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El futuro de la izquierda

Lídia Brun | Laura Casielles | Helena Castellà Duran | Layla Martínez | Julio Martínez-Cava | Iago Moreno | Clara Ramas | Jorge Tamames | Guillem Vidal

«¿Cómo ves el presente y el futuro de la izquierda?». Esta es la pregunta que hemos lanzado desde Minerva a un grupo de jóvenes politólogos, sociólogos, filósofos, economistas e investigadores, todos ellos menores de 35 años (y algunos tan jóvenes como Iago Moreno, de solo 22). Sus respuestas son diversas, pero todas ellas apuntan claves sobre cuáles deben ser las apuestas de la izquierda hoy, a qué desafíos se enfrenta en el corto y el medio plazo, qué errores se han cometido o qué ha ocurrido con la ventana de oportunidad que se abrió con el 15-M.

Lídia Brun*

Un proyecto político son tres cosas: un diagnóstico de los problemas de la sociedad y sus causas estructurales, en relación con unos objetivos morales (igualdad, justicia, libertad...); una propuesta de transformación que enfrente los problemas identificados y nos acerque al objetivo y una herramienta capaz de implementar este programa. Las visiones reduccionistas de la democracia acotan el debate político a una elección táctica dentro del set de herramientas limitado que son los partidos políticos. Alguna vez, con suerte, se consigue hablar de propuestas específicas, pero esto no está exento de desarticulación ideológica. Centrarse únicamente en las políticas, aunque estén «basadas en la evidencia», sustrae del debate su objetivo moral, obviando los intereses en conflicto de distintos actores sociales.

Toda ideología aspira a articular el mundo. El problema de la izquierda es que el mundo ya está articulado para acomodar otros programas (vean la comodidad de Orban versus Tsipras o de Trump versus Sanders). Es hora de actualizar el diagnóstico con una visión estratégica de los cambios necesarios en el orden económico mundial para proveer y sostener unas condiciones de vida dignas para todos los seres humanos en el planeta. Coordinar una sociedad global interdependiente ante el riesgo de agotar las posibilidades de continuidad de la vida humana en el único punto cartográfico del universo que la permite –la Tierra– supone un reto paralizante. La tensión entre el capitalismo global y los Estados nacionales como garantía última de ingresos y derechos se resuelve con profundos sesgos distributivos, como atestigua el desarrollo dispar de instituciones que protegen los derechos de propiedad frente a las que mancomunan riesgos colectivos. La sensación es que somos impotentes frente al poder, tan absoluto como invisible –aunque no homogéneo–, de las grandes tecnológicas cuando condicionan procesos democráticos, de patrimonios mundiales que se cobijan en paraísos fiscales o de las exigencias de las cadenas de producción y los capitales globales con su disrupción sistemática de modos de vida.

La cultura es el dispositivo humano para operar socialmente, pero la única cultura universal es la del mercado: la libertad entendida como ejercicio de la voluntad individual en términos contractuales, la asignación de los recursos colectivos vía competición supuestamente meritocrática y no basada en una justa cobertura de las necesidades. Fiarlo todo a sus eventuales contradicciones sociales y ecológicas es una estrategia suicida. El agotamiento de la relación virtuosa entre democracia y capitalismo produce relaciones sociales globales en las que las personas, desde nuestros datos hasta nuestros cuerpos, somos el recurso a explotar y el producto a consumir. No hay paraíso socialista detrás del capitalismo en contradicción, sino una fase aún más descarnada de mercantilización. Es imprescindible impugnar las respuestas culturales que abonan el terreno de la deshumanización funcional a esta desposesión, desde el repliegue identitario que engaña con sus lógicas de suma cero hasta la cosificación narcisista de las redes sociales. Si queremos posibilitar el único proyecto verdaderamente transformador, que es el de la igualdad, tenemos que pensar desde la humanidad universal, superando propuestas incrementalistas que circunscriben la acción política a los Estados nación para reformular las relaciones internacionales y la titularidad de la riqueza mundial.

* Economista, colabora habitualmente en los blogs Agenda Pública y Piedras de Papel.

