capacidad para generar un sentimiento de pertenencia más allá de los círculos ultras tradicionales. Por otro lado, estamos asistiendo a una radicalización discursiva iliberal impulsada por las élites políticas y mediáticas que está transformando el espacio estratégico del conjunto de la derecha política.

La ultraderecha movilizada

Las fuerzas políticas conservadoras españolas han tenido tradicionalmente una considerable capacidad de movilización, pero siempre por motivos «de orden» –en contra de las políticas de algún gobierno progresista– e impulsadas por el PP u organizaciones conservadoras consolidadas (la Iglesia, las escuelas concertadas, asociaciones de víctimas de terrorismo…). En los últimos años, la ultraderecha ha logrado poner en marcha formas de movilización popular mucho más espontáneas, amplias y difusas, como quedó de manifiesto en las manifestaciones durante la primavera de 2020, en plena primera ola de la pandemia, en el barrio de Salamanca de Madrid.

Aunque se ha difundido mucho la idea de que el éxito de la ultraderecha se debe a su capacidad para hablar de «lo material» frente al enquistamiento de la izquierda en reivindicaciones culturales e identitarias no universalistas, la realidad parece ser exactamente la contraria. La derecha radical española ha imitado a sus homólogos europeos centrando sus intervenciones en cuestiones culturales, en particular, conflictos relacionados con la identidad nacional. En España la crítica del etnopluralismo ha desempeñado un papel secundario porque la extrema derecha disponía de un enemigo más cercano: el independentismo catalán. El mayor éxito de movilización de la derecha radical tiene que ver con el nacionalismo español: la España de los balcones se ha convertido en su 15-M. Y, al menos en términos simbólicos, su éxito es notable. Hace apenas unos años la presencia de emblemas nacionales era relativamente marginal en nuestro país, hoy es ubicua incluso en artículos cotidianos, como las mascarillas sanitarias. Ha sido un ámbito de intervención muy fértil para la ultraderecha porque, por distintos motivos, no existe ninguna alternativa progresista en ese campo. No importa la valoración que se haga de la incomodidad de la izquierda con la bandera nacional o el concepto de patria. El hecho es que los conflictos territoriales han proporcionado a la extrema derecha un inmenso altavoz con el que dirigirse a una mayoría social que se siente española (con diferente grado de intensidad o entusiasmo) y la izquierda no parece encontrar recursos para disputar ese discurso identitario.

La extrema derecha está tratando de replicar esa misma estrategia en otros ámbitos, para desembarcar en espacios sociales conflictivos en los que la izquierda ha intentado mantener posturas matizadas y complejas. Un buen ejemplo son las políticas familiares. En la última década los discursos relacionados con los cuidados, procedentes del feminismo, han encontrado arraigo entre la izquierda, en la medida en que han sido vistos como una manera de intervenir en relaciones de solidaridad cruciales sin legitimar y amplificar los aspectos más reaccionarios de la familia patriarcal tradicional. Es una estrategia en muchos sentidos irreprochable, pero de difícil articulación política en un momento en el que millones de familias están viviendo una situación de emergencia social y en un país en el que prácticamente no existen políticas públicas familiares. Por eso, los llamamientos que hace la extrema derecha a defender la familia han tenido un recorrido político manifiestamente exagerado, si se tiene en cuenta que son propuestas materialmente hueras que se mueven exclusivamente en el terreno expresivo. La reivindicación de la importancia y la soberanía de las familias –con propuestas tan ridículas como el pin parental– es una especie de homeopatía política, un sucedáneo ideológico de las políticas públicas que realmente podrían paliar la crisis de los cuidados.

Otro tanto ocurre en el terreno de la seguridad ciudadana. España es un país comparativamente seguro, con bajas tasas de delincuencia. Así que la ultraderecha se tiene que limitar a manipular delitos espectaculares que generan alarma e indignación social. Sin embargo, como ocurría con el patriotismo, la ultraderecha puede plantear casi lo que quiera sin apenas oposición, incluyendo mentiras manifiestas, porque se trata de un terreno en el que la izquierda se siente particularmente incómoda, sin apenas propuestas consensuadas en torno a una organización alternativa de las fuerzas de seguridad, la persecución eficaz de los delitos o qué hacer con una pequeñísima minoría de criminales manifiestamente irreformables. Un ejemplo son las campañas alarmistas en torno a la ocupación de viviendas, que, pese a estar basadas en bulos evidentes, han tenido cierto éxito porque conectan con un elemento fundamental de cohesión social en nuestro país: el patrimonialismo, la vivienda en propiedad como refugio frente a la intemperie económica y como elemento de transmisión intergeneracional de prosperidad.

