"Mi cuerpo es un texto"
Conversación con Marta Sanz
La escritora y crítica Marta Sanz, autora de ensayos, poemarios y novelas como Lección de anatomía (2014), Farándula, Premio Herralde de Novela 2015, Clavícula (2017) o, muy recientemente, Parte de mí (2021), todas ellas publicadas en Anagrama, estuvo conversando con David Sánchez Usanos y Lucía Jalón, directores académicos de la Escuela Sur durante el curso 2019-2020, en una de las charlas organizadas en el CBA en el marco de la Cátedra Acciona. En Minerva recogemos el contenido de esa conversación, en la que se habló de la capacidad transformadora de la escritura y de la lectura, así como de la extraña mezcla de fragilidad y fuerza de los cuerpos, tanto humanos como literarios, a raíz, sobre todo, de Clavícula.
David Sánchez Usanos
Es un placer tener aquí a Marta Sanz, que es una persona que nos gusta en todas sus facetas: la de escritora y también la de crítica literaria y lectora que comparte su visión, muy aguda, de otros escritores y escritoras, así como de la situación social y política. Esto último lo suele hacer con contundencia, pero con una delicadeza ejemplar.
Marta Sanz
Creo que no es lo mismo escribir que ser escritora. Para ser escritora tu comunidad te tiene que reconocer. Por eso soy escritora desde hace mucho menos tiempo que el que llevo escribiendo, que es lo que yo hago y en donde se enmarca la faceta de crítica. Para mí, ser crítica literaria es indisoluble del hecho de escribir, entre otras cosas porque no creo que yo haga estrictamente crítica, sino lecturas disciplinadas y profundas –o al menos eso intento–, que sean pedagógicas para quien las lea, sobre el significado de leer. Me libro de una parte de la responsabilidad del crítico, que es la de mantener la salud semántica de su comunidad y que tiene que ver con el lado oscuro de su trabajo: ejercer la crítica corrosiva y dura.
Lucía Jalón
Tú relacionas la palabra con la fragilidad del cuerpo y, al mismo tiempo, con la fortaleza del cuerpo que convive con esa fragilidad. Y muchas veces lo haces desde la risa o la queja. Hoy, cuando lo frágil cada vez está más machacado por golpes, multiplicación de estímulos o, en ocasiones, por jokers, ¿cómo te planteas esa relación desde la palabra encarnada?
Marta Sanz
En la Escuela de Letras de Madrid me enseñaron una cosa que sigo practicando todos los días cuando escribo y es que, en los textos literarios, el fondo y la forma son indisolubles. Cuando estamos escribiendo un texto, nuestras opciones retóricas son lo que estamos diciendo con nuestro estilo, con la forma de nuestra escritura. Nuestras elecciones en la representación son lo que concede significado a nuestros textos en el contexto en el que vivimos. Partiendo de esa idea, desmitifiqué el tópico de esa escritura literaria bonita que se superpone a lo que quieres decir. Eso no es escritura literaria, es una especie de pátina ornamental, una cosa extraña que está ocultando emociones. Yo aprendí que escribir no significaba siempre hablar bonito, ajustarse a un código retórico establecido y estereotipado. Mi escritura tenía que ser una indagación, y mi estilo, algo solidario que estuviera absolutamente solapado con lo que yo quería expresar, con mi manera de ver las cosas. En ese sentido, me di cuenta de que para mí la idea del cuerpo era importantísima. Si algo caracteriza o da unidad a los libros que he escrito, probablemente sea la idea de que mi cuerpo es un texto. En este cuerpo de señora menopáusica, magullada, a la que le duele todo, en este cuerpo que está ya poco fotogénico, destartalado, vulnerable y frágil, pero que tiene el colmillo más retorcido que nunca, tal vez porque la vulnerabilidad, a veces, nos hace reivindicar la queja, hay una forma de poesía. En mi cuerpo llevo encima todas las cosas que he vivido y las que no he vivido y me hubiera gustado vivir; es decir, yo estoy aquí con mis satisfacciones, con mis insatisfacciones, con mis arrugas, mis marcas, mi mano derecha agrandada, porque soy diestra no porque sea de derechas. Y, a la inversa, los textos que escribo también se caracterizan por su corporeidad: son cuerpos. Eso se hace especialmente patente en Clavícula, donde, en la desarticulación de los distintos fragmentos que lo componen –la hibridación de materiales, la dispersión, el hecho de que haya un cuento en el que relato mi adicción al Orfidal, que es real (risas), un poema dedicado a una niña mendiga de Manila o episodios costumbristas donde hablo de cómo mis padres juegan al Scrabble, lo que probablemente da una idea de cómo entiendo yo el sentido del humor– hay un metadiscurso literario. Hay escenas muy tristes y otras muy grotescas que tienen que ver con todas las pruebas médicas a las que me sometí porque me dolía, y me duele, la clavícula. Esa dispersión de materiales lo que pretende expresar, siempre con la idea de que el fondo y la forma en los textos literarios son indisolubles, es que el cuerpo real se rompe, se fragmenta ante la experiencia del dolor. Para lo que nos sirve la escritura, o por lo menos para lo que a mí me viene sirviendo la escritura desde hace mucho tiempo, es para imponer cierta coherencia en esa dispersión dolorosa. Para eso también me sirve el sentido del humor, que me ayuda a meter el dedo en la llaga hasta el fondo.