Laura Casielles*

Para mí, la izquierda tiene que ver con las líneas de pensamiento y acción que tienen por eje la salvaguarda de lo común, el empeño en que todo el mundo pueda vivir con dignidad por encima del beneficio particular y la ampliación de derechos y posibilidades, entendida en un marco articulado por la igualdad y la libertad en el mejor de sus sentidos, que tiene que ver con la responsabilidad mutua y el desarrollo colectivo.

A partir de ahí, el primer reto es entender qué significa eso hoy y qué lo dificulta. A esos principios rectores cada época les cambia las circunstancias, y de las vías que se hayan encontrado en el pasado para abordar la tarea lo que conviene rescatar no son las respuestas concretas, sino el modo de pensar en que se articularon. Honrar a la genealogía no pasa por adoptar sus palabras y sus símbolos, sino sus razones y su mirada.

Así, las ideas y los modos de categorizar el mundo que históricamente se han identificado con «la izquierda» son, sin duda, uno de los elementos para la reflexión, pero no el único. Lo que se ha pensado desde el feminismo, desde el antirracismo, desde el ecologismo, son otros. Integrarlos en diagnósticos y propuestas que tengan en cuenta las diversas dimensiones que interseccionan en el mundo es fundamental. Y estar atentos a las categorías y derivas que se están forjando y aún no conocemos, también.

Frente a eso, hay dos tentaciones que se repiten: la de la nostalgia, que, al aferrarse más a las categorías que a su fondo, acaba por impedirnos ver lo que realmente está pasando y la de la hegemonización, que intenta aunar todas las perspectivas en una sola línea, aplastando su riqueza. No es fácil articular esas diversas miradas, equilibrar sus demandas y prioridades evitando eternizarse en debates, pero es imprescindible. Cuando no se hace, se perpetúan formas de exclusión e imposición que, por muchas etiquetas de «izquierda» que se cuelguen, no dejan de ser conservadoras –de su espacio, de sus formas, de la parte de poder que les toque– o hasta reaccionarias, entendiendo como enemigo a cualquiera que dispute algo.

Podemos aprender de las estrategias y prácticas del feminismo, que han permitido sacar adelante las movilizaciones más grandes y con mayor efecto transformador sobre los marcos de discusión de los últimos años. Los logros más interesantes se han alcanzado fomentando la confluencia de espacios, trabajando sobre los consensos, dedicando mucho esfuerzo a la construcción de lo común sin descuidar por ello el trabajo de cada colectivo con sus prioridades específicas. Este podría ser el camino (y las dificultades que llegaron tras los éxitos, cuando determinados sectores comenzaron su batalla por apropiarse de lo colectivo, ejemplifican con nitidez los riesgos ante los que conviene mantenerse alerta).

Esto también tiene que ver con poner énfasis en los procesos, en la construcción que se da al mismo tiempo que se trabaja por los resultados, cuando se hace con verdadero afán transformador. No se trata de elegir entre las políticas urgentes en las que es necesario poner el foco y el tejido organizativo que se trama y fortalece en el camino. Sin las primeras, el esfuerzo es errático; sin lo segundo, el resultado es endeble. Pensar en términos cortoplacistas, de ventanas de oportunidad y momentos idóneos, tiene su utilidad, pero no nos debería cegar. Al fin y al cabo, hablamos de problemas estructurales y de soluciones que pretendemos que sean sostenibles.

* Periodista y poeta.

Helena Castellà Duran*

La izquierda se encuentra en una crisis permanente desde hace algunas décadas, no solo en el Estado español, sino en toda Europa. Es evidente que parte de esta crisis se explica por el hecho de verse condicionada por las estructuras económicas y de poder dominantes, siempre más amigas de las derechas que de las revoluciones sociales. A pesar de ello, la aparición y el auge, en los últimos tiempos, de los llamados partidos verdes en toda Europa podrían ser la clave para la izquierda del futuro. Debemos ser conscientes de que vivimos en sociedades muy diversas donde, para representar a las clases populares y mejorar sus condiciones de vida materiales, las propuestas de la izquierda deben tener en cuenta todas las discriminaciones que nos afectan como sociedad: la de clase, pero también la de género o la de origen. Lo más importante, sin embargo, es cambiar la estrategia discursiva de la izquierda en dos sentidos: marcando su agenda política propia –priorizando temas como la renta básica universal o la emergencia climática–, sin ir siempre a la contra de los nuevos populismos de extrema derecha, y comunicando estas propuestas con rigor, pero con estrategias comunicativas que eviten un exceso de elitismo discursivo.