Corporativismo posneoliberal

Al margen de las estrategias de movilización social de la extrema derecha, también están emergiendo nuevas formas de gobernanza iliberal relativamente novedosas. El ejemplo paradigmático es el Gobierno de Isabel Díaz Ayuso en la Comunidad de Madrid, que ha aprovechado la gestión de la pandemia para construir una imagen de outsider ajena al establishment político que actúa con audacia frente al Gobierno central, la oposición de izquierdas e incluso sus compañeros de partido de otras comunidades autónomas. Es un estilo de liderazgo que ha sido calificado, con bastante precisión, como «trumpista». Algunos de sus elementos más reconocibles son: desprecio del saber experto en sectores estratégicos, ruptura de los códigos discursivos democráticos, trasladando a las instituciones públicas estilos comunicativos propios de las redes sociales, manipulación de áreas sensibles –como la sanidad pública– para movilizar a sus votantes, políticas económicas corporativistas, en las que el Estado asume abiertamente no ya el impulso de la competencia o la apertura de mercados, sino un papel de salvaguarda de ciertos sectores económicos o incluso empresas concretas. Hasta ahora los ejemplos en esa dirección procedían de empresarios pintorescos, como Jesús Gil, en España, o Silvio Berlusconi, en Italia, que irrumpían desde el exterior del sistema de partidos. Lo peculiar de Isabel Díaz Ayuso es que es una política profesional que emerge en el interior de uno de los partidos tradicionales arrastrando a esa formación a un estilo político que, hasta ese momento, era patrimonio de la derecha radical. De hecho, muchas de las políticas de Ayuso tienen más aprobación entre los votantes de Vox que entre los propios votantes del PP.

El giro trumpista de las fuerzas conservadoras responde, sin duda, a las luchas internas dentro de la derecha madrileña en el contexto de la crisis pandémica. Vox, PP y Ciudadanos se disputan el mismo bloque electoral, sin prácticamente trasvase de votos desde la izquierda ni una atracción significativa de abstencionistas. Es posible, por tanto, que se trate de una escaramuza local sin importancia pero, por otro lado, existe alguna coherencia entre este giro y ciertos cambios de largo recorrido en la economía capitalista que la pandemia ha acentuado. Las élites económicas globales cada vez asumen más abiertamente que el modelo neoliberal está agotado o, al menos, que es un modelo insuficiente para ofrecer una salida a la crisis de acumulación de 2008 y al descenso continuado de la tasa de ganancia. El escenario que se perfila en el horizonte es la sustitución del Consenso de Washington por un nuevo corporativismo en el que la llamada «colaboración público-privada» –uno de los fetiches discursivo de Díaz Ayuso– supondrá una institucionalización de la transferencia de fondos públicos a las empresas a través de grandes mecanismos de redistribución –como los fondos europeos de recuperación– sistemáticamente privatizados en una especie de keynesianismo invertido.

La pandemia ha acelerado este cambio, en la medida en que la ortodoxia económica ha dejado de ser una fuente de cohesión social y, en cambio, se han normalizado fórmulas institucionales híbridas, en las que el Estado asume una función mucho más activa de coordinación de elementos conflictivos, como la flexibilización extrema del mercado de trabajo, mecanismos extractivos que blinden el poder de las clases altas y políticas sociales mínimas que ejerzan de dique de contención del malestar social. En este contexto turbulento, en el que el compromiso de la derecha tradicional con la «responsabilidad» y la «austeridad» ya no es una fuente de legitimidad suficiente, es razonable suponer que las élites conservadoras se sentirán tentadas de explorar las innovaciones estratégicas y discursivas de la derecha radical, siguiendo el ejemplo de la Comunidad de Madrid.

Este intento de «cierre por arriba» de la crisis cambia las reglas del juego en las que se movía la izquierda, tanto la tradicional como las fuerzas emergentes que gritaron «no somos mercancía en manos de políticos y banqueros». La cuestión es que es posible que, en un futuro próximo, dejemos de ser exactamente mercancía pero estemos aún más que antes en manos de políticos y banqueros.