David Sánchez Usanos
Si haces de lectora de ti misma, ¿cómo crees que ha afectado, si es que ha afectado de alguna manera, a tu estilo esa mayor conciencia de la fragilidad, fruto de la edad? ¿Eres menos rígida que cuando eras más joven? ¿Ves alguna evolución como escritora, que tenga que ver con esa importancia que le das al cuerpo y a la creciente consciencia de finitud?
Marta Sanz
Como lectora, me he formado en el nido familiar, viendo a mis padres leer. En ellos vi dos tipos de lecturas muy diferentes. En el caso de mi madre, vi a una lectora muy desinhibida, de estilo adolescente, que se apropiaba los textos y los encarnizaba en ella misma, una persona que necesitaba leer como una pulsión vital y, al mismo tiempo, reaccionaba muy vívidamente a esos textos que se le quedaban muy dentro y metabolizaba para siempre, además de que era muy narrativa, siempre compartía sus lecturas. Mi padre era un lector más intelectual, más distanciado, más crítico y menos comunicativo. Las mujeres de mi generación, las niñas de la Transición –cuando se murió Franco yo tenía ocho años– teníamos como modelo de ejemplaridad en el espacio público a nuestros padres, queríamos ser como ellos. Ese era nuestro concepto de la igualdad. Para nosotras, los espacios de prestigio eran los despachos, y las profesiones de prestigio, las de nuestros padres. He tenido que hacer un profundo ejercicio de desconstrucción de mi propio machismo para darme cuenta de la importancia que tuvieron las madres en el proceso de transformación de esta sociedad, como mujeres que trabajaban dentro y fuera de la casa y que querían legitimarse en un espacio público que les estaba vedado, como mujeres que participaban en manifestaciones para reivindicar una sexualidad que había sido convertida en tabú y ensuciada por un nacionalcatolicismo rancio y repugnante.
En esa especie de revisión que hacemos nosotras ahora, me doy cuenta de que hay muchos libros que los he escrito desde la culpa respecto a las mujeres de la generación de mi madre e inaugurando una lucidez que no tenía a los diez o doce años… Pero para mí, el modelo de lectura era el de mi padre. Y, en ese sentido, como lectora, era mucho más rígida antes que ahora. Ahora soy una lectora mucho más empática, mucho más compasiva, sobre todo con los demás. Cuando empiezo un libro, siempre lo acabo, aunque por mi experiencia lectora sepa, desde la página dos, que estoy leyendo un truño. Es casi como un trastorno obsesivo-compulsivo. ¿Por qué lo hago? Porque siempre voy leyendo como me gustaría que me leyeran a mí y con la esperanza de que me voy a sorprender en la página 150, o de que el final va a ser maravilloso, o de que de repente voy a encontrar una imagen que diga: «ostras, ha merecido la pena, aquí hay una escritora o aquí hay un escritor». No suele pasar. Al final termina sucediendo eso de que más sabe la diabla por vieja que por diabla. Pero es algo muy representativo de esa especie de empatía que para mí implica la forma de conversación que mantengo ahora con los libros. Me he convertido en una lectora bastante piadosa con los demás, a la par que en una escritora muy inclemente conmigo misma: soy muy autocrítica, muy reflexiva y no he perdido nunca el miedo. Después de haber escrito doce novelas, dos ensayos, cuatro poemarios, montones de críticas, sigo teniendo miedo, y creo que es un miedo positivo, que procede del intento de no ser complaciente conmigo misma, de no regodearme en lo que sé que hago bien, sino tener siempre conciencia de esa fragilidad y de ese ojo sucio, o limpio, que los demás van a aportar al texto que yo estoy escribiendo. No perder esa inseguridad, esa conciencia de lo quebradiza que puedes llegar a ser, es bueno para la escritura y malo para la escritora que se ve obligada a tomar Orfidal por las noches (risas).
