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Sobre rostros, fotografías y su verdad

Alfred Döblin
Traducción Rosa Pilar Blanco | © Alfred Döblin, Antlitz Der Zeit, Múnich, Schirmer /Mosel Verlag, 2011 | Fotografía © Die Photographische Sammlung/Sk Stiftung Kultur - August Sander Archiv, Colon
August Sander, Víctima de persecución, c. 1938

En 1929, el escritor alemán Alfred Döblin publicaba Berlín Alexanderplatz, hoy convertida en novela de culto. Ese mismo año, escribió el prólogo al primer libro de August Sander, El rostro de nuestro tiempo, en el que el fotógrafo recogía sesenta retratos que serían el preámbulo de su monumental proyecto Gente del siglo XX. Para Döblin, Sander es, además de fotógrafo, un filósofo, un sociólogo que «escribe sociología sin escribir», cuyas fotografías son «un material deslumbrante para la historia de la cultura, de las clases sociales y de la economía de los últimos treinta años». Minerva publica este prólogo, inédito hasta ahora en castellano.

I. ¿Son verdad los individuos o qué es verdad?

En la Edad Media hubo una disputa entre sabios tristemente célebre. Ocurrió hace mil años. Los disputantes se denominaban nominalistas y realistas. Seguro que esta disputa continúa, aunque bajo otro nombre. Hoy es difícil exponer en pocas palabras qué se dirimía hace mil años porque, con el correr del tiempo, el sentido de las palabras ha variado; no obstante, describiré la confrontación a grandes rasgos: los nominalistas opinaban que solo las cosas individuales son verdaderamente reales y existentes; los realistas, en cambio, pensaban que lo verdaderamente real y existente son solo las generalidades, los universales, llámense género o idea. ¿Qué tiene que ver esto con rostros y fotografías? Voy a abordarlo pronto, pero antes hablaremos de dos homogeneizaciones de los rostros humanos: una debida a la muerte y la otra a la sociedad y sus clases. ¿Qué entiendo yo por homogeneización? La igualación, la desaparición de las diferencias personales y privadas, la pérdida de importancia de dichas diferencias bajo el influyente sello de un poder superior, en nuestro caso, de dos: la muerte y la sociedad humana.

II. La homogeinización de los rostros y fotografías por la muerte

Hace algún tiempo sacaron a una mujer joven del Sena. Trasladaron a la desconocida, una suicida, sin duda, al depósito de cadáveres de París, donde llamó la atención. Enseguida explicaré por qué. A la desconocida del Sena (l’inconnue de la Seine) se le hizo una máscara funeraria. Muchos tienen fotografías de esa máscara o vaciados.

¿Por qué llamó la atención la joven desconocida, y qué induce a muchos a contemplar imágenes o vaciados de la máscara? Voy a pergeñar una descripción aproximada de la cabeza basándome en una fotografía. Es el rostro de una mujer o chica joven, acaso de entre veinte y veintidós años. Su cabello liso cae a derecha e izquierda desde la raya al medio. Los ojos no se ven ni ven, pues esta joven está muerta, y lo último que captó su mirada fue la orilla y el agua del Sena; a continuación sus ojos se cerraron y, después, llegó el breve y frío espanto y el mareo y la rápida aparición de la asfixia y el aturdimiento. Pero eso no fue todo. Me gustaría creer que la joven no se metió alegremente en el Sena. Lo que vino después de la desesperación inicial y el breve horror del ahogamiento lo vemos ahora en la foto, en su rostro, y por eso no se la ha eliminado sin más, como les ha sucedido a centenares en esa morgue.

La desconocida tiene la boca ligeramente encogida, casi fruncida, y las mejillas tirantes y, entonces, bajo los ojos serenamente cerrados –cerrados por el agua fría y también para concentrarse del todo en una imagen interna–, surge bajo esos ojos y alrededor de esa boca una sonrisa realmente dulce, no de entusiasmo y placer, sino de aproximación al placer, una sonrisa de esperanza, que grita o susurra y que ve algo a lo que trata de tú a tú. La desconocida se acerca a la felicidad. El aspecto de su rostro y la forma en que lo reproduce la imagen evidencian, además, su inquietante capacidad de seducción y tentación. Y si cualquier pensamiento relativo a la muerte conlleva también cierta tranquilidad, este rostro irradia abiertamente una suerte de embrujo y fascinación.

