Monsieur Verdoux o la soledad
Imágenes Monsieur Verdoux © Roy Export S.A.S.
En 1947 Charles Chaplin estrena Monsieur Verdoux, basada en una idea original de Orson Welles inspirada en la historia real del francés Henri Landru, un asesino en serie de mujeres durante la Primera Guerra Mundial. A la luz de las críticas de James Agee, premio Pulitzer en 1958 por la novela Una muerte en familia (1957), y de André Bazin en La Revue du cinéma, Ana Useros analiza esta película, la única de la filmografía de Chaplin en la que las mujeres tienen un papel relevante.
Entre mayo y junio de 1947, James Agee, que aún no era el escritor de culto en el que se convertiría años después de su muerte temprana en 1955, toma una decisión insólita: dedicar, durante tres semanas seguidas, todo el espacio de su columna semanal en la revista The NationThe Nation, 31 de mayo, 14 de junio y 21 de junio de 1947. –propiedad del magnate ultraderechista Henry Luce– a defender y analizar Monsieur Verdoux, la película que Charles Chaplin acababa de estrenar con muy escaso éxito y en medio de un enorme escándalo político en el que se le acusaba de comunista y traidor a la patria. Es decir, arriesga su puesto de trabajo por defender una película en una época en la que la mayor parte de la crítica de cine estadounidense se limita, a lo sumo, a reseñar las novedades en diez o quince líneas.
No hay que descartar que Agee actuara en parte movido por sus propios interesesEsa es, al menos, la postura que defiende John Wranovics en Chaplin & Agee (2005), una completa investigación sobre la relación entre ambas figuras.. Quería escribir para el cine y había escrito un argumento protagonizado por el personaje que Chaplin había representado durante décadas, a quien aquí llamamos Charlot. En su historia, titulada Un nuevo mundo, Charlot era el único ser vivo que quedaba sobre la Tierra después de una explosión nuclear. Escribir sobre Monsieur Verdoux podía perfectamente ser una manera de acercarse a Chaplin, como de hecho ocurriría. Aún así, acercarse a Chaplin en el año 1947 no parecía la más prudente de las ideas.
Tampoco puede decirse que los pasos de Chaplin estuvieran guiados por la prudencia. En 1940 había estrenado El gran dictador, adelantándose a la entrada estadounidense en la Segunda Guerra Mundial, posicionándose inequívocamente en un conflicto que la derecha americana aún no había asumido como propio. En la película interpretaba, además, un doble papel: ciudadano judío y dictador trasunto de Hitler, esquivando la argucia habitual de presentar a un personaje neutral, cien por cien americano, como vehículo de la toma de conciencia progresiva contra el fascismo. Por no hablar, claro está, de haber elegido la comedia como género –una audacia que comparte con Ser o no ser (E. Lubitsch, 1942)– y de haber roto las reglas de todo género en los últimos siete minutos, en los que quiebra la cuarta pared, se despoja del personaje y pronuncia un discurso de fraternidad universal. La película fue un enorme éxito, pero sembró las semillas de muchos resentimientos. En años posteriores, se le acusaría indistintamente de promover con ella el comunismo y de disculpar a Hitler humanizándolo; es decir, de desbordar por ambas orillas el estrecho cauce por el que discurría el patriotismo aceptable para el Comité de Actividades Antiamericanas.
Chaplin afirmó que no le habría importado que El gran dictador no recaudara ni un céntimo, una declaración sorprendente para alguien a quien su infancia empobrecida había dejado obsesionado por la seguridad económica. Y también declaró que, de haber conocido la realidad de los campos de exterminio, nunca habría hecho la película. En algún momento de 1941, Orson Welles le propuso protagonizar una película basada en la historia real de Henri Landru, un asesino en serie que mató a un número indeterminado de mujeres en Francia durante la Primera Guerra Mundial. La propuesta ya era insólita porque hasta el momento, y así seguiría siendo, excepto en los caóticos inicios de la comedia muda, Chaplin no había trabajado en colaboración con nadie y en ningún proyecto ajeno; sería interesante también especular sobre cómo habría sido esa operación de deconstrucción de la figura de Charlot que, sin duda, escondía la oferta. En cualquier caso, la idea quedó en ocurrencia, Chaplin se la compró a Welles y, entre 1942 y 1946, produjo Monsieur Verdoux a partir de ella.