A mi entender, la izquierda ha cometido dos errores principales. El primero ha sido, precisamente, basar su estrategia discursiva en ir a la contra de la agenda política que marcan aquellos con los que compiten electoralmente en vez de construir su propia agenda. En segundo lugar, vemos cómo algunos partidos de izquierdas han acabado comprando algunas propuestas poco respetuosas con los derechos humanos –sobre todo en cuanto a la migración o los derechos LGTBI–, reforzando así el programa de la extrema derecha. La gran mayoría de experiencias europeas nos dicen que esta normalización de discursos restrictivos con los derechos de parte de la población solo facilita el crecimiento de la derecha reaccionaria, no el de la izquierda.

Es difícil prever cuál va a ser su futuro. Si bien se encuentra en una crisis global, en países como Alemania los verdes están sustituyendo a los socialistas como principal partido de izquierdas y, a la vez, el discurso de esta nueva izquierda parece ser el único capaz de frenar el auge de partidos populistas de extrema derecha. Las estrategias que el conjunto de la izquierda tome en cuanto a la agenda política reaccionaria serán clave para determinar su éxito o fracaso en un futuro más o menos próximo.

* Politóloga experta en derechos humanos y políticas sociales, trabaja en el Parlamento Europeo.

Layla Martínez*

Estamos en un momento histórico difícil porque tenemos que afrontar un reto enorme: hacer una transición completa, y a todos los niveles, hacia un sistema de organización política, económica y social que permita frenar la crisis ecológica y revertir algunas de sus peores consecuencias. Esto implica acabar con el capitalismo, pero también construir otro sistema entero, una forma de vida diferente, en muy poco tiempo. Y, a su vez, implica convencer, también en muy poco tiempo, a una cantidad de gente significativa de creer en un horizonte distinto y de que es necesario organizarse e ir a por él. Y convencerlos casi como una conversión o un salto de fe: movilizarlos no con la lógica racional –los datos sobre la gravedad de la crisis ecológica ya los conocemos todos–, sino desde lo emocional, desde la convicción de alguien que está dispuesto a hacer, efectivamente, una revolución. Todo esto puede sonar grandilocuente, pero, en realidad, no nos queda otra. Si queremos garantizar la supervivencia de la vida en el planeta –no solo la nuestra, sino la de cientos de miles de especies–, tenemos que construir un movimiento capaz de derribar el capitalismo, frenar en seco la crisis ecológica y sanar la fractura que existe ahora mismo.

El reto para la izquierda es enorme, porque además tenemos un tiempo muy limitado para llevar a cabo este cambio: cada día que pasa empeora la crisis ecológica. Además, venimos de un sentimiento de derrota que no existía en otros momentos históricos en los que se han afrontado tareas también enormes. Con todo, la verdad es que soy optimista: creo que nos estamos empezando a sacudir ese sentimiento de derrota y a plantear cosas que hace unos años habrían sido ridiculizadas o consideradas muy radicales. Creo que no nos queda otra que ser radicales, nos va literalmente la vida en ello.

La gran pregunta es, claro, cómo hacer esto. Ojalá tuviera la respuesta, intuyo que tenemos que ser muy pragmáticos y, a la vez, muy optimistas. Debemos pensar en el corto plazo, en medidas que se puedan tomar ya y, al mismo tiempo, tener el corazón puesto en un horizonte completamente diferente. Creo que una buena parte de ese trabajo se tiene que abordar en los sindicatos de clase, cuyo papel es clave para impulsar medidas que, como la jornada de cuatro días, se pueden poner ya en marcha y nos encaminan a un futuro distinto.