¿Qué ocurre con esta interpretación? Recordemos lo dicho arriba sobre la homogeneización del rostro humano debida a la muerte. Existen colecciones de máscaras mortuorias. Tengo ante mí una de ellas. Y al hojearla –también figura la dulce desconocida–, se evidencia una gran uniformidad. Los rostros son ciertamente diferentes, el de Wieland es, sin duda, distinto al de Federico el Grande o al de Jonathan Swift o al rostro bigotudo y enérgico de Oliver Cromwell o al ancho y contundente de Lorenzo de Médici. Algunas caras parecen rebosantes de salud, otras consumidas tras largas enfermedades. Sin embargo, todos estos rostros tienen en común algo negativo: a todas esas personas se les ha arrebatado algo. No solo tienen los ojos cerrados, lo que les confiere la imagen de no vivos, quizá de simples durmientes, es que de esos rostros se han borrado las innumerables características de lo momentáneo, de lo mudable. La muerte ha efectuado un retoque masivo.

August Sander, Niños ciegos de nacimiento, 1921–1930

¿Y qué queda después del gran retoque, del borrado? Ese rostro humano en bloc, el resultado del trabajo de toda una vida y de la labor de la vida en la carne y en los huesos, en el corte de los rasgos faciales, en el modelado de frente, nariz y labios. Estos rostros fijados en las máscaras fúnebres, su expresión, son piedras que el mar ha pulido a fuerza de hacerlas rodar y ya no retienen ni conservan ningún rasgo momentáneo individual. Lo que uno tiene delante es un resultado-en-bloc. En lo sucesivo, el trabajo ha terminado. Lo que ha detenido, homogeneizado y uniformizado todos estos rostros es la muerte. En vida se volvieron individuales, personales y únicos a través de dos grandes procesos: por la forma característica de su raza y disposición personal que se ha desarrollado, y por lo externo, la naturaleza, la sociedad, que ha promovido o impedido el desarrollo. Ahora, sin embargo, ya no promueve o impide nada, esos ojos están cerrados con razón, porque nada emana ya de esas personas. Y ante esos muertos uno percibe que no solo están mudos y cerrados, no, son todavía menos, son objetos en otras manos. Ellos actuaron y eso moldeó su rostro. Ahora soportan algo, son pasivos, se les ha sacado un molde. La muerte como positivado. Eso fueron durante un tiempo Hugo Wolf, Dante, Fox, Federico el Grande… Ahora todos son objetos en reposo, vencidos, colmados.

Queda el bloque de la vida, digo yo. Pero ¿y si, además, resulta que la adorable del Sena sonríe? Bien, de la nueva fuerza anónima emana un efecto. No todos se lo dejan arrebatar fácilmente. En el mejor de los casos, muchos se duermen o, en el mejor de los casos, al entrar en el anónimo reino de la muerte pasaría a ellos la dulzura de un sueño. Pero algunos también se acercan a la felicidad, que la vida individual solo ha impulsado y estorbado. Ahora los estorbos les son arrebatados. Ahora que sus ojos se han cerrado a la existencia individual, pueden sonreírle a otro nivel existencial, diferente, anónimo para nosotros; pueden fruncir los labios llenos de dulce esperanza, de nostalgia.

III. La homogeneización de rostros y fotografías por la sociedad

Tengo otra carpeta ante mí, fotos de vivos. Estos todavía no han caído en la gran tina donde se les limpia de lo personal y de cualquier actividad. El agua que pule estas piedras aún no es visible en ellos. Todavía ruedan con el mar que nos mece a todos. Y mientras nos enfrentamos al aplastante y permanente anonimato de las máscaras funerarias –contemplamos un vasto y extraño paisaje lunar–, hete aquí que vemos… ¿individuos? Uno creería ver individuos. Pero de pronto… ¡se da cuenta de que aquí tampoco se ve individuo alguno! Sin embargo, no se trata del vasto, monótono paisaje lunar de la muerte, cuya luz poseen todos los rostros, es algo distinto. ¿Y qué es? Ahora hablamos de la asombrosa homogeneización de los rostros y fotografías originada por la sociedad humana, por las clases, por su nivel cultural. Este es el segundo anonimato igualador o unificador. Retomando la disputa medieval citada al principio, hemos visto el efecto de la generalidad de la muerte, que se evidencia como un poder y una fuerza verdaderamente real, aunque todavía no se haya dicho qué es en realidad, si la parca con su guadaña o la dulce portadora de la paz. Y ahora, ante las imágenes de los vivos nos encontramos con una segunda generalidad, que se muestra real, efectiva y poderosa; nos topamos con la fuerza colectiva de la sociedad humana, de la clase, del nivel cultural.

IV. Datos de este grupo

Cada uno de nosotros conoce a un cierto número de personas y, cuando las encuentra, las reconoce por características concretas, totalmente personales. Uno solo se relaciona con individuos y cada persona tiene su nombre y sus señales características muy específicas, no recurrentes. No es necesario recurrir a la huella dactilar, que, como saben los criminalistas, es siempre un hecho en una única persona concreta que la identifica. En mi opinión, no es necesaria esa huella digital criminalística. En la vida nos bastan otras cosas, que aunque no son tan nítida y numéricamente exactas, poseen sin embargo suficiente precisión. Un hombre tiene tal estatura, tal porte, tal rostro –esto es un conjunto enorme, que, sin embargo, nosotros captamos de una ojeada–, una voz característica, unos andares, unos gestos, y un pequeño detalle nos basta, siempre, para identificar a ese hombre con absoluta seguridad. E identificarlo significa reconocerlo como criatura única. Su unicidad nos resulta del todo obvia.