El Landru de la versión de Chaplin, rebautizado como Verdoux y transportado al periodo de entreguerras, entre la depresión del 29 y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, se convierte en un enajenado contable que, sumariamente despedido después de treinta años al servicio del dinero ajeno, emprende un nuevo negocio, consistente en cortejar y casarse con viudas entradas en años y bien heredadas, asesinarlas, deshacerse de los cadáveres e invertir esas herencias en el mercado de valores. Sin suspense ninguno, esto se nos enuncia directamente al inicio de la película, en la voz de ultratumba del propio Verdoux. No sabemos efectivamente cómo habría sido la operación de deconstrucción que imaginaba Welles, pero la que efectúa Chaplin es completa y casi suicida. El campeón de la pantomima y el «nostálgico» del cine mudo presenta esta vez a su personaje mediante la voz, sin imagen. Cuando finalmente lo vemos, resulta ser todo lo contrario a lo que estábamos acostumbradas: pulcro, atildado, cursi, cortés (que no amable), civilizado, resabiado, calculador, arrogante. Como escribía Bazin, si Charlot era el inadaptado, Verdoux es el superadaptado«Le mythe de Monsieur Verdoux», La Revue du cinéma, n.º 9, enero de 1948, pp. 3-25. y, como tal, no nos cae nada bien. Por si esto fuera poco, es un asesino en serie de mujeres que va a la horca sin arrepentirse ni por un momento de sus crímenes, insistiendo, en cambio, en que se ha limitado a hacer, si bien a pequeña escala, lo que hay que hacer para que un negocio prospere bajo la economía capitalista y de guerra. Verdoux deriva directamente de Adenoid Hynkel, el trasunto de Hitler en El gran dictador, no del barbero judío, ni de los personajes interpretados en los largometrajes anteriores. Pero Chaplin (¿y quizás Welles?) parecía ser el único que se había tomado en serio su retrato de un dictador sanguinario, pero no irracional; megalómano, sí, pero que toma sus decisiones por razones económicas; no un fanático, sino alguien que manipula el fanatismo previamente inoculado en las masas. Para el resto del universo, Hynkel había sido un paréntesis bufo, un excurso justificado por la necesidad histórica y por la venganza personal de Chaplin hacia quien le había «robado el bigote» (Bazin, una vez más). Esperaban, si es que algo esperaban, que regresara Charlot.
Al otro lado del Atlántico, unos meses más tarde, André Bazin escribe también una extensa crítica de Monsieur Verdoux en La Revue du cinéma. Las circunstancias son muy diferentes. En Europa la película ha sido acogida, si no con entusiasmo, sí con respeto y expectación; no han calado allí las polémicas sobre la posición política de su autor ni sobre sus problemas judiciales. Y Francia, a través de una tupida red de revistas especializadas, de cine clubs y del trabajo incansable de Henri Langlois y sus colegas en la Cinémathèque française, tiene ya una tradición de crítica cinematográfica muy diferente a la estadounidense. No es en absoluto un gesto audaz que André Bazin publique un artículo de veinte páginas sobre Monsieur Verdoux (o sobre cualquier otra película).