Las personas que estamos involucradas en procesos creativos tenemos que buscar un punto medio, en el que reside la virtud aristotélica, entre dos elementos: por un lado, la ambición que debe tener cualquier proyecto creativo de envergadura –si quieres hacer algo te lo tienes que creer, tienes que tener cierta seguridad y arriesgarte, dar lo mejor de ti con honestidad–, un impulso, que es al mismo tiempo, generoso y vanidoso; por el otro lado, ese lugar donde están los demás, que a veces van a ser benevolentes, otras, condescendientes, envidiosos, críticos desde un punto de vista constructivo, quizá maledicentes…, todo eso que te puede pasar cuando tomas la voz en público. Digerirlo y que no termine siendo algo absolutamente destructivo es fundamental, pero creo que, al mismo tiempo, es muy importante no perder esa conciencia de los otros, que tiene que ver con el amor que implica el acto de escritura, por más que, como escritora, sea algo que te fragiliza muchísimo. Y que tiene que ver, seguramente, con la conciencia de la finitud.
Una de las cosas que aprendí al escribir Clavícula es que mi miedo, en gran medida, era un miedo político, social, el miedo de que se acabaran las pensiones, de la reforma laboral, de la ley mordaza, de la estigmatización del cuerpo femenino, que se va poniendo cada vez más reseco por efecto de las transformaciones propias del momento menopáusico. Me di cuenta de que esos miedos que yo tenía, y que se concentraban en el dolor que sentía en la clavícula, tenían una dimensión social y una dimensión política que se relaciona con el capitalismo y con las perversiones intrínsecas al sistema que estamos viviendo, pero que también había algo que tenía que ver con una conciencia física de que te vas a morir y que te vas a acabar, tú y las personas a las que quieres. Y en mi caso, seguramente, esto se agrava –y esto es otra confesión que voy a hacer aquí hoy– con el hecho de que yo no tengo hijos, como decisión propia. Nunca he tenido esa compulsión biológica. Llevo compartiendo mi vida con un hombre treinta años, lo decidimos los dos juntos y nunca nos hemos arrepentido, pero sé que la conciencia de la finitud, y la vulnerabilidad relacionada con ella, puede tener que ver también con eso.
Lucía Jalón
Uno de los temas que queremos tratar con los alumnos de SUR es el de cómo hoy en día nos cuesta cada vez más imaginar. Queríamos pensarlo a la vez que intentamos tachar y romper ese «cuesta» para preguntarnos qué papel juegan las prácticas artísticas en todo esto. ¿Piensas que la literatura puede funcionar como herramienta para ayudarnos de nuevo a imaginar y no solo a constatar? ¿Cómo ves nuestra capacidad actual de narrarnos, de contarnos, ya no solo como un nosotros que tenga un futuro, sino contarnos en el día a día, utilizar esa narración para no sentirnos tan solos?
Marta Sanz
Siento cierta ambivalencia frente a esta cuestión. Hay días que pienso que, como dijo Adorno, después de Auschwitz la poesía ya no es posible, o que, como decía el escritor japonés Ryu- nosuke Akutagawa, la literatura no sirve para solucionar la devastación del terremoto de Tokio. Ante las catástrofes naturales, ante las propias perversiones de aniquilación que tenemos como humanidad y en contra de la humanidad, parece que las artes no sirven de nada. Pero yo me resisto y me rebelo denodadamente para luchar contra esa idea porque me resulta muy pesimista. Pienso que los textos literarios sirven para intervenir en la realidad, se nutren de realidad, son distintas maneras de intentar representar eso real que nos duele, nos inquieta, nos perturba y, al mismo tiempo, son maneras de decir algo en lo real, de deconstruir o demoler partes de esa realidad. La literatura y la cultura en general, y esto lo escribí en el ensayo No tan incendiario (Periférica, 2014), no son solo la guarnición del filete, una voluta ornamental para rellenar nuestros espacios de ocio en una sociedad del espectáculo. La cultura sirve para que anudemos el vínculo con la educación. Metabolizamos la cultura, se mete dentro de nuestro ojo, de nuestra tripa y de nuestras conciencias individuales y, en un momento determinado, puede sembrar inquietudes y maneras de ver el mundo que nos permitan cambiar lo que no nos gusta. Esta sería la visión positiva.