Pero ¿qué decir sobre un hormiguero? Por el camino, saliendo de una raíz o de unas piedras, pululan unas quinientas hormigas con movimientos rápidos e inconfundibles. A cien pasos de distancia se afana un hormiguero todavía más grande. Por intensamente que observemos a los animalitos, no vamos más allá de ciertas características de la especie y diferencias insignificantes entre los distintos animales. Aquí la identificación es de todo punto imposible. Y, sin embargo, es indudable, al menos me gustaría suponerlo así, que en este caso, como en el de las abejas, por ejemplo, los animales se reconocen y se distinguen.

¿Qué quiero decir con esto? Algo de sobra sabido, pero que se aplica poco a las personas: que a cierta distancia, las diferencias desaparecen , que a cierta distancia, termina el individuo y solo se imponen los universales. El individuo y la colectividad (o lo universal) son entonces –¡oh, decisión salomónica!– cuestiones de una distancia cambiante. Pero como somos personas, nos las tenemos que ver con individuos –¡entre personas!–. Tratándose de negros, el asunto ciertamente se torna más difícil. Pero si fuéramos elefantes en un parque zoológico, clasificaríamos a las personas en aquellas que se limitan a pasar por delante y las que nos dan azúcar, con el vigilante constituyendo un grupo en sí mismo, una especie humana singular. Pero mirar así a las personas, es decir, a nosotros mismos, ofrece enormes ventajas. No es necesario tener el punto de vista de un elefante, basta por ejemplo con el distanciamiento de un punto de vista científico o histórico, filosófico o económico. De pronto nos convertimos en extraños nosotros mismos y hemos aprendido algo de nosotros. Es inmensamente bueno aprender algo de uno mismo. Hacer uso de ello es otra cuestión, pero el mero conocimiento es bueno. A este respecto, nuestras fotografías tratan de la ampliación de nuestro campo visual. Abordaré la cuestión enseguida. Tenemos ante nosotros un material docente espléndido.

V. Hay tres grupos de fotógrafos

No puedo pensar que la lente fotográfica vea de otra manera que el ojo humano. Acaso vea peor, ya que está fija, pero lo que nos proporciona la lente es lo mismo que vemos. La placa detrás de la lente, a diferencia de nuestra retina, capta fotos, y de estas los fotógrafos hacen un uso diferente, las utilizan para distintos fines. Esto es mero asunto de los fotógrafos, pero estos, al igual que los pintores, pueden enseñarnos a ver algo concreto o de una manera concreta. Tenemos fotógrafos que ven de manera artística, para quienes el rostro solo es material para una foto: ellos persiguen efectos estéticos. Ante semejantes imágenes decimos «muy interesante» o «muy bonita» o «muy original», esto también son resultados, pero aquí no puede aprenderse nada de las personas o sobre uno mismo.

August Sander, Novia rural, 1920–1925

Luego hay fotógrafos que, como plantas del bosque o del prado, crecen en todas las calles. Estos, sin embargo, pese a ser tan numerosos, apenas son a nuestros ojos más que aquellos caballeros artísticos. Quieren ofrecer una imagen lo más «parecida» posible de la persona que se coloca ante ellos. Tiene que ser lo más «parecida» posible; es decir, la placa ha de captar lo personal, privado, único de esa persona. Rebobinemos un poco y recordemos nuestras frases del principio: estos fotógrafos del parecido son los nominalistas, que no poseen conocimiento alguno de las grandes generalidades. Hacemos demasiado honor a esos señores cuando decimos que, en la gran polémica de los intelectos, se pronunciaron y se situaron decididamente del lado de los nominalistas. Aunque este grupo de fotógrafos posee, sin ningún género de dudas, cierto realismo: me refiero al afán de ganar dinero.

A continuación viene el tercer grupo. No he contado las páginas o las frases que he pronunciado hasta ahora, pero podemos izar una bandera, porque hemos llegado a nuestro asunto, a nuestras imágenes. Ya sabemos lo que caracteriza a este tercer grupo de fotógrafos, pues no hemos hablado del todo en vano. Este tercer grupo de fotógrafos –aunque grupo es mucho decir, sin duda son muy pocos y en Alemania solo conozco a Sander–, los miembros de este tercer grupo, repito, se integran con plena conciencia entre los seguidores del realismo, consideran los grandes universales eficaces y reales y, cuando fotografían algo, hete aquí que no son imágenes parecidas, en las que uno reconoce segura y fácilmente al señor X o a la señora Y, sino que lo que se reconoce y hay que reconocer en dichas fotografías... lo diré en el epígrafe siguiente.