Además del lujo del espacio ilimitado, la principal diferencia entre las críticas de Agee y de Bazin se debe a la presencia en el texto de este último del concepto, aún no formulado, de la política de los autores, que dicta que la obra menos lograda de un autor es mil veces más interesante que la obra más lograda de alguien que no se considere autor, una teoría que marcará la crítica francesa y buena parte de la crítica mundial en las décadas posteriores. Hay que tener en cuenta, de todos modos, que Chaplin es un caso especial. Era el único cineasta que poseía los medios de producción, era totalmente independiente y, a la vez, tenía la vocación de hacer una obra propia, ejerciendo personalmente casi todas las tareas artísticas (dirección, guion, montaje, interpretación, música…). El resto de quienes la crítica consideraba autores debían ejercer su autoría en competición y colaboración con la industria que los contrataba, lo que convertía la crítica en un ejercicio de discriminación y análisis de los elementos personales dentro de las convenciones y rutinas del sistema de estudios hollywoodiense. Pero para Agee y para el resto de la crítica estadounidense, de manera excepcional, Chaplin también era un autor. Y, aun así, las diferencias en el enfoque crítico son claras. Dice Bazin: «Monsieur Verdoux es, sin duda alguna, la obra más importante de Chaplin. Vemos en ella la evolución de un primer paso que bien podría ser, por la misma razón, el paso final. Verdoux arroja una luz nueva sobre el mundo de Chaplin, lo corrige y le otorga un nuevo significado». Agee dice, en cambio: «Si no tuviera otras virtudes, y tiene muchas, la película es un audaz gesto individual, osado en una época en la que la osadía escasea. Uno de los artistas más inspirados y populares del mundo, un hombre que lleva décadas deleitando a personas de toda condición, tanto niños como intelectuales, ahora estrena deliberadamente una película que a nadie podrá gustarle por completo»Time, 5 de mayo de 1947..
La crítica auteurista, con el enfoque en la totalidad de la obra, tiende a homogeneizar cada película, destacando de ella lo que pueda vincularla a la trayectoria anterior del autor (siempre identificado como el director) y a la interpretación de esa obra que la crítica haya localizado. Muchas veces se fuerza la interpretación de determinados momentos, se eliden otros, buscando la coherencia textual. Así, Bazin interpreta Monsieur Verdoux como un nuevo avatar del personaje Charlot, que evolucionaría a lo largo de la filmografía de Chaplin. De ahí su famosa afirmación de que, en la última escena de la película, cuando Verdoux camina hacia la horca, lo que nos sobrecoge es la certeza de que, por su caminar y su alejarse de espaldas, que lo emparenta con el final tradicional de los cortos cómicos, a quien vemos dirigirse al cadalso es ni más ni menos que a Charlot, que vamos a ajusticiar a la persona más querida del mundo.
Sin embargo, tengo la sensación de que Bazin se queda corto. Porque la operación que Chaplin hace sobre su obra anterior en Monsieur Verdoux no es una prolongación, ni una simple inversión (de inadaptado a sobreadaptado), sino más bien una corrección, una reescritura, de la misma manera que, en el caso de Pasolini, Salò es la reescritura desencantada que reniega de la Trilogía de la vida. La confusa cronología de la vida y hazañas de Verdoux nos da una pista: Chaplin «borra» toda su obra posterior a Luces de la ciudad y la sustituye por Monsieur Verdoux; en cierto modo, por razones parecidas a las que esgrimía Pasolini, porque si no se cuenta con toda crudeza parece que no acaba de entenderse bien la magnitud de la tragedia. Y en esa reescritura, Chaplin sacrifica, sin contemplaciones y sin vuelta atrás, el personaje que le hizo universal. Una deliberada osadía, como apuntaba Agee.