Pero también está la negativa. Por ejemplo, cuando en los institutos se trata de estimular al alumnado para que lea argumentando que leer es bueno. Yo siempre me digo que según; leer es bueno o no. Leer te puede producir una infelicidad tan absolutamente pavorosa que te va a llevar de cabeza al Orfidal (risas). Creo que los discursos artísticos inciden en las realidades en las que vivimos para bien o para mal. A la poeta Ángela Figuera, que lamentablemente tuvo que vivir la Guerra Civil desde el bando de los vencidos, en la época del franquismo, sobre todo de la posguerra, de la hambruna, de la miseria, de los represaliados, de los huérfanos de guerra, le escandalizaba que hubiera poetas que hacían sonetos a la rosa. En ese contexto histórico compartido, hacer sonetos a la rosa no es una decisión ideológicamente aséptica, es una decisión, probablemente, envenenada. De algún modo, al hacerlo estás legitimando cierto sistema, estás utilizando la cultura como un distractor y, además, estás asimilando lo cultural a lo bonito estereotipado. Los textos de la cultura han de ser leídos en sus diferentes contextos y, naturalmente, creo que tienen capacidad para modificar, aunque sea levemente, las conciencias para bien o para mal. Yo escribo desde esa convicción.
Lucía Jalón
Podría haber camellos de libros a las puertas de los colegios…
Marta Sanz
Qué buena idea, así juntamos el Orfidal con la literatura (risas). Hace ya unos años, escribí un texto que leí en la Feria del libro de Fuerteventura que se llamaba «Razones para no leer». El editor de La Uña Rota, en colaboración con otras editoriales y librerías, hizo una edición no venal que regalaron en las ferias del libro de Salamanca y que, quizá porque era gratis, se convirtió en un best seller.
David Sánchez Usanos
Oyéndote, me estaba acordando de eso que decía Günter Grass de que no se fiaba de la literatura que no fuera peligrosa o incómoda. También me ha recordado lo que decía Sartre en 1947, en ¿Qué es la literatura?, acerca de la responsabilidad histórica que tiene la literatura y la pena que nos da que alguien, en un momento como este, por ejemplo, decida escribir novela histórica. En cuanto a lo de los camellos de libros en las puertas de los colegios, depende de lo que proporcionen, que hay drogas muy malas (risas). Leer no es solo incómodo porque te puede obligar o incitar a mantener una posición crítica respecto al presente, que esa es la parte buena, como has defendido, también hay libros muy malos, y determinado canon literario vinculado a la pedagogía puede ser disuasorio más que incitador. En este sentido, como lectora profesional, ¿qué libros te gustan? No sé si quieres responder en clave biográfica…
Marta Sanz
Eso está muy bien pensado porque los gustos, incluso los gustos argumentados, van variando a lo largo de tu biografía. Pero antes de lanzarme a mi biografía de preferencias lectoras quería comentar dos cosas sobre tu intervención: entiendo lo que dices con el ejemplo de la novela histórica, pero no quiero dejar de apuntar que hay ciertas formas de novela histórica, fantástica o de terror de calidad que en realidad están hablando del aquí y del ahora.
Respecto a la posibilidad de literatura como herramienta para transformar la realidad, ya sea para bien o para mal, con esta especie de dulcificación que he tenido con el paso de los años, me acuerdo mucho de otra poeta, Paca Aguirre, Premio Nacional de las Letras en 2018. En una presentación de un libro suyo, me enseñó algo en lo que yo no había reparado. Me dijo: «Marta, está muy bien el concepto de la literatura como compromiso con la realidad, con la contemporaneidad, como manera de intervenir en lo real, de aprender, pero a veces existe la necesidad de leer libros que no te estiren, libros que, simplemente, te ayuden a no ver lo que tienes alrededor». Y me habló de su condición de niña huérfana de la posguerra a la que salvaron los cuentos de hadas de cabellos azules. Con todo, frente a la clientelización de los lectores, que tienen que ser sistemáticamente complacidos en un mercado cultural que se entiende como tal, es importante que los lectores y las lectoras nos estiremos intelectualmente ante lo que no entendemos. A mí hay libros que me gustan precisamente porque me imponen una resistencia que tengo que vencer, y eso me enriquece. Pero sí pienso que no debemos ser demasiado ortodoxos. Yo de joven era muy ortodoxa, pero con los años he ido entendiendo otras maneras de relacionarse con los libros.