VI. Lo que hay que reconocer aquí

Esta descripción es como un globo gigantesco del que se colgará una barquilla muy pequeña. Pero lo cierto es que yo tampoco tendré mucho más que añadir. La verdad está preparada, y me sigue un filósofo. Las imágenes que van a ver [se refiere a las que conforman el libro] son palabras de este filósofo y, tanto cada una por separado como juntas y ordenadas, hablan con mucha mayor claridad que lo que yo pueda decir. Uno tiene ante sí una especie de historia cultural, mejor dicho, de sociología, de los últimos treinta años. Cómo se escribe sociología sin escribir, sino tomando fotos, fotos de rostros y no, por ejemplo, de trajes populares, es obra de la mirada de este fotógrafo, de su perspicacia, de su observación, de sus conocimientos y de sus enormes habilidades técnicas. Al igual que existe una anatomía comparada, a partir de la cual se logra, primero, una interpretación de la naturaleza y de la historia de los órganos, este fotógrafo ha practicado la fotografía comparada y con ello ha alcanzado un punto de vista científico por encima de los fotógrafos del detalle. Nosotros podemos descubrir toda clase de cosas a partir de sus imágenes, las fotos son en conjunto un material deslumbrante para la historia de la cultura, de las clases sociales y de la economía de los últimos treinta años.

Uno ve tipos de personas campesinas, que seguramente son estables, porque la forma de la pequeña empresa agrícola mantiene desde hace mucho tiempo cierta estabilidad. Hoy este grupo no se ha extinguido y desaparecido, solo puede haber perdido importancia. Entre ellos se ve a familias completas; incluso sin el arado y el sembrado se les nota a esas personas la ocupación tosca, dura, monótona, ese trabajo endurece sus rostros, los marchita. Al igual que, en nuevas circunstancias, la riqueza, la actividad más ligera los cambia y sus rostros se relajan.

Pasemos a los tipos de una ciudad de provincias, luego a los siguientes, los artesanos de gran ciudad, y compárese con ellos a los modernos industriales. Repasemos las imágenes del actual proletariado urbano. Se tendrá una rápida visión de conjunto de la evolución de la economía en las últimas décadas. No hay que saltarse el final para entender la clase de progreso de esta evolución, los tipos del consejo de trabajadores, los anarquistas y revolucionarios.

La alimentación, el aire y la luz en la que la gente se mueve, el trabajo que desempeñan o no desempeñan, la especial ideología de su clase social, moldean a las personas. Uno aprende todo esto con la simple mirada; acaso mejor que con informes prolijos o alegaciones acusatorias, con las fotografías del grupo tres, de los burgueses y sus hijos. Las tensiones de nuestra época se tornan evidentes cuando uno ve a esos estudiantes que se pagan los estudios trabajando y coloca al lado a ese catedrático y a esa muy apacible familia burguesa que rebosa satisfacción e inocencia.

El rápido cambio de las ideas morales de las últimas décadas, el flujo de esas ideas. Ahí está todavía presente, en el grupo cuatro, el pastor evangélico, una imagen fabulosa: sus pupilos lo rodean, pero sus rostros ya no encajan con la expresión de su maestro ni con su traje talar. Ahí va todavía por el campo el maestro rural con barba y gafas, severo y pulcro, un idealista, un soñador. El universitario miembro de una corporación estudiantil lleva su gorra, tiene la cara cruzada por cicatrices de duelos y disfruta del brillo de su banda. El tranquilo gran comerciante con su esposa pertenece a ese grupo, son imágenes de Debe y Haber, no son los grandes industriales modernos. Pero tras estos se visualizan ya otros tipos. La sociedad está sufriendo cambios radicales, las grandes urbes han experimentado un crecimiento colosal, todavía hay algunas personas originales, pero ya se están preparando tipos nuevos. Este es el aspecto del joven comerciante de hoy, este es el bachiller de hoy; quién lo habría dicho hace veinte años, se han mezclado los rasgos de la edad, la juventud se ha puesto en marcha. Y esta alumna de liceo con la ropa de las damiselas actuales es una auténtica mujercita. Es palpable la difuminación del límite de edad, el poder de la juventud, el afán de rejuvenecimiento y renovación, que penetra hasta lo biológico.

Ante muchas de estas imágenes habría que relatar historias completas: invitan a ello, son un material para autores más atractivo y valioso que muchas noticias de prensa.

Estas son mis observaciones. Quienes contemplen estas imágenes claras e impactantes serán rápidamente instruidos, mejor que por conferencias y teorías, y llegarán a saber de los demás y de sí mismos.