* Politóloga, ha publicado Utopía no es una isla. Catálogo de mundos mejores (Episkaia, 2020) y es editora en el sello independiente Antipersona.

Julio Martínez-Cava*

Dejando en el cajón los bártulos de oráculo, me atrevería a decir que el ciclo político abierto por el 15-M se ha cerrado, pero que vivimos aún sus últimos estertores. Creo que a las izquierdas nos esperan unos largos años de cerrar heridas y recomponer fuerzas, al margen de que los nuevos partidos de izquierdas continúen presentándose a elecciones con relativo éxito y esto siga absorbiendo, necesariamente, nuestra atención.

Por la cantidad e intensidad de los eventos, uno tiene la sensación de haber vivido cuarenta años condensados en una sola década. Uno de los problemas que conlleva este tiempo tan acelerado es que nos ha dejado poco tiempo para debatir y pensar con calma qué estaba pasando y qué queríamos que pasase. Quizás este fin de ciclo nos permita metabolizar al menos una parte de todo lo que hemos vivido, sobre todo que la experiencia y los aprendizajes de estos años no se vayan por el sumidero del olvido, sino que puedan fertilizar los siguientes arranques que están por venir.

Para los que nos bautizamos políticamente con el 15-M fue particularmente hostil la experiencia de los nuevos partidos. No cabe duda de que hemos construido unos partidos políticos que son brutalmente inhabitables: no solo son trituradoras de nuestra salud mental y física, sino también de nuestras pasiones políticas y de nuestras brújulas morales. Por difícil que sea, nos toca tratar de devolver protagonismo a las iniciativas populares y asociativas. La vida política no se puede agotar en la vida de los partidos, y menos en el estado en el que están. Sería un buen momento para inspirarse en el gran Willi Münzenberg y plantear estrategias amplias de construcción cultural.

En todo caso, estoy convencido de que una de las grandes tareas pendientes es replantearse la forma-partido. No se trata de arrojarlos por la borda (ya no podemos volver a 2010), pero sí repensar su fondo: la democracia interna y el respeto a la pluralidad, el problema crucial de los controles al poder, su relación con los procesos de formación de clase, etc. ¿Por qué no organizar un macrocongreso, contando con todo el mundo, fuera de las prisas electorales, con las mejores cabezas de cada espacio e involucrando a esos cuadros medios que suelen estar en la sombra pero que ponen columna y vértebras a las organizaciones?

La segunda gran herida que, en mi opinión, hemos de sanar es la cuestión de la plurinacionalidad. Hay una deuda histórica de las izquierdas españolas con sus hermanas en Euskadi, Cataluña y Galicia, y hay una forma de entender la política desde Madrid que, si bien ha dado grandes e importantes pasos estos años en una buena dirección, todavía bloquea el despliegue de unas alianzas sanas y fraternales (el proceso de cómo se construyó centrífugamente Podemos es un ejemplo paradigmático).

Hechas las cuentas, no me gustaría transmitir una imagen derrotista. Un amigo solía decirme que, si seguimos indignándonos o frustrándonos, es porque todavía quedan energías que pueden volver a ser articuladas; es decir, que no hemos tocado el terrible fondo de la apatía política, ni del cinismo extremo al que esta suele abrir la puerta (ese «procesar las derrotas en privado» que tan bien recogió Rafael Chirbes en Las viejas amistades). Diría que necesitamos dejar de contarnos cuentos con «lo histórico», que parece ser todo lo que hacemos, y ¿quizás empezar a asumir en público nuestros errores? Creo que los procesos (organizados) de autocrítica no son un flagelarse gratuito. Nos ayudan a aprender y a coger fuerzas para las próximas paradas. Karl Kautsky escribió una vez que, poco después de la derrota de 1848, Marx y Engels les decían a los obreros: «Tenéis que sostener quince, veinte, cincuenta años de luchas sociales, no solo para cambiar las condiciones sociales, sino para transformaros vosotros mismos y haceros dignos del poder». ¿Existe una mejor manera de explicar el problema? Hemos esprintado mucho, pero ¡todavía nos queda mucha carrera!

* Investigador y profesor en la Universidad de Barcelona y miembro del comité de redacción de Sin Permiso.