Y eso se refleja, seguramente, en mi eclecticismo como lectora. Por ejemplo, leo a Agatha Christie, lo confieso. Algunas veces la leo con cuaderno y lápiz y analizo los comportamientos sexuales de sus personajes o las maneras que tiene de hacerme la trampa, y hacérmela bien. O analizo sus formas para intentar distraer mis hipótesis y mis expectativas. Supuestamente es literatura de consumo, pero yo la leo muy sesudamente. Muchas veces no se trata de lo que lees, sino de cómo lo estás leyendo y lo que te puedes llevar de eso.
En mi formación literaria como lectora, recuerdo que, cuando era pequeña, mi padre me decía: «Marta, no lees nada», y tenía razón. Cuando tenía diez años, lo que más me gustaba eran los tebeos: Astérix, Lily, Esther y su mundo… Mi padre consideraba que yo tenía que haberme leído ya las obras completas de Julio Verne, Emilio Salgari y Dostoievski. Yo le decía: «Yo no leo, porque escribo», y también era verdad porque escribía sin parar. Un día me dije que eso no podía ser y me recuerdo mirando las estanterías de mi casa, donde había muchos libros, que eran, además, un bien preciado en mi familia, como lo eran también los discos. Mi criterio se ceñía a la dimensión del lomo (risas). Empecé a leer a Gerard de Nerval, que es un escritor francés que se colgó de una farola –entonces no existía el Orfidal–, y escribía unos libros oníricos, románticos, con una sexualidad superperversa. Ese fue mi rito iniciático: los leí porque eran finitos. Confundía la brevedad con la sencillez, algo muy habitual. Luego leí Las ratas, de Delibes, El lazarillo de Tormes, que sigo releyendo porque para mí es un libro fundamental, que me gustó, me gusta y me gustará. También mi gusto por la escritura viene de esos comentarios de texto absurdos que hacíamos en el instituto. Me enamoré de la poesía de la Generación del 27 y del 98 destripando los textos de Azorín y Valle-Inclán. Lo que formaba parte de nuestro plan curricular me parecía maravilloso. Recuerdo haber leído en el instituto, con fascinación enorme, Pedro Páramo. Para mí los sueños húmedos de Susana San Juan es lo más fascinante que puede leer un ser humano vivo, y muerto también (risas), ya que estamos hablando de Pedro Páramo. Los cuentos de Poe, esa cosa que tienen perversa… Lo importante de la literatura tiene que ver, sobre todo, con la capacidad de combinar las palabras para dar relieve a la página o para que la página nos salte a los ojos, de manera que la realidad se convierta en un lugar absolutamente incandescente. César Vallejo es el poeta que más me golpea y conmueve, desde los textos más herméticos hasta los más coloquiales o narrativos. Yo no sería una escritora que intenta encarnizarse en cada texto que escribe si no hubiera leído El amante, de Marguerite Duras, o a Henry James. Otra vuelta de tuerca me enseñó a tener una relación activa con el texto, a vivificar el proceso de comprensión lectora, a hacer de la lectura algo vivo, a entender que, cuando lees, gradúas el catalejo de tu comprensión. Gran parte de mi sensibilidad feminista viene de los textos de Adrienne Rich. En los últimos tiempos, hay cantidad de escritoras jóvenes, a los dos lados del océano Atlántico, que me parecen interensantísimas: Paula Porroni, Mariana Enríquez, Liliana Colanzi, Rita Indiana, Guadalupe Nettel; aquí, Sara Mesa, Edurne Portela, Cristina Morales… Intento leer a personas más jóvenes que yo porque es muy enriquecedor y porque tengo la sensación de que con nosotros, con los nacidos en la década de los sesenta, nuestros hermanos mayores de generación no fueron especialmente generosos. Ahora yo procuro abrir las puertas que tengo a mi alcance a la gente que realmente me gusta porque creo que hay que hacerlo, que es muy sano.
© Minerva, 2021, CC BY-NC-SA 4.0
24.10.19
PARTICIPAN MARTA SANZ • DAVID SÁNCHEZ USANOS • LUCÍA JALÓN
ORGANIZA ESCUELA SUR