Mientras tanto, en su espacio limitado, por lealtad a su autor y su ídolo, Agee se bate con Monsieur Verdoux, busca sus puntos débiles, resalta sus aristas, ahonda en sus contradicciones; conversa con la película con la seriedad y la gracia con la que se aborda la literatura o el ensayo:
Agee se refiere aquí a algo que suele pasar por alto la crítica de izquierdas, que alaba la película porque le complace que esta le dé la razón, obnubilada por su frío análisis de herencia brechtiana, por la equiparación del crimen y el negocio, de la masacre y el asesinato calculado, de la guerra y el mercado de valores. Verdoux (y Chaplin) saben qué es lo que va mal en el mundo y saben decirlo con palabras que abundan en esa maldad y que la diseccionan. La cuestión es si Chaplin sabe algo más, si sabe indicar el camino de salida, si sabe lo que hay que defender y no solo lo que hay que atacar. Y probablemente Agee tiene razón y el autor no tiene respuestas, pero el crítico apunta una:
Para entender esta interpretación, tenemos aún que hablar de las mujeres de la película. Verdoux no es únicamente un asesino en serie que entiende su labor como un negocio más. Es un asesino de mujeres que usa a otra mujer como excusa para no dejar su actividad. En una casita del campo viven su esposa y su hijo, ajenos a su vida criminal, encerrados en una visión artificial de la felicidad. «Como la mayoría de los hombres obsesionados con la crueldad del mundo», señala Agee, «Verdoux lleva hasta el extremo su veneración de la inocencia; está empeñado en que nunca se mancille, que nunca cambie». Todo lo que hace lo hace por ellos, por su bien. De hecho, es su desaparición, su «pérdida» no demasiado especificada al final de la película, cuando un nuevo desplome de la bolsa se traga una vez más toda su fortuna, lo que precipita que Verdoux prácticamente se entregue a la policía. El recurso a la esposa minusválida y desvalida se ha entendido como una prolongación del objeto amoroso de Charlot en casi todas sus películas (Bazin), como una deplorable concesión sentimental destinada a humanizar al asesino o como un trasunto de la vida amorosa de Chaplin, que siempre se relacionó con mujeres casi o completamente adolescentes, nunca con una mujer de su edad. Pero Agee, que yo sepa, es el único que señala que el crimen original de Henri Verdoux es justamente condenar a su esposa verdadera a una reclusión en vida. Y también es quien se atreve a abrir el melón de la misioginia, para luego matizar, como siempre: «Yo esperaba que esta película fuera el colmo de la misoginia; pero, aunque hay una buena cantidad de ella, el tratamiento por parte de Verdoux de sus víctimas es en general amable y ligero».
¿Por qué Verdoux se dedica precisamente a matar mujeres? Dentro de la lógica del personaje, probablemente la respuesta más sencilla sea que mata a mujeres porque es lo que puede matar, porque es lo que está al alcance de sus fuerzas y de sus cualidades. Pero la cuestión es por qué Chaplin elige a un asesino de mujeres para ejemplificar su alegato contra la sociedad moderna. En ese aspecto, probablemente haya que reconocer que fue un precursor. Hoy en día, cada vez que un atormentado autor varón quiere expresar todo su rechazo a la sociedad en la que vive, usa como metáfora un cuerpo de mujer violado, torturado, secuestrado, asesinado, desmembrado, sometido a cultos satánicos o a redes internacionales de trata. Basta como coartada moral que el asesino sea alguien muy malo, muy malo y que el protagonista de la película o de la serie sea el investigador, honrado hasta el punto de amagar ante nosotras que él también lidia con sus propios demonios (que, por supuesto, tienen como detonante y objetivo otros cuerpos de mujeres). Sin embargo, Chaplin hace dos cosas distintas: se coloca a sí mismo en la posición del asesino y otorga una biografía y un peso a sus víctimas.
¿Y si, paradójicamente, Chaplin hubiera convertido a Verdoux en un asesino de mujeres para tener la oportunidad, por primera vez en su obra, de hablar de mujeres? Expresarlo como una elección deliberada probablemente sea excesivo, pero la realidad es que Monsieur Verdoux es la primera película de Chaplin en la que las mujeres tienen algún papel más allá de ser el objeto bello, inocente, ausente y vacío de los deseos del protagonistaCon la excepción de los dos papeles interpretados por Paulette Goddard en Tiempos modernos y El gran dictador.. Las tres mujeres a las que Verdoux intenta matar no solamente tienen una personalidad definida, sino que se les da espacio para expresar su propio deseo: el deseo desbordante de vivir y de divertirse de Annabella (Martha Raye), el deseo sexual que pugna por salir bajo las convenciones sociales de Madame Grosnay (Isobel Elsom) y el deseo de proteger y cuidar del personaje de Marilyn Nash, en quien bien se podría adivinar un doble femenino del Charlot originario.