Iago Moreno*

La verdad es que no sé qué futuro tiene la izquierda. No tengo grandes respuestas ni fortísimas intuiciones al respecto. Vivimos en un momento de desencanto, creo que gran parte de nosotros estamos exhaustos. Esa mentalidad de campaña permanente, el chantaje electoralista de «es ahora o nunca» cada seis meses han resultado agotadores.

Tengo esperanza en que es posible construir una izquierda diferente, más enraizada en lo cotidiano, más presente en las luchas sociales del día a día. Una izquierda que construye lugares comunes al servicio de la organización estudiantil, sindical, barrial y popular. Una izquierda que apuesta por iniciativas que sean medios o fines en sí mismos y no intentos a la desesperada de acumular capital político de cara a una cita electoral o a decantar una reyerta de camarillas en tiempos de primarias.

No está de moda, pero no confío en las otras vías. El culto a la viralidad digital, las interminables diatribas sobre el tono y los gestos más «ganadores», las peroratas sobre qué argumentario es más agudo para cada coyuntura… son discusiones interminables y no tienen ninguna utilidad práctica en las luchas concretas.

Me explico: yo soy orensano, veo mi provincia arder cada año por la voracidad de los incendios forestales y a mis amigos de toda la vida quedarse descontentos o marcharse sin muchas esperanzas. Quiero una izquierda al servicio de esas realidades concretas, más allá de la intervención institucional y el coliseo mediático. Me interesa mucho más que haya más centros sociales y menos casas de apuestas que el enésimo fenómeno de estrellazgos fugaces y digitales.

No es ninguna dicotomía, es una apuesta estratégica: la de construir con la fuerza del abajo arriba, enraizando con el tejido asociativo o, más bien, sembrándolo por allá donde ha pasado la desbrozadora neoliberal. Me parece una opción más inclusiva y con más apertura a la participación de todas y todos que ese modelo verticalista y plebiscitario donde los personajes se van turnando mientras la mayoría permanece expectante. Risas, abucheos, aplausos... Está bien, pero prefiero otras formas de participación que todo eso y unos clicks en una lista única.

Para cerrar las casas de apuestas y abrir más centros sociales, para tumbar la reforma laboral, para poner sobre la agenda la renta básica universal, para acabar con la impunidad de los crímenes franquistas y construir una auténtica memoria democrática… Para todo eso hace falta mucho más. Y estoy convencido de que es más emocionante, más integrador y más ilusionante porque lo he vivido. De hecho, han dejado más huella sobre la militancia de la gente que conozco esas afonías posmanifestación, las manchas de tinta y pintura en la ropa o las conversaciones después de una asamblea que todos los cortes de entrevistas televisivas y actos por Zoom con los que nos atiborramos.

* Sociólogo por la Universidad de Cambridge y zoomer.

Clara Ramas*

Es innegable que el clima político inmediato parece de retroceso y de cierre respecto de las posibilidades de «crisis de régimen» abiertas con el 15-M: pervivencia del bipartidismo y del eje izquierda/derecha, unida a la desmovilización y vuelta de una cierta apatía o desencanto hacia lo político como tal, acrecentadas por la sensación de que, mientras el bienestar, la salud y las certezas se derrumbaban para todos nosotros con la irrupción de una pandemia mundial, «los políticos» siguen «haciendo lo de siempre». Sin embargo, hay ciertas grietas que muestran que ningún pilar es tan sólido: inestabilidad electoral, malestar y polarización, angustia como tonalidad afectiva, guerras culturales… Los efectos de la crisis económica que seguirá a la pospandemia no hacen prever que esta situación vaya a resolverse, más bien al contrario.

El peligro ante esto es pensar que basta con echar más cemento a los cimientos antiguos, cuando eso ya no es suficiente para sostener todo lo que se tambalea. Hay que mirar hacia otro lado. No basta con incidir en la polarización, no basta con triunfos electorales efímeros en un inestable sistema de partidos, no basta con aplicar marcos ideológicos del siglo XX como fascismo o antifascismo.