«Es el personaje más solitario que yo haya visto nunca»
La coexistencia en el espacio de la misma película de varios personajes autónomos no significa en absoluto que Verdoux tenga ningún tipo de compañía, al contrario, enfatiza aún más su soledad y su aislamiento. Y de repente descubrimos, en una iluminación retrospectiva baziniana, que Charlot siempre estuvo solo; que, con la excepción de un niño de menos de diez años, y quizás de un torpón explorador en Alaska, nunca tuvo compañeros, amigos, colegas, cómplices, ni siquiera adversarios. No hay apenas personajes dignos de ese nombre en sus películas, especialmente en las anteriores a Luces de la ciudad. Probablemente, parte de su potencia simbólica, de su capacidad para expresar casi todo, tenga mucho que ver con esa soledad, que no lo constituye como un personaje, sino como una cifra que apenas altera el paisaje en el que irrumpe. No es una soledad aterradora, del modo que nos aterra asomarnos a la soledad que endurece los ojos de Cary Grant, sino una soledad que fue capaz de convertirse en un espejo y de acoger las emociones del mundo entero.
La Segunda Guerra Mundial afectó al cine estadounidense, aunque quizás no con la contundencia que cabría esperar. Buena parte de la industria siguió produciendo según las mismas líneas de antes. Pero los cineastas que más se habían comprometido en la lucha contra los fascismos europeos produjeron películas que dejaban traslucir el peso y el dolor de su experiencia. Quienes lucharon en el frente doméstico, en la propaganda interna, como Hitchcock, Lubitsch, Welles o Chaplin, todos paradójicamente europeos de nacimiento o de adopción, hicieron películas sobre nazis escondidos asustados (El extraño) o conspiradores (Encadenados). Lubitsch, siempre instalado en la paradoja, hizo una película sobre un ¿falso? héroe antinazi (Cluny Brown). Chaplin hizo Monsieur Verdoux y, en su segunda escena, muestra de fondo el humo negro que despide un cadáver incinerado en un crematorio doméstico. Quienes habían viajado a Europa o al Pacífico, dirigiendo los equipos encargados de las películas de propaganda, quienes habían visto el horror, como Wyler, Stevens, Ford o Capra, filmaron a su vuelta historias en las que la camaradería (Los mejores años de nuestra vida), la colectividad (Fort Apache) o la comunidad (Qué bello es vivirPara un precioso y detallado análisis de Qué bello es vivir, véase la intervención de Miriam Martín Juntarse para ver películas: un canto a la atención colectiva, de 24 de abril de 2019, dentro del ciclo Poner atención: la batalla por entrar en nuestras cabezas, en Tabakalera, Donosti, disponible en Vimeo) se convertían en la tabla de salvación en un mundo inestable. Estos últimos buscaban ese camino de salida que reclamaba Agee; los primeros no conseguían aún sacudirse la obsesión por liberar el hogar del mal que lo había contaminado.
Pero frente al empeño de todas estas películas por construir un mundo nuevo sobre las ruinas de la guerra, Monsieur Verdoux desprende cinismo, desesperación y superioridad moral: es la obra de un hombre «obsesionado por la crueldad del mundo», que solo se emociona ante las rosas ya cortadas o ante la luna distante en el cielo. La Autobiografía de Chaplin, que en su primera parte es una obra maestra del humanismo, se va poco a poco convirtiendo en un tedioso rosario de encuentros protocolarios y elogios a hombres famosos. A pesar de la estrecha amistad que los unió durante algunos años, entre esos nombres no cabía el de James Agee, que no alcanzaría la fama en vida. Se le menciona únicamente en dos ocasiones: en su primer encuentro, cuando es el único periodista que lo defiende en la rueda de prensa en la que se acosa a Chaplin por su supuesta militancia comunista y, en una escena patética, como el «pobre Jim», tratando de despedirse sin éxito desde el muelle cuando Chaplin se marcha definitivamente de Estados Unidos, escondiéndose de la justicia en su camarote del Queen Elisabeth. No solo Charlot, Hynkel o Verdoux habían escogido la soledad; no solo lo hacía el cineasta, que usaba su independencia económica para no compartir con nadie las decisiones creativas, sino que también Chaplin elegía recordar su vida borrando toda presencia cercana. Y en soledad no es fácil hacerse las preguntas adecuadas, ni encontrar las respuestas.
© Ana Useros, 2021, CC BY-NC-SA 4.0
18.02.2021 > 21.02.2021
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