¿Qué lección debe extraer la izquierda de aquí? Vivimos en una época crepuscular, cuya tonalidad afectiva es la angustia. La izquierda debe hacerse cargo de ese malestar cotidiano, de esa precariedad que es ya para una generación entera su definición vital, de esa falta de certezas, de esa ansiedad que crece cada día. Para ello, en lo concreto, necesita, sin duda, aplicar medidas que son un punto y aparte respecto del dogma neoliberal: fin de la austeridad e inversiones en sanidad y servicios públicos, impuestos a grandes fortunas, priorización de la salud mental o políticas contra la crisis climática. Pero, haciendo esto, la izquierda debe siempre tener a la vista esa dimensión existencial de sufrimiento cotidiano. Debe preocuparse por hacer posibles vidas no dañadas que conecten lo que fueron, lo que deciden, lo que eligen, lo que proyectan, lo que anhelan; su pasado, su presente y su futuro, en lugar de un magma inconexo de inestabilidad, miedo y ansiedad que lo inunda todo. La izquierda debe garantizar algo tan sencillo como esto: la posibilidad de construirse una biografía. Solo así podrá mirar al futuro desde la realidad de nuestra época.

* Profesora de filosofía en la Universidad de Zaragoza, ha publicado Fetiche y mistificación capitalistas (Siglo XXI, 2018).

Jorge Tamames*

En papel, la izquierda hoy las tiene todas consigo. Thomas Piketty abrió brecha al señalar la desigualdad económica que socava nuestras sociedades. Otros pensadores progresistas han hecho lo propio con la importancia de una fiscalidad progresiva (Gabriel Zucman y Emmanuel Saez), la centralidad del Estado en la creación de valor (Mariana Mazzucato), el nuevo papel de los bancos centrales (Adam Tooze), las quimeras de la austeridad (Mark Blyth) o las promesas de un Green New Deal (Ann Pettifor). El panorama intelectual de esta década no es el de los años setenta, cuando el pensamiento económico keynesiano claudicó ante una ofensiva neoclásica, ni el de los noventa, con la socialdemocracia rendida a los pies de la tercera vía, o el de la década de 2010, año en que se inició el giro europeo hacia la austeridad, sino uno más favorable a las propuestas de la izquierda. La crisis de la Covid-19 y la presidencia de Joe Biden refuerzan esta dinámica.

Sin embargo, nada de esto genera resultados electorales esperanzadores. ¿Cómo es posible? Podríamos llamar a esta paradoja «el problema de la mediación». Con ello me refiero a la forma en que el conocimiento y la experiencia se trasladan de un ámbito a otro. A la izquierda le cuesta entender que los datos económicos, por sí solos, no se traducen en decisiones políticas en las cabezas y los corazones de la gente. Para que esto ocurra hace falta emplear herramientas que llevan décadas oxidándose.

En el pasado, la izquierda contaba con infraestructura cultural e institucional para desempeñar esta función. La sintonía entre trabajadores organizados en sindicatos, movimientos sociales pujantes y economistas keynesianos convertía las demandas sociales en políticas públicas transformadoras. Pero cuatro décadas de gobernanza neoliberal han erosionado esa configuración, de modo que ya no es capaz de desempeñar una función intermediaria. La derecha puede gobernar el vacío que deja esta anomia; la izquierda, no. El problema, en última instancia, y como advirtió Peter Mair, es el de la desintermediación social. Solucionarlo requiere vertebrar nuestras sociedades de nuevo y hacerlo en torno a parámetros emancipadores.

A la política de izquierdas surgida en España tras el 15-M, cuyo empuje original hoy está agotado, se la critica por obviar lo anterior y centrarse en operaciones discursivas o maniobras «simbólicas» en vez de la realidad «material». En mi opinión, la acusación es injusta. Podemos hizo un esfuerzo inteligente, y originalmente exitoso, por diseñar un discurso capaz de interpelar a votantes con los que las antiguas consignas de la izquierda ya no resonaban. Es decir, que combatió la desintermediación en el plano de la comunicación política, mediante líderes hipermediáticos que buscaban conectar con los ciudadanos en tanto que audiencias televisivas. El planteamiento no vino acompañado de un esfuerzo correspondiente en los planos organizativo –fomentando una cultura interna más amable y mayor vinculación social– ni administrativo –cultivando más cuadros y perfiles técnicos–, lo que a la larga pasó factura. Esta experiencia debería servir para constatar las asignaturas pendientes, no para renegar de lo logrado hasta el momento.

* Jefe de redacción de la revista Política Exterior, ha publicado La brecha y los cauces. El momento populista en España y Estados Unidos (Lengua de Trapo, 2021).

Guillem Vidal*

Las transformaciones sociales de las últimas décadas (la globalización, la tercerización de la economía, la participación femenina en el mercado laboral y los grandes avances educativos desde la década de 1970) han supuesto un cambio importante tanto en las estructuras del conflicto político, es decir, en los temas sobre los que los partidos políticos compiten, como en la composición social del electorado. Estos cambios sociales han abierto una nueva dimensión de competición política que se suma al eje izquierda/derecha que aún mantiene su vigencia: la del proteccionismo (nativismo, antiinmigración) frente al internacionalismo (cosmopolitanismo, más integración). Los nuevos partidos surgidos en los años setenta, que a España han llegado más tarde, se posicionan en torno a este nuevo eje «cultural», transcendiendo las divisiones económicas clásicas entre izquierda y derecha sobre el peso que debería tener el Estado en la economía. En un extremo encontramos los llamados partidos populistas radicales (como el de Le Pen, en Francia, cuyas propuestas económicas los acercan a las de los partidos de izquierda tradicionales); en el otro, estarían los partidos verdes (algunos de los cuales son bastante liberales en términos económicos, como los Verdes en Alemania).

Estos cambios, que han complejizado nuestras sociedades, son fundamentales para entender el papel de la izquierda actual y también su futuro. Los partidos de masas tal como los conocíamos antaño han dejado de existir y a cambio tenemos un panorama de partidos mucho más fragmentado, que representan a distintos grupos sociales. El electorado clásico de los partidos de izquierda –el obrero manual– viene perdiendo peso desde hace años. Los partidos verdes han logrado capturar al votante progresista más educado, mientras los partidos socialdemócratas –en declive, salvo algunas excepciones notables– han retenido al votante de clase trabajadora. También han emergido otros perfiles sociales, como el denominado «precariado», que presentan nuevas oportunidades electorales para la izquierda. En este sentido, el futuro de la izquierda dependerá de su destreza para establecer coaliciones políticas y sociales de nuevos grupos que reúnan a los verdes con los partidos socialdemócratas clásicos y el resto de opciones más a la izquierda.

Pero lo que quizá marque más definitivamente el futuro de la izquierda sea su capacidad de adaptación a las grandes transformaciones actuales: el cambio climático y la digitalización. La idea del bien común que sirve de base a la izquierda encaja bien con estos cambios y presenta oportunidades discursivas, tanto en la defensa de la propia supervivencia de la especie humana como en la compensación a los perdedores del proceso de revolución tecnológica. Sin duda, estas transformaciones producirán nuevas formas de desigualdad que la izquierda deberá abanderar en un futuro. Y esta es su gran baza: hacer frente a estas transformaciones defendiendo una concepción del bien común que implica no dejar a nadie atrás. Pero esta gran oportunidad supone, al mismo tiempo, un gran desafío: si la izquierda no es capaz de hacer políticas con impacto socialmente relevante, capaces de aliviar las enormes desigualdades presentes y futuras diferenciándose de las alternativas liberales, conservadoras y de extrema derecha, crecerá la desafección y la abstención, sus grandes enemigos. Todo dependerá de la habilidad de la izquierda para producir y comunicar resultados tangibles en un contexto internacional de gran integración económica que limita las herramientas del Estado para producir cambios significativos, manteniendo así una imagen de justicia transformadora capaz de convencer a los ciudadanos de que puede liderar un futuro cada vez más cercano.

* Politólogo, colabora en el blog Agenda Pública y ha publicado artículos en diferentes medios internacionales como West European Politics, Party Politics o Nations & Nationalism.